Una historia más - Lupe

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Lupe, 14/02/2018


Hay acontecimientos que promueven cambios radicales en la vida de una persona. Tal vez sucesos significativos, tal vez pequeñas cosas. Uno nunca sabe cuál será el detonante para que de repente su vida tome un rumbo que apenas semanas atrás habría considerado imposible. Eso me sucedió a mí. Era supernumeraria. Muy entregada. Muy abnegada. Muy de Casa. Una noche luego de una experiencia perturbadora el día anterior:

“…tú tómate el tiempo que necesites para pensar qué quieres hacer. Mientras tanto dormiré en otra habitación. Si quieres cancelamos el viaje. Ya no soy un niño para que tú y tu Opus Dei me digan cómo tengo que vivir”…

Entendí perfectamente. Conocía suficientemente a Eduardo como para darme cuenta al instante lo que le estaba sucediendo. Se había cansado. Simplemente eso. No soportaba más la situación. La vida de un padre de familia numerosa y pobre, al estilo Opus Dei, ya no le cuadraba.

Acababa de cumplir 40 años; estaba forjando una carrera brillante; todo en su vida parecía estar bien encaminado. Digo bien, parecía, porque en el fondo tenía todo lo que alguna vez había soñado, pero no tenía lo fundamental cuando uno está casado: le faltaba su mujer. Trabajaba mucho, cerca de 12 horas al día y los fines de semana (si no estaba en un congreso o viaje de negocios) los dedicaba a su familia. Por supuesto que su esfuerzo era recompensado por la empresa; cobraba a su edad una nómina muy superior a la media de sus colegas en el mismo rubro, conducía un deportivo alemán, viajaba en primera clase y a su familia no le faltaba nada. Pero…

Como muchas cosas en la vida, la felicidad nunca es completa. Eduardo estaba casado con una supernumeraria del Opus Dei. Bastante guapa ella (si se me permite el piropo); educada, bien arreglada, siempre con una sonrisa en los labios. Una mujer que lo complementaba en toda reunión social, sea un encuentro informal con colegas, sea en un cóctel en una embajada. Una mujer de la que se quedó prendado no bien la conoció cuando ella tenía 19 años. Una chica entonces poco convencional. Provenía de una familia distinguida; era atenta, simpática, y cristiana. El prototipo de esas mujeres cristianas de hoy y de siempre (quien leyó el libro sabe de qué hablo). Y discreta. Sobre todo discreta. Esa cualidad la aprendió en su hogar. Ya desde pequeña participaba de las tertulias de mujeres los domingos en el patio de su casa. Su madre, su abuela, sus tías y allegadas comentaban, refresco de por medio, los acontecimientos sociales de los últimos días. Se hablaba sobre todo de los hombres de la familia, de otras mujeres no presentes, de amores bendecidos y amores prohibidos. Es decir, todas esas cosas que hablan las mujeres cuando tienen tiempo y nada mejor que hacer. Y la abuela –con la autoridad que otorgan los años- siempre decía a las pequeñas de la casa: las niñas buenas escuchan pero no repiten. ¿Está claro? Una buena mujer debe ser muy astuta, debe saber todo lo que acontece a su alrededor pero nunca decir nada. Como la Virgen: ella guardaba siempre todo en su corazón. Era discreta; la Virgen era muy discreta.

En fin, nuestro noviazgo fue de libro de la colección Hacer Familia. Eduardo se había criado en una familia Opus Dei, como yo; había estudiado en un colegio marista y todo lo que yo proponía como ideal de familia cristiana le era conocido. Nunca cuestionó ninguna de mis actitudes mientras fuimos novios. Yo no había conocido varón. Él sí sabía de mujeres bastante más de lo que hubiera yo deseado. Sin embargo no me importaba. Yo estaba fascinada con este príncipe encantador que se había fijado en mí y él me adoraba. Nuestras familias estaban encantadas con nuestra relación y esperaban ansiosos el momento en que anunciáramos nuestro compromiso. Ocurrió a los pocos meses. Apenas finalizó sus estudios nos casamos, yo contaba 21 años. A los 11 meses nació nuestro primer hijo...



Crónica de una boda anunciada

Ya desde la universidad Eduardo se había caracterizado por tener una habilidad especial para los negocios. Sabía tratar a la gente, era carismático y despierto, y le gustaba el mundo empresarial. El último año de estudio era obligatorio hacer prácticas; a él le ofrecieron hacerlas en una empresa internacional con sede en Houston. Para él esa era una oportunidad que no podía despreciar. Las condiciones eran muy buenas (le alquilaban un departamento, le daban un coche y un sueldo inicial con el que un latinoamericano solo podía soñar). Estaba fascinado. Yo todo lo contrario. ¿Cómo voy a mantener un noviazgo a la distancia? Él en otro país y yo sin posibilidades de ir a visitarlo (no es que me faltara el dinero para el pasaje; el problema era que no estábamos casados). Yo moría de ganas de visitarlo, lo extrañaba, y él así me lo pedía cada vez que hablábamos por teléfono...

En fin, que no podía ser y así lo aceptamos. Él vino a los 3 meses a nuestro país, nos comprometimos y regresó a Estados Unidos. Yo con mi madre y mi futura suegra nos abocamos a preparar la boda; preparativos que combinaba con las clases de “administración del hogar” que se organizaban en uno de los Centros que trataba a las supernumerarias jóvenes. Allí aprendí a planchar camisas, limpiar la casa y algo de nutrición. Charlas especiales sobre planificación de las tareas domésticas y maternidad estaban a cargo de otras supernumerarias ya casadas y con experiencia. El sacerdote también nos daba charlas sobre moral cristiana, explicando especialmente lo que se puede y no se puede hacer durante el acto sexual. No exagero si digo que luego de estas clases me daban ganas de aplazar la boda (más allá de mis hermanos pequeños yo nunca había visto un hombre desnudo, y solamente imaginarme protagonista de las escenas que describía el cura me producía rechazo). Esto me lleva a considerar lo siguiente:

¿Quería casarme yo? ¿Quería casarse Eduardo? Honestamente no lo sé. Éramos novios, nos queríamos, deseábamos estar juntos, tener intimidad, pasar horas y días sin separarnos. Eso no era posible a menos que estemos casados. Mis padres y suegros en eso sí estaban de acuerdo: los chicos son muy jóvenes, pueden hacer lío, hay que cuidarlos. La peor pesadilla para ellos hubiera sido que me quede embarazada soltera. Una deshonra que estaban dispuestos a evitar a como dé lugar. Ellos son del Opus Dei y lo han sido desde que tengo uso de razón. Mis suegros también. Se conocieron nuestras madres en una convivencia y allí mismo hicieron planes para que Eduardo y yo estemos juntos (él se acababa de distanciar de una novia que sus padres no aprobaban y antes de que se busque otra, su madre se la encontró). Se montó un circo gigante del que participó mucha gente, curas del Opus Dei inclusive. Nos presentaron en una reunión que organizaron nuestras madres para ese fin. A mí ya me habían hablado de las buenas cualidades de Eduardo y a él otro tanto de mí. Inclusive el sacerdote con el que me confesaba semanalmente ya me había advertido: al que tienes que conocer es a Eduardo, el hijo de Fulanita, se confiesa con el Padre tal que vive en mi casa y me dijo que es un chico muy bueno; y se acaba de separar de su novia. Yo enseguida pensé en ti. Y te tienes que apurar pues un joven así no dura mucho tiempo soltero… Claro, cuando lo vi por primera vez yo sentía que lo conocía de siempre. Y él ya tenía la instrucción de su padre de que, en caso de que yo le gustara, me podía invitar a salir. ¡Y le prestó el coche para esa ocasión! Eduardo tenía un coche blanco pequeño que compartía con uno de sus hermanos, pero el coche de su padre era algo especial. Estaba claro que nuestras familias bendecían nuestra relación.

Me imagino que un europeo del siglo XXI no puede entender bien lo que estoy contando (y eso que no hace tanto la verdad –corrían los años 90). ¿Qué tienen que ver los padres en la elección del novio? ¿Por qué tanta importancia a la opinión familiar? Mis hijos hoy en día se preguntarían seguramente lo mismo. Y está bien que lo cuestionen. Pero entonces en mi latino país, en el submundo Opus Dei en el que estábamos inmersos, eso era lo más común. Que los padres participen de la elección del novio de los hijos era normal. Ninguna de mis amigas se hubiera animado a ponerse de novia con un chico que sus padres no aprobaran. Además el factor económico jugaba un papel preponderante. El mensaje era claro, especialmente para los varones: si haces lo que nos agrada no te faltará nada. Te pagamos la universidad, los viajes de estudio, el coche, te ayudamos económicamente cuando decidas casarte, y un largo etc. El precio de la independencia era muy alto. Hoy las cosas han cambiado –creo-. Entonces era así. Además nosotros, los hijos de supernumerarios, no éramos como los demás mortales que pisaban la faz de la tierra. Éramos diferentes, éramos especiales, así nos lo hacían sentir. Es como aprender un idioma: si desde que naces te hablan en español, vivas en el país que vivas, tú en tu casa hablarás español. Si además concurres a una escuela en la que se habla español, tus amigos hablan español, en el club se habla español, y así año tras año, seguramente entenderás el idioma oficial del país en el que te encuentras, pero no te sentirás cómodo hablándolo. Te sentirás extraño e inseguro. Así era el mundo de afuera para mí. Yo no entendía qué me estaba perdiendo cuando alguna compañera de clase decía que había ido a una discoteca y le había encantado. ¡¡Pero si en el club de la Obra el sábado vimos una película, comimos pizza y nos reímos un montón!!



