Tomar y tomarse la temperatura

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Por Gervasio, 6 de marzo de 2015



Recientemente estuve hospitalizado en un sanatorio de la Seguridad Social y observé una diferencia respecto a cuando guardaba cama en calidad de enfermo en una casa del Opus Dei. En la casa del Opus Dei me trataron muy bien —todo hay que decirlo—; pero con una diferencia. En el sanatorio de la Seguridad Social cada vez que me tomaban la temperatura —cosa que sucedía con frecuencia—, sin siquiera solicitarlo, me comunicaban el resultado: 36,30; 37,00 o lo que fuese. Y lo propio hacían tras medirme la tensión arterial. Máximo tanto, mínimo cuanto, me comunicaban. En el Opus Dei no se sigue ese criterio. Al menos en mi época no se seguía. Se parte de que el enfermo no debe conocer la propia temperatura, ni la propia tensión arterial, ni el día a día de su enfermedad. Debe estar “entregado”…

Recuerdo un forcejeo incluso físico, con uno de los encargados de tomarme la temperatura, porque estaba empeñado —y lo consiguió— que yo no llegase a conocer mi temperatura corporal. Cuento esto porque se trata de un criterio general; no de un capricho de mi “enfermero”. El enfermo del Opus Dei debe abandonarse en manos de quienes lo cuidan. Lo cuida nada menos que la mismísima Obra con mucha sabiduría, mucho sentido sobrenatural y con maternales cuidados. No debe hacerse cargo ni opinar sobre lo que le pasa. Por ello no debe ser informado. Si se le informase, se daría pie a que pensase y opinase sobre sí mismo y tuviese ideas sobre lo quesería mejor para él. Lejos de nosotros la funesta manía de pensar.

La desinformación no se limita sólo a la temperatura corporal. Abarca toda la vida del miembro del Opus Dei. Si conociese los estatutos de la institución, podría opinar. Si conociese los informes que penden sobre su persona, podría opinar sobre sí mismo y sobre ellos. Si conociese las “Experiencias sobre el modo de llevar charlas fraternas” y demás documentos reservados de ese tipo, podría opinar. Si supiese a qué curso anual va a ser destinado —eso ha cambiado últimamente, según tengo entendido— podría opinar sobre el dónde y el cuándo de su futuro curso anual. Podría incluso cuestionar la idea misma de los cursos anuales. En suma con carácter general se procura que el sujeto no opine sobre su futuro, ni sobre la Obra, ni sobre nada que no sea fútbol o cosa parecida.

En mi centro de estudios por la primavera acostumbraba a aparecer el fulanín de San Miguel. Vocal de San Miguel o algo así lo llamaban. Conviene aclarar que el tal vocal tiene la consideración de “superior mayor”. “Superior mayor” es un concepto canónico propio del Derecho de los institutos de vida consagrada. En el Opus Dei se dice “director mayor” en vez de “superior mayor” para disimular, al menos nominalmente, que el Opus Dei está organizado del mismo modo que los institutos de vida consagrada. No está organizado como las circunscripciones eclesiásticas. Cosas de Sanjosemaría. El caso es que corresponde a los superiores mayores —no a los superiores locales ni a los del centro de estudio— decidir el destino de las personas. Los alumnos del Centro de Estudios, sobre todo los de segundo año —es decir, lo que terminan el centro de estudios—, se agolpaban alrededor del fulanín de San Miguel en cuanto aparecía, con la intención de programar conjuntamente con él el propio futuro. El revoloteo en torno al fulanín de San Miguel era tan visible y manifiesto que llamó la atención de mis directores del centro de estudios que yo no acudiese a hablar con él.

—¿Qué te pasa?¿Tú no acudes a hablar con don Berengario?, me preguntaron extrañados.

