La reforma de la Obra

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Por E.B.E., 1.06.2005


El tema de la Obra en sí es apasionante como asunto teórico e histórico: estudiar cómo llegó la Obra a ser lo que es y a tener el apoyo que tiene. El problema es que todo este “entretenido relato” tiene un costo en vidas humanas que le quita el gusto al entretenimiento teórico. Tal vez a los historiadores del futuro les entretenga todo esto, pero ahora es imposible desvincular la curiosidad histórica respecto del dolor humano.

Viendo el desarrollo del mundo, resulta muy difícil no estar en lo cierto si se piensa que la Obra necesariamente va a sufrir una reforma. Tal como es hoy y ha sido desde que cada uno la conoció, esa Obra es inviable a futuro.

Esto lo saben en la Obra, sus autoridades. Simplemente están esperando a que las circunstancias exijan los cambios. Los directores saben que no hay que adelantarse, pero tampoco hay que estar desprevenidos. Se trata de diseñar los nuevos “ropajes” para cuando “la moda” los demande, y sólo entonces, promoverlos como verdadera vanguardia o avances. El uso de pantalones en la sección femenina [1] fue visto como un progreso o un logro y para nada el reconocimiento de una prohibición retrógrada...

Mientras “no sea necesario” (uno de los criterios directriz institucionales) no hay que “conceder” nada (no hay “conquistas”, hay concesiones, que no son permanentes ni derechos adquiridos).

El asunto es que desde hace tiempo hay unas “ropas” diseñadas por la Obra, que ya no se ven bien desde afuera ni se sienten cómodas desde adentro (especialmente), por lo cual es inevitable que “haya cambios” aunque estos no sean más que para aparentar. En realidad, la Obra es toda una gran apariencia, un espejismo, y sus problemas los arregla dentro de esa órbita, nunca en el ámbito de la realidad, porque ahí provocaría un cortocircuito general, un desconcierto.

Su resistencia al cambio no se condice con la vida “en el medio del mundo” que predica y desde la cual sostiene su identidad (ficticia, pero identidad al fin).

De hecho, ha “promovido” ya reformas, como bien nos contaba Marypt.

Pero más que de reforma, habría que hablar de “adaptaciones” y “traducciones”, pues el “texto original” no se cambia. Está en latín. Y también en latín están sus “actitudes fundacionales”: inmutables, muertas como esa lengua.

Así como la Iglesia no reforma su núcleo fundamental, la Obra tampoco cree necesaria una reforma “esencial”, pues se ubica en un lugar “tan sobrenatural” como la Iglesia misma, pues a la Obra “la fundó Dios”. Pero mientras que del núcleo de la Iglesia emana la Gracia, del núcleo de la Obra emanan los problemas. Sin la reforma (real, no aparente) de ese núcleo, no hay posibilidad de pensar cambios ni mejoras.




De lo contrario, es una gran ficción, es todo un “conceder sin ceder”.

Serán reformas festejadas internamente como logros, avances, concesiones, etc., como si se tratara de “un crecimiento” o un “desarrollo” cada vez mayor y mejor del “carisma”.

Habrá “reformas” hasta que la Obra misma parezca irreconocible para quienes la conocimos sin tanto maquillaje.

Pero es muy difícil sostener en el tiempo una irrealidad, más aún si está cimentada en la mentira. Pues si fuera fruto legítimo de un deseo, irreal pero deseo al fin, habría más posibilidades de estirar legítimamente -en el tiempo- el asunto. El deseo es una fuente poderosa de vida, la nutre y alimenta. Pero la mentira no. La mentira, como tal, es el fin: cuando se descubre, se acaba todo.

Y la Obra es fruto de la ilusión (personal) y el engaño (institucional). Lo que no sabe la ilusión es con quién se casó.

El único modo de supervivencia para la mentira es a través de un deseo engañado. Y el deseo tiene debilidad por la apariencia: cree en ella más que en la realidad. El deseo es muy vulnerable a sufrir la manipulación de la mentira.

Muchos de los que hoy están en la Obra, es por un deseo muy fuerte que tienen (muchos están engañados, quieren irse ya, y no saben cómo, pero no es el grupo de personas al que me refiero).

