El sacrificio de los hijos

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Por E.B.E., 1 de junio de 2015


«De pocas cosas puedo ponerme de ejemplo. Sin embargo, en medio de todos mis errores personales pienso que puedo ponerme como ejemplo de hombre que sabe querer» (Escrivá, J.M., 1971)

«Os quiero con toda mi alma, os quiero más que vuestros padres, aunque no os haya visto nunca» (Escrivá, J.M., 1971)

«Vosotros decís: queremos lo que quiera el Padre, y acabáis antes, ¿no? Porque yo, además quiero lo que quiere El; así que está en un compromiso tremendo» (Escrivá, J.M., citado en “Meditaciones” III, p. 401)

«Si no pasáis por mi cabeza, si no pasáis por mi corazón, habéis equivocado el camino, no tenéis a Cristo» (Escrivá, J.M., citado en “Meditaciones” IV, pág. 354)

En este escrito aparece la palabra "padre" escrita de dos formas: referida a Escrivá y los sucesivos prelados (con mayúscula) y referida al concepto de padre (con minúscula).

El Padre

Posiblemente una de las perspectivas más reveladoras para entender el Opus Dei, su expansión y su crisis, sea el vínculo particular que Escrivá estableció desde el principio con quienes le comenzaron a seguir: el de ser un padre, pero no uno cualquiera, sino El Padre, como aparece en la lápida de la cripta subterránea en Villa Tevere. Escrivá, en primer lugar, y luego los sucesivos prelados, cuyas paternidades son definidas por lazos superiores a los de la sangre (según el Opus Dei). Escrivá se constituyó a sí mismo como una suerte de nuevo Padre Abraham y su Obra como un Nuevo Pueblo, querido y promovido por Dios de manera especial (ser hijo de El Padre vendría a implicar una elección de predilección –un linaje sobrenatural-, con una misión especial, como sucedía con los profetas y los grandes personajes del Antiguo Testamento). El Opus Dei nace, entonces, en un contexto cuasi-bíblico (anunciado por el mismo fundador)...

En el siguiente texto, A. del Portillo se refiere a Escrivá como Patriarca -escrito con mayúsculas-:

«Así lo quiso el Señor desde el 2 de octubre de 1928 (…) que fuera el Patriarca de esta gran familia que habría de extenderse de polo a polo. Y nuestro Padre la ha transmitido, hasta el final de los siglos, a todos sus sucesores. La paternidad es el fundamento más sólido de la unidad de la Obra la que asegura la firmeza y cohesión de nuestra familia, que nada ni nadie podrá quebrantar, si nosotros correspondemos a diario con exigente fidelidad» (Del Portillo, A., citado en Meditaciones, tomo V, pags. 139-140).

Pero era el mismo fundador quien se veía –y lo decía- como un Patriarca, tomando como referencia el capítulo XI del Génesis (no es extraño que luego algunos lo compararan con figuras como Moisés):

«(…) hijos míos, no pongáis mi nombre sobre la losa cuando tengáis que enterrar este pobre cuerpo mortal. ¿Y qué ponemos?, me respondían. Poned: et genuit filios et filias; engendró hijos e hijas, como los Patriarcas. Y no era soñar. ¿No veis cómo los sueños se han hecho realidad? La Obra es hoy una familia sin límites de raza, de lengua, de nación; con una hermandad real y sobrenatural de maravilla, en la que cada uno tiene un gran amor a la libertad y a la responsabilidad personales» (Meditaciones, tomo V, pags. 10).

El fundador apeló, así, a la necesidad básica de todo ser humano de sentirse querido (en eso consiste la felicidad, en última instancia) fundando una nueva familia humana y sobrenatural. El Opus Dei –desde esta perspectiva- es, antes que nada, un padre espiritual que ama a sus hijos con un amor sobrenatural superior al de los mismos padres naturales.

«¿Veis que el espíritu de filiación divina, para los hijos de Dios en el Opus Dei, es inseparable de la filiación al Padre? Por esto os he señalado alguna vez —ha escrito el Padre— que, si no fuerais buenos hijos del Padre, si no fuéramos todos buenos hijos de nuestro Padre, no podríamos ser buenos hijos de Dios» (Del Portillo, A., citado en Meditaciones, tomo V, p. 141).