Los “directores mayores” por serlo, tienen tratamiento de “don”. En este caso vamos a llamarlo don Berengario, por llamarlo de alguna manera. La verdad es que ni siquiera recuerdo su nombre. ¿Qué habrá sido de él? Era gordito, de ojos azules y sonriente.

— Pues, no. No se me ocurre nada que decirle.

Mi tía Enriqueta tenía una hija que había profesado en una congregación religiosa. Era una verdadera alhajita. Sus superioras mayores un buen día —o quizá tras madurarlo pausadamente— decidieron enviarla nada menos que a las Islas Filipinas en calidad de misionera. Por supuesto su madre —es decir mi tía Enriqueta— no deseaba que se fuese a las Islas Filipinas, sino tenerla cerquita y lo más alejada posible de los tsunamis, la malaria y demás enfermedades tropicales.

— ¿Dijiste algo a las superioras en torno al destino de tu hija?, le preguntaban las amigas a tía Enriqueta.
— No les dije nada. Como sé que mi opinión les importa muy poco, para qué molestarme en darla a conocer.

Yo adopté con don Berengario la misma actitud de mi tía Enriqueta respecto a las superioras mayores de la monja. Nunca me habían consultado nada, en torno al futuro de mi persona y habían contradicho en varias ocasiones mis planes en cuestiones importantes. Contaba hace pocos días Kurt en Cinco microrreflexiones opusdeistas de 5-IV-2015, que el fulanín de San Miguel le había propuesto trasladarse a otra ciudad en la que estudiaría COU e ingresaría en el centro de estudios. Ante su negativa, al momento lo agarró el “director local” y le dijo que al “superior mayor” nunca se le dice que no.

El numerario no acostumbra a labrarse su propio futuro, por lo que suele verse abocado a adaptar esa actitud que los epicúreos denominaban ataraxia, que es algo así como una tranquilidad espiritual basada en abstenerse de cualquier deseo o aspiración. Lo propio del numerario es vivir en permanente stand by, al servicio de la institución. Eso —se nos decía— es muy secular, muy de fieles corrientes. Es normal que quien pensaba preparar unas oposiciones o ejercer la medicina, por necesidades familiares o de otro tipo se vea obligado a dar un nuevo rumbo a su vida. El fundador se expresaba más o menos así:

—Si un hijo mío está punto de descubrir la piedra filosofal; si sólo le falta verter un líquido en una probeta para conseguirlo; si en ese momento se le pide que lo deje todo y pase a ocuparse de la portería de la última leprosería del Opus Dei en África, ese hijo mío se olvida de la piedra filosofal, obedece y se marcha a África.

Se trata, sin duda, como podéis comprender, de una alegoría retórico-didáctica. Todos sabemos que el Opus Dei carece de leproserías ni en África, ni en ningún otro sitio. Tampoco conozco a ningún “hijo” dedicado a la búsqueda de la piedra filosofal.

Al fundador, tras terminar su Centro de Estudios —los centros de estudio tienen la consideración de seminarios (Cfr. CIC c. 295)— lo enviaron a Perdiguera en calidad de regente auxiliar; pero aguantó allí poco más de un mes. Se volvió a Zaragoza y abandonó desde entonces cualquier tarea diocesana. Posteriormente se trasladó a Madrid para efectuar estudios de doctorado en Derecho. Las preferencias y opiniones personales con frecuencia resultan poco compatibles con la disponibilidad para “la labor” que a alguien le encomiendan. El fundador exige de sus “hijos”, en relación con la Obra, una actitud de disponibilidad mucho más sumisa que la que él tuvo con la diócesis de Zaragoza. Una cosa es una diócesis de las de toda la vida y cosa muy distinta esa nueva modalidad de diócesis que el Opus Dei aspira a ser. En el Opus Dei no se escucha demasiado a quien pone obstáculos, pongamos por caso, a ir a Perdiguera. En Perdiguera la labor te espera. Te espera, te espera, la labor en Perdiguera, Es la Obra la que decide el futuro; futuro que oscila entre actividades tan diversas como inventar la piedra filosofal y atender una leprosería en calidad de portero.

