Parroquia de pueblo

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Por Gervasio, 5 de abril de 2010


Una de las cosas que me atraía de Escrivá es que era como un párroco de pueblo. No me refiero a que fuese campechano. Tal palabra no le gustaba nada aplicada a su monseñoril persona, pues tiene ciertas connotaciones de pueblerino, paleto o poco refinado. Teníamos prohibido afirmar que el padre fuese campechano y no voy a romper esa prohibición después de tantos años. Al decir que me atraía su aire de párroco de pueblo, me refiero a que no hacía alardes intelectuales a la hora de hablar de religión. Se limitaba a inculcar y a exigir con énfasis y convencimiento determinadas ideas o prácticas religiosas. Tenía la simplicidad y contundencia de un catecismo de la doctrina cristiana.

Esa actitud contrastaba con la de otros sacerdotes de la época. Me viene a la memoria el que explicaba en la Universidad la asignatura religión, que, junto con la de gimnasia y formación del espíritu nacional, constituía parte del plan de estudios de todas las carreras universitarias. Esos sacerdotes, al verse ante universitarios, adoptaban una actitud de cierta elevación intelectual, que empezaba ya por los temas tratados —fe y razón, la historicidad de la Sagrada Escritura, Adán, Eva y la evolución, alusiones y comentarios a un filósofo o escritor de moda— y continuaba con consideraciones que exigían acudir a conceptos, tan complejos al parecer, que había que expresarlos en alemán. El alemán era considerado por muchos sacerdotes —y quizá lo continúe siendo— un idioma de gran enjundia intelectual y teológica...

La generalidad de los universitarios estábamos escasamente preocupados por tan elevados temas. No digo ya un estudiante de Derecho, de ingeniería industrial, o de economía, sino que un estudiante de biología tampoco estaba interesado sobre lo que el profesor de religión le pudiese decir sobre Adán, Eva y la evolución. El estudiante tenía su propia composición de lugar al respecto. A los numerarios biólogos que he conocido ningún problema de fe les planteaba las doctrinas de Darwin sobre la evolución de las especies, ni sus observaciones sobre las iguanas, tortugas y otros bichos que encontró en las Islas Galápagos. Hay también biólogos ateos, pero no me parece que sea por causa de Darwin.

Los estudios de teología que cursábamos los numerarios del Opus Dei, en modo alguno estaban centrados en ese tipo de problemas. Tras un bienio de filosofía escolástica, estudiábamos cosas como las doctrinas de los primeros concilios ecuménicos, donde se decidía por votación si algo era verdadero o falso. Los que perdían la votación eran declarados herejes. Y así el pobre Nestorio —tras haber ganado muchas votaciones, haber perseguido herejes y llegar a patriarca de Constantinopla— un buen día perdió una votación, lo que le costó ser depuesto como patriarca para vagar, en calidad de hereje, por esos mundos de Dios y terminar sus días en Libia, mientras sus seguidores, que hoy llamamos caldeos o asiro-caldeos, se extendieron por Asia Menor e incluso más allá, hasta la India. Como las discusiones eran en griego, había que familiarizarse con palabras tales como ousía, fysis, prósopon, telos, theótokos, etc. Había uno —San Cirilo de Alejandría— que llamaba ousía o lo que no era ousía, lo que daba lugar a malentendidos. ¿O quizá no eran San Cirilo? Había pelagianos y semipelagianos. Para mayor erudición se podía consultar un diccionario de herejías. Todo eso formaba parte de la llamada teología dogmática.

