Vida y milagros de Monseñor Escrivá de Balaguer/La ciudad amurallada

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LA CIUDAD AMURALLADA


Tal vez haya conseguido ya en estas páginas transmitir al lector la impresión de que monseñor Escrivá de Balaguer, y con él la Obra, tienen siempre lo que, con expresión de novela policíaca, podríamos llamar una "coartada" para todo aquello que monseñor hace o escribe. Recuérdese cómo algunos de sus hijos atribuían la solicitud del marquesado de Peralta a la profunda humildad del padre y a su deseo de complacer a sus sobrinos. Pues bien, el mismo argumento se repite ahora a propósito de la pomposa adición del apellido gentilicio "de Balaguer" al más modesto y menestral de Escrivá. Uno de los compañeros de Zaragoza, de quien sería acaso imprudente decir el nombre, me contaba que cuando vio a su condiscípulo por primera vez después de este ennoblecimiento de su linaje le "solté" con esa franqueza tan propia de su tierra: "Pero, José María, ¿por qué haces esas cosas?" Y dice que el padre Escrivá, tomándole del brazo y en tono confidencial, le respondió: "Mira, lo hago por complacer a mi hermana." En el caso del marquesado de Peralta por complacer a los hijos de su hermano Santiago y en el de la adición del apellido por complacer a su hermana Carmen, monseñor incoó "con profunda humildad" sendos expedientes de solicitud de unos honores que a él personalmente "no le interesaban".

Este echar las culpas de sus actos a los demás, cuando percibe que sus actos pueden ser desaprobados, es, según parece, una constante en la forma de proceder de monseñor. Antiguos miembros del Upus Dei cuentan por ejemplo que cuando algún ilustre personaje visita la fabulosa residencia de Bruno Buozzi, 73-75, "una vila vecchia de tipo toscano quattrocentesco", como dice don Florentino Pérez Embid al describirla, alrededor de la cual han surgido una serie de edificios que albergan la casa generalicia del Opus Dei, es el propio padre fundador quien le acompaña a través de los oratorios, capillas, salones, bibliotecas y demás dependencias del palacio. Aquí y allá, en una vitrina, en una hornacina, hay un recuerdo personal del fundador que se conserva allí como objeto venerado por sus hijos. Ora el cáliz con que celebró su primera misa, ora la casulla que vestía la mañana que recibió la celeste inspiración de fundar el Opus Dei, ya la rosa de madera que, como tendremos ocasión de ver, se considera signo inequívoco de la predilección divina. Y dicen que, al pasar ante la vitrina con su acompañante, monseñor sonríe compasivamente y aclara por ejemplo: "Estos hijos míos se empeñan en conservar aquí este cáliz con el que celebré mi primera misa. Yo los perdono porque sé que lo hacen por el afecto que me tienen. ¡Son tan buenos!" [Sus hagiógrafos confirman esta humilde propensión de Monseñor a aceptar a regañadientes los honores que se le hacen solamente "para complacer a sus hijos". Andrés Vázquez de Prada cuenta así el episodio de la concesión al fundador del título de Prelado Doméstico de Su Santidad: "Don Alvaro del Portillo (como Procurador General y en nombre del Consejo) pidió que se nombrase al fundador "Prelado Doméstico" de Su Santidad, sin que él se enterara. Cuando se le informó del nombramiento -la data era del 2 de abril de 1947-, no quiso aceptarlo, hasta que, con muchos ruegos y argumentación sobre la secularidad de dicho cargo, terminaron de convencerle. Bien es verdad que rara vez se ponía el vistoso ropaje prelaticio ni calzaba el zapato de hebilla. Sentía el peso de la purpúrea vestimenta como un cilicio; pero, en ocasiones señaladas, sabiendo cuanto divertía a sus hijos el colorido, les seguía la corriente del buen humor"...]