Érase una vez en América

Nuestra boda fue como las bodas de todas las chicas de mi entorno. Subrayo: todas las chicas de mi entorno eran supernumerarias jóvenes o simpatizaban con la Obra. Yo invité 10 amigas con sus novios, otro tanto Eduardo, vinieron nuestros tíos y primos, y nuestros padres se encargaron de poblar la ceremonia con un nutrido grupo de amigos y relaciones que en total sumaron más de 300 personas. Yo no conocía a la mayoría de quienes me saludaban al finalizar la misa. Es que las bodas eran entonces una ocasión para fortalecer lazos de amistad y forjar nuevas relaciones. Eran eventos sociales en los que los padrinos (los padres de los novios) tomaban la iniciativa. Inclusive en las invitaciones a la boda eran ellos quienes invitaban...

Algo así: Fulanito de tal y Menganita invitan a Ud. a la boda de su hija Pepita con el señor tal y cual. Ya en ese momento la costumbre estaba cambiando y la moda era que invitaran los mismos contrayentes pero eso para nosotros no era tema a discutir. En fin, que yo lo único que pude decidir de mi fiesta fue el color de los manteles y poco más. El sacerdote que nos casó era el confesor de nuestras madres. Hasta el vestido de novia estaba ya predeterminado, pues las supernumerarias, por ejemplo, no se casaban con los hombros al aire. Era moda entonces los vestidos strapless, creo que en España los llaman “palabra de honor”, pero nosotras no podíamos así que fue la modista y mi madre quienes diseñaron el vestido para mí con los hombros bien cubiertos.

Recuerdo un dato curioso. Unos días antes de la boda recibí una llamada de una supernumeraria joven con la que alguna vez habíamos coincidido en algún retiro. La verdad nos conocíamos poco; yo además del nombre no sabía nada de ella. Pero… alguien le pasó mi número de teléfono y luego de felicitarme por la boda, como al pasar me dice: escucha, vendría muy bien si tú pudieras destinar el dinero de la colecta de tu misa de esponsales para sacar tal labor adelante (labor propulsada por mujeres de la Obra). Me han contado que irá mucha gente y ese dinero nos vendría muy bien. Honestamente me quedé helada. Había pensado que ese dinero quedara para la Basílica. Ellos destinaban la plata de las colectas de misa para un hogar de ancianos que promovían. Hasta en esos “detalles” llega la mano larga del Opus Dei. No obstante, se les olvidó avisarme, mi suegra ya había dispuesto de la futura colecta para ayudar con la remodelación de una casa de retiros. Todo quedó en familia. Me hubiera gustado saber cuánto dinero se recaudó.

Continúo. Ya en la fiesta mi suegro bendijo la mesa; se paró, sacó un papel y empezó el discurso de bendición que duró algunos minutos. Me acuerdo que yo miraba el piso pues me dio un poco de vergüenza, era un pelín exagerado. Cenamos y llegó la hora del baile.

¡¡¡La música!!! Eso sí era un problema porque las letras de las canciones que bailáramos no podían desdecir del cargo y posición que ocupábamos las supernumerarias. Así que si sonaba un reguetón, una salsa o alguna cumbia (ritmos de por sí bien mundanos) había que estar bien atento; muchas canciones estaban proscriptas por sus letras indecentes. Al disc jockey mi cuñado (numerario) lo volvió loco. En más de una oportunidad le hizo cambiar la música en la mitad de la canción. Claro, no tenía otra cosa que hacer y se paró al lado de la cabina de música e iba indicando qué poner y qué dejar de lado. Nadie le había otorgado esta función pero allí estaba y había que soportarlo. De repente se paraba la música en la mitad de una canción y empezaba a sonar otra; todos nos mirábamos extrañados, pasábamos de Elvis Crespo a Erasure de un sopetón. Y conste que había que tener mucha imaginación para encontrar algo pecaminoso en las letras de Elvis Crespo –pero mi cuñado siempre se especializó en encontrarle el pelo al huevo-. En inglés era más fácil porque la gente no prestaba mucha atención a lo que se cantaba, sobre todo después del primer brindis.

Que mi cuñado numerario haya venido a nuestra fiesta de boda fue todo un acontecimiento. Desde hacía muy poco se permitía a algunos numerarios acudir a reuniones familiares. Era una suerte que viviera en la misma ciudad; a uno de mis hermanos, también numerario y que hacía el centro de estudios en otra ciudad, no le permitieron venir y eso que mi padre ofreció pagar su billete. No fue muy claro el motivo, pero así era y no se cuestionó.

Tal vez no cuestioné nada de ello -ni mi papel secundario en mi boda ni la ausencia incomprensible de mi hermano- porque a esa altura yo ya estaba acostumbrada a que las cosas se hicieran como se tenían que hacer, y quienes poseían el know how de todo eran mis padres en casa, lo había sido mi tutora en la escuela y las directoras y el sacerdote lo eran en los centros. Es muy triste y avasallante viéndolo a la distancia, pero en ese momento no me daba cuenta. Estaba programada para acatar lo que viniera y eso era lo que hacía.

Por su parte, a Eduardo le importaba todo muy poco. Regresó de USA una semana antes de la ceremonia y lo único que quería era que pase todo rápido.

Nos casamos y a los pocos días nos instalamos en Estados Unidos donde Eduardo había firmado contrato por 2 años. Haciendo retrospectiva puedo afirmar que durante esos dos años en América hemos pasado los mejores momentos como pareja. Fueron dos años mágicos. Por primera vez en mi vida me sentí libre. Claro, nunca había podido hacer lo que me viniera en ganas, y cuando me casé fue como salir de una prisión. Eduardo por el contrario era más libre y todas las costumbres religiosas que habíamos aprendido en nuestros hogares las olvidó al instante apenas cruzamos la frontera. Él enseguida dejó de confesarse con un sacerdote del Opus Dei (al poco tiempo ya ni se confesaba), empezó a ir a misa solo cuando le apetecía y ya no rezaba el Rosario pues lo encontraba innecesario y aburrido. Los dos visitábamos Centros de la Obra aunque él iba solo de vez en cuando y más para cumplir que por verdadero interés. Yo tenía muchas actividades allí y me gustaba estar con las otras supernumerarias. Muchas eran latinas y si bien discrepábamos en la forma de manejarnos con el dinero, en general era bueno estar con ellas.

Las supernumerarias que conocí eran muy rezadoras. Nos reuníamos en nuestros hogares a rezar el Rosario, hacíamos romerías y a veces la lectura y las preces. También gastaban mucho dinero, como si fuera una forma de diferenciarse de las demás. Algunas tenían una especie de complejo de inferioridad que intentaban subsanar demostrando que eran más millonarias que el resto. Recuerdo que entre las ecuatorianas y las venezolanas competían por quién gastaba más dinero. Gastar 2 mil dólares en una fiesta de cumpleaños para una niña de 8 era algo normal para ellas. Y créanme que en esa época era muchísimo dinero. Claro, si una gastaba esa suma la otra en la próxima fiesta gastaba 2.500. Lo mismo sus maridos con los carros; cada año uno nuevo, cada año uno más caro. Y todos éramos muy de Casa. Yo haciendo la charla alguna vez saqué el tema. Me preguntaba por qué no les decían que vivan un poco más la austeridad. Gastar el dinero de esa manera a mí me parecía escandaloso. Pero en el centro me decían que esa gente era muy generosa también (con la Obra, por supuesto) y que lo nuestro no es dar dinero a los pobres (que de eso se ocupan otras organizaciones) sino transmitir la fe desde la cima. Es decir, lo nuestro es hacer apostolado entre quienes manejan un Jaguar que ya habrá otros que catequicen a quienes viajan en autobús (literalmente esto me dijeron). Una vez una numeraria mayor, española, un poco cansada de todo y quien hablaba bastante mal de sus hermanas numerarias, me dijo: ¿tú cómo crees que se construye la sede de Nueva York, con dinero del ropero? (el “ropero” era una especie de mercado que se montaba en algún barrio pobre de la ciudad. Las supernumerarias donaban ropa que a sus hijos les quedaba chica y se vendían a poco valor en alguna escuela municipal. Con este dinero desconozco qué se hacía. Evidentemente no alcanzaba para la sede neoyorkina).



Run Forrest run

Mi vida de casada, pasados los dos primeros años de luna de miel, se caracterizó por un completo ajetreo. Eduardo era muy emprendedor, muy trabajador y eficiente, siempre que lograba un objetivo profesional se proponía otro más alto, y a eso se abocaba hasta que lograba su nueva meta. Era bueno en su trabajo y empezó a ganar dinero. El precio que la familia pagó por sus continuos ascensos por momentos se me hacía muy alto. Cada 3 años la compañía lo mandaba a otro país. Yo lo aceptaba especialmente porque necesitábamos el dinero para mantener la familia cada vez más numerosa (yo no tenía una profesión lucrativa y todo mi tiempo se iba en la atención de los niños y las labores apostólicas). Cada año y medio aproximadamente traíamos un hijo al mundo…

Para que tengan una idea: tengo hijos que han nacido en 3 continentes distintos, no digo ya países. Nunca me terminé de arraigar en ningún lado. Llegábamos a una ciudad y luego de organizar la casa y la escuela yo me apuntaba en alguna universidad. A veces para aprender el idioma (aunque sea un poco), a veces para hacer alguna capacitación profesional, dependiendo del destino. Me gusta aprender y tengo facilidad para relacionarme con la gente, así que asistir a la uni era una de mis actividades favoritas. Además, la razón más importante: había que llevar gente al Centro.

