Los métodos pastorales del Opus Dei

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dedicado a EscriBa, por su valentía y sinceridad

Autor: Marcus Tank, 20 de noviembre de 2006


1. Tomando pie en el magnífico y ponderado artículo de Manuel Ortuño que nos facilitó Compaq, me parece interesante glosar algunos aspectos de fondo que suscita. Hace ya tiempo que lo tenía en mente, como a todos los que habéis padecido las nefastas consecuencias de los modos habituales de actuar (gobernar) en el Opus Dei. El acceso a algo tan oscuro como los motivos inspiradores íntimos del fundador y de sus sucesores, así como a la verdadera entidad de la “acción pastoral” de la Prelatura, no es fácil si pretende conocerse en directo, pero resulta bastante claro si uno se aproxima observando las obras concretas más demostrativas: es decir, los medios empleados en esa pastoral.

En la actualidad es general la percepción, por parte de propios y extraños, de que en el Opus Dei no se pretende de hecho ejercer la caridad como lo primero, ni existe como línea prioritaria de gobierno, sino más bien el interés “utilitarista” de la Prelatura, definido y redefinido según conveniencias. Algunos miembros la practican por su cuenta, sin duda, pero con frecuencia se ven obstruidos en su libre ejercicio por las indicaciones teóricas y prácticas de la institución —a veces, verdadera estructura de pecado— que llegan hasta impedir un desarrollo de la amistad noble y auténtica entre los fieles. Resumiendo, lo que prevalece en el gobierno de la institución son sus intereses más opacos, que se identifican falsamente con la “voluntad de Dios”.

¿Qué explicación tiene todo esto? ¿Se trata de un proceso degenerativo habitual en las empresas humanas? No creo que sea éste el caso sino, más bien, algo mucho más preocupante y radical. A mi entender, se trata de la consecuencia natural de un desarrollo viciado de raíz. En el Opus Dei existe, según el diagnóstico más benigno, un notorio fanatismo: un fideísmo desvinculado de la verdad, de la razón, y del mismo Espíritu divino. O, dicho de otro modo, se ha “hipervalorado” de tal forma el supuesto carisma fundacional y la figura de su fundador que se ha llegado a “cuasidivinizar” todo, construyéndose un compacto edificio doctrinal y normativo sobre esa base falsa o, al menos, muy desenfocada.

La consecuencia más grave e inmediata es que se colocan al fundador y al carisma por encima de la autoridad y de la praxis eclesial, obviando el discernimiento de la Iglesia en temas tan nucleares. Si no ha ocurrido una ruptura formal, como en el caso del integrismo lefebvriano, sí se da una falta de comunión espiritual, canónica y pastoral: un funcionamiento independiente y al margen de la jerarquía ordinaria, autosuficiente, por mucho que se hable de unión con el Papa y los Obispos locales. Y esta percepción es lo que justifica que muchos acusen a la Obra de vivir o de estar organizándose de hecho como una “iglesia paralela” dentro de la Iglesia.


2. Pero la cosa no se reduce al puro fanatismo religioso que, hoy por hoy, es ya tildable de “locura colectiva”, pues la mentalización institucional hace que muchos sean poco conscientes del hecho. El obrar desviado llega hasta la deshonestidad (inmoralidad) en las prácticas de esta institución “de” la Iglesia, pues no se corta para utilizar el engaño, la calumnia, la coacción, el maltrato, las manipulaciones graves de la verdad histórica, las acomodaciones y “replanteamiento” del espíritu fundacional, y un largo etcétera, en el que cabe añadir hasta el empleo de medios ilícitos de espionaje e información. No exagero lo más mínimo. Hace años me parecían disparatadas e imposibles este tipo de afirmaciones, pero ahora las hemos experimentado de cerca en toda su crudeza.