Como se ve, el padre Escrivá tiene siempre respuestas para todo. No se arredra jamás, ni siquiera en las situaciones más comprometidas. Ya hemos visto como, en el libro de "Conversaciones", no sentía empacho en responderle a un periodista que España era el país donde menos facilidades había encontrado el Opus Dei para el ejercicio de su apostolado. En otra entrevista afirmaba que "si se diera alguna vez una intromisión del Opus Dei en la política, el primer enemigo de la Obra sería yo". Con la misma curiosa lógica que le caracteriza, da a entender a su ilustre visitantes de Bruno Buozzi que "tolera" el desaforado culto a la personalidad que le tributan sus hijos, sencillamente porque "no desea contrariarles". No estoy tratando de insinuar que monseñor sea capaz de faltar a la verdad, lisa y llanamente, en sus contestaciones. Creo que el fundador es una de esas personas que han alcanzado tal grado de auto-convencimiento respecto de su propia misión en el mundo que su sentido lógico queda completamente satisfecho con las justificaciones que él mismo da de sus actos y del desenvolvimiento de su obra personal. El estudio de lo que los psicólogos llaman "la inautenticidad auténtica" nos llevaría a meternos por caminos que trascenderían el ámbito y las posibilidades de este libro. Tal vez sea de interés en este sentido recoger aquí la noticia, que conozco de fuentes fidedignas, de que el profesor Erich Fromm tiene en preparación un estudio que titula "Psicopatología de Camino". [Que yo sepa, Erich Eromm jamás publicó ese trabajo.]

Quienes estén familiarizados con la problemática del Opus Dei habrán podido percibir que esta peculiarísima forma que tiene monseñor Escrivá de Balaguer de contestar a las preguntas comprometidas que se le dirigen o de explicar las actividades del Instituto, es la misma que emplean los miembros de la Obra, sus hijos. Hablar con uno de ellos de la debatida cuestión del opusdeísmo es una experiencia realmente notable que, por lo que dicen, se parece bastante en este aspecto a la infinitamente más excitante de departir con el propio fundador. Cuando uno plantea las cuestiones que parece lógico plantear a un miembro del Opus Dei que actúa en capacitad de tal, es cuando se ve claramente el tremendo dominio que monseñor ejerce sobre sus hijos. No se trata aquí ya de un dominio efectivo y actual, como el que pueda ejercer un rey sobre sus vasallos. Han circulado últimamente informaciones que parecen indicar que el presidente general ha sido poco a poco desplazado del mando de la organización e incluso que ha quedado preso en la cárcel de oro creada por la disciplina que él mismo ha impuesto a la Obra. Ha habido rumores de que monseñor padecía una enfermedad y aunque esos rumores quedaron parcialmente desmentidos con ocasión de su viaje a España, no se descarta la posibilidad de que esa enfermedad exista. Qué clase de enfermedad sea, no se dice, y toda la cuestión se mueve en el campo de la mera conjetura. Pero el dominio que ejerce la personalidad de monseñor sobre sus discípulos no depende simplemente de su permanencia al frente del Instituto. Es un dominio de tipo mental que moldea la personalidad de sus hijos y los sintoniza con su pensamiento. Un dominio que se viene ejerciendo desde el día ya lejano en que los primeros estudiantes pasaron a formar parte del núcleo inicial de la "Gran Familia" que el Opus Dei ha llegado a ser más tarde. Un dominio que se ejercerá sin duda aun después de la desaparición física del fundador, mientras exista el Instituto.

No se puede discutir sobre el Opus Dei con sus socios. No aceptan el diálogo en un terreno mínimamente crítico, más allá de lo que la corrección o la cordialidad puedan exigir. Se limitan a negar pacientemente, en el mejor casos, las acusaciones que se les hacen. Repiten una y mil veces el eterno argumento claramente emanado de la mente del fundador y elaborado por los juristas de la Obra, de que "el hecho de que un organismo público, una entidad o una empresa estén dirigidos por o pertenezcan a miembros del Opus Dei no significa que estén dirigidos por o pertenezcan al Opus Dei mismo" y que, en consecuencia, "la Obra no se hace responsable de las actividades de sus socios. [Don Laureano López Rodó, siendo ministro del gobierno a fines de los años sesenta, ilustraba esta idea diciendo que él era del Opus de la misma manera que era socio del Club de Tenis del Real Madrid, y que sus actos no obligaban a la Obra del mismo modo que tampoco obligaban al Real Madrid. Un agudo comentarista de la época dijo entonces que, según eso los goles que le metían al portero del Real Madrid no se los metían en rigor al Real Madrid, sino solamente a su portero.]

