Tras el umbral/Viaje a Roma

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TRAS EL UMBRAL, UNA VIDA EN EL OPUS DEI


VIAJE A ROMA


Al llegar de Bilbao a Madrid fui a vivir a Juan Bravo, 20, la casa de la Asesoría Central que aún estaba en Madrid. A diario iba a la administración de Lagasca tratando de ayudar a preparar el equipaje que tenía que llevarme a la casa de Roma. Ambas casas, Juan Bravo y Lagasca, están muy cerca y equidistantes de la casa de mis padres. O sea, que, para mí, ese corto recorrido tenía el color de infinitos recuerdos de los años de mi vida anterior. Madrid es una ciudad que siempre he querido mucho; ha tenido siempre para mí un encanto especial. Era la ciudad donde había pasado los primeros veinte años de mi vida y ahora, al haber estado fuera de ella varios años, primero en Villaviciosa de Odón haciendo el curso de formación, luego en las administraciones de las residencias del Opus Dei en Córdoba, Barcelona y Bilbao, el volver a Madrid era un revivir mi vida entera. Especialmente el barrio de Salamanca, que me lo conocía palmo a palmo: desde mi niñez y mi vida de colegio y estudiante, a mi juventud, con sus recuerdos sentimentales y emotivos. Todo se me venía a la cabeza caminando por esas calles. Pensamientos todos que, por otro lado, tenía que alejar de mi mente porque esos recuerdos cargados de una cierta nostalgia contrariaban mi vida de entrega según el espíritu del Opus Dei. Me daba cuenta de que tenía que "despegarme" de todo aquello que despertara en mí memorias pasadas que, en cierta forma, levantaban en mi mente y mi corazón un oleaje emotivo, lujo que una numeraria con buen espíritu no se podía permitir. O sea, que tuve que cortar el hilo de mi discurso mental más de una vez y ajustarme a la realidad de que estaba en Madrid "solamente" de paso para ir a Roma, nada menos que a trabajar de cerca con el Padre. Por ello, materialmente mi cabeza debía estar concentrada en preparar el equipaje que debía llevarme a Italia.

Cuando una numeraria iba a Villa Sacchetti, llevaba todo lo que esa casa había pedido: desde sábanas hasta estropajos para fregar los cacharros de la cocina. Aparte de ello, naturalmente, cada quién preparaba, en maletas aparte, la ropa personal que podía necesitar en Roma.

Un día de los que fui a "Lagasca", conocí a María Luisa Moreno de Vega, que era superiora de la Asesoría Central y que iba a trabajar conmigo, ambas como secretarias personales de monseñor Escrivá en los asuntos relacionados con la sección de mujeres del Opus Dei en el mundo entero. María Luisa había trabajado también en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas como secretaria de don José María Albareda, cuando yo trabajaba en el mismo Consejo como secretaria del doctor Panikkar.

Estaba previsto que, aquella semana, primeros de abril, María Luisa Moreno de Vega, que era superiora mayor, como digo, viajaría en avión a Roma. Yo, en cambio, como no tenía entonces ningún cargo de gobierno en el Opus Dei, iría en tren con Tasia, una numeraria sirvienta que iba a quedarse en Villa Sacchetti. Me llevaría también el equipaje pesado, es decir, el baúl, más las maletas de María Luisa, de Tasia y las mías.

El día que María Luisa Moreno de Vega salía para Roma me dijeron que fuera con Rosario Orbegozo, la directora central, a despedirla. Recuerdo que María Luisa iba vestida con elegancia para el viaje. Como complemento de su atavío, llevaba un sombrero muy bonito y gracioso. En aquellos años la sección femenina no tenía automóvil alguno y por ello don José María Hernández Garnica arregló que, en uno de los automóviles de ellos, un numerario nos condujera al aeropuerto. Pero, hete aquí que, con la prisa, María Luisa se olvidó nada menos que del pasaporte y solamente se dio cuenta de ello cuando estábamos cerca del aeropuerto. Cuando Rosario oyó decir a María Luisa que se había olvidado el pasaporte, le entró un ataque de desesperación, ya que por esa causa perdería el vuelo a Roma, e indignada y furiosa, le pegaba golpes en el sombrero a María Luisa, abollándoselo, claro, mientras le repetía que, en vez de preocuparse tanto del sombrero, se hubiera tenido que ocupar más de no olvidarse el pasaporte. La escena, dentro de lo dramática, era comiquísima: el numerario del Opus Dei manejando el automóvil, nosotras tres en los asientos de atrás y, mientras, Rosario abollando, de la rabia, el sombrero de María Luisa. Ésta estaba angustiada por lo ocurrido, pero, por reacción nerviosa, le dio por reír también. Yo, por mi parte, apenas podía contener la risa igualmente. Total, que el numerario-chauffeur que hasta ahora había manejado en el más absoluto de los silencios, pero que, inevitablemente, había oído el problema, se atrevió a preguntar:
-Volvemos, ¿no?

