La fraternidad en el Opus Dei

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¿Una familia con lazos más fuertes que los de la sangre?

Por Humberto, 16 de diciembre de 2009


Desde hace tiempo pensaba escribir sobre un asunto ampliamente tratado aquí: la “fraternidad” en el Opus Dei. El escrito de Castalio “Errores y faltas” contestando a María M. del pasado día 4 de diciembre me ha resuelto a hacerlo. Utiliza la expresión “compañeros de combate” para referirse a esa peculiar “fraternidad” que se vive entre los miembros del Opus Dei.

Quizás suenen duras mis palabras pero diré las cosas como las pienso, tras muchos años de permanencia en la Obra...

La “fraternidad” en el Opus Dei es una falacia. Y una de las cosas por las que uno puede sentirse, con razón, profundamente desencantado o, más aún, estafado. No comparto la opinión –habitual por otra parte entre los directores de la institución y que se pone de manifiesto también en el escrito de María M.- de quienes atribuyen las faltas de caridad en exclusiva a determinados numerarios o numerarias que, por desviación de espíritu, han cometido injusticias con unos u otros, aquí o allá. Es obvio que la responsabilidad es siempre personal y que en último término son las personas concretas las que actúan bien o mal, con caridad o sin ella. Pero no es menos cierto –y este es el sentido de mi escrito- que en el Opus Dei hay una actitud institucional –de la que son directamente responsables las personas que la sostienen- que impide la verdadera fraternidad y caridad entre los miembros.

Digamos las cosas como son: en el Opus Dei es perseguida la amistad verdadera entre los miembros, de manera particular si son numerarios o agregados.

Hay un punto del Catecismo de la Obra que refleja con nitidez el enfoque de la institución sobre este asunto, el 221 (7ª edición):

Estas confidencias de vida interior o de preocupaciones personales, ¿será conveniente que las tengan entre sí algunas veces los fieles del Opus Dei?.

Nunca será conveniente que los fieles del Opus Dei tengan entre sí estas confidencias de vida interior o de preocupaciones personales, porque quienes cuentan con la gracia especial, para atender y ayudar a los miembros de la Obra, son el Director o la Directora –o la persona que los Directores determinen- y el sacerdote designado.
Además, si no se evitasen esas confidencias con otras personas, se podría dar lugar a grupos o amistades particulares y se podría fomentar en algunos una curiosidad indebida sobre asuntos que no les incumben….

Más claro, imposible. Entre los miembros de la Obra no deben compartirse confidencias de vida interior o de preocupaciones personales, no vaya a ser que surjan amistades particulares o curiosidades indebidas. A veces algunos, seguramente intentando salvar lo insalvable, decían en círculos o charlas que, en realidad, más que de no tener amistades particulares, se trata de tenerlas con todos los del centro. Pero eso, además de ir frontalmente contra el punto del Catecismo antes señalado, es sencilla y llanamente impensable, porque si hay algo que la institución procura evitar por todos los medios es la amistad entre sus miembros.

Siempre he procurado salvar la intención de quien ha diseñado todo esto y todavía hoy me esfuerzo por hacerlo. Me resisto a pensar en una voluntad perversa maquinando un mundo así. Pero no puedo ignorar las consecuencias de este modo de actuar: el aislamiento intelectual, emocional y afectivo en que viven en particular los numerarios y agregados de la Obra. Un aislamiento que los hace más fácilmente manipulables. Y entonces me pregunto si la finalidad de esa incomunicación en la que viven inmersos los numerarios y agregados no será precisamente esa: el control de sus conciencias, su sometimiento a la voluntad exclusiva y excluyente de los directores al verse privados de cualquier otro elemento de contraste en su pensar y en su vivir.

Sin compartir los mundos interiores –y una parte de ellos es la vida interior, la vida del alma, y también las inquietudes, sufrimientos y preocupaciones- es imposible que pueda surgir una amistad verdadera entre dos personas, porque lo propio de la amistad es precisamente eso, compartir la intimidad. Con los amigos es con quienes se comparten las preocupaciones personales, que se vedan precisamente a los ojos de los extraños. La amistad exige apertura recíproca del corazón. Si no, se extingue, y acaba, en el mejor de los casos, en cordial cortesía. Una cortesía que entre personas que conviven juntas y se dicen hermanas, al justificar el gélido silencio ante quien sufre, no puede degenerar sino en la más triste de las indiferencias.

Por eso casa tan mal ese punto del Catecismo de la Obra con las consabidas frases –ideas madre, se dice en los ámbitos internos- repetidas hasta la saciedad en los medios de “formación”: “el día en que vivamos como extraños o como indiferentes habremos matado el Opus Dei” o “somos una familia sobrenatural con lazos más fuertes que los de la sangre”.

Por eso resulta tan mezquino el pretendido apostolado de amistad y confidencia que conduce a la pérdida de ambas cosas –confidencia y amistad- cuando el “amigo” dice que sí a Dios y se entrega a su querer en el Opus Dei. Mezquino es poco, sacrílego más bien, porque se acaba atribuyendo a Dios la voluntad de que una realidad humana tan hermosa como es la amistad se rompa para dejar paso a una supuesta fraternidad que de fraternal tiene poco, pues lo propio de los hermanos es el cariño, compartir la vida, la intimidad, al menos como ideal, aunque en ocasiones el libre albedrío pueda conducirles a la indiferencia e incluso al odio.

