Historia oral del Opus Dei/Introducción

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INTRODUCCIÓN


Analizar el Opus Dei no es sólo un ejercicio de sociología de la religión, ni siquiera de la religiosidad española contemporánea. Es cierto que el fenómeno hunde sus raíces en la mezcla de patriotismo imperial y respetabilidad burguesa adoptada por el bando vencedor en la guerra civil. Pero los cincuenta años largos de existencia de la institución dan pie al analista para describir dos o tres usos de la Obra, seminalmente contenidos en ella, que se han revelado mucho más importantes que los propósitos diseñados por el fundador.

Cuando redacté mi primer estudio (El Opus Dei: una interpretación), publicado por Índice en 1974, después de sufrir unos años de censura, yo era bastante tributario de esa mezcla de cristianismo utópico y metodología marxista que predominaba en la sociología latinoamericana de los años sesenta y primeros setenta. A su luz, el Opus era la negación flagrante del espíritu evangélico, un epifenómeno de la burguesía oligárquica y, por supuesto, un ejemplo más de la funcionalidad del aparato eclesiástico a las dictaduras de derechas. Mi libro, como otros publicados en esa época, reiteraba una y otra vez la contradicción entre la disposición ascética de los opusdeístas de a pie y la estrategia directiva para el uso de aquellas energías y lo interpretaba como un caso más de manipulación autoritaria de los grupos, de los muchos catalogados en el ancho inventario que por entonces confeccionaba la sociología progresista.

Años más tarde, mi segundo intento, un relato novelado (Los hijos del Padre, Argos Vergara, 1977), presentaba un escenario más complejo, un laboratorio de comportamientos en el que el fervor religioso, la necesidad de pertenecer, el ansia de medro y la fuerza de las estructuras sociales se aliaban para generar unas relaciones entre el Opus y sus clientelas mucho más complicadas y hasta morbosas. Aquello dejaba de ser un fenómeno español para transformarse en una organización simbiótica, de las que hacen las delicias de los investigadores sociales.

Como tal, caben diversas hipótesis interpretativas de su persistencia en el entramado de la sociedad contemporánea y todas ellas han sido comentadas públicamente, pese al hermetismo y la privatización de la información que practican sus fieles.

Como ocurre en tantas organizaciones, su trayectoria ha sido modelada, no tanto por las intenciones fundacionales cuanto por el terreno en el que operan y la necesidad de acoplarse a él, de sobrevivir, en último término. De ahí la frecuencia con la que los portavoces oficiales se enfadan cuando los observadores sacan sus conclusiones, no de la doctrina y las declaraciones autorizadas, sino del comportamiento de los socios.

Este tercer intento descriptivo no tiene más valor que el de servir de trama para una urdimbre de calidad excepcional. Por primera vez, cinco personas importantes en la trayectoria opusdeísta me han permitido contar en público las conversaciones que sobre el asunto hemos mantenido en privado. Sin esos testimonios, que no son sistemáticos -quizá lo sean en su día, si lo desean ellos-, este texto apenas tiene otro valor que el de la ratificación de lo obvio, de ese consenso que existe ya entre los conocedores del fenómeno.

Los cinco personajes reflexionan sobre su peripecia, sobre las cosas que ocurrían en la Obra y el porqué, sobre el entramado de intereses que se fue constituyendo en torno a la primitiva fundación. Iba siendo necesario dar un mentís autorizado a esa versión monocorde y arcana de los voceros de la institución que es, lisa y llanamente, contraria a la verdad histórica.

Miguel Fisac es un conocido arquitecto que entró en el Opus de la primera hora y se apartó de él a causa de los conflictos morales que él mismo relata. Antonio Pérez, estrella que fue del ascenso temporal de la Obra, tuvo que sufrir una de las persecuciones más tenaces cuando se apartó de ella en el ejercicio de un doloroso viaje de autoesclarecimiento. María del Carmen Tapia, pasó de directora del Opus a reclusa en la misma institución, en una peripecia abracadabrante. Raimundo Panikkar fue la otra estrella, la intelectual, de ese primer grupo de opusdeístas de la posguerra y sus aventuras teológicas, en las que persiste, le alejaron dramáticamente de la institución. Finalmente, Francisco José de Saralegui, cristiano viejo, tuvo, casi hasta su misma salida, intervención importante en la actividad económica de la Obra.

