La sola doctrina

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Por Gervasio, 7 de mayo de 2007


1. Conocí a la superiora de una institución religiosa. Vivían ad instar religiosorum, es decir imitando el modo de vida de los religiosos con alguna aprobación menor de sus constituciones. Y se preciaban de tener muy segura doctrina, ser estrictas en las exigencias de la vida religiosa y poco relajadas.

—Otras hacen esto, lo otro y lo de más allá. Nosotras, no.

Se comparaban con otras religiosas y siempre salían favorecidas.

Esa actitud facilitaba en gran medida que fuesen en gran medida por libre, haciendo lo que les daba la gana y rehuyendo la autoridad de los obispos y otros eclesiásticos constituidos en autoridad. En definitiva, la exageración en el cumplimiento de ciertas exigencias propias de la vida religiosa, la fidelidad doctrinal y otras modalidades de observancia eran tapadera de de su actitud de fondo poco sumisa. Pero como eran tan piadosas y tan partidarias de que las mujeres fuesen a misa con mantilla y de rezar los quince misterios del rosario, se consideraban dispensadas de obedecer a la legítima autoridad. Sólo si esa autoridad tuviese la firmeza y solidez de ellas sería digna de mayor docilidad.

Alguna vez me he preguntado si en el Opus Dei no sucede algo parecido. Mucho blasonar de doctrina tradicional, de tomismo, de exaltación del papado, y de reverencia hacia los ordinarios del lugar, pero al final lo que el Opus Dei parece pretender es dar pocas explicaciones sobre sus actividades, disfrutar del menor control posible por parte de esas autoridades civiles y religiosas y salirse con la suya. Pobres obispos y pobres papas, comparados con nosotros.

Recuerdo una ocasión en que alguien le contó al fundador que un determinado obispo —el obispo de X., una diócesis española— estaba muy contento con el Opus Dei. El fundador le contestó:

— Eso no tiene importancia. Lo importante es que nosotros estemos contentos con el obispo.

Lo propia cabría referir al Papa. Lo importante no es que el Papa esté contento con el Opus Dei, sino que tengamos un Papa que nos agrade...


2. El concilio Vaticano II cogió al fundador con el pie cambiado. Se hallaba ya solidamente instalado en Roma. Habían finalizado las obras de la casa central. Y estaba preparado para llevar a cabo algo que había madurado durante mucho tiempo. Por decirlo de una manera suave estaba preparado para iniciar una ¿reforma? —no exactamente— un cambio para mejor dentro de la vida y organización de la Iglesia.

El fundador comparaba esa tarea a la de un relojero que tiene por delante el reto de poner a punto el mecanismo de un viejo reloj, de modo que marque la hora, suene cuando tiene que sonar, no atrase, ni adelante, etc. Y por supuesto se veía a él mismo como llamado a liderar esa tarea. La idea de los sacerdotes agregados y supernumerarios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz responde a ese propósito. Es algo que se les solía decir a los sacerdotes diocesanos, para que fuesen conscientes de la importancia que el Padre daba al clero diocesano y a las diócesis. Por ellos estuvo incluso a punto de abandonar al Opus Dei. Sus hijos ya eran mayores y podrían continuar el OD. El se dedicaría en plenitud al clero diocesano. Como conocemos, esa idea no llegó a cuajar, pues se dio cuenta de que ese clero diocesano cabía en el OD. La sociedad sacerdotal de la Santa Cruz se extendió también al clero de los ordinarios locales. La decisión de incluirlos en la Sociedad sacerdotal de la Santa Cruz nunca lo consideró un acto fundacional, sino una medida práctica.

La iniciativa de Juan XXIII de convocar un concilio ecuménico, para un aggiornamento, una puesta al día de los asuntos de la Iglesia dio al traste con esa idea. En Roma se celebraron las sesiones del concilio ecuménico. Y los miles de obispos convocados al concilio tomaron las decisiones oportunas. ¿Qué papel correspondió al fundador de la Saciedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei en ese proceso? Ninguno. Quedó absolutamente marginado. Compuesta y sin novio. Sólo había, a lo que creo recordar, dos obispos de la Obra —don Lucho y don Ignacio Orbegozo—, ambos en el Perú, otro portugués, agregado, y un don Álvaro que logró colocarse de perito en alguna comisión.

Tuvo que se muy duro para una persona con las ínfulas eclesiales de Escrivá, ya instalado en Roma, al efecto, encontrarse con que en Roma no contaban para nada con él. Y el responsable de su marginación no era una persona concreta, sino la propia estructura de lo que es un concilio ecuménico. Un concilio no se presta a ser arrastrado por un líder carismático.

La reacción de Escrivá, como es conocido, fue muy negativa en relación con el concilio. ¿Qué le reprochaba? A mi parecer, la cuestión, de fondo es la señalada. Pero lo que le reprochó fue el haber removido una charca en la que empezaron a aparecer opiniones, iniciativas y voces que él consideraba que nunca debieran haber hablado o aparecer en la superficie. Inicialmente su mayor preocupación fue el tema de la doctrina, de los errores doctrinales.

