El Opus Dei y la radicalidad del llamado

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Por E.B.E., 12 de junio de 2023

«Percibimos el grave deber de transmitir a las generaciones que vendrán detrás de nosotros este espíritu de radical dedicación» (Escrivá, carta 14-II-1974, n.8)
«¡Ay del hombre por quien el escándalo viene!» (Mt 18,7)


Posiblemente uno de los atractivos –y activos- más grandes de la vocación al Opus Dei fue la radicalidad del llamado, la semejanza que tenía con la vocación de los Apóstoles y con ciertos pasajes del Evangelio, lo cual hacían del Opus Dei algo altamente prestigioso desde el punto de vista religioso.

En este contexto, se entendía también la cuestión del holocausto del yo, de la radicalidad de "la barca" (afuera la muerte, adentro el sometimiento total) y de la severidad de tantos planteos de Escrivá. La divinidad de "la Obra" parecía entonces algo muy natural, coherente y hasta necesario en ese contexto de radicalidad: era divina porque era radical y viceversa...

Pensemos en pasajes del Evangelio como estos:

«Deja que los muertos entierren a sus muertos» (Lc. 10, 60)
«…nunca jamás nazca fruto de ti. Y la higuera se quedó seca al instante» (Mt, 21, 19)

Y a continuación decía Escrivá: «no hay excusas para no dar frutos», es decir, para no dar resultados proselitistas cuantificables. Y por eso llegaba a decir: «debéis mataros por el proselitismo» (Crónica, 1971, pág. 302) o también: «hay que pedir al Señor que nos mande la muerte antes que no perseverar» (Meditaciones, V, pág. 404). La idea de muerte estaba muy asociada a la vocación y paradójicamente le daba una intensa vida.

Como quien iba a la conquista de una gloriosa cima rodeada a su vez de profundos abismos: la vocación tenía un elemento vertiginoso que la impulsaba y al mismo tiempo la hacía angustiosa.

Tal extremismo se entiende por el radicalismo que Escrivá le inyectó a la vocación que se propuso difundir. Adoctrinados de esa manera, a ojos de sus seguidores no parecían desquiciados los extremos a los que llegaría la vocación y que darían lugar a los abusos espirituales que se camuflarían de virtud y no parecerían desviaciones morales de ningún tipo, al contrario, signos de santo heroísmo. Así, la sinceridad salvaje daría lugar a «abrir la conciencia de par en par, fuera de confesión» (cfr. Instrucción de San Rafael, nota 75) frente a los superiores, sometiendo de esta manera la dirección espiritual al gobierno (algo que ya el Decreto Quemadmodum de 1890 había prohibido), dando lugar al gobierno de las conciencias.

Escrivá instrumentalizaría el radicalismo evangélico, sacándolo de contexto para enlazarlo con su poder de mando para legitimar los extremismos que exigiría a la hora de gobernar, imponiendo la obediencia ciega a sus seguidores (que en algunos textos la llama inteligente y en otros ciega). Así obtendría la eficacia necesaria para, en tiempo record, levantar su organización y difundirla por diversas partes del mundo.

Radicalidad y sometimiento de la conciencia

Así como seleccionaba las vocaciones, en su predicación Escrivá escogía diversos fragmentos evangélicos e incluso del Antiguo Testamento para, a su manera, enseñar el evangelio de la radicalidad, para fundamentar la necesidad de la entrega total y de la vocación al Opus Dei como una llamada radical de absoluta disponibilidad a la voluntad del fundador («queremos lo que quiera el Padre [Escrivá]», Meditaciones, III, p. 401), es decir, una llamada a dejarse someter del todo (cfr. Carta 14-II-1974, n.3), como «el barro en manos del alfarero» (Meditaciones, III, p. 224, tomado de Jer, 18).

Era la contracara del privilegio de haber sido objeto la "elección divina": la obediencia ciega a la autoridad de Escrivá y a sus directores que componían la cadena de mando. De esta forma, el evangelio de la radicalidad reforzaba a Escrivá su mando de gobierno, especialmente su centralidad y verticalidad.

No sucedía lo mismo con otros aspectos del Evangelio, que también pueden ser considerados radicales, pero que no servían a los propósitos del fundador.

Pensemos en el Sermón de la Montaña y el mandato que amar al enemigo –¿Qué más radical que eso?- o también la parábola del hijo pródigo y de la oveja perdida, que hablan de la misericordia: Escrivá evitaba esos pasajes (¿Qué podía aportar el diligite inimicos vestros a su búsqueda de eficacia proselitista?) o los interpreta en un solo sentido, el del sometimiento disciplinal.

Radicalidad y abusos espirituales

Toda esa radicalidad tomada del Evangelio –que le daba "prestigio sobrenatural" a "la Obra"- fue la que le dio al mismo tiempo un gran poder para que en su organización se cometieran abusos espirituales de manera sistemática (debido al gobierno de las conciencias). No es casual, al contrario, es causal.