Resultaría fácil probar una por una las afirmaciones que acabo de hacer, pero sería demasiado largo. Por eso, lo que ahora me propongo es simplemente ofrecer un contraste entre la actividad real del Opus Dei y la pastoral cristiana auténtica, la que vemos en Cristo y en su Iglesia. Sinceramente digo que no he llegado a la explicación última de lo que pasa o está pasando en el Opus Dei: para ello tendría que estar en la piel del fundador, o de su primer sucesor, o tal vez conocer los documentos históricos —si existen— más comprometidos. Pero sí puedo intentar una explicación penúltima de lo que realmente es el “talante real” de la Obra, aunque soy consciente de que sólo los muy informados ab intra podrán compartir mi diagnóstico sin sorprenderse.


3. Evidentemente, el carisma de santificación en las realidades seculares es muy atractivo para los cristianos y es un carisma sin duda divino, pues incluso lo ha ratificado el Concilio Vaticano II. No pongo en duda que un planteamiento así de la espiritualidad provenga de inspiración divina. Lo que resulta problemático es que una “infusión divina” de tan hondo calado y proyección no conlleve en la persona receptora unas disposiciones mínimas de honestidad, de sentido sobrenatural y rectitud. De entrada, esto me parece simplemente extraño.

Desde luego, hay que aceptar la posibilidad de que la realidad haya sido ésa, según la probada experiencia del obrar divino en la historia. Es verdad, en efecto, que muchos grandes personajes del Antiguo y del Nuevo Testamento que recibieron gracias muy especiales —patriarcas, profetas, apóstoles— no fueron grandes santos y, a veces, sus vidas dejaron mucho que desear desde el punto de vista moral. Este hecho ciertamente reafirma la gratuidad de los dones divinos y su acción histórica independiente de las cualidades personales de los elegidos.

Y también es cierto que el carisma del Opus Dei, de santificación en lo secular, no es monopolio de su fundador, ya que fue suscitado igualmente con anterioridad a su acción pastoral y en muchos otros lugares del mundo. Es verdad que ninguna organización lo ha impulsado con tanta “eficacia”, hablando al modo humano, y quizás Dios haya querido utilizar las “manías de grandeza” de Escrivá o su talante emprendedor y organizador para su promoción.

El fundador del Opus Dei fue sobre todo un gestor con ínfulas de poder y una gran capacidad de adaptación, no tanto una persona de principios. Su extraña personalidad, y la fanática sobreprotección por parte de Álvaro del Portillo, le llevaron a manipular la verdad histórica de su biografía y de la misma institución que fundó. Pero tapar, o negar, las enormes deficiencias personales del fundador —como él mismo y sus sucesores han hecho— para “proteger” el carisma, carece de todo sentido: las obras de Dios y su fuerza relucen más genuinas en contraste con las limitaciones de sus portavoces humanos. No suplantemos, pues, a Dios. La Sagrada Escritura no se recata en manifestar los defectos y pecados del mismo San Pedro.


4. Pero vayamos al tema de los medios que emplea y ha empleado el Opus Dei para su desarrollo. Las acciones de Escrivá y sus colaboradores en los primeros tiempos fueron muy “políticas”, casi de nacional-catolicismo, por no decir de tendencia “fascistoide”, aunque pretendieran ser de sólo fines espirituales. Él personalmente estaba suscrito al periódico más integrista que se editaba por aquellas fechas. El ambiente de los años treinta y posteriores en España lo facilitaban sin duda, aunque también había gente de talante bastante más abierto entre los cristianos convencidos: Pedro Poveda es un ejemplo. No olvidemos que los valores y las añoranzas heroico-idealistas del ya muy lejano Siglo de Oro español pervivían en muchos. Y así el nacional-catolicismo era el paradigma de religiosidad más extendido por la “España católica” de aquellos tiempos.

Todo quedó reflejado en Camino y en los escritos de los primeros, hasta bien entrados los años cincuenta. Un hombre como Rafael Calvo Serer, que no se caracterizaba precisamente por la cerrazón, escribía —en La fuerza creadora de la libertad— cosas como éstas:

"Frente a la negación de la Teología, que está en la base del marxismo y frente a la Teología deísta, que según Rüstov, fundamenta al liberalismo capitalista, el cristiano ha de aplicar los principios de subsidiaridad y solidaridad, fundados en la imagen cristiana del hombre como ser social. A nadie que esté a la altura del tiempo le podrá sorprender que en España mantengamos la fe en la aplicación política de la doctrina católica, que es consustancial con el espíritu de la Victoria. Con la unidad católica como axioma nacional y de acuerdo con una filosofía cristiana de las estructuras sociales, es como hay que ir haciendo carne y sangre de nuestra vida pública el anhelo de justicia" (pp.64-65).