El Concilio Vaticano II no tuvo como propósito condenar ni herejías ni herejes. De hecho, no lo hizo. Por el contrario, promovió la reconciliación con antiguos herejes, que pasaron a denominarse hermanos separados. Además proclamó como derecho innato de la persona humana la libertad religiosa y en 14 de junio de 1966 el índice de libros prohibidos perdió su vigor. Al fundador todo esto, además de sumirle en gran desconcierto, lo llevaba por la calle de la amargura. No lo entendía. Estaba escandalizado. Reaccionó convirtiéndose en un maniático de la doctrina. Su frustración derivaba de que estando necesitado de denunciar herejías y malas doctrinas, no contaba con la colaboración de la Congregación del Santo Oficio —con anterioridad llamada Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición—, convertida en 1965 en Congregación para la Doctrina de la Fe. Como desahogo creó su propio índice de libros prohibidos; un índice de libros prohibidos propio de la Señorita Pepis. Esa manía doctrinal le llevó también a la pretensión de imponer en los cursos anuales no sólo el estudio sino también la memorización del catecismo para párrocos de San Pío V. Decía a los alumnos del Colegio Romano:

—Os lo vais a aprender de memoria.

Tal objetivo no se consiguió. Ese catecismo es extensísimo y obsoleto.

También recuerdo verlo enrabietado ante una nueva edición del Enchiridion de Denzinger, un teólogo del siglo XIX que compiló —con enorme éxito— por orden cronológico un conjunto de textos que le parecieron especialmente importantes sobre cuestiones de las llamadas de fe y costumbres. La nueva edición añadía y quitaba algún texto.

Ya no es el mismo, ya no es fiable, decía muy enfadado por esa nueva edición del Enchiridion de Denzinger.

En esta línea de lo que, en La voluntad de Dios. «Mi índice», Job Fernández llama con gran acierto sacralizaciones, nos contaba que le había pedido a una mujer ignorante y piadosa:

— Tú repite de vez en cuando la palabra transubstanciación. Es una palabra que al demonio le molesta mucho.

No sé de dónde le vendría la noticia del satánico enfado. A ese propósito recuerdo una herejía: la impanación. Consiste en una explicación de la eucaristía en la misma línea de la Encarnación. El Verbo se hace pan, del mismo modo que se hizo hombre.

Sanjosemaría no se daba cuenta de que ese fenómeno de los herejes y las herejías es causado más por el Santo Oficio de la Inquisición y los censores que por los propios herejes. Nadie es hereje si no es declarado tal. Por ejemplo, San Bernardo de Claraval negaba la inmaculada concepción de María; negaba que hubiese nacido sin pecado original; pero no fue declarado hereje, sino santo. A mi modo de ver, es al físico o paleontólogo o matemático u hombre de leyes al que corresponde darse a sí mismo —o en su caso a los demás— una explicación sobre los temas objeto de su especialidad congruente con la fe. Esa persona tiende a proporcionarse a sí misma una explicación satisfactoria y suele lograrlo. Lo malo es cuando expone sus propias ideas en un libro y el Santo Oficio o un censor las encuentra incompatibles con la fe. Parece ser que el heliocentrismo en su día fue considerado incompatible que el dogma católico; incompatibilidad que hoy no se aprecia. Lo propio acontece con el evolucionismo. Todavía hay quien considera que las teorías evolucionistas son poco cristianas. Al respecto recuerdo una conversación en la que un sacerdote numerario —cuyos estudios universitarios eran de sociología o algo así— en un deseo tonto de dar doctrina abrió su boca y dijo:

—Las teorías evolucionistas en modo alguno están probadas. Son tonterías.

Alguien le replicó que no se puede ir por la vida, descalificando el evolucionismo, y menos aún siendo cura, porque todos los biólogos son evolucionistas e iba haciendo el ridículo. Curiosamente entre los presentes en el rifirrafe se encontraba un biólogo numerario que reconoció que por supuesto entendía los animales e incluso el hombre en clave de evolución. Desde cierto punto de vista es más católico, más seguro, más compatible con la fe, tutior, descartar la evolución, en la medida en que así se simplifica la comprensión del relato bíblico sobre la creación del hombre. Pero desde otro punto de vista es mucho menos católico negar la evolución, porque, como ya dije, de ese modo se va haciendo el ridículo e indirectamente se deja en ridículo la religión. Ese sacerdote por supuesto era ignorante en materia de evolución; pero le parecía que formaba parte de su ministerio sacerdotal dar doctrina segura. Era o pretendía ser un buen hijo del fundador del Opus Dei.