El sacrificio de Isaac lo debíamos reproducir en nuestras vidas, por medio del holocausto del yo, para satisfacer la voluntad del Padre (Escrivá). En eso consistía "la teología de la barca": afuera la muerte, adentro el olvido de sí mismo para lograr así el sometimiento total al Padre.

La coacción proselitista tenía su raíz en la radicalidad, o más bien, la radicalidad daba pie para legitimar la coacción proselitista, y en general, la coacción de las conciencias.

Escrivá interpretaba la radicalidad evangélica para legitimar el reclutamiento de menores de edad, una medida tomada desde arriba y que permitiría expandir la base vocacional.

Es cierto, los religiosos también buscaban para sus órdenes vocaciones entre menores de edad, pero en el caso de Escrivá, el planteo radical del llamado le daba una fuerza particular a la coacción proselitista: no se le podía decir que no a Dios, es decir, tampoco a Escrivá, que en su radicalidad, se presentaba como representante de Dios –"si no pasáis por mi cabeza y mi corazón, no tenéis a Cristo" (cfr. Meditaciones, IV, pág. 354), decía el fundador de manera dogmática.

Basta ver su meditación llamada "El Niño perdido y hallado en el Templo", donde un pasaje de la vida de Jesús niño era la base para fundamentar la radicalidad de la llamada en el caso de niños de 14 años y medio y de por qué ellos no debían contarle nada a sus padres, del mismo modo que Jesús no les había dicho nada a José y a María que se quedaría unos días en el Templo.

La radicalidad de las mujeres que seguían a Jesús serviría de base para plantear la radicalidad de la vocación de las numerarias auxiliares. A su vez, se les diría que su vocación se trataría de un "trabajo profesional". Pero como la "entrega total" lo abarcaría todo, de esta forma la cuestión del salario quedaría anulada. Los "derechos" que Escrivá concedía, a continuación los recuperaba a través del "estado de excepción" creado por la entrega total.

La radicalidad del Evangelio se utilizaría para justificar el no pagarles salario a las numerarias auxiliares, o peor aún, para pagarles y luego obligarles a que devolvieran el salario en razón de la entrega («conceder sin ceder, con ánimo de recuperar»). Y ya que tenían que entregarlo, ¿para qué dárselos? A lo sumo se podía simular algún asiento contable por si alguna autoridad civil osaba investigar, para que todo pareciera normal a la vista de los extraños.

Radicalidad, deshonestidad y daño

La gran diferencia entre la radicalidad del evangelio y la de Escrivá, es que la del fundador causaba daño y la otra no. Jesús no sometía a nadie, al contrario, dejaba libertad para no seguirlo y de hecho terminó prácticamente solo y crucificado. No así Escrivá.

La radicalidad exige honestidad. Y en cuanto aparecen indicios de deshonestidad, se viene abajo su credibilidad. No se puede inventar una vocación de entrega total como excusa para tener servicio doméstico gratis, por ejemplo.

Los progresivos indicios de deshonestidad –que cada uno fue descubriendo en soledad, hasta dar con Opuslibros- minaron las bases morales de la institución, y eso fue peor que perder todos los bienes inmuebles de todas las asociaciones civiles que tiene bajo su órbita (aunque dudo que los superiores de la prelatura estén de acuerdo con ello, de lo contrario ya les hubieran pagado a las ex numerarias auxiliarles y a todo aquél a quien le deban una compensación, si tuvieran integridad moral ya lo habrían hecho hace tiempo).

Lo interesante de todo esto es que los bienes materiales de los que goza el Opus Dei los obtuvo gracias a la supuesta dignidad moral. Pero si, para ser coherente con ella, hay que deshacerse de dichos bienes, entonces se prefiere los bienes antes que la dignidad moral. Curiosa paradoja.




Esta fue la crisis moral del Opus Dei que acabó con la estructura espiritual de la institución, que hoy está diezmada.

Tendrán muchas edificaciones, pero contada gente dispuesta a una entrega radical. Lo de la radicalidad ya no se lo creen ni quienes están adentro.

El Opus Dei exigía una entrega sin condiciones (radical) y se suponía que por parte del Opus Dei habría reciprocidad, pues incluso el mismo Escrivá decía que "quería a sus hij@s más que todas las madre juntas" (cfr. Meditaciones, V, p. 24). La gran decepción se dio al descubrir que tal entrega radical no tenía ninguna reciprocidad, al contrario, era más semejante a la relación de un esclavo con su amo (donde el amo no le debe ninguna reciprocidad al esclavo). Esto especialmente lo experimentaron las ex numerarias auxiliares, quienes tenían un doble "amo" (espiritual y laboral), sometidas a un trabajo esclavo.

Deshonestidades institucionales

A su vez, había deshonestidades que podríamos llamar institucionales, que iban más allá de la inexistente relación de reciprocidad.

¿Qué habría sucedido si en 1975 se hubiera sabido que Escrivá no había sido radical en su entrega y que no había hecho el testamento que le hacía hacer a todos los demás para que "quemaran sus naves"? ¿Qué habría sucedido si se hubiera sabido en 1975 que sus "cartas fundacionales" no eran de 1930 sino de mediados de la década del '60? ¿Qué habría sucedido si se hubiera sabido en 1980 o 1990 que el Opus Dei había mentido<, al menos desde 1975, sobre la cantidad de socios?