La mentalidad de activista cristiano del fundador y sus posiciones integristas en la defensa de la fe, tipo “cruzada”, prevalecen sobre los aspectos más espirituales del carisma. Primero se habla de conquistar los ambientes intelectuales y universitarios, combatiendo a la Institución Libre de Enseñanza. Para nada se oye hablar de la santificación del trabajo: éste es un discurso de los años sesenta, con el que más tarde se pretenderá rehacer la historia del pasado —¡como si esto fuera posible!— y, desde la perspectiva canónica, se habla de santidad pero en el contexto de los “estados canónicos de perfección” aunque en medio del mundo y, por tanto, mediante la práctica de los consejos evangélicos.

Así, poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas se entiende en la práctica como conquistar y dominar para Dios todas las estructuras sociales: la cultura, la ciencia, la política, la economía, los lugares de poder fáctico. Como después se demostró en la práctica, el acceso para el control de esos ámbitos seculares era y es una pretensión corporativa, pretendida y organizada: en su momento —sobre todo en España— fueron cátedras universitarias, editoriales, periódicos y revistas, el CSIC, bancos o la creación de sociedades financieras interpuestas, o también la ocupación de puestos políticos y de la Administración del Estado.

Nada de esto es una “teología de la secularidad”, y menos de carácter espiritual, sino pura acción monista “político-religiosa” o “religioso-política”, según convenga mirarla. Será Hans Urs von Balthasar, sobre todo, quien haga una crítica de estos enfoques abriendo paso a una verdadera teología del laicado, en la estela de Yves-Marie Congar y otros, al tiempo que proponía una “teología específica” para los institutos seculares: cf. Sponsa Verbi pp.417-51 sobre la teología de los institutos seculares, publicadas primero en 1956. Y en este contexto han de situarse sus críticas al Opus Dei de la España franquista, a comienzos de los años sesenta, de las que nunca se desdijo: al contrario de lo que suelen repetir vagamente muchos fieles de la Prelatura, sin saber exactamente de qué hablan. Hoy, con la perspectiva de lo ya acontecido, bien puede decirse que aquellos escritos fueron realmente proféticos.


5. No es necesario abundar en lo que de sobra se sabe. Sólo alguna puntualización a modo de ejemplo. Antonio Pérez, que fue uno de los más altos responsables del Opus Dei, ha comentado su intervención directísima en la configuración de estas tramas de poder fáctico, político y financiero. Gregorio Ortega se trasladó a Portugal para organizar allí otro tanto. Se compran y se crean bancos. Y, por ejemplo, tres miembros numerarios, con cierta experiencia en esos negocios, intentan montar el “Banco Andorrano” por indicación de los Directores: ¿por qué Andorra y no Valencia, o bien otro lugar? La razón es que buscaban modos de sacar grandes cantidades de dinero de España, con destino a Roma y a otros países. Esto se realizó luego, en buena medida, a través de las sociedades financieras constituidas en Portugal o también con empresas tipo Matesa.

En sus Memorias, Eugenio Trías ha relatado que, durante un verano trabajando en la Comisión Regional en Alemania, le encargaron hacer fotocopias de notas provenientes de la sede central de Roma, cuyo destino eran las distintas regiones. En una de ellas, para su escándalo, se decía a quienes tuvieran influencias que procurasen colocar a gente de la institución o afectos a ella en cargos de poder. Y podríamos seguir. Ahí está la conocidísima Fundación General Mediterránea o la del Banco Popular, que en buena parte se han dedicado a sufragar inmuebles y otros gastos del Opus Dei con enormes cantidades de dinero. Y en países como Holanda, por citar ahora algo muy actual, se utilizan formas análogas para canalizar los ingresos y aportaciones de los fieles —numerarios, sobre todo— y evadir así impuestos.