La cuestión afecta tanto a la posición del numerario dentro de la Obra, como a la Obra misma en relación con las actividades de sus súbditos, hijos, fieles, cooperadores orgánicos, socios, componentes, miembros o como corresponda llamarlos. Al exigirse al numerario la máxima disponibilidad —el nº 8 § 1 de los Estatutos define el numerario en razón de esa disponibilidad—, la Obra carga sobre su chepa con toditita la responsabilidad del futuro ocupacional de los numerarios, pues por estatutos —por no decir otra cosa— han de dedicarse a las peculiares tareas apostólicas de la Prelatura, peculiaribus inceptis apostolatus Prelaturae. Lógicamente, cuanta mayor es la disponibilidad del numerario, menor acaba siendo su responsabilidad.

El numerario ve sustituida su iniciativa, talento y aptitudes, por las decisiones de unos “directores mayores”. Lo de “superiores mayores” es cosa de religiosos. En el Opus Dei no hay “superiores”, sino “directores”, que es algo mucho más laical. Sea lo que fuere, el caso es que ese renunciar a la propia iniciativa, al propio criterio y a las propias luces, no se ve recompensado con resultados apostólicos satisfactorios. Pienso en este momento sobre todo en la Región de España, que es la que mejor conozco. Aunque no le dejan leer el termómetro, el numerario percibe como en los centros y casas de San Rafael —es decir, en la labor con gente joven— apenas viven ya estudiantes, sino señores entraditos en años, incapaces de conectar con la juventud como colegas. También percibe que se cierran centros de estudio y que, en los que permanecen abiertos, los ingresos de gente joven son escasos, de unos siete por año; número insuficiente para reponer las bajas por fallecimiento y los abandonos. En las casas, antes abarrotadas, comienza a haber habitaciones vacías.

Un numerario que pitó en los años setenta, pongamos por caso, se da cuenta de que un 80% de su promoción del Centro de Estudios ha dejado de pertenecer al Opus Dei. Hubo un momento en que la sangría de abandonos se pretendió cortar permitiendo que muchos numerarios pasasen a ser supernumerarios, movidos algunos tal vez para no perder el puesto de trabajo, o no enfrentarse a su familia, o evitar algunas exigencias más molestas de la vida en la Obra... Hubo que cortar con ese trasvase porque desanimaba y producía envidia en los demás. El panorama no es alentador. Una cosa es poner al mal tiempo buena cara y cosa muy distinta es no darse cuenta de que las cosas no marchan ni mucho menos como antes. El declive comenzó a notarse a comienzo de los años 90. Hasta entonces parecía que todo era crecimiento.

Lo que no ha dejado de crecer es la burocracia. El número de delegaciones no disminuye. ¿Por qué hacen falta tantas? Yo diría que porque los superiores han echado, como decía antes, sobre su chepa toditita la responsabilidad de dirigir lo que cada numerario hace. La burocracia de la Obra absorbe cada vez con mayor ansia los pocos numerarios que anualmente salen de los centros de estudio. Las delegaciones se los disputan y rifan, cuando anteriormente eran tantos, que había que ubicarlos en los colegios mayores de la Obra, pues los centros de San Rafael ya estaban llenos de gente joven. Los malos resultados, me parece a mí, no provienen de la ausencia de entrega —en el sentido de disponibilidad— de los numerarios, sino de haber provocado en ellos la ataraxia.

Sean las que fueren las causas de la situación actual, el caso es que se está produciendo un círculo vicioso. Cada vez es más acuciante la disponibilidad de los numerarios. Y es ese requisito de disponibilidad lo que parece hacerlos escasos. Una vocación encaminada hacia la ataraxia resulta, sobre todo a la larga, poco atractiva. Si lo sé no vengo, que diría Jordi Hurtado. Los numerarios dedicados al ejercicio profesional van desapareciendo. Los pocos que quedan ya son viejos.