A lo que todas asentimos a la vez. Regresó, pues, a "Lagasca", con la consabida bronca, al llegar a la casa de Rosario, a María Luisa por haber perdido el avión de esa semana, ya que en esa época, el servicio aéreo con Italia, desde Madrid, era semanal. Yo me daba cuenta de que Rosario tenía razón, pero la verdad era que, en su conjunto, la parte cómica vencía a la trágica. La semana siguiente, la partida de María Luisa fue muy distinta: la acompañé yo simplemente como me dijeron: en un taxi y solamente a la terminal de autobuses de Iberia, que llevaba los pasajeros al aeropuerto.

Con respecto a mi familia, desde que yo llegué de Bilbao y, dado que me iba de España, lo más probable "para siempre", me dijeron las directoras que podía ver a mi padre todos los días. Como el ir a casa de mis padres era impensable, ya que mi madre seguía totalmente opuesta a mi vocación y no quería ni verme mientras estuviera en el Opus Dei, acordé con mi padre el vernos a la hora del café. Solíamos encontrarnos a diario, alrededor de una hora, en la cafetería del hotel Emperatriz, que estaba prácticamente junto a la casa de mi familia. Sin embargo, un buen día, me dijo la directora de Juan Bravo que, como estábamos en Cuaresma, sería mejor que no me reuniera con mi padre a diario, sino cada tres o cuatro días solamente. A mis hermanos pude verlos apenas, por la incompatibilidad de sus horarios de estudios con el rato de que yo disponía por la tarde y porque, por otra parte, mi madre no les dejaba que me visitaran. La situación familiar respecto a mi vocación no solamente no había cambiado, sino que ahora, con mi marcha a Roma, había empeorado.

Las conversaciones con mi padre eran dolorosas por ambas partes: yo lo veía sufrir, primero porque él veía a mi madre sufrir y segundo porque se daba cuenta de que yo también sufría por la reacción de mi madre. Él estaba en el medio. Mi padre me quería entrañablemente y siempre congeniamos mucho, además de ser yo la única hija y la mayor.

Cada vez que nos encontrábamos, me repetía mi padre que si tenía cualquier problema en Roma, acudiera al embajador de España en el Vaticano, a quien él conocía bastante, y que cualquier cosa que necesitara que no dejara de escribirle a casa. Por supuesto, me repetía también que si no era feliz, regresara a casa, donde tanto él como mi madre me recibirían con los brazos abiertos.

Otro de los días me recordó mi padre el temor que él tenía de que Pío XII, siendo como era el Pontífice entonces, tuviera "en cuarentena" al Opus Dei, y me volvió a relatar la entrevista que tuvieron, él y mi madre, con este Papa, en octubre de 1950. Ambos tenían la impresión clara de que Pío XII no tenía la menor simpatía al Opus Dei. Esto basado en la experiencia vivida cuando mi padre, acompañado por mi madre, y yendo en visita oficial al Vaticano, tuvieron una audiencia privada con Su Santidad Pío XII: mis padres y otro matrimonio que acompañaba también a mi padre. Este matrimonio, muy felizmente, le contó al Santo Padre que tenían un hijo en la Compañía de Jesús. Pío XII les habló con entusiasmo de la Compañía de Jesús y les dio expresamente una bendición especial para ese hijo jesuita. Mi madre, que estaba muy emocionada durante la audiencia, al oír aquello, se echó a llorar. Pío XII, dirigiéndose a mi padre, le preguntó si tenían hijos y si tenían algún problema con ellos, a lo que mi padre le respondió que no tenían problema con mis hermanos porque eran muy buenos. "El problema-balbuceó mi madre entre sollozos- es mi hija." A lo que Pío XII le volvió a preguntar a mi padre cuál era el problema con su hija. Mi madre le dijo: "Se fue al Opus Dei." Pío XII respondió con cierta frialdad diciéndoles a mis padres escuetamente: "Sí. Es un Instituto Secular recientemente aprobado." Y no dijo nada más. Sin embargo se mostró sumamente cariñoso con mi madre y le dio su bendición mientras suavemente le acariciaba la cabeza. Mis padres se quedaron convencidos de que Pío XII no tenía afecto especial alguno al Opus Dei. Y esto mi padre me lo recordó en una de esas tardes.