La radicalidad del planteo vocacional choca estrepitosamente con todo ese tipo de maniobras propias de los que gobiernan y que se sienten con derecho a vivir una doble moral, una de cara a la galería y otra de puertas adentro. La radicalidad que exigen no es la radicalidad que ellos viven.

Escrivá no fue honesto, necesitó recurrir al engaño para emular una radicalidad que su institución como tal no tenía, pero sí tenían los que se sacrificaban por ella (y luego eran descartados o terminaban desgastados, abandonando la organización).

El testamento ausente de Escrivá demuestra que su radicalidad no era tal y que además no vivía lo que tanto predicaba ("quemar las naves"). Las cartas fundacionales necesitaban ostentar una radicalidad divina que no tenían pero que emulaban por medio de una falsificación cronológica. La grosera adulteración del número de miembros (multiplicándolos casi por dos) es tal vez más escandaloso aún, porque va a contramano de la misma radicalidad evangélica (que hacía que muchos discípulos huyeran (Jn 6,66) al considerar que lo que enseñaba Jesús era insoportable). Frente a dicha radicalidad, la alteración de cifras deja en evidencia que para el Opus Dei más importante es la apariencia.

Vivir de la hipocresía

Al Opus Dei le conviene hoy desentenderse de la radicalidad de su fundador por dos razones: primero, porque fue la herramienta que se usó para cometer abusos espirituales; segundo, porque hoy el Opus Dei no podría atraer vocaciones con ese tipo de planteos de extrema exigencia. Es decir, hoy el radicalismo de Escrivá (el Opus Dei como milicia) es un lastre y una prueba que vincula a la institución con el daño cometido. Por ambas razones conviene deshacerse de él.

Más allá de si hubo premeditación o planificación por parte del fundador, hay un recorrido que se puede rastrear: el llamado radical planteado por Escrivá dio lugar a abusos espirituales (en vida del fundador) y finalmente a un desconocimiento de lo sucedido (etapa actual, de decadencia institucional).

Así como Prometeo osó robarles el fuego a los dioses, Escrivá pretendió apropiarse del radicalismo evangélico para su propio beneficio.

Lo escandaloso del Opus Dei es descubrir la existencia de un vínculo entre radicalidad evangélica y abuso de conciencias. Prometeo fue castigado, Escrivá fue elevado a los altares, lo cual aumenta el escándalo a un grado superlativo.

La gravedad de todo escándalo –que ya advierte el Evangelio- reside en su masiva capacidad destructiva a nivel moral, posiblemente peor que la de la calumnia (el escándalo religioso es un terremoto que destruye la fe, la confianza en la Iglesia y la inocencia de la propia conciencia, pues la entrega radical supone una inocencia, que es la que sufre el abuso espiritual).

En nombre de la radicalidad de quienes sí la vivimos, resulta extremadamente escandaloso que Escrivá siga siendo considerado santo y su estatua se encuentre adosada a las paredes exteriores de la basílica de San Pedro. Es escandaloso que innumerable testimonios críticos hayan aflorado después de ser canonizado. Podríamos decir que la canonización se aceleró e Internet se demoró en aparecer. Si hubiera sido al revés, difícilmente Escrivá hubiera llegado a los altares.

Probablemente algunos pensarán que más escandaloso sería descanonizarlo que no hacerlo. Esa misma lógica parece haber estado detrás del tema paidofilia, al considerar que mejor era ocultarlo que esclarecerlo. La consecuencia fue una crisis peor. Porque al final las ovejas terminan pensando: si el pastor no hace su labor ni nos protege, ¿para qué lo necesitamos? Y las ovejas se dispersan, no porque alguien hirió al pastor sino porque el pastor perdió su autoridad.




Lo que hoy queda es una institución que ha perdido la disciplina, diezmada y que está llamada a vivir de espaldas a ese pasado que la condena. Es decir, a vivir hipócritamente.

Si su radicalismo hubiera sido honesto, no habría provocado daño y posiblemente podría seguir convocando nuevas vocaciones, a pesar de la crisis actual religiosa dentro de la Iglesia. Este es el drama del Opus Dei: desde el momento en que mintió en lo esencial perdió todo su valor.

No hay modo de restaurar los niveles de exigencia y de entrega total desde el instante en que se descubre la falta de integridad. Peor aún si –como hoy se comprueba- el Opus Dei parece estar dispuesto a comprometer la disciplina y la exigencia con tal de sobrevivir materialmente. Se ha vuelto una institución irrelevante a nivel espiritual, aunque tenga mucho poder y dinero.

Tuvo su prestigio, ahora tendrá su desprestigio, que le durará hasta que no se convierta sinceramente y de manera radical. Difícil que ello suceda, pues no podrá saberse con certeza si no es un acto más de hipocresía.



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