Yo hacía mucho proselitismo entre mis compañeras de estudios. En general vivía en ciudades grandes en las que estaba presente la Obra. Si no era el caso venían del centro más cercano y nos asistían. Yo invitaba a presuntas candidatas a mi casa y venía una numeraria y nos pasaba un video, hablábamos un poco de Dios y se las invitaba a una misa o a un retiro dependiendo del grado de interés que demostraran. Alguna que otra con el tiempo pitó de supernumeraria y otras se hicieron cooperadoras.

Mientras tanto mis hijos iban a la escuela internacional del barrio. Las madres de sus amigos también eran posibles candidatas a cooperadoras, por lo que me afanaba muchísimo en tener buen trato con ellas. Más que una acción espontánea y desinteresada, lo mío era como una misión secreta que tenía que cumplir a como dé lugar. Lo mismo que las normas.

¡¡¡LAS NORMAS!!! Desde que nació mi segundo hijo más que medios para acercarme a Dios yo las sentía como prácticas agobiantes. Oración, misa, Rosario… Me encontraba muy presionada, pues quería ser madre al cien por cien y las normas me lo impedían. Recuerdo el absurdo de amamantar a mi bebé rezando el Rosario o haciendo la oración. Todo en mi vida era acomodar mis actividades familiares en los huecos que me dejaba libre el bendito plan de vida. Mientras tanto Eduardo y mis hijos se debían adaptar y acostumbrar a tener una esposa y madre a medias. ¿Quería eso yo? Por supuesto que no. Yo quería tener tiempo para dedicarlo a lo que verdaderamente me importaba: mi familia. ¿Qué tenían ellos de mí? Una mujer sobrepasada de actividades y siempre al borde de un ataque de nervios. Siempre apurada; siempre maquillada.

Recuerdo que mi hijo mayor no quería que lo bese antes de ir a la escuela para no mancharlo con lápiz de labio. ¿Y qué tenía que hacer yo maquillada a las 7:30 de la mañana? A las 7:30 de la mañana tenía que estar arreglada para la misa que empezaba a las 8:00 h. Así que los dejaba en el autobús escolar y partía a la iglesia. Otro de mis hijos, el que nació en Asia ¡dijo sus primeras palabras en chino! No lo olvidaré jamás. Tenía una babysitter de esa nacionalidad y como ella pasaba más tiempo con mi peque que yo, pues ahí empezó él a hablar con ella antes que conmigo, y lo hizo obviamente en su idioma. Me puse muy triste y recuerdo haberlo mencionado en la charla (que entonces la hacía con la directora del centro). Sin embargo este “detalle” no fue importante para ella y lo que no era importante para la directora tampoco debía serlo para mí (recordemos que los directores conocen al dedillo la voluntad de Dios para cada uno de nosotros). Me dijo que me encomendaría y que ofrezca mi pena por el Padre. Así lo acepte, ofrecí mi tristeza por las intenciones del Padre y a otra cosa, no sea que me deje dominar por la tristeza que es aliada del enemigo. ¡Madre mía! Evidentemente el lavado de cerebro era total.

¿Y Eduardo? Los primeros años aceptó esta dinámica familiar sin inconvenientes. Él estaba poco tiempo en casa y cuando llegaba encontraba a su mujer guapa y arreglada esperándolo con la comida sobre la mesa. Por la noche su mujer siempre estaba allí para él. Así que lo que yo hiciera durante el día a él le importaba poco. Los primeros años nunca puse una excusa para cumplir con mis obligaciones conyugales. Digo bien: “obligaciones” conyugales porque con el correr de los años lo que al principio era un encuentro placentero con la persona que amaba se fue transformando poco a poco en una carga a veces insoportable.



Hijos como conejos

Pasaban los años y entre mudanza y mudanza yo iba trayendo hijos al mundo. Cumplidos los 30 mi cuerpo empezó a resentirse y mi mente también. Estaba muy cansada. Los niños son encantadores pero también muy demandantes, lo mismo que el plan de vida de una supernumeraria. La atención de una familia numerosa y las normas son absolutamente incompatibles (entonces pensaba que podía con todo). Comencé a sentir intensos dolores de cabeza, a veces tan fuertes que se me nublaba la vista y tenía la sensación de que me desmayaría en cualquier momento…

Otras veces sentía náuseas, comía poco y empecé a perder peso. Esto último lo disimulaba usando ropa suelta. Alguna vez hablé este tema en la charla pero no se le dio mayor importancia; lo de siempre: ofrece tu malestar por el Padre, por el pitaje de Fulanita que no se decide, por la labor en tal lugar; te encomiendo. Por el contrario, sí se le dio toda la importancia del mundo cuando manifesté una vez que ya no quería dormir con mi marido.

Había momentos en los que no me apetecía tener intimidad con él. Ningún motivo puntual, simplemente no tenía ganas. Estaba agotada. Pero en la charla siempre me preguntaban si era generosa en este aspecto, tanto con mi marido como con Dios. La traducción era sencilla: ¿Tenía relaciones sexuales con Eduardo? y lo más importante: ¿Ponía barreras a la transmisión de la vida? Es una estupidez asociar generosidad con Dios a tener hijos como conejos (en palabras del Santo Padre). Sin embargo así se medía en la Obra la generosidad de las supernumerarias: en el número de hijos y en la aportación mensual. Agradezco que yo tenía suerte pues mis embarazos eran buenos y los partos sin grandes complicaciones. Había otras supernumerarias que la pasaban fatal, enfermas gran parte del embarazo y muchas otras debían dar a luz por cesárea. Conocí a una que había tenido 6 hijos todos por cesárea. Y allí estaba la numeraria, irresponsable, que la felicitaba y le decía que se estaba ganando un lugar en el cielo. Hoy lo pienso y me cuesta creer que todo ello alguna vez me pareció normal. Si yo era inteligente (o por lo menos así lo creía) ¿Por qué no me di cuenta? ¿Cómo no le dije a esta supernumeraria que por su bien y el de sus hijos ya debía dejar de ser "generosa"? ¿Hasta qué punto estaba mi mente enferma y no lo sabía? Creo que hay preguntas que aunque pase el resto de mi vida haciendo terapia jamás voy a poder responder.

Dilema

¿Estás embarazada? Lo último que quiero escuchar ahora es que seré padre otra vez, me dijo Eduardo un domingo luego de que me negara a acompañarlo a dar un paseo con los niños a causa de mis náuseas. Este comentario me sonó muy mal. No era la primera vez que hacía referencia a sus deseos de no tener más hijos. Teníamos ya más niños que cualquiera de las familias que frecuentábamos y la tendencia era que siguieran viniendo -yo aún era joven y nunca me costó concebir. El dilema estaba expuesto: Eduardo no quería tener más hijos pero sí quería continuar con nuestra vida sexual. Un planteo lógico pero a su vez un planteo que a una supernumeraria entregada como yo le trastocó la vida. ¿Cómo combino el deseo legítimo de mi marido con un mandato específico de Dios de estar abiertos a la vida? (Porque eso es lo que me dijeron que quiere Dios y en ese momento yo no me encontraba en condiciones de poner en duda nada que viniera de la Santa Madre Iglesia). Es decir, ceder a nuestros bajos instintos y tener intimidad utilizando algún método anticonceptivo implicaría adquirir un boleto de ida al infierno. ¡Al infierno! Entiendo que alguien que no sabe nada del Opus Dei en este momento puede pensar que estaba exagerando. Se pueden reír si quieren. Pero para alguien que conoce la Obra -y no solo la Obra sino para alguien que se educó en un ambiente católico conservador (porque esto no se lo inventó el Opus Dei la verdad)- lo que cuento aquí lo puede comprender. (Reitero: yo soy hija de supernumerarios y me eduqué en un colegio de la Obra; tenía la religión marcada a fuego; había sido educada en la dualidad cielo/infierno y todavía no había tomado conciencia de ello).

Reconozco que no todos los católicos piensan así. Me animaría a decir que la mayoría, la gran mayoría de quienes acuden a misa los domingos, este tema de la castidad matrimonial no les quita el sueño. ¿Que me voy al infierno yo si uso métodos anticonceptivos? ¡Pero si ya tengo dos críos, mujer! ¡Anda tú con tus cosas raras! Me lo han dicho miles de veces. Si está más claro que el agua. Las únicas mujeres que traen al mundo todos los hijos que pueden concebir son las supernumerarias del Opus Dei (ahora se suman las Kikos y algún grupillo más). Por las demás, como decía mi abuela: predíqueme padre que por un oído me entra y por el otro me sale.


No pude tapar el sol con la mano (y conste que lo intenté)

¿Qué te sucede? Es que hace ya varias semanas que te encuentro rara. Aunque me digas que estás bien yo te siento cambiada. ¿Estás enferma? Con estas palabras, o similares, se dirigió a mí Eduardo una noche. Era viernes y me había invitado a salir. Había estado toda la semana de viaje y quería que cenáramos juntos fuera y platicáramos. Le dije que no, no tenía ganas. Me sentía cansada y sin apetito. Solo quería dormir. Me preguntó si estaba embarazada y le dije que no. ¡Qué bueno! respondió…

Si bien Eduardo seguía perteneciendo a la Iglesia ya se había separado totalmente de la Obra. Llevábamos algo más de 15 años casados y a esta altura mi plan de vida ya le fastidiaba bastante. Habíamos empezado a discutir mucho por este tema. Él me reclamaba que pasaba mucho tiempo ocupada en las labores del Opus Dei y descuidaba nuestro matrimonio. Ya casi no salíamos, no teníamos actividades en común y cuando yo tenía algo de tiempo lo ocupaba con los niños. Además, me dijo, tengo la sensación de que ya ni siquiera te gusta dormir conmigo. Por supuesto lo negué, pero la realidad es que tenía razón. Mi cansancio crónico sumado al miedo de quedar nuevamente embarazada generaba que rechace todo tipo de acercamiento de su parte. Evidentemente estábamos en problemas.

