¿Nadie ha pensado que una numeraria auxiliar necesita DESCANSAR?

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Por Mediterráneo, 13.10.2023


El invierno pasado mi perra y yo sufrimos una intoxicación alimentaria. La mía se resolvió con dos días de cama y dieta absoluta, la de ella con una estancia en el hospital veterinario de martes a viernes. El jueves por la tarde la veterinaria me llamó por teléfono y dijo, textualmente, “ven a recoger a tu perra, porque creo que tiene un cuerpo glorioso. Lleva sin ir al baño desde el martes, y estoy preocupada. Llévatela y el sábado hablamos”. El viernes por la mañana fui a recoger a Kía, llegamos a casa, hizo sus cosas durante cinco minutos seguidos, se tumbó en el sofá y desapareció para el mundo hasta bien entrada la tarde.

¿Por qué cuento esto aquí, lector?...

Porque después de leer los escritos de María Elena pienso que la institución está convencida de que las auxiliares tienen un cuerpo glorioso, que no se cansa, que no se fatiga, que no tiene desgaste, que no necesita descansar, que no desfallece, que no se debilita, que no se agota.

No sé dónde nació este convencimiento. Sí, claro, nació del fundador, como todo, pero desde 1930, o cuando fuera que tuvieran lugar las visiones, las campanas, las revelaciones, los resplandores y las estrellas, ¿nadie, absolutamente nadie ha pensado que una numeraria auxiliar necesita DESCANSAR en mayúsculas?

Numerarias que me leéis: pensadlo dos veces antes de soltar la estupidez que estáis pensando: “ya descansan, ahora tienen un día a la semana de descanso”. “Ahora” es desde hace un par de años, tres a lo sumo. “Ahora” no es siempre. “Ahora” es que, si no están atentas, a fecha de hoy, les caen doscientos encargos porque “ya que vas a estar por la calle...” “Ahora” no significa que los cientos y cientos de auxiliares que han muerto agotadas, reventadas, exhaustas, consumidas y rendidas, tuvieran descanso alguno.

Durante muchos, muchos, muchos años, las auxiliares han llevado a cabo todas las tareas que pudieran hacerse manualmente: fregar, encerar y abrillantar suelos (de rodillas, claro), limpieza de sotanas con productos químicos tóxicos sin protección alguna, limpiezas a fondo de casas en obras, limpiando cada tarde para que a la mañana siguiente todo volviera a ensuciarse, limpieza de alfombras de lana, que había que tender y dar la vuelta varias veces para que secaran bien, limpieza de mantas y ropa de cama, limpieza de fundas de sofás... Si podía hacerse a mano, no se compraban máquinas.

Tampoco sé cuándo cambió este criterio. De repente a la institución se le llenó la boca de cuántoquierenuestropadreanuestrashermanaspequeñas y, por todas partes, surgieron fregadoras, aspiradoras, enceradoras, abrillantadoras, peladoras de patatas, lavavajillas, lavadoras y secadoras industriales, y empezaron a existir las tintorerías como opción.

A lo que iba: la mayoría de auxiliares envejecieron prematuramente por el ritmo inhumano al que se las sometió durante decenas y decenas de años. Y, lector, eso no fue un error puntual de una persona, como le gusta repetir ahora a la institución. Esto sucedió en España, en México, en Filipinas, en Australia, en Argentina, en Paraguay... donde hubo auxiliares, hubo seres humanos empleados como máquinas de trabajar, fácilmente reemplazables cuando morían.

Hace poco me comentaba mi amiga Inés, numeraria auxiliar a día de hoy, que, hace unos años, sufrió fuertes hemorragias. Lo comentó, le dijeron que le gustaba quejarse y era muy poco sacrificada. Claro, lo que tiene el no poner remedio a las cosas es que estas siguen su curso y, como la naturaleza es profundamente obstinada, en el caso de Inés, el siguiente paso fue una anemia que la llevaba a sentirse cansada, siempre, de manera habitual.

Un día la administradora la encontró pelando patatas sentada y le preguntó qué era eso. “Estoy muy cansada”, respondió Inés. “Cansada, ¿tú? ¡Ocho niños tenías que tener, entonces sabrías qué es estar cansada! ¡Una madre de familia sí puede estar cansada, tú no tienes ninguna razón!”. A los pocos días, Inés se desmayó, la llevaron de urgencias, la doctora que la atendió dijo que tenía que dejarla ingresada e Inés, a quien la vida ha enseñado a ser sabia, y astuta, dijo “espere un momento, por favor” y llamó a la directora de su casa, la misma que había comentado cuánto le gustaba quejarse. Cuando esta llegó a urgencias, Inés le pidió a la doctora que repitiera por favor todo lo que le había dicho a ella, que era, ni más ni menos, que su vida corría serio peligro y tenía que quedarse ingresada. La directora no dijo nada. Inés jamás recibió una disculpa ni un “lo siento, Inés, tenías razón”. Cuando le dieron el alta en el hospital fue a descansar a una casa de retiros, donde, por supuesto, se ocupaba de trabajos de costura y de la portería, hasta poder reincorporarse a la administración del centro de varones. Aquella administradora tampoco se disculpó nunca.

Y no, lector, eso tampoco fue un error de la directora, o de la administradora. Ese era el modo en que se trataba a las auxiliares a lo largo y ancho de este planeta: médico solo cuando no había más remedio, cuidados de segunda, o de tercera, y no hay derecho a quejarse, porque ¿de qué va a quejarse una numeraria auxiliar, vamos a ver?

Decía antes que la naturaleza es profundamente obstinada, y gracias a esa obstinación, ya estamos viendo el fin de una mal llamada vocación que, tal como se concibió, jamás debió ver la luz. No hay vocaciones de numerarias auxiliares, no las habrá en un futuro, y, si alguna vez tuviera lugar un renacimiento, no sería en las condiciones de esclavitud que todos conocemos. No porque la institución haya aprendido, que no lo ha hecho (abundantes pruebas tengo de ello, pero quedan para otro post), sino porque, gracias a Dios, LA VIDA en mayúsculas se ha impuesto.



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