Unas notas antiguas que han aparecido...

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Por Lappso, 27 de marzo de 2005


Unas notas antiguas que han aparecido... de improviso, inopinadamente vaya, por entre el marasmo documentario que con frecuencia preside mis posesiones. Las semanas santas estáticas, en las que anda una tullidita por el amor de una mujer, tienen esas cosas: que te dedicas a abrir las cajas aquellas que qué tendrán, que anda que hace años que no las miro, venga, a tirar cosas, a ver qué hay.

Pues en una de ellas, libretitas. Cuadernitos y libretitas con apuntes interiores y transcripciones de exclusivísimos (only eyes) textos protoprelaturescos. Agenditas llenas de preparaciones y conclusiones de charlas, confesiones, retiros, cursos. Listas de mortificaciones pequeñas. Y grandes. Fichitas para dar charlas en conserva. Descubrimientos propios y ajenos vistos en la oración. Temas para meditar. Apuntitos para correcciones fraternas. Resúmenes y entrecomillados de tertulias / charlas / clases / meditaciones / círculos / convivenciasespeciales / editorialesdecrónica. Propósitos. Planes. Horarios. Desahogos. Ese tipo de cosas cositas cosas.

Todo un caudal de recuerdos que -lo confieso abiertamente- me ha hecho reir y me ha hecho llorar.

Ahí -en esas notitas con letra enana, seguramente producto de la peculiar tipología lumínica de sus oratorios- se ve a un hombre perfectamente confundido. A veces desesperado, con frecuencia irracional, casi siempre dudoso, casi nunca deciso, permanentemente luchador, escasísimamente victorioso. Un hombre que soy (que era) yo mismo. Me veo asumiendo como lo más normal del mundo un concepto impecablemente dañino: que esas cosas cositas cosas que me hacían tan profundamente infeliz eran única y sistemáticamente producto de mi falta de entrega, de mi tacañería para con la organización, de mi debilidad y en definitiva de la ausencia de una firme convicción que se resume así (sic):

No me acabo de dar cuenta de que todo mi ser es para la obra, que no hay aspecto alguno de mi vida que me pertenezca a mi, sino a Dios, a la obra, a los directores. "Mis" derechos son egoismo. Los "suyos" son fidelidad-felicidad, eficacia apostólica y vida eterna: intimidad con Dios, cumplimiento de mi deber, opus dei. Que se me quite de la cabeza la obediencia selectiva: pueden decirme todo acerca de todo y en todo momento. Lo mío es obedecer. En todo y siempre. Es absurdo racionalizar la voluntad de dios, ese es el disfraz de la infidelidad. Los cotos cerrados que aún tengo son el escenario de mi traición: Jesús en su cruz llamándome, y yo cuestionando las cosas de los directores: mezquino, mezquino, mezquino.

Esto lo debí escribir en medio de un hondo curso de retiro de esos que hacen época, de los que tienen charla previa con alguien de la Dele y revisión posterior con analista metaprelaturo. Es un buen ejemplo de la ascética tremendista que por tantos años imperó sobre mi sensibilidad, sobre mi sentido del deber e incluso sobre mi sentido del humor. Leido hoy, francamente, mi alma estalla en acciones de gracias por haber perdido de vista semejante régimen.

Os iré trayendo más textitos de estas notas y agendas. Contienen páginas verdaderamentre curiosas. Por ejemplo, una especie de presupuesto chapucero para irme a vivir fuera de una vez, que en efecto recuerdo haber hecho varias veces en los momentos de máxima lucid (digo) deslealtad. Que por cierto, cómo ha subido la vida, si parece que fue ayer.

Por aquello de las largas tardes de invierno de los cursos de retiro en las que ya no distinguía uno entre rezar y mirar a las musarañas, veo en un papelito suelto que llegué a enumerar a todas las personas con las que había hecho "la charla", supongo que para agradecer a Dios sus fraternales desvelos. Con satisfacción, de alguno no recuerdo ni el semblante. Lo terrible es que son 125, sí, ciento veinticinco tíos diferentes. Unos durante más tiempo, y otros apenas un par de veces, pero 125. Coño, 125 en unos catorce años. En serio.

Como para dudar del gobierno colegiado, de la gracia de estado y del ut omnes unum sint. Acabáramos.


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