Ya anteriormente Eduardo me había propuesto que usáramos algún método anticonceptivo, pero yo me opuse terminantemente. Luego de este episodio, con el resto de cordura que me quedaba, me propuse tomar medidas para evitar un nuevo embarazo. Tenía la impresión de que si no actuaba inmediatamente terminaría cayendo enferma. Llegó un punto en el que me angustiaba cada noche antes de irme a dormir, tanto el miedo que tenía de quedar encinta. Intuía que un nuevo embarazo terminaría por separarnos completamente. Así las cosas, y previa consulta con la numeraria que llevaba mi charla, decidimos (ojo al verbo, la decisión fue consensuada… ¡¡¡con la numeraria!!!) que los días que ovulaba no tendríamos intimidad, siendo este el único método anticonceptivo que acepta la Iglesia. Las supernumerarias en general acatamos la consigna. A regañadientes Eduardo aceptó.

En el fondo de mi corazón yo tampoco quería tener más hijos. Por un lado estaba cansada de los embarazos y sentía muchas ganas de recuperar mi cuerpo; quería bailar, tomar tequila de vez en cuando, dormir una noche entera; y ya no quería sufrir nunca más los dolores de parto. Por el otro lado, deseaba dedicar más tiempo a mis hijos que me necesitaban. Ellos también sufrían mi ausencia y empezaron a tener problemas en la escuela. Todos merecíamos un descanso y así fue como empecé a calcular mi ciclo biológico de ovulación.

Quien lo hizo (o hace) sabe que es un tostón. Por un lado hay que ser muy regular para poder planificar un encuentro y por el otro lado entre los días del período, el día de ovulación, el día anterior y el posterior y por las dudas un poquito más, al final los encuentros se reducen a poco más de una semana al mes. Una puede intimar con su pareja esa semana al mes, todos los días, y luego a espantar al marido a como dé lugar.

Yo me había comprado en la farmacia unos test para medir la ovulación. Eran unas cintas pequeñas, blancas, que tenían un reactivo químico en una de sus extremidades. Todas las mañanas había que hacer el test y si la cinta tomaba color una estaba ovulando, si quedaba blanca ese día no había peligro. La cinta se ponía rosa el primer día, más colorada el segundo y rosa nuevamente el tercero. A veces salía rosa más días y yo me desesperaba por la falta de certeza. Más allá de todo, a mí igual me quedaba una intranquilidad latente de que pudiera fallar el método con lo cual el acto sexual perdió desde ese momento bastante encanto (o casi todo).

Este tema no es menor. Mi matrimonio entró formalmente en crisis el mismísimo día en que ese maldito test de ovulación entró en mi vida. Ese método para evitar un embarazo –disculpen la expresión- es una mierda. Uno no puede forzar un encuentro íntimo valiéndose de unos reactivos químicos. ¡Es de locos! Dormir con mi marido, no cuando tenemos ganas sino cuando la cinta se pone blanca. Yo era aún joven, amaba a mi marido y me gustaba tener intimidad con él. ¿Por qué me dejé llevar por semejante insensatez?


Amor se llama el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño

Me gusta Joaquín Sabina. Esta canción se identifica bastante con la etapa que estaba transitando mi matrimonio.

Pasaron algunos meses desde que empezamos a utilizar el método de control natural de la natalidad y las cosas entre nosotros iban de mal en peor. Yo estaba cada vez más estresada y la relación tensa con mi marido no ayudaba. Como dije antes, al fijar la fecha de nuestros encuentros íntimos en base al test de ovulación, Eduardo y yo conocíamos desde la mañana si esa noche podríamos o no dormir juntos. Ello generó que algunas veces, los días en que “no se podía” Eduardo prefiriera después del trabajo irse de copas con amigos. ¿Para qué quieres que vuelva a casa temprano si siempre estás cansada, ya casi no me hablas y ni siquiera podemos hacer el amor? Por lo menos con mis amigos me distiendo un poco…

A mí sus salidas me desesperaban, sobre todo porque a los lugares donde van los hombres después del trabajo (el famoso after office) también van mujeres que no tienen hombres que las esperen en sus casas… -ustedes me entienden-. Me sentía además sumamente impotente pues todos sus argumentos para evitar mi compañía eran ciertos. Por el contrario su relación con los niños era buena. Por la mañana les preparaba él el desayuno, los empezó a acompañar a tomar el autobús escolar (había días en los que me costaba levantarme de la cama) y por las noches, cuando llegaba temprano, bañaba a los pequeños y les contaba un cuento. En fin, que yo intentaba seguir con nuestra vida como si todo fuera normal –rezaba, iba a misa, hacía la lectura, encomendaba- y Eduardo intentaba inútilmente hacerme ver que teníamos un problema y yo lo estaba negando.

Llegó el día de su cumpleaños número 40; regresó más temprano del trabajo, comimos un pastel con los niños y festejamos. Por la noche me había invitado a salir pero preferí que cenáramos en casa. Más tarde me propuso que durmiéramos juntos y acepté pese a que me sentía cansada. Era su aniversario y me pareció de mal gusto negarme. En fin, cenamos, platicamos, tomamos vino y nos acostamos. Y en un instante, justo al momento de concretar algo recordé que ese día el test de ovulación me había dado positivo; ¡la cinta se había puesto rosa! Con el ajetreo de su fiesta de cumpleaños, el regalo, el pastel… ¡¡¡Lo había olvidado!!!

Me resulta imposible describir la angustia que me invadió en ese momento. Juro que hubiera preferido morir antes que tener que mirar a los ojos a mi marido y decirle que ese día no podía ser. Entré en pánico; sentí un nudo en la garganta y no pude contener las lágrimas. Empecé a llorar, primero suavemente y luego de forma compulsiva. No podía contener las lágrimas, intentaba hablar pero apenas podía emitir un gemido. Eduardo no entendía nada, me miraba asustado, había puesto una mano sobre mi hombro y con la otra intentaba secarme las lágrimas que corrían a chorros por mis mejillas. Es difícil decir cuánto tiempo estuve llorando, a mí me pareció una eternidad. Cuando al fin me tranquilicé y le pude explicar lo que me pasaba percibí en su mirada que lo había decepcionado. Sentí que ya nada volvería a ser como antes. Eduardo es una persona comprensiva, siempre encuentra las palabras justas para cada ocasión. Sin embargo esta vez no dijo nada. Me miró fijo a los ojos, lo noté confundido, serio, perturbado. Una frialdad que jamás había conocido. Se levantó sin decir palabra y se fue a dormir al cuarto de huéspedes.

Al otro día me desperté más tarde de lo habitual. No había nadie en la casa, Eduardo había tomado un día libre en la oficina y había salido con los pequeños. Él rara vez se ausenta del trabajo; intuí que el episodio de la noche anterior verdaderamente tenía consecuencias.

No me equivoqué. Apenas desayuné salí a reunirme con ellos. Me dolía la cabeza y estaba triste. Me imaginé que estarían en el parque y allí los encontré. Jugamos un poco y de regreso Eduardo me pidió que habláramos por la noche. Estaba enojado y no me dirigió más la palabra hasta después de la cena. Esa noche me dijo que él no se había casado con una monja; que yo tenía la opción de dormir con él o no y respetaría mi decisión, pero no podía pedirle entonces que me fuera fiel. Me dijo además que él definitivamente no quería tener más hijos. Y remató su advertencia diciendo: tú tómate el tiempo que necesites para pensar qué quieres hacer. Mientras tanto dormiré en otra habitación. Si quieres cancelamos el viaje. Ya no soy un niño para que tú y tu Opus Dei me digan cómo tengo que vivir.

Chela: ¿Mi reflejo en unos años?

En las charlas que frecuentemente absolvíamos las supernumerarias se hacía mucho hincapié en la importancia de que no descuidemos nuestro matrimonio. Mantener a nuestro hombre al lado es una tarea en la que no se debe medir en esfuerzo. Por eso se recomendaba que la pareja se tome por lo menos un fin de semana al año para estar a solas. Yo intentaba dedicarle este tiempo de calidad a Eduardo cada año. Normalmente mis padres se instalaban unos días en mi casa para que pudiéramos viajar…

Como su agenda estaba siempre muy comprometida el viaje lo planificaba yo un par de meses antes. Este era el viaje al que se había referido el día en que dejó el dormitorio conyugal. Por supuesto jamás pensé en cancelarlo. Ahora más que nunca necesitábamos tiempo para estar a solas y poder conversar. La relación entre nosotros era muy tensa y los dos sabíamos que este viaje iba a ser crucial para el rumbo que luego tomara nuestro matrimonio. Yo lo esperaba ansiosa y con mucha expectativa. Rezaba todo el tiempo porque las cosas entre nosotros se aclaren y pedía luces al Espíritu Santo. Sabía que necesitaba tomar decisiones y no tenía las ideas claras realmente.