La actitud de los miembros de la Obra con respecto a las críticas que se les dirigen desde fuera está predeterminada ya en el pensamiento del fundador. Sería difícil encontrar un caso más claro de identificación entre un padre y sus hijos. Ellos, niños al fin y al cabo, saben que están seguros cuando navegan a través de las tempestades e inclemencias del mundo bajo la mano firme del timonel, su padre. Se sienten protegidos en ese refugio magnánimo y han sido advertidos de que el mundo querrá vengarse de ellos por odio y por envidia a su privilegiada posición, y los atacará con los venablos de la calumnia y la maledicencia o pretenderá desviarlos de su objetivo con halagos. En Camino hay todo un cuerpo de doctrina relativo a la forma en que la Obra habrá de contestar a semejantes asaltos. Son numerosas las máximas exclusivamente dedicadas a este tema y hay incontables alusiones parciales en otras máximas. Tal vez la que mejor expresa el pensamiento del fundador en este aspecto sea la 688, en la cual se contestan de una vez para siempre las posibles dudas que pudieran hacer zozobrar la firmeza del hijo. Problema:

Otra vez...: Que han dicho, que han escrito... En favor, en contra...: Con buena y con menos buena voluntad...: Reticencias y calumnias, panegíricos y exaltaciones...: sandeces y aciertos...

Solución:

-¡Tonto, tontísimo!: ¿Qué te importa cuando vas derecho a tu fin, cabeza y corazón borrachos de Dios, el clamor del viento o el cantar de la chicharra, o el mugido o el gruñido o el relincho?...

El numen lúcido, la voluntad firmísima del padre Escrivá son y seguirán siendo el puerto seguro al que se acogen las frágiles barquichuelas de los socios. El ideario fundacional, transmitido de promoción en promoción a través de los años, protege a la Obra de la animadversión del mundo y así sus miembros descansan plenamente en la cohesión opusdeísta, se desinteresan de las críticas que se oyen en las afueras porque saben muy bien a qué atribuirlas. Creo, con toda sinceridad, en la buena fe, en la honradez espiritual de los socios del Opus. No digo que, en un país como el nuestro, cuyas vicisitudes aconsejan cobijarse en buena sombra, arrimándose al buen árbol del refrán, no se hayan introducido en la Obra personajes sin otra inquietud espiritual que el medro y hasta es posible que algunos de ellos hayan llegado a escalar alturas considerables dentro de la casa. No tendría nada de particular y se ha dado el caso -en la época en que la voz popular acusaba al Opus Dei de hacer una política de acaparamiento de cátedras universitarias- de ciudadanos que han sido capaces de aparentar un fervor religioso y una acendrada piedad opusdeísta con tal de lograr el ansiado empleo. Entre los miembros de la Obra es frecuente citar el proverbio evangélico de que "de cada doce apóstoles uno es traidor", lo que sin duda alude a una triste experiencia del propio Instituto. El desvalimiento de las clases trabajadoras habrá impulsado a más de uno a buscar en los alrededores de la Obra la garantía de la continuidad de su trabajo. Igualmente, es proverbial el caso de financieros que asisten a ejercicios espirituales con el único fin de obtener descuento de papel en los bancos administrados por socios de la Obra que practican de buena fe lo que podríamos llamar "el apostolado a noventa días", haciéndose la españolísima consideración de que después de esos ejercicios "siempre queda algo" y por otra parte "no hacen ningún daño". Es notorio, por ejemplo, que desde que, a principios de 1974, se constituyó el gobierno Arias, del que, a diferencia de los anteriores, no formaba parte ninguna persona que fuese miembro del Opus Dei, disminuyó considerablemente la concurrencia de financieros y hombres de negocios en las misas, rosarios, retiros y otras prácticas que se celebraban en la cripta de la iglesia de San Miguel, en el barrio antiguo de Madrid. La clase acomodada española está muy acostumbrada a practicar lo que se ha venido llamando "una religiosidad de misa de doce". Pero aplicar este patrón al grueso de los socios de la Obra sería un error, además de una notoria injusticia, porque equivaldría a desconocer precisamente el elemento que ha dado la cohesión interna al Instituto y ha permitido que se ejerciera sobre los hijos la paternal influencia escrivaniana. Una crítica seria del Opus Dei como fenómeno sociológico debe partir de este reconocimiento.