Las adaptaciones de la Obra no apuntan más que a alimentarles ese deseo, esa fantasía. No tiene nada que ver con una reforma. Esto es lo dramático.

Y por otro lado, el deseo se conforma con la fantasía, aunque sea mínima es ya (para él) una “esperanza de realidad”. De este modo, la Obra consigue mantener el deseo de muchas personas.

Para otros, los que vacilan entre quedarse o irse, la apariencia de la Obra sirve para que duden de manera permanente y piensen en “de lo que se pueden llegar a arrepentir”. Temen perder lo que tanto han deseado y nunca obtuvieron. Confían más en la realidad de su deseo que en la realidad del engaño (al cual tal vez llamen apariencia). No pueden creer que su deseo esté equivocado. Y posiblemente no lo esté, pues como tal el deseo es un hecho, no un pronóstico ni un diagnóstico. El error, en todo caso, está en juzgar la realidad desde el deseo.




Pero hay otro problema en todo este asunto de la reforma: cuanto más concedan (en la Obra), más al desnudo quedará el esqueleto, cuanto más liberen la exigencia menos misterio tendrán las “prohibiciones” (que parecían tener fundamento divino, como el carisma), prohibiciones que tienen una función de crear “trascendencia” y misterio. Develado éste, no queda nada.

La Obra podrá conceder el permiso (para numerari@s y agregad@s) de ir a los espectáculos públicos [2], pues es una “ley” tan arbitraria como lo es “el permiso” de usar pantalones para las mujeres [3] y lo fue la prohibición de usarlos. El tema es hasta dónde llegar con las reformas y concesiones, pues el motor de toda reforma (en la Obra) es aparentar, no el ser. Si no hay ser, no hay liderazgo posible para reformar lo que no existe.

Va a llegar un punto en el cual no va a poder conceder más sin recuperar parte de lo concedido en el pasado (aun la contracción será vista como una forma de progreso). Si no quiere terminar sin ropas, deberá largar algunas y recoger otras, pues de lo contrario con la desnudez se acaba el misterio.

Y el tema es que la Obra no tiene mucho misterio, a menos que se cubra de apariencia.

Si la Obra tuviera un fundamento sobrenatural, no habría preocupación alguna por su desnudez, ya que siempre habría una última instancia invisible, intocable, inaccesible. Esto la Obra lo recrea con recursos artificiales porque sabe que no tiene esa invisibilidad, esa inaccesibilidad, esa –en una palabra- sobrenaturalidad.[4]

Notas

  1. A partir de 1993 o tal vez antes, creo recordar, las autoridades superiores de la Obra reformaron el uso de la expresión «Sección Femenina» cambiándolo por el de «las mujeres de la Obra», aludiendo que –contra la tradición fundacional y carismática predicada por Escrivá- no era bueno hablar más de «secciones» y que «ahora» había que hablar de «las mujeres y los hombres de la Obra», había que olvidarse por completo la idea de «secciones». No tengo la fecha exacta, pero es muy posible que este cambio terminológico coincidiera con el permiso para el uso de pantalones en las «mujeres de la Obra», como si todo fuera parte de una reforma más amplia de la Sección Femenina en esos años.
  2. Anhelo y deseo de much@s agregad@s y numerari@s, cosa extraña, como si los religiosos estuvieran esperando la liberación del voto de pobreza (o hay una contradicción en el deseo o lo hay en la prohibición, alguno de los dos se contradice). Una incoherencia entre lo que se desea y el compromiso que se asume, entre lo que se promete (por parte de la Obra) y a lo que uno se somete (como miembro de ella). Hay una tensión, un tire y afloje, un «ceder sin conceder» por ambas partes, con deseo de recuperar al menos algo o definitivamente soltarlo todo.
  3. Nótese que no se trata de una ley derogada (la prohibición de usar pantalones) sino de otra ley (un permiso) que permite usar pantalones. Si bien es muy difícil revocar este tipo de concesiones (aunque podría darse), el principio que está detrás de ese “logro” es un nuevo sometimiento, la confirmación de que es la autoridad la que “concede” y no se trata de ningún derecho adquirido.
  4. Estas mismas palabras no pueden aplicarse a la Iglesia, donde su sobrenaturalidad trasciende cualquier artificio. No así en el caso de la Obra.


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