El Opus Dei como «el mejor lugar para vivir» está basado en el concepto de Cielo: el lugar de la Felicidad. Y no es casual que abandonar el Opus Dei sea sinónimo de infelicidad eterna (en palabras del mismo Escrivá). El Opus Dei vendría a ser un Cielo en la Tierra:

«No encontraréis la felicidad fuera de vuestro camino, hijos. Si alguien se descaminara, le quedaría un remordimiento tremendo: sería un desgraciado. Hasta esas cosas que dan a la gente una relativa felicidad, en una persona que abandona su vocación se hacen amargas como la hiel, agrias como el vinagre, repugnantes como el rejalgar» (Escrivá, J.M. citado en Meditaciones, tomo III, p. 389).

El que luego sea una pía unión, o un instituto secular, o una prelatura personal, es un elemento secundario, figuras jurídicas importantes nomás para obtener un lugar en de la Iglesia. De puertas adentro, lo importante es la filiación (la fraternidad es un tema menos claro y más bien retórico –una solidaridad que no se termina de poner en práctica-, pues no tiene la eficacia de la filiación, la cual se concreta en una obediencia extrema al Padre).

Lo que en teoría vino a fundar Escrivá -por iniciativa divina- fue, entonces, “una familia de lazos sobrenaturales”, por encima de cualquier forma jurídica.




El fundador dejó establecido que miembros plenos de esta familia serían sólo los numerarios y así quedó escrito en las Constituciones de 1950 (16. § 1). Si bien más tarde se hicieron aclaraciones de que no era así, en la práctica las cosas siguieron siendo así.

Escrivá dio a entender que en los fundamentos del Opus Dei se encontraba un amor incondicional, constituido por la predilección divina, por el aspecto maternal de la institución y por el carácter paternal de su fundador. Para quienes se entregaran al Opus Dei les estaría reservada la fidelidad de Dios, la fidelidad de la institución y la de su fundador. El único requisito era entregarse de manera incondicional, para corresponder a ese amor infinito de Dios, encarnado en su Opus Dei y en su fundador.

Escrivá reprodujo –y lo constituyó como central- el vínculo natural entre padre e hijo como el eje central de la organización (aquí los psicólogos serían esenciales para continuar un análisis profesional).

Para que se entienda bien, sería imposible consagrarse a los apostolados de la Prelatura sin ser, al mismo tiempo, “hijo o hija del Padre”: el vínculo no es con una institución sino con una persona: el Padre, y es a partir de ese vínculo que se da todo lo demás, no antes ni tampoco sin él.

La carta que se escribe al Padre para pedir la admisión parece una carta de filiación, más que de afiliación o adscripción.

El éxtasis

El panorama así planteado resulta idílico. Hasta que se empieza a descubrir otros aspectos ocultos de la figura de ese mismo padre.

Al principio resulta natural –en razón de su amor paternal- la intromisión del Padre en la relación institucional y la relación misma con Dios de cada uno de sus hijos: «si no pasáis por mi cabeza (…), no tenéis a Cristo» (el contexto de esa frase es, nada más ni nada menos, la parábola de la vid y los sarmientos). Un padre que lo invade todo. Un padre que quiere que sus hijos crezcan, pero no demasiado.

A diferencia de lo que puede pasar en otras organizaciones religiosas, en el Opus Dei ser “hijo del Padre” no es una metáfora o una alegoría, del mismo modo que referirse al fundador como “nuestro Padre” tampoco lo es. Es la relación que define y le da unidad al Opus Dei.

Se explica así, por ejemplo, que la falta de acceso a las Constituciones y Estatutos haya sido tradicionalmente un tema sin ninguna importancia o que la figura del prelado suene a hueca o formal: lo real es el Padre. Lo jurídico tiene un rol muy secundario en comparación con la palabra del Padre, la única importante, autorizada y decisiva, a la que hay que hacerle caso, incluso hasta la muerte.

En alguna medida, la vocación al Opus Dei es “entregarle la propia vida al Padre”, de forma tal que el Padre se vuelve “dueño” de la vida de los hijos, con la capacidad de disponer de sus vidas como mejor lo crea conveniente.

Ese ser “dueño” se manifiesta además en el modo en que toma posesión sobre la intimidad de sus hijos, cosa que se concreta en el gobierno de las conciencias (capacidad de intromisión).