Cuando entre Pablo VI y el Concilio arrumbaron el índice de libros prohibidos, el fundador alzó su dedo índice de la mano derecha —así lo hacía para remarcar su gesto— y señalaba:

— Yo pongo mi propio índice.

Y así lo hizo.

Además decidió que aprendiésemos de memoria el Catecismo de San Pío V. La actitud no puede ser más genial. ¿Ha hablado el concilio? Pues vosotros a aprender el catecismo de San Pío V. ¡Qué respeto al magisterio conciliar!

Oí decir al fundador, al inicio de los años sesenta, que los seminarios tridentinos habían sido un error. Se refería a eso de los internados para seminaristas y a aislar a los candidatos al sacerdocio. Él, con razón, estaba orgulloso de escoger sus sacerdotes entre los universitarios. Esos universitarios hacían el servicio militar. Y el fundador no consideraba eso un inconveniente. Muy poco tiempo después pasó a ser muy partidario de los seminarios tridentinos, a la antigua, porque daban más vocaciones, y a oponerse a innovaciones en este campo.

Por los años cincuenta recuerdo que el sacerdote de la casa ridiculizaba la praxis vivida en un seminario en la que controlaban a los seminaristas el acceso a la televisión. Luego en el Opus Dei se ha caído en lo mismo. También a raíz del concilio.

¿Qué hacía el Padre? Sufrir, sufrir y sufrir, regodeándose un poquitín en su sufrimiento. Llegó un momento en que decidió sufrir por las almas en vez de sufrir por la falta de doctrina. Sufría porque, al parecer, con todo ello las almas se condenaban más que antes. Me recuerda un poco a Arias Salgado. Arias Salgado fue ministro de información en la época más cerril de Franco. Limitó la libertad de expresión y la pornografía.

—Así, irán menos almas al infierno, se justificaba.

El Opus Dei se convirtió en una institución muy conservadora dentro de la vida eclesial y eclesiástica.

Esos mismos años sesenta coinciden con el auge de ministros y otros cargos públicos del Opus Dei en el régimen de Franco. En el caso de Italia el fundador rechazaba abiertamente la llamada apertura a sinistra. Todo ello favorecía también una imagen conservadora de la institución en materia política. Por esa década en el terreno académico eran frecuentes los desórdenes estudiantiles tanto en España, como en Estados Unidos, Francia, Italia y otros países. ¿Qué hacer? En España estaba la Universidad de Navarra fundada y regentada oficialmente por el OD. El fundador no quería desórdenes allí. Otro elemento más de conservadurismo: rechazar el contestatarismo estudiantil. Por aquella época circulaba una llamada “Gaceta Universitaria” promovida por gentes del OD y en manos de estudiantes. Se acabó suprimiendo.

Yo no sé si Francia estaba muy descristianizada o poco. Pero los que allí pitaron parece que lo hacían al grito de ¡Carcas de Francia, uníos! Lo primero que compraron fue un château. ¡Que el ángel guardián del château les asista y vele por su pelouse!

En suma, que el Opus Dei se convirtió en una institución conservadora tanto eclesial como extra-eclesialmente. Ello resultaba de muy poco atractivo como mensaje renovador y de futuro, que era lo que sus seguidores esperábamos. Tantas intervenciones providenciales, tantas promesas de un futuro prometedor, tantas locuciones interiores, tantas iluminaciones extraordinarias para acabar en un ¡aquí no se mueve nada!


3. El Concilio Vaticano II es un concilio que, a diferencia del Vaticano I y otros anteriores, no se dedicó a anatematizar a herejes ni a denunciar errores. Es más, en la Declaración Dignitatis humanae proclama el derecho a la libertad religiosa como un derecho innato de la persona humana. No es un concilio preocupado por la herejía, antes al contrario proclama el derecho que los herejes tienen a no ser perseguidos. Eso fue una declaración verdaderamente novedosa. Un vuelco de 180 grados en relación con las posiciones doctrinales precedentes.

¿Entendió esto Escrivá? Yo diría que no. La cuestión bascula en torno a dar prioridad a lo que es objetivamente verdadero y bueno o a lo que sin ser verdadero o bueno, sin embargo, debe ser respetado, porque es a la persona individual a la que corresponde tomar decisiones en ese campo.

Decía don Álvaro del fundador que tenía una fe recia, gigantesca, tan espesa que se podía cortar. Ahora bien, esa fe y la seguridad en la fe no dan derecho a imponerla a los demás, ni da derecho a recurrir a la calumnia o al engaño para defenderla. Algo similar le pasaba con la Obra. Su seguridad en la Obra no le da derecho a usar métodos inquisitoriales y degradantes, como los dados a conocer por Carmen Tapia o María Angustias Moreno o con motivo del fallecimiento de Antonio Petit.