Mi madre aparentemente mantenía que una orden o congregación religiosa era clara en su manera de actuar, pero que el Opus Dei, dicho en forma coloquial, "no era carne ni pescado". Yo oía estas cosas, pero pensaba que mis padres estaban obcecados y que, en su afán de hacerme volver a la casa, deformaban las cosas. Tenía esculpido en mi mente lo que el Opus Dei repetía: "Que los padres podrían ser a veces los mayores enemigos de nuestra vocación." Años más tarde comprendí cuánta razón tenían mis padres en sus apreciaciones instintivas sobre el Opus Dei.

Respecto a mis amigas, como la mayoría estaban casadas, me dijo la directora de la casa que no valía la pena verlas porque disponía de muy pocos días en Madrid, y era mejor que simplemente dejara las fichas con sus nombres para que alguna otra numeraria las llamase por teléfono, más adelante, para invitarlas a retiros.

Me desaconsejaron igualmente que las llamara por teléfono, cosa que, lógicamente, me costó mucho esfuerzo, pero que igualmente acepté.

Estuve en Madrid cerca de tres semanas, ya que mi viaje se concretó para el 22 de abril. El itinerario era Madrid-Barcelona-Roma sin parada en parte alguna. Mi padre, por supuesto, me dio el billete de tren en tercera clase, porque ya estaba resignado al entonces criterio sobre viajes del Opus Dei. Esta vez mi padre no pudo ir a la estación: por asuntos de trabajo tenía que salir para Londres antes de que yo lo hiciera para Roma. Se llevó a mi madre con él, en parte también para evitarle la tensión de mi marcha a Italia.

Ni qué decir tiene que en las casas del Opus Dei en Madrid me repetían a derecha e izquierda la mucha suerte que tenía -lo "enchufada" que era- de poder ir a Roma a la casa del Padre y nada menos que de secretaria suya.

Don José María Hernández Garnica nos dio a Tasia, la sirvienta, y a mí la bendición de viaje, una costumbre que se vive en el Opus Dei, cada vez que alguien viaja. También me dio don José María un correo personal para monseñor Escrivá con la indicación de que se lo entregara a don Alvaro, nada más llegar.

Estábamos a punto de salir para la estación cuando Rosario Orbegozo, que como dije era la directora central de la sección de mujeres del Opus Dei, me llamó aparte y me dijo, ante mi asombro, que me subiera la ropa porque me tenía que poner una faltriquera debajo de la falda. Me dijo que no preguntase nada y tampoco me explicó de cerca ni de lejos el contenido de aquella especie de manga larga, llena de lo que fuera, que ella misma me ató alrededor de la cintura. Solamente me indicó muy seriamente, que bajo ningún concepto me la quitara, ni hablase sobre ello tampoco a la sirvienta que venía conmigo ni a nadie, sino que al llegar a Roma, se lo entregara personalmente a don Alvaro del Portillo. Me recomendó especial cuidado al cruzar la frontera, tanto la hispano-francesa, como la franco-italiana, y me indicó expresamente también que, caso de que me quisieran registrar en alguna aduana, debería exigir que la oficial de aduanas fuera con uniforme y guantes blancos, porque de otra forma no podían, por ley internacional, registrarme. Me insistió una y otra vez en el tremendo cuidado de la faltriquera pero, como digo, no me explicó en absoluto cuál era el contenido.

En el primer momento pensé que el contenido de aquella faltriquera sería seguramente algún documento muy importante de la Obra, pero la verdad es que, con la tensión de la marcha y luego en la estación con el cuidado de facturar el baúl y parte de las maletas directamente a Roma, no me volví a preocupar demasiado de la faltriquera.