En fin, las connivencias con el poder político en España llegaron a ser tan ostensibles y a levantar tanta polvareda que la Santa Sede tuvo que advertir al fundador de que no siguiera por ese camino. Se quiera o no, un periódico o una revista de la institución —aunque fuera sólo titular por intermediarios— nunca será independiente: recuérdese, si no, lo que Agustina cuenta a propósito de Telva y de ciertos anuncios. Son hechos que ponen en evidencia la organización y el control de los medios de comunicación “desde arriba”.

Hacerse con un medio de comunicación o con una entidad financiera, lo mismo que la participación organizada en la política, no surgen espontáneamente. En una universidad, un colegio o una empresa promovidos y controlados por el Opus Dei, se hace siempre “lo que mandan” (e interesa a) los Directores de la Obra, aunque luego se diga que la institución tiene sólo una finalidad espiritual. Es más, a cualquier fiel del Opus Dei —aun trabajando en un puesto público o privado independiente de la Obra institucional y sus organizaciones— le es muy difícil sustraerse a la influencia de la institución en su ámbito profesional, en interés del Opus Dei, porque su teórica libertad profesional está condicionada por la “obediencia ciega” que de él se reclama en la así llamada dirección espiritual personal.


6. Por su formación y personalidad, el fundador concebía el reinado de Dios en el mundo como resultado de la instauración de unas “estructuras humanas cristianas”: leyes, cultura, información, poder económico, ordenamiento de la sociedad, costumbres, etcétera. Pero esto es una equivocación, porque el Reino de Dios non est de mundo hoc (Ion 18,36), no es una institución de este mundo, decidida por una acción productiva del hombre, sino un don de Dios. El Reino es interior: intra vos est (Lc 17,21), está dentro de vosotros. Y ni siquiera el Reino puede identificarse con la Iglesia peregrina.

El Reino de Dios se despliega en el corazón de las personas santas. La presencia y acción divinas animando el corazón de los hombres hacen que las acciones humanas y sus instituciones “se cristianicen”: es decir, queden informadas por la caridad de Dios. El crecimiento y la fecundidad de la Iglesia no es obra de hombres, como si se tratase de una empresa humana, sino del Espíritu. Y al Espíritu no se le puede forzar: se le ruega, se le descubre, pero no se le manipula, ni se le compra (simonía). La “divinización” de lo humano (la salvación) está en estricta dependencia de Dios. Todo esto es elemental en una noción sacramental de la Iglesia.

Pretender la instauración del Reino —de la vida cristiana— como resultado de una acción humana “empresarial”, algo programado y ejecutado con medios de poder fáctico, es olvidarse de lo más elemental del Evangelio y de la vida de Jesús: es olvidarse de su diálogo con Pilatos, en el momento decisivo. Nunca el Señor pretendió crear instituciones humanas de poder, ni amparar su fuerza en los poderes humanos. No empleó la espada, no se metió en políticia, no creó asociaciones culturales. Jesús constituyó su Iglesia con una estructura sacramental para comunicar la vida divina, haciendo presente así —por los sentidos, y en cada tiempo— su acción salvífica. Y todo ello se fundamenta en el don divino, en dependencia constante de la gracia de Dios: la gratuidad del amor de Dios es su característica, no el “poder humano”.

Volver la ecuación en sentido inverso es hacer depender a Dios de los hombres, quedándose en el mero plano de los intereses temporales. Sería pretender sustituir una “estructura humana” teóricamente mala (“anticristiana” o empecatada) por otra de signo aparentemente distinto, pero también humana, que de por sí no es capaz de obrar la justicia divina. En el fondo, sería cambiar un totalitarismo por otro: ese no abandonar el plano “humano” del poder fáctico es uno de los errores comunes a las religiones sólo “humanas”, que por eso resultan siempre de corte autoritario y absolutista. Sería —parafraseando a von Balthasar— meter a Cristo en el mundo como tigre, a la fuerza, pero no como el Cordero degollado que lava los pecados en el sacrificio de su muerte y atrae a todos hacia sí. En definitiva, sería una sustitución de Dios por la acción del hombre, como propugna la herejía pelagiana, cuyos rasgos caracterizan no pocos aspectos de la “espiritualidad” fomentada en el Opus Dei.