No ha sido fácil obtener estos testimonios. Todos los personajes tienen, como es natural, una posición ambivalente respecto a un fenómeno que a la vez que critican desde una lucidez madura, ha significado tanto en sus propias biografías, y en especial en la dimensión emocional de ellas. Por otra parte, todos ellos siguen siendo católicos practicantes, Panikkar sigue siendo sacerdote, y sus ejecutorias profesionales se desarrollan en el marco institucional de la sociedad contemporánea. No hay aquí, pues, discursos radicales ni desapegos desenfadados. Hay lucidez, análisis, cierta amargura -la inevitable amargura de la madurez-, y siempre comprensión hacia los antiguos compañeros, aunque éstos les hayan ofendido, perjudicado o desconocido después.

Esta historia oral es, por el momento, la única alternativa a la historia documental del Opus Dei. Sería muy interesante que se abriera para la ciencia parte al menos del monumental archivo que tan celosamente se guarda en la casa romana de Bruno Buozzi. Allí están, con las constituciones y las sucesivas ediciones de las Instrucciones de Gobierno, la colección de Notas y Avisos que ejemplifican, año tras año, no sólo un estilo de gobernar sino también las ideas que Escrivá iba teniendo sobre lo que pasaba o debía pasar en la Iglesia, en la política española, en la moral pública y privada y, sobre todo, en las casas y en las vidas de sus súbditos.

Nada de esto, ni tampoco la correspondencia entre los diversos centros de poder opusdeísta van a estar pronto al alcance de los historiadores.

Las dos o tres revistas mensuales que la Obra edita en la imprenta de la casa central, para consuelo y estímulo de sus socios y amigos selectos, ofrecen un relato de éxitos apostólicos y noticias internas cuyo análisis podría ser también interesante para el estudioso.

Nada de eso va por ahora a ver la luz pública. La reducción de la información oficial al panegírico es una invención del mundo mercantil que grupos políticos y religiosos practican hoy con la misma asiduidad y que naturalmente hacen más difícil la tarea del periodista y del historiador.

Por ello, repito, esta historia oral resulta, hoy por hoy, una importante contribución al conocimiento de un fenómeno que, en lo profundo, representa la persistencia de la organización patriarcal, de la familia, como fórmula de negociación que se superpone a las otras estructuras sociales, transformando relaciones políticas, mercantiles y, por supuesto, aventuras intelectuales y religiosas, en una afirmación de la "cosa nostra".

De este tipo de organizaciones y estilos están plagadas nuestras democracias industriales, pese a su aparente repudio de los poderes fácticos, y el caso de España es paradigmático al respecto.

Los opusdeístas se reconocen a sí mismos como miembros de una familia, antes de cualquier otra definición, una familia en la que el padre es el personaje principal. La historia de estos primeros cincuenta años del Opus Dei no es sino una biografía ampliada de Monseñor Escrivá, de su evolución psicológica, de sus relaciones con propios y extraños y de la obediencia incondicionada de sus gentes. Esta obediencia, esta devoción al Padre, nutrida de los más viejos materiales del patriarcado tradicional, se convierte en razón de vivir para sus hijos, en clave para sus vivencias religiosas y termina oscureciendo cualquier otro modo de entender la vocación del Opus Dei. El culto a la personalidad del Padre, en el que los analistas ven la mayor dificultad para una modificación de la trayectoria opusdeísta, se engendró en el espíritu de ese hombre, cuya fe en su destino, le hacía decir: "He conocido a siete papas, cientos de cardenales, miles de obispos. Pero fundadores del Opus Dei sólo hay uno."

Hoy se ha puesto de moda seleccionar un particular suceso para simbolizar eso que se llama el fin de la transición española del franquismo a la democracia. Hay como una especie de prisa por cerrar un periodo en el que pudieron haber ocurrido otras cosas de las que ocurrieron. Lo que sucedió fue, naturalmente, la consolidación de un pacto global de intereses en el que las fuerzas más renovadoras aceptaron un compromiso con los poderes más concluyentes del pasado inmediato en beneficio de lo que muchos consideraban la única solución viable. Mi particular símbolo de ese cierre del período es la visita de Luis Valls Taberner -mi banquero, como le llamaba Escrivá- a la sede del PSOE y su encuentro, semblantes satisfechos, con Alfonso Guerra, incorporado ya al archivo gráfico de la época. Valls felicita al político socialista en la calle de Ferraz, a pocos metros de donde estaba situada, cincuenta años antes, la primera casa del Opus Dei, desde la que Escrivá reclutaba a sus primeros fieles y les enrolaba en la causa de la recristianización intelectual de la España republicana.


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