Subir al tren fue en cierta forma un descanso, después de los preparativos y emociones de última hora. En el compartimento venía una señora muy mayor, francesa, que apenas nos dirigió la palabra y que se bajó a mitad de camino. La otra persona que venía en el compartimento era un señor, joven más bien, italiano, de aspecto elegante, que hablaba correctamente español porque había vivido varios años en España, nos dijo.

El trayecto Madrid-Barcelona, como lo hicimos de noche, Tasia y yo tratamos de dormir lo más posible. Yo no lo hice muy bien, porque pensaba que, probablemente, dejaba mi país para siempre. Aunque en mi familia había un gran ambiente internacional, como dije anteriormente, España era el país donde yo había nacido y vivido, y lógicamente no sabía cuándo podría regresar, ni si regresaría. Dejaba atrás, una vez más, mi vida entera, pero esta vez con la base sólida del país que me había visto crecer y al que quería mucho. Por otra parte, pensaba igualmente que Dios también me pedía aquello y procuré, mentalmente, hacer un nuevo ofrecimiento de mi vida y futuro a Dios. Era como cortar el cordón umbilical.

Frente a mí tenía el panorama de empezar a trabajar con el Padre y además el carisma de haber sido escogida por él para esta labor delicada de ser su secretaria junto con María Luisa Moreno de Vega.

Cruzamos a Francia en el mismo tren sin problemas de policía ni aduana, porque nuestros documentos estaban en regla. Yo recordé la faltriquera, pero a nadie se le ocurrió registrarnos. El trayecto, de la frontera hispano-francesa a la frontera italiana es tan lindo que estuvimos embebidas contemplando el paisaje de la Costa Azul y Mónaco. En mi interior, siempre acaricié la idea, mientras estaba en la Obra, de que, algún día, si dejaba España, me enviarían a Francia. Así le había expresado este deseo a monseñor Escrivá en más de una de mis cartas personales, ya que Francia es un país que me entusiasma.

En Madrid, nos habían preparado para el viaje unos sándwiches y alguna fruta, pero no agua, porque nos dijeron que podríamos beber en alguna fuente de las estaciones donde parase el tren. La verdad es que el tren paraba solamente unos minutos en las pocas estaciones que lo hizo y no daba tiempo a bajarse y empezar a buscar fuente alguna. Yo, que siempre bebo mucha agua, tenía muchísima sed, pero como no nos habían dado dinero para el viaje, tampoco podíamos comprar ningún refresco a quienes los vendían acercándose a las ventanillas en los pocos minutos que el tren paraba en alguna estación de paso.

Nuestro compañero de tren, al ver dos mujeres jóvenes, de aspecto agradable, debió de pensar que se iba a pasar un viaje muy bueno en nuestra compañía, pero lo que él no sabía era que las numerarias del Opus Dei nunca alternan con hombres y que, cuando viajan, o en situaciones similares, tampoco revelan su pertenencia al Opus Dei, lo que crea muchas veces, como en este viaje, por ejemplo, una situación confusa y embarazosa. La forma corriente con que yo vestía y mis 27 años recién cumplidos me hacían aparecer en aquel tren con el aspecto de una muchacha estudiante que va al extranjero. En cuanto a Tasia, al ir también corrientemente vestida, no tenía aspecto monjil. Lo único que se le notaba era que, a pesar del vestido, sus modales y aspecto físico eran más bien toscos. El señor italiano quería a toda costa entablar una conversación, pero las preguntas que nos hacía se las respondía yo, educada pero lacónicamente, para evitar una conversación larga. El hombre no sabía qué hacer para pegar la hebra. Su afán de hablar nos hizo a Tasia y a mí pasarnos muy largos ratos en el pasillo del tren en el trayecto Barcelona-Ventimiglia, frontera por la que entramos a Italia.

De más está decir que cumplimos todas las normas del plan de vida, para lo cual y a fin de no llamar la atención ni ser interrumpidas por el señor italiano, nos hacíamos las dormidas.