Hay quien considera que el jurista católico debe ser iusnaturalista, cuando el iusnaturalismo no pasa de ser una doctrina precristiana, que ha sido entendida de modos muy distintos. Ese dividir a los juristas en católicos y no católicos en razón del iusturalismo resulta todavía más absurdo cuando se plantea como creencia, igualando creer en el Derecho natural con creer en Jesucristo.

— ¿Cree usted en el Derecho natural?, como si el iusnaturalismo o la teoría del contrato social fuesen objeto de creencia.

A Sanjosemaría en tema de doctrina optó por ir a lo seguro, identificando lo seguro y la sana doctrina con la sacralización de lo tradicional y oponiéndose a cualquier innovación. El resultado fue convertir el Opus Dei en un reducto conservador, un estanque integrista o algo así. El catecismo de San Pío V para párrocos es doctrinalmente muy seguro —qué duda cabe— pero enrocarse en esa torre de marfil para rechazar la realidad del presente recuerda la actitud del avestruz. Que Sanjosemaría se comportase como un párroco de pueblo me encantaba; pero no lo de pretender hacer de los universitarios e intelectuales —objeto preferente del apostolado del Opus Dei— párrocos de pueblo.


Algo semejante sucedía con la moral. Se utilizaba como libro de texto el Manuale Theologiae Moralis del padre Prümer. Ese manual de teología moral, como la generalidad de los de la época, iba dirigido al confessarius, presuponiendo que su lector y destinatario era quien tiene por oficio confesar. En él se dilucidaban cuestiones de este tipo. ¿Puede el confessarius absolver a una monja, si mientras ella manifiesta sus pecados, el confessarius se ha quedado dormido? Si la monja no acostumbraba a manifestar pecados mortales, podía absolverla. Tal era la respuesta moralmente correcta. La casuística en torno a los estipendios de las misas ocupaba amplio lugar. El resto del tratado sobre la virtud de la justicia era pésimo e infumable. Se centraba en la obligación de reparar el daño, si el daño era vere, formaliter et efficaciter iniustum. Pero desconocía absolutamente en qué consiste apropiarse de lo ajeno, salvo que se tratase del robo de una gallina, una joya, unas monedas o cosas de este estilo. Desconocía igualmente cuál deba ser el comportamiento correcto de un banquero, de un notario, de un prestamista, de un empresario o de un dador de trabajo. Tampoco tomaba en consideración la llamada doctrina social de la Iglesia, pues esa doctrina plantea pocos problemas al confessarius.

Yo pensaba: ¡cuánto tienen que decir en temas de justicia personas que desempeñan una profesión en medio del mundo! Ellos sí que son los llamados a decir lo que es justo y lo que no lo es en sus diversas profesiones y sus posiciones sociales y civiles. Lo importante de santificar la profesión lo situaba y sitúo en vivir la virtud de la justicia en el ejercicio profesional. Del mismo modo que el padre Prümer era un experto en la virtud de la justicia aplicada a los estipendios de las misas, otros podrían o podríamos aplicarla a otros ámbitos de la actividad humana. Pero tropezaba con el punto 61 de Camino, que dice así: “Cuando un seglar se erige en maestro de moral se equivoca frecuentemente: los seglares sólo pueden ser discípulos”.

Buscando por internet la cita exacta de este punto de Camino, me encontré con la tercera edición crítico-histórica —Madrid, 2004—, prologada por monseñor Echevarría y preparada por Pedro Rodríguez en la que añade como glosa:

La idea proviene del P. Sánchez, confesor de Escrivá y así lo anotó en su Cuaderno, día 13-X-1931, nº 329:
Oí decir al p. Sánchez que, cuando un seglar se erige en maestro de moral, se equivoca siempre. Los seglares —añadió— sólo pueden ser discípulos.

Al preparar el texto impreso, el tajante siempre del P. Sánchez se transformó en frecuentemente. La formulación del pensamiento hoy nos puede parecer chocante. Pero el mensaje de este punto se entiende bien situándolo en su contexto histórico. La teología moral que el P. Sánchez y Josemaría Escrivá habían estudiado era la propia de la época, casuística, y orientada a la confesión sacramental y a preparar confesores; una teología que, por su propio método, presupone en el docente la “experiencia” del confesor. Es evidente que el criterio aquí asentado no excluye que seglares puedan —incluso deban— estudiar, escribir y enseñar, desde una perspectiva académico-científica, sobre cuestiones de ética, de moral, de doctrina social de la Iglesia, de bioética, etc.