7. Pero la cosa no se reduce a un problema de espiritualidad trasnochada o mal entendida. Recuérdense esas palabras de Camino y de una de las cartas fundacionales de Escrivá en las que invita a reflexionar sobre el modo de actuación de los enemigos de Cristo: ¿No ves cómo proceden las malditas sociedades secretas?, dice. Y los sigue describiendo como personas que preparan cuadros de mando y trazan sus malévolos planes secretos para dominar, someter, para actuar contra Cristo. Si interpretamos a contrario sensu, no es difícil advertir que en el fondo Escrivá está invitando a contrarrestar esa acción utilizando las mismas armas pero con fines buenos. Y ahí está la clave para entender su “proyecto fundacional”.

Ese mimetismo explica que Escrivá haya creado sobre todo una organización humana con fines humanos, disciplinada sobre el epicentro de su persona —como un ejército en orden de batalla, solía decir— y con unas normas y un gobierno nada transparentes, a fin de no mostrar sus debilidades. No son éstos medios evangélicos. ¿El mejor camino para ese resultado deseado? La “divinización” de todo: de su persona, su institución, su espíritu. En el mejor de los casos, el resultado es sólo una organización opaca al servicio de la fe, que usa las tácticas del secretismo (ahora llamado discreción) y hace gala de un autoritarismo totalitario, férreo, con el pretexto de la “unidad de espíritu”. Ahí todo es “empresarial”, con quinquenios incluidos, como decía E.B.E.. Pero la realidad “creada” acaba siendo poco o nada acorde con el “espíritu del evangelio”: ésta fue la certera intuición de von Balthasar en su crítica. La experiencia ha mostrado luego que se da como una sima entre los grandes principios espirituales (sobrenaturales) enunciados y la realidad práctica.

¿Cómo entender que se haya llegado a estos extremos? Mi opinión es que la cosa está más allá de las limitaciones de formación teológica del fundador y tal vez deba buscarse la explicación en su personalidad: la opacidad y la incoherencia constantes no se explican sólo por ignorancia, por falta de ciencia teológica. En el “proyecto fundacional” está que lo primero es la Obra y después las personas: si no en la teoría, sí en la práctica. La organización es lo que interesa, lo que hay que proteger y defender aun a costa de las personas y, por desgracia, aun de la verdad misma.

De este modo, la llamada “formación en el espíritu” acaba siendo un bloque absolutamente compacto que todo lo prevé para “configurar” o moldear a las personas de un modo determinado: el que en cada momento “interesa” a la institución, pero con independencia de la verdad sobre las personas y las cosas. ¿Por qué tantas y tantos se agobian y visceralmente rechazan, de modo consciente o inconsciente, los periodos intensos de esa formación específica: cursos anuales, cursos o días de retiro, convivencias de Consejos Locales? Para mí está claro: porque son momentos de “concentración de ideas malsanas”. Y se da como un rechazo espontáneo.

El proceso es lógico: esos “medios de formación” suelen carecer habitualmente del atractivo de lo verdadero. La verdad no resplandece porque no se busca en sí misma: al contrario, es sustituida por el interés “sectario”. Incluso en los enfoques ascéticos generales de la espiritualidad —el contenido de los guiones que deben glosarse— desaparece la belleza de la verdad: no atraen porque de hecho responden a una “espiritualidad” manipuladora o manipulante, que además suele buscar respaldo en los enfoques institucionalistas de otros tiempos, pero ignora las mejores aportaciones del magisterio eclesial y de la teología del siglo XX. Por eso “no llenan” el corazón y provocan rechazo. Así es como el Opus Dei institucional ha acabado por generar ambientes cerrados y rarefactos, que inducen a la angustia y a la depresión.

Esto mismo puede verse a la inversa. Cuando la formación se despliega en libertad y no contaminada por el “sectarismo” que pone los intereses de la institución por encima de todo, cuando se abre a las enseñanzas libres de la Iglesia, entonces la angustia desaparece. Y es que entonces desaparece de hecho la manipulación psicológica, tanto si los ponentes de los temas son brillantes como si son mediocres.