Al llegar a Ventimiglia, la policía y la aduana italiana subieron igualmente al tren para revisar los pasaportes y los equipajes. Yo estaba tan tranquila porque en Madrid había facturado hasta Roma el baúl y un par de maletas, con lo cual no teníamos gran equipaje en el compartimento. Una vez que la policía y la aduana italiana se bajó del tren, Tasia y yo nos quedamos en el pasillo mirando por la ventanilla todo el trasiego de aquella estación fronteriza. Vimos también cómo las otras maletas nuestras entraban en el vagón de equipajes con destino a Roma, pero de repente y con enorme asombro nos dimos cuenta de que a nuestro baúl lo habían dejado atrás, apartado, en medio del andén donde la aduana revisaba los equipajes, sin el menor aire de subirlo también al vagón, con destino a Roma. Faltarían como unos diez minutos para que arrancara el tren, cuando nos dimos cuenta de ello. No lo pensé dos veces: le di a Tasia su billete y su pasaporte y le dije al señor italiano que por favor la cuidara durante el viaje y especialmente al llegar a Roma, donde nuestras amigas nos esperaban.

Con las mismas, bajé del tren y volé a la aduana. Durante unos tres minutos iba y venía, brincando entre los mostradores de la aduana francesa y la italiana, tratando de averiguar la razón por la que no habían subido el baúl en el tren que iba a Roma. La respuesta fue que tendría que dejar el baúl en la frontera y que luego podría reclamarlo a través de un agente de aduanas, a menos que pagase de inmediato, bien en liras o en francos franceses, una cantidad equivalente a unos treinta dólares norteamericanos y que, por otra parte, dudaban de que hubiera tiempo ya para subir el baúl al tren.

Me di cuenta, con horror esta vez, de que, al no tener dinero en moneda extranjera, el baúl se perdería probablemente o sería complicadísimo reclamarlo desde Roma, y además que era el encargo específico que me habían dado las superioras en Madrid de que el baúl tenía que llegar conmigo a Roma. De repente, se me ocurrió pensar si el contenido de la faltriquera que yo cargaba podría ser dinero. Cruzó también por mi mente el mandato severo de Rosario Orbegozo de que bajo ningún motivo me deshiciera ni tocara aquella faltriquera, pero, al mismo tiempo y como un rayo de luz se me vino a la cabeza el pasaje bíblico de los panes de la proposición y sin más, me metí en un inmundo servicio que había allí mismo, rasgué la tela de la faltriquera y vi con estupor ante mis ojos que contenía miles y miles de dólares norteamericanos. Temblorosa, saqué solamente cincuenta dólares sin querer indagar la enorme cantidad de dinero que llevaba encima y pagué así a la aduana franco-italiana. Después de lo cual insistí a los aduaneros de tal forma que logré que subieran el baúl al vagón de equipajes, justo un instante antes de que el tren arrancara.

Por mi parte, volando más que corriendo, crucé las vías y me fui hacia el tren que empezaba a moverse. Tasia, la sirvienta, lloraba pensando que se quedaba sola porque con el tren en marcha no lo podría alcanzar. La verdad es que llegué a los escalones de la portezuela de uno de los últimos vagones. Mientras tanto, el señor italiano, al ver la escena, corrió por el pasillo del tren hacia la portezuela que yo intentaba alcanzar y con todas sus fuerzas me ayudó a subir al tren, ya en franca marcha. Naturalmente tuve que darle amablemente las gracias a aquel señor y fue ya inevitable el entablar una conversación amable con él.

La verdad es que, a más de jadeante por la carrera hacia el tren, interiormente estaba angustiada por haber roto la faltriquera y pensar qué diría don Alvaro al darse cuenta de que yo me había enterado de esa manera de que llevaba dólares encima. En ese momento no pensé que los superiores del Opus Dei -empezando por el Padre, siguiendo por Alvaro del Portillo, continuando con don José María Hernández Garnica y, acabando por Rosario Orbegozo- me habían usado, sin decirme nada, sin advertirme nada y sin preguntarme, en primer lugar, si estaría dispuesta a correr ese riesgo por la Obra.

Cuando pienso en ello hoy día y me doy cuenta de que crucé las fronteras de tres países con aquel puñado de dinero sin saberlo, no es que me irrite solamente, es que me espanta el que el Opus Dei utilice a sus miembros como marionetas haciéndoles violar leyes internacionales. Si dichas leyes son justas o injustas, no me toca a mí juzgarlo. Lo que espanta, como digo, es que el Opus Dei exponga de esta manera a sus miembros. ¿Cómo iba a creerme la policía de país alguno que "yo no sabía" que llevaba divisas, máxime siendo mayor de edad, como era? Es decir, por ser mayor de edad, yo hubiera pagado en mi persona cualquier pena que me hubieran impuesto tanto España por sacar dinero sin permiso, como Francia o Italia, por no declararlo, si me lo hubieran llegado a encontrar.

