Salir de la trampa de la vocación

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Por Javier, 25 de octubre de 2003


Yo también pité con catorce y medio. En mi caso confieso que ni siquiera me hacían ilusión las convivencias, ni los partidos de fútbol, ni las subidas a la sierra. Porque a mí las cosas me gustaba hacerlas con mis amigos de siempre, y en el club no me encontraba en mi ambiente. Pero sí, yo era un chico religioso, hasta hacía poco educado en los jesuitas, dócil, con buenas notas, y con padres supernumerarios. Así que, si Dios me había elegido para numerario del Opus Dei, pues habría que decir que sí... ¡qué remedio!. Desde el primer momento pensé que ¡vaya faena!, que ya le podía haber tocado a otro el premio..., pero no, el elegido había sido yo.

Después de pitar, y siendo todavía adscrito, iba comprobando como mi vida había pasado a estar absolutamente regulada en todos los aspectos, y como iba perdiendo a mis amigos de siempre. La sensación de desazón y de asfixia fue aumentando. El agobio de las llamadas telefónicas a casa; la primera vez que durante el curso anual me entregaron las cartas ¡abiertas...! y me explicaron que las que yo escribiera las debía entregar abiertas al director; los madrugones para ir a la oración y misa al centro; y después de clase, al centro; y los sábados y los domingos... por la mañana al centro, a casa a comer corriendo, para volver en seguida a la tertulia... Y consultarlo todo. Todo. Y las chorradas por las que me hacían correcciones fraternas... (Oye, muy bueno lo de "venquetecomente" y tienesunmomentito?"). En fin, que cada día me preguntaba: ¿¿Pero, que he hecho yo para merecer esto..?? ¿Por qué estoy aquí?

Pero estaba atrapado por la “trampa de la vocación”:

  • Dios me había elegido desde toda la eternidad para ser numerario del Opus Dei
  • Haber pitado a los catorce y medio, casi desde el comienzo de mi vida, era un privilegio, una gracia especial de Dios para conmigo.
  • El pánico que había sentido cuando me propusieron pitar, era un signo claro de mi vocación. Así lo decía el Padre en alguna de la películas.
  • Una vez que la vocación se ha visto, ya no hay que volver ni a considerar el asunto. No hay que mirar para atrás. (“Fe, pureza y vocación”: es estos tres asuntos, ni un momento de duda, ni la más mínima concesión.)

Por tanto, mi suerte estaba echada. Mi destino, escrito. Mi vida, en la Obra. Aunque no lo soportara.

Pero salí.

Internamente había construido las razones y argumentos que me permitieron hacerlo:

  • Mi vida cada vez se parecía menos a la de un cristiano corriente en medio del mundo. Si esa era mi vocación, ¿por qué tenía que hacer todo tipo de cosas extrañas? De hecho, si la vocación que predica el Opus Dei es la de ser cristianos corrientes, ¿por qué existen los numerarios, que son cualquier cosa menos cristianos corrientes?
  • Yo no vi mi vocación de una manera espontánea. Yo sabía que si no me “hubieran hablado” de pitar, jamás habría salido de mí el pedirlo. Había aceptado, después de que entre “el que me habló”, “el que me trataba”, y el cura, me sometieran a un tercer grado, para que “pidiera luces” y “viera”.
  • Los consejos evangélicos, ¿no son..., eso... consejos, recomendaciones..., pero nunca una exigencia que Dios hace a cada persona? Pues, chico, si lo mío era ser cristiano corriente, pues corriente del todo. Nadie me podía decir que Dios me obligaba a mi a dar lo que Dios no exige a nadie.
  • Si a todo el que iba al círculo de San Rafael, hacía algunas normas, sacaba notas aceptables, y venía de un entorno social también aceptable, se le hablaba de pitar... ¿qué vocación era esa? ¿qué llamada especial de Dios ni que historias?

“Excusas, razones con que intentas justificar tu falta de generosidad”, me dirían. Y vuelta al redil. Y a pedir a Dios ayuda para perseverar. Y una y otra vez. Y piensas que el malo eres tú. Que a tu alrededor todos son generosos, y tú, sin embargo, queriendo dejar a Dios en la estacada. Y el cura, que durante la meditación te lanza el mensaje de que quien se marcha de la obra, se condena. Y además, te lo justifica “teológicamente”, aun lo recuerdo, se me quedó grabado: “Para salvarse es necesaria la gracia, y Dios nos la da, pero la va poniendo a lo largo del camino que El tiene previsto para nosotros, a través del cual nos ha llamado. Por tanto, si nos desviamos de ese camino... no encontraremos la gracia que Dios ha dispuesto para cada uno de nosotros...”

La “trampa de la vocación”. Y yo no tenía a quien contárselo, con quien hablar de ello, que no fuera mi director.

Pero un día un compañero de clase, de otro centro, me dijo que se había marchado de la obra. Y me contó sus razones. ¡Y descubrí que no estaba sólo! Que yo no era un caso único. Que a otros también les pasaba. Y que todos nos sentíamos igual. Veíamos lo mismo, pero como en el cuento del rey desnudo, nadie se atrevía a decirlo en voz alta. Nos habían cortado la comunicación con el exterior. Y dentro reinaba la presión del grupo sobre la persona. Y también estaba cortada la comunicación real con los iguales. Estábamos encapsulados en el entorno cerrado del Opus Dei

Y entonces tuve fuerza para recuperar mi autonomía y mi capacidad de tomar decisiones por mi mismo. Y me marché.

Y la sensación de libertad fue maravillosa. Y me compré libros sin consultar a nadie. Y llamé a mis amigos, a los de siempre, para ir al cine juntos, y no para invitarles a una meditación. Y conocí ¡chicas! Y fueron mis amigas. Y me recorrí Europa en coche. Y acabé la carrera. Y conseguí una beca para estudiar en EE.UU. Y tuve una novia. Y no, no me casé con ella. Había entendido que las cosas hay que verlas muy claras y la presión no debe obligarte a tomar decisiones que no sean las tuyas. Y trabajé. Y seguí viviendo, y hubo momentos mejores y peores,... pero siempre he sentido que estaba viviendo mi propia vida. Una vida... normal, si quieres. Pero mía. Y así, puedo seguir diciendo: ¡Gracias a Dios, me fui!


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