Ese año a mí me hacía ilusión ir a Acapulco. Tenía nostalgia de la playa y además quería visitar a una amiga muy querida que pasaba sus vacaciones allí. Combinamos y quedamos en vernos la misma tarde en que llegábamos a la ciudad. Graciela (Chela) era una señora mexicana, supernumeraria, a quien había conocido en USA y que poseía una hermosa casa cerca de la playa. Hacía mucho que no nos veíamos así que era una buena oportunidad para intercambiar novedades. En su correo me había advertido: tengo noticias para contarte. El día del encuentro nos acompañó una argentina, también del grupo de América pero lejana al Opus Dei, que estaba pasando unos días en casa de Chela. Felisa era la típica mujer buena que queríamos incorporar a la Obra pero se rehusaba siempre. Iba de vez en cuando a alguna charla pero cuestionaba mucho nuestras prácticas así que no logramos jamás ni que se haga cooperadora. Ustedes dos están locas. Ya les va a caer la ficha, nos decía en su dialecto porteño. Sin embargo Chela, Felisa y yo mientras vivimos en la misma ciudad éramos inseparables.

Chela era una mujer deliciosa. Todo en ella era elegancia y buen gusto. Me llevaba algunos años y durante el tiempo que coincidimos en Estado Unidos yo la tomé como un referente; fue mi mentora en todos los temas relacionados con el cuidado de la familia y el hogar. Ella me tomó bajo su ala no bien me conoció. Eres muy ingenua, me dijo un día, y se avocó a protegerme. Su matrimonio era perfecto; su marido no era de Casa pero entendía bastante y sus hijos ejemplo de niños. Bueno, haciendo la historia corta.

Luego de los saludos y el sucinto small talk para romper el hielo, Chela me tomó de las manos y con la voz entrecortada me dijo: mira, no me pareció prudente contarte por correo. Mi marido me ha dejado. Me ha pedido el divorcio y nos estamos matando por las propiedades, los carros, el dinero, ¡hasta por la guarda de los niños! Mis hijos no entienden nada. Los dos más grandes se han ido a vivir con él; los más pequeños están conmigo. Desde que se fue de casa vivo una pesadilla; me reúno con abogados, administradores, jueces; al parecer la mayoría de los bienes han desaparecido. De la noche a la mañana el dinero ya no está en el banco y los carros, las casas, el barco, todo estaba a nombre de una compañía en la que yo no participo. Me ha dejado sola y con el dinero justo para vivir. Y lo que más me duele es saber que todo ha sido mi culpa. No me ha dejado por una mujer; no tenía una amante escondida ni nada de ello; simplemente lo he ahuyentado por mi terquedad, por no querer ver lo que era evidente a los ojos de todos.

A esta altura las lágrimas asomaron a sus ojos y no pude menos que abrazarla. Así nos quedamos un largo tiempo. Sentía su dolor como propio. Cuando se repuso solo me advirtió: ten cuidado. No cometas el mismo error que yo. ¿Pero qué has hecho tú de malo? Ya hacía tiempo me venía insinuando Carlos que las cosas no iban bien. Me hacía reclamos legítimos pero yo no los escuchaba. Él quería pasar tiempo conmigo, quería que retomáramos nuestra vida íntima, quería que le preste atención, pero yo no tenía tiempo para él. Mis ocupaciones diarias, los niños, las normas. Tú ya sabes. Los fines de semana en retiros, círculos, reuniones en el centro, había que sacar la labor adelante. Siempre todo era más importante que él. Lo he abandonado cuando vivíamos juntos y ahora se ha ido. ¿Lo puedo culpar por ello?

Por otro lado sus abogados dicen que me dará dinero para que pueda vivir como hasta ahora, dicen que no me faltará nada de lo que necesite, pero no pondrán propiedades a mi nombre pues Carlos teme que las done al Opus Dei. Dice que debe cuidar la herencia de nuestros hijos. (Abro un paréntesis: Chela siempre fue muy generosa –y creo que la Obra se aprovechó de ello. Recuerdo que donaba grandes sumas de dinero para la labor. Siempre que se hacía una colecta la primera con la que iban a hablar era con ella; enseguida sacaba una chequera y sin consultar con su marido extendía un valioso cheque. Las discusiones importante que me contó tenían con Carlos eran por este tema; él muchas veces le reprochaba que entregara tanto dinero a la Obra.)

Pasado el primer shock, hablamos de temas más banales y emprendí la retirada (de mi problema no conté nada, no me pareció apropiado). Mi amiga argentina me acompañó a la puerta y en el camino, con el desenfado que la caracteriza, me lanzó: vos boluda tené cuidado -los argentinos son los únicos latinos que conozco que insultan con cariño- tu marido puede ser muy bueno, pero los tipos se cansan, viste? Tanto rezo, tanto rezo… yo te digo, a Dios rogando y con el mazo dando (e hizo un gesto obsceno con la mano -hacía alusión a los reclamos de Carlos a Chela de que en los últimos tiempos no tenían intimidad). Vos acordate lo que te digo, no lo dejés tanto tiempo solo a Eduardito que el día menos pensado te da una sorpresa –y hace un signo con los dedos como de cuernos. En lugar de leer tanto la Biblia yo empezaría a leer el Kama Sutra. Y comenzó a reír. ¡No seas grosera Feli! Eduardo sería incapaz.

¡Lo que me faltaba! Tras el golpe emocional por la tragedia de Chela y la inevitable asociación con mi situación actual, ahora esta Felisa me viene a sembrar la duda. ¿Eduardo sería incapaz?


Así las cosas, se pueden imaginar cómo me encontraba yo luego de escuchar la historia reciente de mi amiga. La posterior advertencia de Felisa me terminó de desequilibrar. ¿Estaba yo predestinada a que me sucediera lo mismo? ¿Se animaría Eduardo a serme infiel? ¿Y si ya lo era? ¿Estaba yo dispuesta a aceptar sus condiciones con tal de salvar nuestro matrimonio? Confusión, mucha confusión. No sé bien cómo llegué al hotel; caminé por la ciudad como drogada, sentía una sensación de irrealidad absoluta. Como si estuviera transitando por otra dimensión que me era desconocida y en la que no quería estar.

Bajos instintos o mi declaración de independencia

Llegué al hotel blanca como un fantasma. ¿Se siente bien señora? me preguntó la recepcionista. Había olvidado el número de habitación y pedí que me informaran. Subí al piso 10 (creo que era el 10) y allí lo encontré a Eduardo que volvía de la sauna. ¿La pasaste bien con Chela? ¿Cómo se encuentra? Allá ella, con sus cosas. No quería tocar el tema, solo ansiaba tomar un baño y poder pensar un poco…

Había organizado el viaje a Acapulco meses antes con muchísima ilusión. Estaba feliz porque iría al mar, me reencontraría con una gran amiga y pasaría tiempo en exclusiva con mi marido. Ahora la situación era muy distinta. Jamás imaginé que las cosas pudieran tomar tal rumbo en tan poco tiempo. ¿Qué hago, qué hago, qué hago? Terminé de bañarme y no me animaba a salir del cuarto de baño. ¿Para qué? Tendría que hablar. ¿Qué diría? Desde aquel día en que Eduardo decidió dejar el dormitorio conyugal había pasado un mes. Tenía la impresión de que hubiera transcurrido un siglo. Durante el viaje habíamos tenido nuestra primera conversación “normal” desde aquella vez. Yo estaba dispuesta a que nos reconciliemos y él se mostraba conciliador. Me dijo que estaba contento pues tendríamos tiempo para conversar; además había tenido problemas en la compañía últimamente y le haría bien descansar.

Yo aún no había tomado una decisión definitiva respecto a su moción de no tener más hijos. El método anticonceptivo que veníamos utilizando había resultado un fracaso. Era evidente que ese sería uno de los temas a tratar y me tenía en ascuas. Yo siempre tuve todo muy claro en mi vida y era la primera vez que no sabía qué hacer. Era la primera vez que mi deseo era radicalmente opuesto a mi deber. Mi voluntad siempre se inclinó por lo que tenía que hacer; nunca había tenido el coraje de enfrentarme a la posibilidad de que quisiera otra cosa diferente a lo que de mí se esperaba.

En fin, salí del cuarto de baño dispuesta a improvisar. Antes de abrir la puerta recuerdo que me hice la señal de la cruz: Madre mía ayúdame con esto. Estaba temblando, muy consternada. Eduardo lo notó y me abrazó. Me dijo que todo iba a estar bien. Le pregunté, casi susurrando pues no me salía la voz, si sería capaz de estar con otra mujer; se sonrió y me dijo que no, aunque quisiera no podría, te amo demasiado. Jamás olvidaré ese momento. Hacía años que no escuchaba un te amo de boca de mi marido. Y ahora lo dice; justamente ahora. Me dijo además que iba a respetarme, aunque lo que le estaba pidiendo significaba para él un gran esfuerzo. Soy hombre y los hombres somos diferentes. Hay veces en que dormir una noche contigo es lo único bueno que me sucede en toda la semana.

En ese momento, como por arte de magia, sentí paz. Sentí que estaba en el lugar correcto en el momento adecuado. Me di cuenta de que pese a todo era feliz con ese hombre que me abrazaba mientras me miraba fijamente a los ojos. Supe que no me dejaría, que estaría allí para mí pase lo que pase y decida lo que decida. Y la decisión dependía de mí… Y sin pensarlo mucho (dije que salí del baño dispuesta a improvisar) le pedí: hagámoslo. Hagamos el amor. Hacía mucho tiempo que no sentía tantos deseos de sentir su cuerpo, y esta vez no me iba a reprimir.