Quizá fuese bueno que se permitiese a los numerarios tomarse la temperatura.

Los colegios mayores. ¿Son un disparate? Disparate será de seguro lo que paso a decir a continuación. Los colegios mayores no pueden tener más solera en la historia de la Obra: Ferraz, Diego de León, la Moncloa y por ahí p’alante. Pero han decaído en la Universidad española. Al día de hoy no resultan satisfactorios, ni como medio de formación universitaria, ni de formación espiritual y humana, ni como solución de alojamiento, ni económicamente. Las prelaturas personales —según leemos en el canon 294— tienen la finalidad de llevar a cabo peculiares obras pastorales o misionales a favor de varias regiones o diversos grupos sociales. No parece que los colegios mayores constituyan una peculiaridad pastoral de esas. La figura de las prelaturas personales no está pensada para dar cauce a la creación de colegios mayores. La mayoría de ellos estuvieron y siguen estando regentados tan ricamente por institutos de vida consagrada en sus dos ramas masculina y femenina. Igualito que en la Obra, donde hay una sección de mujeres y otra de varones, que generan name="_GoBack" en paralelo colegios mayores femeninos y masculinos. Llevar a cabo uno de los típicos apostolados de los religiosos y de las religiosas no constituye una peculiaridad pastoral digna del canon 294.

En el Opus Dei los colegios mayores en su día fueron un magnífico medio de captación de universitarios —lo mismo sucedía en las congregaciones religiosas, todo hay que decirlo— y, en el caso del Opus Dei, una elegante pantalla para enmascarar los seminarios nacionales de que habla el canon 295; es decir, los centros de estudios. En mi opinión actualmente no sirven para ninguno de estos dos fines. Lo lógico, pienso yo, sería deshacerse de ellos. Los don Berengarios podrían trasladar a ellos sus oficinas, archivos y papeles, o bien vender los edificios, o bien alquilarlos o bien regalarlos al ayuntamiento o bien adjudicarlos al mejor postor. Esos edificios, más que una exigencia de la labor de la prelatura, lo que hacen es justificar las tareas burocráticas de los don Berengarios. Exigen coordinación entre las dos secciones —por aquello de que de los colegios mayores y residencias universitarias se ocupa la Administración—, lo que significa intervención de la Delegación. Además, tienen mucha experiencia en colegios mayores. Deben de tener fichas y fichas de experiencias. Pese a tales habilidades y capacitaciones parece comprobado que al día de hoy los Berengarios no orientan bien la labor con universitarios. Apenas pitan universitarios.

En la Universidad resulta poco hacedero crear esos microclimas a los que los Berengarios nos tienen acostumbrados: clubs, colegios de segunda enseñanza y cosas así. Resulta difícil que se valore positivamente, desde el punto de vista de la comunidad universitaria, un microclima, destinado a proteger a sus residentes de los inconvenientes, peligros, mundanalidad y doctrinas poco sanas de la Universidad. A la Universidad hay que entrarle de otra manera; no hay que entrarle para defenderse de ella. Eso no quiere decir, por supuesto, que una protección microclimática —especialmente para las mujeres— no tenga su cupo de clientela. Mientras llenemos los colegios mayores… Sería preferible —digo yo— que se hiciesen expertos en granjas agrícolas. Tendrían mayor viabilidad, utilidad e impacto proselitista.

Procedente sería, a mi modo de ver, que los actuales numerarios universitarios organizasen a su aire el apostolado en la Universidad. A lo mejor no necesitaban colegios mayores. Habría que comprobar de lo que son capaces, sin microclimas, ni “hermanas nuestras” que se ocupen del servicio doméstico, ni cosas así.

En fin, que soy partidario de que, al menos, se permita a los numerarios tomarse la temperatura.




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