En mi época la enseñanza de la teología moral en los centros de estudio estaba reservada a los confessarii. Es probable que, pese a estos comentarios de Pedro Rodríguez, la enseñanza de esa asignatura continúe quedando reservada a los curas. El resultado es lo llamativo de la pobreza de la doctrina moral católica, que tan poco atractiva resulta. Esa moral se centra casi exclusivamente en las prácticas sexuales. Es de lo poco que los confessarii entienden. Estos confesarii se pueden dividir en dos categorías principales: 1º los que confiesan a personas que tienen la obligación de confesarse cada ocho días como monjas, frailes y personas del Opus Dei y 2º los demás. Esas confesiones de monjas, frailes y personas del Opus Dei resultan muy poco enriquecedoras como fuente de moral: me he comido una galleta sin permiso de la madre superiora, he faltado a la caridad haciendo un feo a mi hermano y cosas de esta índole. Esas materias de confesión no dan lugar a la elaboración de una moral secular, laical, porque está centrada en la observancia de la regla, de obediencias y de normas de convivencia propias de monjas, frailes o personas del Opus Dei. El resultado es que los que no necesitan confesarse son los que se confiesan y los que sí lo necesitan —un delincuente pongamos por caso— no se confiesan. Los que se confiesan frecuentemente, por ejemplo un personajillo del Opus Dei, no se acusan de pertenecer y cooperar con a una institución que en la medida en que puede elude impuestos justos y la seguridad social de trabajadores por cuenta ajena. Si se acusase de tal cosa le “formarían la conciencia”. Los confessarii sirven en gran medida para cohonestar conductas injustas. Adormecen conciencias.

Sanjosemaría narraba que la penitencia impuesta por el confessarius a un niño en su primera confesión fue que se comiera un huevo frito. Creo recordar que fue lo que le sucedió al propio Escrivá. Le parecía muy gracioso y encantador. Yo, en cambio, no le encuentro la gracia a la tal anécdota. Tampoco le encuentro la gracia a la que cuenta Antonio el bailarín, Antonio Ruiz Soler, a propósito de su primera confesión. Narra en sus memorias que sólo se confesó una vez y que nunca volvió a hacerlo. Se acusó de haberse masturbado. Acto seguido el confessarius le agarró la colita y se la meneó a conciencia —nunca mejor dicho— durante un buen rato.

— ¿O sea que hiciste esto?

¿Es eso gracioso y encantador? Pues yo no le encuentro demasiada gracia, aunque algo de gracia tiene. No menos lamentable fue el caso de quien todavía recuerda el tremendo olor a orines que tuvo que soportar, siendo niño, mientras el confessarius le restregaba el rostro por la entrepierna para provocarse una erección.

Entre el huevo frito, los olores a orines, el arrepentimiento de haber ingerido una galleta sin el debido permiso, tranquilizar la conciencia acerca de tejemanejes económicos y cosas de este estilo, poco se puede esperar de la doctrina moral que puedan aportar los confessarii. La idea de que los seglares nada tienen que decir en tema de moral, sea del padre Sánchez o de Escrivá de Balaguer o dependan ambos de una tercera fuente —que es lo más probable—, resulta muy poco fundada. Es gratuita. El confessarius no crea la norma moral, sino que ha de aplicar una moral preexistente, me parece a mí. No veo por ningún sitio que haya que fomentar la autoestima de los confessarii, diciéndoles que tienen la exclusiva de ser maestros de moral, por el mero hecho de ser sacerdotes. El sacerdocio los faculta para absolver, pero no para ser maestros de moral, ni siquiera directores espirituales.