8. Por tanto, el llamado “espíritu” no es más que una “excusa” verbal y práctica para asegurar la dominación de las personas y someter sus conciencias: nada tiene de “espíritu”, y sí mucho de organización espuria. En caso de resistencia, justifica incluso la acusación de soberbia, si es que ya antes no se ha emprendido el camino de fomentar la bajo autoestima en esos fieles peligrosos. Piénsese, si no, en qué exige el “espíritu”: se reduce siempre a normas o criterios de obligado cumplimiento, que son puro control y disciplina de los fieles. Las personas son de hecho manipuladas, pero no ayudadas ni “acompañadas” en su vida espiritual.

Esto viene a confirmar la mayor importancia de la “gestión” (organización) frente a la espiritualidad. Y explica también que, después de tantos años de andadura histórica del “carisma”, apenas se haya profundizado teológica y filosóficamente en ninguna de las supuestas líneas medulares de la propia espiritualidad. Por eso es de gran utilidad hacer ahora el contraste entre los “medios” del Opus Dei y los medios evangélicos, pues la comparativa desvela mejor cuán lejos de la pastoral eclesial quedan todas las prácticas de esa Prelatura personal.

¿Qué medios empleó Cristo y emplea su Iglesia? Jesucristo mueve a la conversión mediante la comunicación de la verdad íntima de Dios, las obras de caridad y de misericordia, por la amistad: no os llamo siervos sino amigos, dice a los apóstoles en su despedida. La rectitud, el servicio, la abolición de toda clase de esclavitudes, el respeto exquisito a la libertad sin coacciones, el perdón, ésos son los medios evangélicos: en definitiva, el testimonio de que Dios nos ama en Cristo, que no vino a juzgar ni a condenar sino a morir por todos los pecadores.

¿Qué medios emplea el Opus Dei en su acción “espiritual” institucional? El enfoque es por demás “humano”, muy de organización humana secreta, sin apenas transparencia, sin objetivos desinteresados, con una amplia tradición de engaños y manipulaciones a sus fieles y a la jerarquía de la Iglesia. Ha sido un desarrollo de fanáticos, si no de locos, lleno de discontinuidades en las actitudes básicas, de acomodaciones y de “redefiniciones” del carisma. Mentir sobre las mismas realidades supuestamente fundacionales me parece de una incoherencia poco compatible con la conexión con Dios. La sencillez es una característica de las gentes de Dios, pues sin esa disposición es difícil recibir nada de lo Alto.

Pero es que la cosa llega a más. Por el puro interés de la institución se realiza una praxis vocacional utilitarista, también la sacerdotal, de coacción moral y psicológica de las conciencias, sin detenerse en el respeto al futuro existencial de las personas, ni en el discernimiento del verdadero querer de Dios. Esto es tan monstruoso, que resulta increíble. Pero el hecho es que, en nombre de Dios, se obliga al sometimiento total de la persona a la institución representada por el Prelado y sus Directores, cuyos actos jamás son transparentes. Y después, a quienes pudieran deteriorar la imagen de ese “Opus Dei” por sus negativas experiencias, se les calumnia, se les difama o se les denigra, sin ningún reparo moral.

No existe ningún respeto a la intimidad de las personas, ni a su libertad ni a su autonomía en materias de conciencia, como exige la doctrina de la Iglesia. El empleo de penas canónicas contra derecho para presionar a los sacerdotes está a la orden del día. Se llega a extorsionar y a espiar a la gente con métodos que son delictivos, desde el punto de vista civil y canónico, Baste recordar lo que el fundador en persona hizo con Carmen Tapia, los interrogatorios tipo Gestapo, y con tanto otros como Gregorio Ortega, por ejemplo. Hoy se controlan los números de teléfono con los que se habla desde un centro o desde los móviles, si es posible; la institución se entromete delictivamente en las cuentas privadas de correo electrónico o en ordenadores y agendas, o se contratan los servicios de investigadores privados para “espiar”, porque pocas cosas quedan fuera de sospecha. Y podría seguir describiendo conductas con un largo etcétera de comportamiento de cloacas, practicados por quienes hacia fuera muestran una piel de mansos y afables corderos.