¿Estás segura? – ¡Sí! ¿Estás ovulando? –No lo sé, pero no nos arriesguemos; podemos evitar un embarazo. Tú sabes cómo hacerlo. ¿Me estás pidiendo que recurra a un condón? –Sí, eso quiero.

Condón. Odio esa palabra. Condón, preservativo, forro, la he escuchado en cada país con un nombre diferente y en todos los casos me provocaba escalofríos. Es más, confieso que jamás había estado en contacto con uno. Una vez, caminando por un parque en Buenos Aires, un grupo de voluntarios que hacían campaña de concientización me dieron uno. Venía junto con un flyer que informaba sobre el HIV y sin pensarlo lo tomé. Cuando me di cuenta de que era uno de estos artefactos lo devolví enseguida a la voluntaria. Muchas gracias, me llevo la hoja informativa pero no necesito “esto”. Y ahora… ahora le estaba proponiendo a mi marido que tuviéramos intimidad involucrando “esto” entre nosotros. Pues así, sin pensarlo mucho, sin consultarlo. Un impulso.

Así fue. Eduardo salió rápidamente a procurarse el susodicho material. Parecíamos dos quinceañeros haciendo algo prohibido. Cerró la puerta de la habitación y no crean que me quedé tan tranquila. ¿Qué estoy haciendo? ¿Estoy segura? Si me muero me voy al infierno; si se muere Eduardo lo mismo y yo seré la culpable. Me sentí Eva tentando a Adán; cambiando la manzana por un condón. Entonces volví la vista y mis ojos se fijaron en una bolsa oscura al lado de la mesa de noche. Recordé que de camino al hotel Eduardo había comprado una botella de whisky (por las noches a veces le provoca tomar un trago). Y allí fui directo. Como esos malhechores que antes de cometer un atraco ingieren algún tipo de droga para darse valor, así me volví yo a la botella de whisky. Poseída por el dios de la lujuria la abrí y sin vaso ni nada me tomé dos o tres tragos. No me gusta el whisky pero necesitaba algo fuerte. Y como el valor no llegaba tomé un poquito más.

¿Era necesario ello? Claramente no. Éramos dos personas normales, casadas por más de una década, con un puñado de hijos fruto de nuestra generosidad con Dios; éramos dos personas que siempre habían luchado por hacer las cosas bien, como Él quiere. Y mi pregunta: ¿realmente era esto lo que quería Dios? ¿Es que puede ser realmente voluntad de Dios que se me permita dormir con el hombre que amo (con el que además estoy casada) únicamente con el fin de traer hijos al mundo? Una pregunta simplista tal vez pero es que ¡yo soy una persona simple! ¿Y si esto de la castidad matrimonial no es algo que venga realmente de Dios? ¿Y si resultara que este tema que a mí tanto me perturba y hasta pone en jaque mi matrimonio al Señor no le importa nada? En ese momento me revelé internamente. Conste que jamás puse en duda ninguna norma moral de mi religión; el más mínimo pensamiento lo desechaba de mi cabeza al instante. Pero esta vez me era suficiente. Había tenido yo también unos días horribles. Había sufrido mucho. Había percibido el dolor de mi marido cuando tuvo que dejar el dormitorio conyugal; lo había extrañado y me había dormido varias noches con lágrimas en los ojos. Mi afán de permanecer fiel a un dios que le prohibía a mi marido “lo único bueno que le sucede en toda la semana” me había transformado en un títere. Eso me sentí en ese momento: un títere de vaya a saber qué ser humano que un día se le ocurrió que las mujeres debemos ser instrumentos para continuar la especie y nada más. Yo ya había continuado la raza humana en demasía. Necesitaba una tregua y si no me la concedían pues en ese momento estaba dispuesta a tomarla por mí misma. Así di el primer paso.


Nota al pie: Me hubiera encantado poder decirles que todo terminó ahí; que ese día tomé posesión de mi cuerpo, de mi vida entera y que fuimos felices por siempre. Happily ever after, como terminan generalmente las telenovelas tan populares en mi tierra. Sin embargo, cuando empecé a escribir mi historia me comprometí conmigo misma a contarlo todo. Le expliqué a Agustina antes de comenzar con las publicaciones que posiblemente mi testimonio sea largo ya que siempre había mostrado partes de mi vida, como piezas sueltas de un puzzle, pero me gustaría ahora unir todas esas piezas para mostrar el cuadro completo. Fiel a este compromiso en la próxima entrega les cuento el calvario que he debido pasar para llegar a ser la persona que hoy soy (y les aseguro que fue el capítulo que más me costó escribir). Mentiras verdaderas

Los días que siguieron a mi “declaración de independencia” en Acapulco fueron los peores de mi vida.

Esa semana en la costa la viví como un sueño. Fue como haberme casado nuevamente y disfrutar 6 días de viaje de bodas. El problema comenzó cuando volvimos a casa. Regresamos a nuestra rutina: Eduardo al trabajo y yo al cuidado de los niños, la organización de la casa y las normas. Luego de haberme tomado esa licencia en mi plan de vida pretendí que todo volviera a ser como antes. Me dije: he caído pero me levantaré, retornaré al rebaño. Me arrepentiré, me confesaré y volveré a ser la hija buena del Padre que siempre he sido. Ilusa de mí…

Lo que me había sucedido, en realidad, no fue una simple caída, un pecado de debilidad. Algo inexplicable había cambiado en mí. Yo quería ser la misma que era antes, pero no podía. Por 6 días había vivido la vida de una mujer “normal” -no solo había pecado (sin remordimientos, la verdad) sino que durante esos días también había dejado de lado mi plan de vida. Había experimentado en carne propia lo que siente una mujer que puede definir lo que hacer con su tiempo las 24 horas del día y esto inconscientemente me debe haber movilizado. No obstante, ahora quería volver a cerrar los ojos y retornar a mi rutina de siempre. Pretendí inútilmente regresar a lo que ya conocía; a mi “zona de confort” como le dicen ahora.

Ello resultó imposible. De repente, un día cualquiera en los que luchaba por readaptarme a la vida de supernumeraria –curiosamente mientras hacía la oración- tuve la certeza de que había vivido toda mi vida en una caverna (tal cual la alegoría descripta por Platón) y ese día en la costa la había abandonado. Una certeza absoluta. Fue como si un rayo me hubiera alcanzado. Se me representó la imagen de una cueva oscura, con el fuego detrás y yo atada mirando a la pared. Me asusté mucho y dejé de pensar en ello (a lo largo de los años de tanto reprimir mis pensamientos había desarrollado la capacidad de dominar mi mente a tal punto que podía desechar una idea inconveniente al instante). Sin embargo, esta vez empecé a sentir que algo pulsaba dentro de mí; como si algo quisiera salir y no lo podía contener. Me resultó imposible dejar de pensar en ello y la idea de la caverna, el fuego y mis cadenas empezó a representarse en mi mente cada vez con más frecuencia. Al poco tiempo entré en crisis. Una crisis existencial muy dura.

Se me hace difícil explicar qué es una crisis existencial. Hay mil matices; cada quien la vive a su manera y con diferente intensidad. Intentaré contar cómo la viví yo. En mi esfuerzo por encorsetarme nuevamente en el papel de supernumeraria sentí de pronto que algo en mí se había roto. Algo se había quebrado en mi interior. El momento exacto de este descubrimiento lo llevo grabado en la memoria: una mañana me levanté con náuseas, fui al baño a beber un vaso de agua y de repente me miré en el espejo y no me reconocí. Sentí que la imagen que allí se reflejaba no era la mía. Fue un momento extraño, como si estuviera soñando despierta. Toqué el espejo para ver si era cierto y algo dentro mío empezó a desmoronarse. Me angustié, me faltó el aire y comencé a llorar. Lloraba tocando el espejo y solo me salía preguntar: ¿Quién eres? para luego pasar a lo más crudo ¿Quién soy?

Sentí de un golpe que toda mi vida había sido una mentira. Esa caverna, continuando con la alegoría (que se correspondía con el submundo Opus Dei) había sido mi casa durante toda mi existencia. Allí me había criado, allí había estudiado, allí había conocido a mi marido y me había casado, allí había parido a mis hijos y allí había sido feliz. Porque también en esa caverna había sido feliz. Y ahora, de la nada, esa imagen en el espejo me devuelve otra Lupe; una Lupe borrosa, indiferenciada. ¿Era yo? ¿Por qué así? ¿Por qué justo ahora descubro la verdad, justamente cuando estoy luchando, rezando, mortificándome por volver a ser la que siempre fui? ¿Por qué se me presentan de repente estos dos mundos? Porque yo sentía que había dos mundos, el que yo siempre había conocido y otro, uno que intuía más real, más verídico, pero también más peligroso. ¿Debo salir de la caverna? ¿O prefiero permanecer en ella para siempre aún a sabiendas de que todo es irreal? Mi primer impulso fue negarlo todo, pero ya era demasiado tarde. No se puede negar lo evidente. Ya no podía volver atrás.

Desde ese día empecé a caer. Caída libre, sin paracaídas ni nada que me frenara. Algo había estallado en mi interior y no me lo podía explicar. A medida que pasaban los días iba sintiendo que cada cosa que hacía perdía lentamente sentido –empezando por las normas. Así se manifestó esta crisis existencial en mí: sentir que nada de lo que hacía tenía sentido. Y lo que es peor: sentir que nada de lo que alguna vez hice tuvo sentido; y ver el futuro como un absoluto sinsentido.