La moral cristiana, a diferencia de la de otras religiones, proviene en escasa medida de la Revelación. Presupone la existencia de una ley natural que el hombre puede conocer con las solas luces de su razón. Todos los preceptos del decálogo —así me lo enseñaron al menos en el centro de estudios— son de ley natural, aunque por añadidura hayan sido revelados. El no católico y el no bautizado tienen capacidad de conocer la ley natural. Es frecuente haberse topado con alguien sumamente honrado y cabal que no es creyente: un médico entregado a sus pacientes o un maestro, comportamientos heroicos en situaciones difíciles de personas anónimas, etc. ¿Les ha enseñado ese comportamiento un confessarius? No. Un cristiano puede tomar como ejemplo de conducta a bastantes no cristianos. Un Gandhi o un Martín Luther King han dado más lecciones de ética y moral que muchos papas y congregaciones romanas. Desde luego, muchas más lecciones que el Santo Oficio de la Inquisición, que estuvo conculcando el derecho innato a la libertad religiosa de la persona durante varios siglos. Le pasaba lo que a San Bernardo: por aquel entonces aquello no estaba mal visto. ¿Es que en los países católicos o de mayoría católica se vive mejor la justicia que en países de mayoría protestante? Me parece que no.

— Y ¿a usted, que la parece la sabiduría moral de los confessarii del Opus Dei?

— Pues me recuerda a lo de la confesión de Antonio el bailarín.

— ¿Cómo es eso?

— Te hacen practicar aquello de lo que te acusas. Si les digo que me acuso de dar poco dinero a los pobres y a la parroquia, me responden que hago muy bien y que a quienes tengo que darlo es la Obra y no a los pobres ni a la parroquia. Si me acuso de hacer poco caso a mis padres, me dicen que de lo que me tengo que acusar es de familiosis. Etc.

Hace mucho tiempo me confesé con un sacerdote que hoy ocupa un puesto muy alto en la jerarquía del Opus Dei. Por supuesto, no se interesó por nada de lo que le conté. Y, del mismo modo que podría mandarme comer huevo frito, concluyó:

— Tú lo que tienes es que hacer es proselitismo. Mucho proselitismo.

Pero no sólo hay confessarii del Opus Dei.

— Y a usted ¿qué le parece la sabiduría moral de los confesarii que no son del Opus Dei?

— Son malos pastores. No te dicen que hagas proselitismo para el Opus Dei, ni que lleves a tus hijos por el club, ni nada de nada. En suma, no barren para Casa, para la Obra. No son buenos pastores. No te digo más que en los comienzos de la Obra un confessarius aconsejó a un recién pitado que se casara. Sólo en caso de verdadera necesidad y no habiendo un confessarius de Casa, cabe acudir fuera. Y aun así, con muchas cautelas. Hay mucho arrebatacapas.

— ¿Es que no aplican todos las mismas reglas de moralidad? ¿Son todos arrebatacapas?

— Como decía Sanjosemaría, cada uno tiene su propio rebaño, su pussilus grex. El se preciaba de que su pequeña grey no era tan pequeña. Lo de menos es otorgar el perdón por haber ingerido una galleta sin permiso de la madre superiora, o haberse hecho una paja o asesinado. Para eso vale cualquier confessarius. Lo importante es lo que viene después: lo del huevo frito.

— ¿Cómo lo del huevo frito?

— Sí: la moraleja. De la galleta ingerida sin el debido permiso el confessarius extrae una moraleja. Por ejemplo: tienes que traer más amigas a la meditación de los sábados. Eso es muy distinto a decirle: pues mañana tienes que venir al ropero parroquial. Como puedes comprender lo importante de que la confesión sea semanal es el seguimiento de lo del huevo frito; no el seguimiento de lo de la galleta. Para absolver de lo de la galleta el confessarius puede estar incluso dormido durante la confesión.

— O sea, que una cosa es la moral y otra la moraleja.

— ¡Eso!

— Y el en el Opus Dei ¿qué es lo importante?

— La moraleja: hacer caso a los directores del Opus Dei; seguir sus directrices. Ya lo decía el padre Sánchez. Lo demás —llámese ley natural, moral, exigencias de justicia o de conciencia— sobra. Son cosas propias de seglares.




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