¿Pueden ser calificados de “evangélicos” estos “medios”? ¿Son aceptables en la pastoral eclesial que la Jerarquía ordinaria ha confiado a la Prelatura Opus Dei? ¿Existe algún fin sobrenatural que justifique ese tipo de actuaciones? Repugna ya formular las preguntas, pues las respuestas son obvias, sin alternativa. Esas actitudes son más propias de una trama mafiosa que de una organización eclesial, que debería asumir la caridad y la justicia como norte de su obrar.


9. Es difícil comprender por qué personas “responsables” se comportan de ese modo: ¿en qué “labor” están?, ¿en qué cabeza cristiana cabe que sean lícitas esas obras? Pero la verdad es que, en el Opus Dei, siempre se ha actuado así: se hizo con Raimundo Panikkar, con María del Carmen Tapia, con María Angustias Moreno, y con tantos otros menos conocidos. En estos últimos años, porque ya hay mucho que ocultar y se multiplican los problemas para la dirección de la institución, las verdaderas motivaciones están quedando más al descubierto: la corrupción se está haciendo impúdica al llegar a los niveles inferiores, ya que los puestos son cubiertos —por pura necesidad práctica— con gente dispuesta a obedecer en lo que haga falta, sin apenas personalidad ni autonomía de conciencia. Y esto, en efecto, tiene la ventaja de que permite advertir sin filtros disimulados las intenciones de la cabeza.

Sí, hay algo más que un simple deseo “equivocado” —en los modos— de que Cristo “triunfe” en el mundo: se desea el triunfo del Opus Dei a toda costa, usando para ello los medios que sean necesarios, sin mirar si son buenos o malos, evangélicos o antievangélicos, porque si son ad maiorem Operis Dei gloriam tendrán el marchamo de la complacencia divina. Pero pretender la cristianización con métodos que no sean estrictamente evangélicos es hoy un enfoque doctrinalmente superado, infantil, trasnochado, producto de un “idealismo” humano más que de un auténtico sentido de fe. No negaré que la acción puede obtener algunos éxitos parciales, aparentes, pero para mí es obvio que será incapaz de promover un auténtico “crecimiento del Reino de Dios” en las almas, pues lo que Cristo viene a instaurar no son estructuras sociales.

Los enfoques corporativistas de la Prelatura no pueden funcionar porque no son ya ni cristianos: están viciados de raíz por su marginación de la persona. Al final, acaba siendo una pastoral que prevé empresarialmente fines, calcula conveniencias y objetivos, valora luego resultados, pero margina la directa acción de Dios. Es esto lo que lleva a la destrucción de las personas, a no preocuparse por la caridad y, más tarde o más temprano, a una ofuscación que hace posible emplear métodos sectarios, mafiosos y delictivos, sin una particular conciencia de inmoralidad.

¿Pueden entenderse estas actitudes como fidelidad al fundador? Es posible que sí, si él actuó también de esa manera y, de ahí, la importancia de no manipular los hechos la historia. Pero es obvio que esos comportamientos nunca son ni serán actos de fidelidad a Jesucristo, ni a ninguna voluntad divina. Hoy tenemos a la vista de todos el luminoso ejemplo de Juan Pablo II pidiendo perdón por los abusos y pecados de los cristianos y de la misma Iglesia institucional, por haber utilizado “métodos no evangélicos” al servicio de la fe, por las aquiescencias tácitas o expresas con la intolerancia y la violencia al servicio de la verdad.

Tal vez algunos deberían releer con frecuencia algunos párrafos de la carta apostólica Tertio millennio adveniente, donde ese gran Papa decía: “Es justo que (…) la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo» (n. 33). ¿Es el Opus Dei una excepción inmaculada en esa historia? ¿No ha llegado acaso el tiempo de que esta institución reconozca con sinceridad sus propios “demonios familiares”, que tantos males y tantos estragos han venido causando a tantos? ¿No estamos acaso en un tiempo eclesial (providencial) de purificación, que sí es verdadera Voluntad divina?


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