En diversas ocasiones manifesté mi extrañeza por el punto 221 del Catecismo de la Obra, y no sólo ante el director del centro sino también ante el vicario de la delegación. Y me consta que el director del centro –no convencido tampoco por el contenido de ese punto- preguntó a un director de la comisión regional. Y la respuesta fue siempre la misma: cara de circunstancias y silencio. No sabe, no contesta, como rezan las encuestas. O, como mucho, un …..¡hombre, no hay que exagerar!

Sinceramente pienso que no exagero cuando afirmo que la amistad entre los miembros y, por ende, la auténtica fraternidad, es combatida en la institución, a pesar de las grandilocuentes afirmaciones –que no por mucho repetirse se convierten en verdad- de que “el Opus Dei es el mejor sitio para vivir y para morir” o de que “la vida de familia es parte del ciento por uno en este mundo que Dios concede a los fieles de la Obra”.

Y me remito no sólo a la teoría, a lo que está escrito, sino sobre todo a la vida. A medida que pasan los años dentro de la Obra –cuando queda ya bastante atrás la etapa juvenil plena de actividades colectivas de los centros de San Rafael- uno va adquiriendo una conciencia cada vez más clara de que está solo. Alguien definía la “vida de familia” en el Opus Dei como una vida solitaria en común. Y no le faltaba razón. Habitualmente rodeados de muchos pero siempre solos: esa es la vida en particular de numerarios y agregados. Una soledad anestesiada mientras uno decide que otros piensen por él y “le vivan la vida”, pero una soledad que despierta con toda su crudeza cuando uno comienza a pensar por sí mismo, cuestiona asuntos concernientes a la institución que su conciencia no puede soslayar y constata entonces que no tiene interlocutores allá adentro: unos, los numerarios de a pie, porque nada puede compartir con ellos sobre lo que inquieta su corazón; otros, los directores, porque con ellos no se comparte, a ellos se les informa y, llegado un punto, advierten que ponerse en tu lugar es arriesgado, por lo que en el mejor de los casos te dejan en paz como caso imposible. Y encima uno tiene que escuchar, en esas circunstancias, aquello de que “en Casa el que se siente solo es porque quiere”.

Fue para mí una experiencia mortalmente triste comprobar que mis dudas, perplejidades y problemas de conciencia respecto de determinados modos de hacer en el Opus Dei no pasaban de ser una mera cuestión burocrática para los directores. Pese a la aparente escucha comprensiva, a la hora de la verdad nunca ví que intentaran llevar esa carga conmigo, que la asumieran como algo propio, aun cuando no fuesen capaces de aliviarla o no compartieran mi diagnóstico. El vicario de la delegación llegó a aconsejarme que “encapsulara” esos asuntos, por aquello de “ojos que no ven, corazón que no siente”. Otro miembro de la delegación me advirtió de los peligros de apelar a la conciencia personal porque es subjetiva, afirmación que me dejó perplejo.

Y entonces uno recuerda aquellos reposteros con el “frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma” o los “mandatum novum” de las salas de estudio, y se sonríe, y se da cuenta de que en la Obra no son más que simple retórica, palabras huecas, vacías. En el Opus Dei sólo se pueden amar dos cosas: la propia institución, esa “madre guapa” eternamente insatisfecha y que siempre quiere más de sus hijos, a los que acaba devorando como Saturno en el cuadro de Goya, y el fundador y sus sucesores, porque bene omnia fecit. Las demás caridades estorban, así de sencillo. La persona individual, única, irrepetible, creada por Dios a su imagen, debe inmolarse en beneficio de la institución, creada por José María Escrivá a su imagen. La persona en su singularidad, unicidad e irrepetibilidad, no interesa en el Opus Dei. Sólo importa la institución, para cuyo progreso y supervivencia todo sacrificio es pequeño, toda vida personal una simple anécdota.

La constatación postrera de esa caricatura de fraternidad promovida por la institución tiene lugar cuando alguien la abandona. Sean cuales fueren las razones para hacerlo la consecuencia es siempre la misma para quien se marcha: deja de existir para ellos. Más aún, en la medida de lo posible, harán como si no hubiese existido nunca. Un velo de silencio se cierne sobre quien se va y su nombre deja de pronunciarse entre los “hermanos” con quienes ha convivido durante tantos años. Es ya un muerto viviente, alguien borrado de la faz de la tierra. Esta actitud hacia las personas que dejan la institución, carente de la más elemental humanidad y que tantas personas han padecido, confirma a quien se marcha la sospecha que alimentaba mientras todavía estaba dentro: que la llamada fraternidad en el Opus Dei es un gran fraude, un falaz reclamo proselitista, una máscara de apariencias corteses que esconde la más dramática incomunicación entre las personas, aquella que se atribuye a un querer expreso de Dios.

Afortunadamente, la vida es más rica que la norma, y el sentido común y el limpio soplo del Espíritu se abren paso a veces como el agua que sortea los obstáculos del cauce de un río. Y uno también descubre en la Obra personas con corazón. Sería injusto ignorarlas. Pero para actuar así deben violentar el espíritu institucional y obrar en conciencia. Como me decía un buen amigo, en el Opus Dei lo mejor son las personas, aisladamente consideradas. Cuando se someten al engranaje institucional renunciando a su conciencia, a su modo particular de ser, de pensar, a su yo más íntimo, entonces, sin pretenderlo, se enajenan, se vuelven irreconocibles y dan miedo, porque son capaces de lo peor convencidos de hacer lo mejor, como se pone de manifiesto en la “fraternidad” vivida con Don Antonio Petit, en la “fraternidad” vivida por el Fundador con María del Carmen Tapia y en tantos otros testimonios documentados.



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