En este contexto, el significado de la dispensa (al margen de su sentido canónico) no es otra cosa que el “permiso” del Padre para que se marche un hijo. Desde este punto de vista, la dispensa es un deshonor y, como tal, Escrivá plantea así la salida en sus escritos (cfr. La maldición del Rejalgar). Muy diferente a lo que sucede en la parábola del hijo pródigo (cfr. “La formación de la identidad en el Opus Dei”, ítem G).

Raimon Panikkar fue de los primeros del Opus Dei. Se ordenó sacerdote hacia 1946 y abandonó la institución hacia 1966. Recordando esos años en el Opus Dei, dice que fueron como de un “permanente éxtasis”, lo cual le permitió soportar la rigidez interna de la organización (Cfr. Panikkar, Raimon y Carrara, Milena: “Pelegrinatge al Kailasa”, Ed. Portic, 2009, pág. 158). Eso que le pasó a Panikkar probablemente es lo que le sucede a muchos y les permite seguir adelante durante largo tiempo.

El amor que promete el Padre, a cambio del sacrificio que les exige a los hijos, puede muy bien producir una atmósfera de éxtasis, como bien decía Panikkar. El amor del Padre es la promesa y la recompensa. El precio es el sacrificio.

El sacrificio de los hijos

No dejan de ser notables los ejemplos que hemos tenido en estos últimos meses: los sacerdotes Danilo Eterovic y José Luis Martí (me refiero a estos dos, especialmente, por sus testimonios escritos, aunque aquí en OL hay muchos otros más).

Danilo Eterovic pareciera haberse “incorporado” definitivamente cuando adoptó al Opus Dei como su familia y a Escrivá como a un padre («... yo que había andado por el mundo sin padre y casi sin madre. Tuve la sensación de que aquél era mi verdadero hogar», Danilo Eterovic, entrevistado por J.L. Olaizola). Y la ruptura de ese vínculo se expresó en esas crudas palabras de despedida: «estoy rechazado», que es lo opuesto a ese amor incondicional del inicio. Más que un Cielo, el Opus Dei terminó siendo un infierno para Danilo, o al menos eso pareciera: el peor lugar para vivir.

El caso José Luis Martí es semejante, y al mismo tiempo, muy particular (aunque no por ello único): en su carta literalmente suplica al Padre que le permita partir de “la casa paterna”, que le quite el peso del yugo que carga sobre sus espaldas (es decir, el ser “hijo de ese Padre”). No soporta más vivir en ese lugar –no sólo en esa casa sino sobre todo en esa familia-, al igual que le sucedió a Danilo. El Opus Dei dejó de ser un Cielo para transformarse en un sitio tortuoso.

No es difícil imaginar que dicha súplica ha debido sonar a ofensa en los oídos del Padre.

José Luis escribe como una suerte de Isaac implorando por no ser sacrificado. Y el Padre, cuan Abraham sordo, prosigue adelante con el sacrificio -de ese hijo- que cree Dios le pide.

Esa carta pone de manifiesto una ausente escena de la que no tenemos detalles: la impiedad de un padre que se ha negado –una y otra vez- a responder, y ha provocado entonces la imploración del hijo frente a la obstinación e imperturbabilidad del Padre (característica que imitan los directores cuando tienen que ejercer ellos mismo de Abraham y sacrificar a sus dirigidos, sin inmutarse, con la conciencia de estar cumpliendo una orden divina).




Al leer la carta del sacerdote Martí, más de uno se habrá preguntado ¿por qué no se marchó dando un portazo? Sin dudas, esa carta manifiesta que José Luis no estaba pasando por su mejor momento, pero por otro lado también pone de relieve el nivel de sometimiento que ha ejercido y ejerce dicho padre (junto con su cadena de mandos).

Lo mismo podría decirse de la maldición del rejalgar que Escrivá en vida les dedicaba a “sus hijos que le abandonaban”. Para muchos –que la leen sin haber estado en el Opus Dei- dicha maldición no puede jamás ser tomada en serio. Pero hay que pensar que si Escrivá la decía no era porque no iba a ser tomada en serio, sino justamente lo contrario. La clave es el vínculo interpersonal: quienes ven el Opus Dei desde afuera no están sometidos por ese “vínculo filial” y, por lo tanto, no les afecta ni lo llegan a percibir.

Como decía anteriormente, el vínculo jurídico no es el más importante ("¿qué me importa si los laicos están incorporados o no a la prelatura, mientras yo sea hijo del Padre?", podrían pensar muchos dentro del Opus Dei). El vínculo más intenso con el Opus Dei se constituye a partir de “la filiación al Padre” y termina con la ruptura de ese vínculo. Romper ese vínculo resulta traumático, más aún si quien debe romperlo se encuentra en una situación psicológicamente delicada.