Quise morir. Coqueteé con la muerte. La llamé, no vino y me faltó el valor para salir a buscarla. Yo, que siempre hice todo lo que debía hacer para vivir eternamente en el cielo, resulta que aquí en la tierra conocí el infierno. Porque eso significó para mí el peor momento de mi crisis: el mismísimo infierno.


Sin embargo…

La muerte no llegó y mi más básico instinto de conservación me empujó a pedir ayuda. Ya mi marido había notado que me encontraba mala pero su ocupada agenda laboral lo tenía a mal traer y no tuvo tiempo para ocuparse de mí. La ayuda llegó de quien menos lo esperaba: Eiko, mi vecina y amiga japonesa. Una mañana me encontró en la puerta de mi casa y me notó rara, como drogada (así me lo explicó más tarde). Me preguntó cómo me encontraba y tomando todo el valor que me quedaba le conté un poco lo que sentía (solo un poco para no asustarla). Más tarde me hizo llegar una tarjeta de visita de un médico, con una nota de su mano: Lupe, visita al Dr. X, creo que te ayudará. Yo te llevo con mi coche. Acepté su oferta y recuerdo que le dije al Señor (porque yo nunca dejé de creer en Dios): Dios mío, échame una mano. Hay aquí 8 niños que necesitan una madre... Sin decir nada saqué una cita y acudí con Eiko. Era un médico psiquiatra.

Tuvimos algunas entrevistas en las que pude desahogarme; no ahorré en detalles y conté todo lo que sentía y todo lo que había vivido las últimas semanas -obviamente salió el tema de mi pertenencia al Opus Dei. Allí me vi confrontada por primera vez con la posibilidad de que el Opus Dei pudiera ser una secta. El doctor me ordenó un chequeo completo y me recomendó un tratamiento en una clínica de rehabilitación a 800 km de mi casa. Estuve internada 3 semanas (el tratamiento continuó luego en forma ambulatoria). En el informe que el psiquiatra envió a mi seguro médico solicitando mi internación, decía: la paciente ha pertenecido 17 años a una organización religiosa con marcadas características sectarias lo que le ha causado tal y cual trastorno… Me quedé helada. ¿El Opus Dei una secta? Igualmente no estaba preparada aún para sacar conclusiones.

Ya en la clínica, en mi primer encuentro con el grupo mi presentación fue algo así: hola, soy Lupe, tengo 38 años y estoy acá porque siempre he hecho lo que me dijeron; siento que he actuado como un robot toda mi vida. Al día de hoy no sé quién soy ni hacia dónde quiero ir. Lo que no te mata te hace más fuerte (Friedrich Nietzsche, “El ocaso de los ídolos”)

Evidentemente esta crisis no pudo conmigo y de todo esto salí, y salí fortalecida. Que he librado una batalla interior no lo puedo ocultar pero les aseguro que la lucha valió la pena.

Si es difícil cambiar un hábito de conducta imagínense lo que me costó a mí cambiar un patrón mental. Ya reconocer mi situación y aceptarla significó un gran esfuerzo. Fue como volver a nacer. El darme cuenta que toda mi vida fue digitalizada, desde la cuna, por el Opus Dei a través de mis padres fue algo que me costó mucho aceptar…

Como parte del tratamiento de desprogramación –creo que este fue el término que utilizaban en la clínica- me he visto obligada a poner en duda cada una de mis conductas y preguntarme: ¿por qué lo hago?, ¿con qué fin?, ¿lo he elegido yo?, ¿estoy convencida de que es lo que quiero hacer? He tenido que desaprender un montón de cosas y aprender otras, por ejemplo, a tomar decisiones basadas únicamente en los dictados de mi conciencia obviando toda intervención externa. Al principio me ha costado mucho; sentía inseguridad y miedo de no estar haciendo lo correcto.

Los primeros meses han sido durísimos y ha sido un camino que he debido transitar sola. Por más ayuda que me ofrecieran desde afuera, la única que debía mirarse al espejo y escudriñar su conciencia era yo. He debido observar mi vida desde afuera, como si de otra persona se tratara y créanme que he visto cosas horribles. He llorado mucho y he tenido pena de mí misma. He conocido la autocompasión y no me ha gustado nada. He pasado revista a toda mi vida, empezando por mi infancia. Me he visto miserable, frívola y estúpida. He comprendido lo mal que me he comportado con mi prójimo (entiéndase toda persona ajena a la Obra). Me he dejado manipular como si de una muñeca se tratara. Me he visto arrogante y me he creído dueña de la verdad. No he sabido decir que no cuando mi conciencia así me lo indicaba. Espoleada por mi entorno he menospreciado a todo el que era diferente a mí y, entre otras cosas, he apoyado la postura radical de negar la Comunión a los homosexuales, los divorciados y las madres solteras (he sentido vergüenza de ello). Me he visto como un ser poco humano y he pedido perdón a la Vida por mi ceguera de tantos años. Especialmente he caído en la cuenta de que he abandonado a mis hijos cuando más me necesitaron. He repetido el patrón de conducta de mi madre para conmigo y darme cuenta de ello me dolió mucho.

Fue necesario que todo esto sucediera. Es parte de la vida el recomenzar cuando uno ha equivocado el camino, aunque ese recomenzar a veces cueste tanto y nos dejemos la piel a cada paso. Frecuentemente me he preguntado si el camino lo había equivocado yo o simplemente mi entorno –empezando por mis padres supernumerarios- me había impedido ver otras opciones. Con permiso de nadie ellos, aconsejados por sus directores, me habían condicionado desde pequeña para que yo fuera ese ser que ELLOS habían imaginado. Ellos proyectaron una madre de familia numerosa (y no tan pobre la verdad) y así me formaron. Hicieron de mí un robot sin considerar que tal vez la Vida me había llamado a ser algo diferente. Esta crisis que padecí claramente sirvió para abrirme los ojos, dejarme ver el origen de mi problema y a partir de allí permitirme empezar a andar un camino que, si bien desconocido, es el mío, el que elijo transitar a cada paso, y que nadie determina de antemano más que yo.

En la próxima y última entrega una reflexión final, un pedido y el día después.

Reflexión final

Yo fui hija de supernumerarios, estudié en una escuela de la Obra y participé de muchas de las actividades propuestas por el club también de la Obra; ya mayor de edad me he incorporado como supernumeraria. Es decir, mi vida transcurrió signada por “la Obra”. Al día de hoy y habiendo vivido lo que viví (y conste que fui muy discreta y me guardé bastantes cosas), me siento con autoridad para decir lo siguiente…

Bajo el manto de “organización cristiana” esta prelatura adoctrina a sus integrantes de forma sutil y constante. El Opus Dei, valiéndose de medias verdades incorpora fieles a sus filas con el único fin de lavarles el cerebro para que terminen haciendo lo que ellos deciden que deben hacer. Por ejemplo, a mí nunca me dijeron, antes de incorporarme, que yo como supernumeraria debía hacer la inmensa cantidad de normas, actos de piedad y actividades apostólicas en las que luego me vi inmersa; como tampoco me dijeron que debería entregar al Opus Dei una cantidad de dinero similar al gasto que me produce cada uno de mis hijos; ni que mi familia debería participar también de las actividades propuestas por la Obra (campamentos, retiros, charlas…) De hecho una vez el sacerdote con el que me confesaba directamente me dijo: Tú debes hacer que Eduardo sea supernumerario. Tampoco me dijeron que había infinidad de libros que no podía leer ni eventos sociales a los que no podía acudir. Es cierto lo del plano inclinado (uno va cayendo sin darse cuenta) y lo considero una canallada. No conformes con ello, en lo que respecta a los supernumerarios, no solo adoctrinan a los matrimonios sino que los usan para hacerse con el cerebro de sus hijos. Con el cerebro primero y con toda su vida después. ¿No fue al Fundador a quien le gustaba decir que a los peces se los pesca por la cabeza? En este punto es donde se me eriza la piel.

Los colegios y clubs Opus Dei complementan esta maquinaria perversa de adoctrinamiento. Yo padecí uno de estos colegios; instituciones supuestamente educativas donde a los niños, lejos de ayudarlos a pensar por sí mismos y reafirmar su personalidad, los bombardean constantemente con ideas totalitarias, unidireccionales, permitiéndoles ejercer su libertad únicamente para elegir hacer lo que está establecido. Donde se los obliga, entre otras cosas, a contarles a un tutor (y al sacerdote después) si han tenido pensamientos impuros, si han besado a un chico, si sus padres se pelean mucho o duermen separados... Este tema da para mucho más, tal vez algún día lo profundice. Pero el punto al que voy, hablando por mí y mis allegados: nosotros éramos niños y no nos podíamos defender. Los niños no tienen la capacidad de defenderse de sus padres (a quienes el Opus Dei les lava el cerebro) ni tienen la fortaleza para mandar a paseo al tutor que los saca de clases de matemáticas para preguntarles si se han masturbado la noche anterior.

Sin embargo, la Iglesia -que como el gran hermano todo lo sabe- sí que pudo haber hecho algo, pero prefirió mirar para otro lado. Porque a esta altura de mi vida ya no creo en cuentos de hadas. En una época pensé que allá en Roma, tan lejos de mi país, las cosas que a nosotros de niños nos pasaban (tanto en casa como en los colegios y clubs) ellos las desconocían. (¡Si habré visto llorar a mis amigas por los acosos recibidos para que se hagan numerarias! Si nos habrán presionado nuestros padres para que participemos de cuanto campamento, curso de estudio o retiro que organizaba el Opus Dei). Ahora sé que estaba equivocada. Entonces los obispos sabían todo lo que sucedía tanto en los colegios como en los clubs y no hicieron nada; como tampoco hicieron nada desde el inicio para impedir que este pulpo llamado Opus Dei avance sin freno durante décadas cortando cabezas y destrozando las vidas de tanta gente buena. En lo que a mí respecta, me hace acordar al video de Pink Floyd “otro ladrillo en la pared” cuando los niños uniformados son empujados hacia la picadora de carne. Así me sentía yo entonces aunque no lo podía poner en palabras.

