Un incidente en el comedor

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Por Alberich, 13.06.2016


Gracias a Dios, nunca he sido miembro del Opus Dei, pero les conocí bien el año que pasé en uno de sus colegios mayores en mis tiempos de universitario. Desde luego, se empeñaron a fondo, aunque sin éxito, en ganarme para sus filas. Pienso que me salvó el haber superado ya la adolescencia. Uno se vuelve menos vulnerable a la influencia de esta gente conforme aumenta su grado de madurez, formación y experiencia. Por eso, creo que, actualmente, el Opus capta pocos universitarios y, más bien, centra sus esfuerzos en los colegios de fomento, donde la corta edad de los estudiantes pone a su alcance personas más indefensas por cuanto más fácilmente maleables e influenciables.

Del año transcurrido en aquel colegio mayor, del extraño modo de vida de los numerarios y las curiosas costumbres que imperaban allí guardo muchos recuerdos. Dominaba el ambiente un tono clasista y anticuado, que habría resultado simplemente ridículo en una residencia de estudiantes, sino hubiera sido porque su instrumento principal eran las uniformadas y silenciosas “chicas de administración” y el trato que se les dispensaba. Este consistía básicamente en hacer como que no las veíamos cuando nos servían en el comedor. Una de las primeras muestras de la hipocresía viscosa que se cultiva en el Opus y que es uno de sus aspectos más desagradables, me la ofreció el estudiante supernumerario que, en la primera semana, después de explicarnos a los nuevos residentes la importancia vital de usar adecuadamente los cubiertos de postre, nos dijo que no estaba permitido dar las gracias al ser servido y que la razón era que, como estas chicas estaban realizando su trabajo, el decirles “gracias” se consideraba fuera de lugar. Aunque yo no presumía, como ellos, de poseer unos exquisitos modales burgueses, un mínimo de educación me parecía suficiente para saber que cualquier trabajador de hostelería, en cualquier parte, debe recibir, cuando menos, esa fórmula de cortesía mientras realiza su trabajo. Así pues, la verdadera razón de aquella prohibición debía ser otra. En realidad, creo que su propósito era impedir que tratásemos a aquellas chicas con cercanía, como a iguales, que les comunicásemos algo de la simpatía que a esa edad se derrocha y que hubiese mermado la conciencia de sí mismas que claramente el opus fomentaba en ellas: la idea de ser esencialmente subordinadas, de otra clase, de segunda clase.

El caso es que la comedia de la invisibilidad de las numerarias se hizo cotidiana y pronto nos habituamos a ella. Pero un día ocurrió un incidente que puso bruscamente de relieve lo inhumano de la situación. Todavía lo recuerdo a menudo y siento mucha pena y vergüenza. Una de las chicas, de la que nunca supimos el nombre, de cuyos rasgos no puedo acordarme, porque evitábamos mirarlos, dejó caer accidentalmente una bandeja demasiado cargada. El estrépito de platos y cubiertos hizo que cesara en el acto el animado murmullo de las conversaciones en aquel comedor lleno de estudiantes, directores, subdirectores, etc… Se hizo el silencio. Nadie se movió. Nadie sabía qué debía hacerse, puesto que, si todos fingíamos no creer en la existencia de aquellas chicas, ¿qué actitud tomar ante el estropicio y el evidente apuro en que se encontraba aquel ser inexistente? Esperamos un instante que pareció eterno. Cuando la chica, muerta del susto, recobró la movilidad, sólo fue capaz de huir a todo correr entre las mesas y el silencio de todos, hacia la cocina. En seguida, una numeraria mayor, la encargada, supongo, del equipo de administración, apareció y, sin decir palabra, comenzó a recoger los restos de vajilla. Tampoco entonces se movió nadie, pero todos tuvimos la impresión de que las cosas volvían a su cauce y que la comedia podía continuar. Se reanudaron las conversaciones.

A menudo, recordando este episodio, me he sentido abochornado de que ninguno de nosotros, jóvenes cristianos frecuentadores de los sacramentos, hiciéramos lo que cualquier persona, nosotros mismos en un ambiente menos viciado de fariseísmo que aquél, habríamos hecho naturalmente: levantarnos, acercarnos a ella, sonreírle, quitar importancia a lo que había pasado y ayudarle a recogerlo todo. Vamos, lo que nos habían enseñado en nuestras casas. Pero allí nos decían que no se podía tener “la fe del carbonero” (hasta en eso eran clasistas) y con sus aires de aristócratas de la fe sustituían el más elemental amor al prójimo por esa parodia insultante que llamaban “visitas de pobres”, de las que otro día podríamos hablar.

Cristo dice que hasta un vaso de agua ofrecido con delicadeza no quedará sin recompensa. En una situación como la que yo viví, ¿qué habría hecho Cristo?, ¿qué habría hecho San Francisco, que llevaba al extremo la cortesía para con todos? Pero en aquel ambiente no se seguían esos modelos. La pregunta considerada correcta era ¿qué habría hecho el Padre (Escrivá)? Y eso hicieron.




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