Y así, de la misma manera que monseñor está convencido, en lo más profundo de su conciencia, de la veracidad de sus respuestas a la prensa, sus hijos se niegan a dar beligerancia, en lo referente a las actividades y al desarrollo del Instituto, a cualesquiera interpretaciones que se aparten del esquema que surgió en la mente fundacional, con la alegada ayuda de la inspiración divina, el 2 de octubre de 1928. Como hemos vis- to, consideran que esas interpretaciones son básicamente erróneas y tendenciosas y se han alumbrado acaso con el concurso de la inspiración diabólica, ya que el verdadero enemigo de la Obra no es otro que el demonio, Satanás, que sugiere al padre Escrivá máximas como la siguiente:

Oyeme, hombre metido en la ciencia hasta las cejas: tu ciencia no me puede negar la verdad de las actividades diabólicas.

Consideran en todo caso que esos ataques que se les dirigen desde fuera son intolerables interferencias en sus asuntos internos. ¿No constituyen ellos acaso un pequeño Estado con una cohesión mística o una Gran Familia invulnerable? Nunca se insistirá bastante sobre el carácter "familiar" de la vida del Instituto, que se percibe con mayor claridad en los primeros tiempos. Se aplica a la Obra el esquema de la familia ideal de clase media española, a imagen y semejanza de la familia del propio fundador, que ha atravesado por situaciones difíciles, pero que ha salido a flote gracias a su vigorosa cohesión interna. Es más, no se trata sólo de crear una familia con la ejemplar y edificante unidad de la del honrado y abnegado comerciante don José Escrivá. Se trata de prolongar esa misma familia, cuyo jefe es ahora su hijo, el sacerdote llegado a Madrid desde Zaragoza, una familia en la cual cabría en principio toda la humanidad, si la humanidad se aviniera a aceptar sus condiciones. A medida que van ingresando en el Opus Dei, los "hijos" se incorporan a la familia Escrivá. Empiezan yendo a merendar y terminan quedándose. Don José María es el "padre", doña Dolores, "la abuela", doña Carmen, "la tía Carmen". A las personas que han favorecido excepcionalmente a la Obra , como por ejemplo a don José López Ortiz, nombrado después vicario general castrense y obispo de Tuy, se les designa con el cariñoso apelativo de "tío". El rápido crecimiento del Opus Dei complica naturalmente las cosas. La familia se extiende, se dilata, pierde algo de la intimidad de los primeros tiempos. El fundador se traslada a Roma. Fallece la abuela y también la tía Carmen, que tanta maternal solicitud y exquisitez femenina ponían en la casa. Pero los esquemas iniciales se reproducen allá donde se reúnen tres o más miembros de la Obra constituyendo una "familia" o "casa" presidida por el mismo espíritu del hogar fundacional.

Aun en nuestros días, cuando la Obra se extiende por cinco continentes y los socios se cuentan por decenas de millares, continúan éstos manteniendo el característico clima de relaciones familiares, esencial al Opus Dei, que encuentra su inspiración en la filosofía paternalista de monseñor Escrivá de Balaguer. En el seno de la Obra se recuerda todavía un pequeño prodigio, sin categoría de milagro, sucedido en los días inmediatamente siguientes a la terminación de la guerra civil, que viene a conceder una especie de sanción sobrenatural a la ideología del fundador. Cuando el padre Escrivá y sus hijos entran en Madrid en aquellos días encuentran totalmente destruida, como consecuencia de los bombardeos, la residencia de la calle de Ferraz, 16, próxima al cuartel de la Montaña, a la que se había trasladado la "familia" Escrivá poco antes de la guerra. El padre y el pequeño grupo de sus hijos miran contristados el despedazado solar que fue su alma mater. Pero, entre los escombros, encuentran intacta una tabla de madera en la que aparece grabada la vieja máxima: "Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma", es decir: "El hermano ayudado por el hermano es como una ciudad amurallada." La tabla solía estar colgada, cuando ellos vivían en la residencia, en la pared del recibimiento y el hecho de que sea el único objeto preservado de la destrucción general, les parece cuando menos signo inequívoco de que su viejo ideal familiar sigue, después de todo, vigente.


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