Y no conformes con los estragos que causó y causa el Opus Dei, ahora en Roma siguen aplaudiendo de pie a cuanto iluminado aparece a ofrecerles un puñado de sacerdotes y muchas familias numerosas dispuestas a ofrendarse ellos y ofrendar a sus hijos para mayor gloria de Dios. Digo esto porque he estado hace poco de visita en mi país y me ha sorprendido la cantidad de iglesias y parroquias que los obispos han dejado prácticamente en manos de un grupo de laicos, pertenecientes a un movimiento de origen español, que hacen sus reuniones los sábados, juntan el dinero de la gente humilde en bolsas de basura y mandan a las familias a que vendan sus casas, abandonen sus empleos y se vayan a misionar a un sitio del mundo elegido por sorteo. ¡Y el Papa Francisco bendiciendo esta locura! ESTE es el verdadero pecado por el que deberán responder los obispos ante el Señor. Ordenar sacerdotes y bendecir familias misioneras provenientes de estas organizaciones –que son varias- a sabiendas de que el proceso de discernimiento es cuanto menos dudoso, a mí me parece inmoral. Lo planteo específicamente porque cuando yo pertenecía al Opus Dei hubiera sido capaz de cualquier cosa, apuntarme como familia misionera y arrastrar a mi familia a vivir en la jungla amazónica inclusive si me lo hubieran pedido. Al día de hoy sé que mi voluntad estaba viciada. Ya es hora de que allí en Roma se enteren que esa gente, tal vez, toman algunas decisiones vitales sin encontrarse en pleno uso de sus facultades, presionadas psicológicamente y sin medir las consecuencias. Sobre todo cuando hay niños involucrados es cuando más cuidado deberían tener.

Por lo demás, puede que alguien me diga que tuvo padres supernumerarios y jamás se sintieron presionados para acercarse al Opus Dei. Quizá alguien fue a un colegio de la Obra y también su experiencia fue diferente y hasta gratificante. Yo no intento generalizar. Aquí cuento lo que me sucedió a mí y lo que he vivido con mis hermanos y amigas. Quien vivió algo diferente ya puede agradecer que no le haya sucedido igual.

Puede también que haya alguien que me diga: la Iglesia no tiene la culpa; no se puede adjudicar a la Iglesia los errores del Opus Dei. En tal caso disentimos. Yo creo que la Iglesia Católica Apostólica Romana es la principal responsable de que el Opus Dei sea lo que es hoy. La Obra no es más que una partecica de la Iglesia, decía el Fundador, y es verdad. La Obra es hija de la Iglesia. Si la Iglesia permite lo que permite es tan responsable de los actos del Opus Dei como el Opus Dei mismo. Y les aseguro que se me parte el corazón al escribir esto. Yo he confiado en el Santo Padre; he besado el anillo de Juan Pablo II y de Benedicto XVI con verdadera devoción; he cenado con Jorge Mario Bergoglio cuando era Arzobispo de Buenos Aires; los he admirado y respetado como si verdaderamente fueran los mismísimos representantes de Cristo. Hasta hace pocos años hubiera dado la vida –lo digo en serio- por defender esta Iglesia. Me han defraudado y aún sangro por la herida. Agradezco que no he perdido la fe y que mi amor por Jesucristo sigue intacto, aunque temo que ese Jesucristo que habla en mi corazón no sea el mismo que esta Iglesia predica.

El día después

Como les conté, la internación duró 3 semanas. Fue positiva y me ayudó muchísimo. El tratamiento continuó luego en mi ciudad. Debo reconocer que la terapia fue determinante. Sola jamás hubiera podido resolver el problema; no contaba con las herramientas.

En lo que respecta al Opus Dei la ruptura fue prácticamente inmediata. No bien regresar de la clínica he dejado de aparecer por el centro. Me hubiera gustado explicarles lo que me sucedía pero habría resultado inútil. Sabía que si iba les diría la verdad y sabía que si les decía la verdad no lo entenderían y justificarían mi ausencia frente a las demás diciendo que me había vuelto loca. No quise abrir un nuevo frente de batalla, bastante mal la estaba pasando como para tener encima que limpiar mi nombre. Así que simplemente dije que no me encontraba bien de salud y que dejaría de ir. Me he recluido en mi casa y he luchado por no atender el teléfono a la numeraria que llevaba mi charla y no se creía que estuviera mala (pese a las innumerables conversaciones que habíamos tenido al respecto). Han venido otras supernumerarias a buscarme pero me he negado. Me han buscado y han insistido pese a que les pedí que no lo hicieran. Hasta el sacerdote del centro me enviaba mensajes por Facebook; llegó un momento en que cada vez que me conectaba para distraerme, generalmente por la noche, estaba también conectado y me escribía un mensaje; finalmente he borrado mi cuenta. Han hablado con mis padres, con mis hermanos, con mis amigas. Me costó mucho que me dejaran en paz. Pero lo he logrado. El 19.03 siguiente no renové y ya no pudieron hacer nada. Más tarde me invitaron a ser cooperadora; me he negado.

Ahora vivo una vida más tranquila y aunque me cuesta estarme quieta, estoy en paz. Tengo paz conmigo misma. Cada mañana acompaño a mis hijos pequeños al autobús escolar y los puedo besar sin problema pues ya no me maquillo a las 7:30 h. Tengo tiempo para sentarme con ellos a leer un libro, los ayudo con las tareas escolares y los puedo llevar yo misma a cortarse el pelo. Acomodo mi día como a mí me parece y nadie me dice lo que tengo que hacer a cada minuto. Puedo disfrutar de las cosas pequeñas; cosas simples para las que siempre me había faltado el tiempo. Mi marido volvió a dormir conmigo y llevamos una vida íntima normal. Eso mismo, ni más ni menos: normal. Llevo una vida normal y se siente muy bien.

Con mis hijos mayores, los que ya no viven en casa, hemos tenido innumerables conversaciones y siento que poco a poco van entendiendo lo que me ha sucedido (gracias a mi hija A., he conocido Opuslibros). Preguntan mucho y me alegra poder darles una respuesta. Les he pedido disculpas por mi ausencia cuando eran pequeños y aunque ellos dicen que no es necesario me he sentido aliviada. No me guardan rencor lo cual es una bendición. En el fondo una cosa sí hice bien: nunca los obligué a que frecuentaran ningún club ni los he apuntado en un colegio del Opus Dei; los he mantenido al margen de mi “vocación” y los he protegido. Me quieren a pesar de todo y lo agradezco a Dios todos los días. Y como si la vida me estuviera probando, esta última semana mi hijo más grande me ha contado que tiene una novia y que la quiere invitar a pasar unos días a la casa durante las Pascuas; quiere que la conozcamos. ¿Y cómo van a dormir? Me salió preguntarle. Pero su cara y posterior comentario lo dejaron claro. Si se pone usted fastidiosa con ese tema no la invito y punto. Yo no soy del Opus Dei mamá. ¡Qué fuerte! Me tendré que acostumbrar. Es el riesgo de la libertad y este hijo mío ha elegido un camino diferente al de su padre. ¿Tú sabes lo que es un condón?... y me empecé a reír sola. No se lo podía creer : - )

Un pedido

Mientras escribía para Opuslibros, dejando también mi testimonio, me he dado cuenta de que me gusta escribir. Nunca lo había hecho antes; no hubo necesidad ni tiempo. Gracias a esta web entre otras cosas he descubierto que tengo muchas cosas para contar y me gustaría hacerlo. No se relacionan con el Opus Dei. Me gustaría contar algunas cosas que he vivido; mis experiencias en diferentes países, la gente que he conocido, sus culturas, etc. Aquí mi pedido. ¿Alguien me podría ayudar con este proyecto? Me gustaría publicar en internet mis cosas, algo así como un blog –o similar- donde pueda poner texto y pegar algunas fotos y no sé por dónde empezar. Le he preguntado a uno de mis hijos, el que mejor se mueve en el ciberespacio, pero al poco tiempo me lanzó: ya te expliqué lo mismo dos veces, es que tienes problemas de concentración? No señor, es que tu madre recién pasados los 40 está intentando tener un hobby por primera vez en su vida ¡y no sé cómo empezar! Si alguien me pudiera orientar para que pueda dar los primeros pasos se lo agradecería infinitamente. Hay muchas opciones y me encuentro algo perdida. Muchas gracias de antemano.

Au revoir

Aquí termina mi historia. Tal vez no sea una gran historia pero me apetecía contarla –y me hizo muy bien. Pienso que tal vez alguien de los que la lea puede sentir que su historia tiene puntos en común con la mía y verá que no está solo. Abajo les dejo mi correo por si acaso me quieren contactar.

Les agradezco muchísimo la atención que me prestaron. Especialmente quiero agradecer a Agustina por haberme brindado su apoyo, comprensión y por supuesto el lugar para expresarme. Te estaré siempre agradecida.

Y como me encuentro muy feliz les regalo “el arrepentido”, una canción que esta mañana me ha hecho bailar mientras preparaba el desayuno. El video está bien bonito.

Hasta siempre,

María Guadalupe - guadalupe.maria1717@gmail.com



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