Parece ser que monseñor Escrivá con alguien de las altas esferas del Opus Dei, o alguien importante del Opus Dei -no estoy totalmente segura- fueron a visitar a Franco en esa época y en el transcurso de la conversación le dejaron caer que se estaban construyendo en Roma los edificios que albergarían al Colegio Romano de la Santa Cruz y que para ello necesitarían canalizar desde España fondos para esta empresa. Franco, con su bien conocida "diplomacia gallega", no prestó mayor atención a la insinuación. Indiscutiblemente monseñor Escrivá por aquello de que "quien avisa no es traidor" pidió a los superiores mayores del Opus Dei en España el que pudieran enviar con la periodicidad necesaria, para poder cumplir los compromisos financieros frente a terceros, ayuda económica en gran escala. El Opus Dei en España sufrió una verdadera sangría financiera para poder ayudar a Roma. Al no haber canales oficiales para hacerlo abiertamente, dado el control monetario español de la política franquista, se utilizaron medios diplomáticos "discretos" para verificar dichos envíos, bien fueran valijas diplomáticas o similares. Estando en Roma, todas sabíamos que semanalmente llegaba un correo de España, es decir, alguien que traía papeles confidenciales y -no me cabe la menor duda hoy día- que, posiblemente también, como en mi caso, esa persona transportara igualmente sumas menores en divisas.

Pero siguiendo con el viaje, el señor italiano preguntaba cosas lógicas como:
-¿Qué piensa hacer usted en Italia?
Mi respuesta, lógica también:
-Estudiar italiano.

Yo trataba de ser lo más evasiva posible, pero las preguntas se sucedieron:
-¿Dónde en Italia?
-En Roma.
-¿Dónde vivirá usted en Roma?
-En una residencia de estudiantes.
-¿Cómo se llama?
-No lo sé -fue mi respuesta-. Mis amigas me lo dirán cuando me vengan a buscar esta noche a la estación.

Siguieron sus preguntas y mis evasivas. Yo no le di dirección alguna, por supuesto, simplemente me limité a decirle, para que todo pareciera normal, que creía que la residencia estaba en el "Panoli", pero que como no conocía Roma, podía estar confundida.

Como este señor vio que no era muy fácil seguir hablando conmigo, me brindó amablemente unas revistas italianas que llevaba él, ya que nosotras tampoco llevábamos material alguno de lectura. Las acepté cortésmente para verlas.

Lo que este señor no podía ni vislumbrar era que aquellas revistas eran las primeras que caían en mis manos desde el año 1950. Sentía gran curiosidad e interés por hojearlas, máxime porque eran italianas. Pero sobre todo porque hacía, como digo, años que no hojeaba una revista. Eran sencillamente unas revistas gráficas, pero no pornográficas ni mucho menos, lo que no significa que no hubiera por otra parte, alguna que otra fotografía más o menos sugestiva. Yo procuré que la sirvienta no viera esas páginas y me dediqué por unos minutos a ver si podía entender el italiano escrito. Pretextando las salidas al pasillo del tren, dejé las revistas en el asiento. Y así, entre salidas al pasillo, cumplimiento del plan de vida con apariencia de sueño, transcurrieron las horas hasta que llegamos a la Stazione Termini en Roma: eran las once de la noche del 23 de abril de 1952.

Nos esperaban en el andén Iciar Zumalde, quien había hecho conmigo el curso de formación en "Los Rosales" y Mary Carmen Sánchez Merino, de Granada, a quien no conocía. Me llamó la atención que la Stazione Termini no fuera tan ruidosa como las españolas y me hicieron notar que dependía del material que habían empleado en la construcción del pavimento. Tomamos un taxi con todo el equipaje, maletas y baúl incluidos. Me pareció en el camino que Roma tenía una bonita iluminación, pero estaba tan cansada y sedienta que lo único que deseaba era llegar a la casa y beber agua. Por fin, tras unos veinte minutos, llegamos a Via di Villa Sacchetti, 36, la casa central de la sección femenina del Opus Dei en Roma.

Al bajarme del taxi, mi primera impresión fue que la casa del Opus Dei era pequeña, porque desde el umbral sólo se veían tres ventanas y una especie de tejadillo.


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