No le habrían ido mal al fundador unos cursillos para asimilar un poco de la doctrina conciliar, en vez de sufrir tanto. Realmente le faltó humildad para aprender del magisterio eclesiástico y para no ser él el protagonista de los cambios en la Iglesia. Durante el concilio Vaticano II estaba muy preocupado no fuese a suceder que el concilio metiese la pata. La misma prevención tenía respecto a Paulo VI. Velaba él por la doctrina más que todos los papas y concilios juntos, sin darse cuenta de que era a él a quien correspondía aprender lo decidido por el concilio. Le pasó lo mismo con el Papa actual, al que metió en su particular índice de libros prohibidos. Luego procuró compensarlo con un doctorado honoris causa.


4. Dar doctrina. El fundador se refirió a la Obra varias veces caracterizándola como una gran catequesis. También señalaba que el fin de la Obra —difundir la santidad en medio del mundo— se lograba dando doctrina.

Sin duda es un acierto —lo llamaba la batalla doctrinal o de la formación— lograr que los numerarios cursasen estudios eclesiásticos —un bienio filosófico y un cuatrienio teológico—, además de alcanzar un doctorado eclesiástico.

Pero, al dar doctrina con el catecismo de San Pío V y desoyendo el concilio, la tal doctrina resulta renqueante en muchos aspectos. Por ejemplo, en tema de ecumenismo y algunos otros.


5. Por lo demás en el Opus Dei número de charlas, predicaciones y medios de formación doctrinal es quizá excesivo.

Tengo un amigo que asegura tener tan mal oído y dotes para la música que sólo es capaz de distinguir el flamenco de un Tantum ergo, por el ambiente, que es distinto. En tema de formación doctrinal yo distinguiría cuatro clases de géneros doctrinales: a) Circulo Breve: los asistentes se encuentran en una sala de estar, nunca en el oratorio, y no cruzan las piernas. b) Charla: los asistentes se encuentran en una sala de estar, nunca en el oratorio, y cruzan las piernas. c) Meditación: los asistentes se encuentran no en una sala de estar, sino en el oratorio, y no cruzan las piernas. La luz es muy tenue. d) Tertulia: los asistentes se encuentran en una sala de estar, nunca en el oratorio, cruzan las piernas e incluso fuman. Ahora bien, todos tienen un contenido muy parecido y un ponente. Es la superioridad la que contrata al ponente para dar el círculo breve, la charla, la meditación o la tertulia. Eso de la tertulia se acabó convirtiendo en una charla más, especialmente en los cursos anuales.

Durante mi época de centro de estudios comenzaba el día con media hora de oración, por lo que se entendía un señor sacerdote predicando en el oratorio. Durante la mañana había que escuchar las clases en la Facultad. Tampoco me interesaban; pero no me permitían dejar de asistir a ellas. Luego llegaba la tertulia, que también consistía en que un señor tomaba la palabra sobre un tema y hablaba él solo. Por la tarde eran las clases de filosofía propias del centro de estudios: lógica formal, lógica material, crítica, metafísica, etc. Y al atardecer aparecían los eventos culturales, que consistían en conferencias de un ilustre conferenciante que hablaba de cosas así como, “España hoy”, “De la entelequia al ostracismo”, “La ruta de los maquiavélicos”, “La geografía del mañana”, etc. Al cabo del día había sumado 12 horas de escuchar. Tengo que agradecer a esa formación que me dio el Opus Dei mi capacidad de abstracción. Actualmente soy capaz de asistir a una conferencia, a una obra de teatro, a un meeting político a un sermón dominical sin enterarme de nada de lo que se ha dicho.


6. Escuchar una charla, como ya dije, puede ser evitado, haciendo oídos sordos, especialmente cuando se va en ese día por la charla número diez o doce. Pero es muy difícil evitarla cuando es uno mismo quien tiene que darla. En el Opus Dei nos pasábamos la vida dándonos charlas unos a otros. Quizá nadie las escucha, pero el que la da no tiene más remedio que enterarse de ella. Tengo para mí que tanta charla —se puede cruzar la pierna, pero no fumar; no se puede cruzar la pierna; se puede cruzar la pierna y fumar; no se puede cruzar la pierna, ni fumar—, se debe más que a la necesidad de formar a lo oyentes es el de formar a los bustos parlantes. Se supone que un busto parlante tiene que creer en lo que dice. Y, aunque los demás no lo escuchen, por lo menos se ha formado él. Como consecuencia los miembros del Opus Dei tenemos que estar dándonos charlas —tertulias, círculos breves, círculos de estudios, retiros, charlas, conferencias, sermones, pláticas, etc.— unos a otros continuamente. El caso más extremo de esa política lo encontré en un sacerdote que no es que durmiese a la audiencia, sino que se durmió él mismo mientras predicaba. Con aquella penumbra. Con aquella mesita donde uno podía apoyar los codos. Pues, claro.

–No nos aburrimos nunca, decía el fundador.

Eso sería él, porque los demás hemos aguantada mucho rollo patatero. Y venga doctrina y venga doctrina, que nuestra formación no termina nunca.


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