Ese vínculo implica dos cosas al menos: la entrega de todo (ceder la propiedad) y el sacrificio personal (vaciarse de sí mismo y ofrecer la propia vida por el padre y al padre). Al transformarse en verdaderos esclavos del padre, resulta muy difícil recuperar la libertad y fuerza necesarias para marcharse. Se dependen en todo, al punto de ser necesario –en casos extremos- suplicar, como lo hizo Martí.

Más que vivir una pobreza de religiosos -podría plantearse- los hijos viven un desprendimiento total para depender en todo del Padre, lo cual se asemeja bastante al voto de pobreza, con la gran diferencia de que el objetivo no es la unión con Dios, sino que el Padre tome un control eminente sobre la vida de los hijos. El objetivo no es que sean religiosos ni vivan como religiosos sino que en todo estén sometidos al Padre, como los sarmientos están unidos a la vid (en la parábola del Evangelio, la Vid es Cristo; en el Opus Dei, la vid es el Padre). De ahí la ausencia de un orden jurídico claro -Estatutos que no se leen nunca-, o de un orden previsional casi inexistente (que la jubilación de quienes trabajan en tareas internas esté en manos del Padre y no de un sistema independiente).

Notable es que, hacia el final de su carta, José Luis se despida diciendo –a ese sujeto que, a ojos de los extraños, más que un padre parece un verdugo- que siempre “le querrá como a un padre”. El efecto de la figura del padre es hipnótico, por no decir aplastante.




Tanto Danilo Eterovic como José Luis Martí parecen fieles ejemplos de lo que el holocausto del yo puede llegar a producir: una verdadera destrucción personal, que viene a confirmar el culto a la figura de ese padre, al cual los hijos se ofrecen en sacrificio como si lo hicieran al mismo Dios.

Por el modo en que ambos murieron, es como si hubieran sufrido algún modo de tortura psicológica (cfr. la súplica de Martí). Ambos se suicidaron, pero no sin antes dejar pruebas escritas del estado de sus mentes y de sus corazones. Aunque sean casos extremos, no parecen casos aislados. Lo que sucede, usualmente, es que la mayoría escapa o frena antes de llegar a ese abismo. Pero muchísimos transitan por ese proceso de “inmolación interior”, que poco tiene que ver con la búsqueda de la santidad y más bien con un sistema de disciplina y un liderazgo narcisista que nadie supervisa.

Hay personas que no se dan cuenta o no muestran signos de padecer ningún tipo de autodestrucción –sino más bien lo contrario- porque son naturalmente obsesivos, meticulosos y sistemáticos –ideales para ocupar puestos de dirección en el Opus Dei- y, por lo tanto, encuentran más que adecuado el modo de vida de esta “familia sobrenatural”. Sólo con el paso de los años –y de las décadas- algunos pueden llegar a tomar conciencia –otros, simplemente se enferman sin saber por qué- del desgaste al cual fueron sometidos, pero es entonces cuando resulta tarde reaccionar: terminan empastillados, agotados e incluso con enfermedades psiquiátricas serias. Si al principio parecían más fuertes que los demás, en realidad no tenían los mecanismos adecuados para reaccionar y frenar a tiempo.




Si en el inicio de cada vocación al Opus Dei aparece un padre que es capaz de “dar la vida por las ovejas”, hacia el final –cuando se abandona la institución- no pocos experimentan un padre que se caracteriza por el desinterés y el abandono de esas personas que tanto decía querer.

La destrucción interior de los “hijos” puede tener muchas causas, pero una de ellas pareciera ser la imposibilidad de enfrentarse al Padre y oponerse a su voluntad, pues vendría a ser una suerte de apostasía y, en definitiva, declarada enemistad con Dios.

Incluso ello puede verse manifiesto en la imposibilidad de negarse a la ordenación: lo dice explícitamente Martí. Y no es el único sacerdote que se ha ordenado por complacer al Padre.

Aunque Martí no haya querido jamás hacer algo así, ni menos aún lo haya advertido, su carta debe haber sido una verdadera ofensa para el Padre (desde el punto de vista del prelado, por supuesto). Por dos motivos, uno de los cuales ya fue citado (rechazar al Padre y a su Obra, en primer lugar).

Luego, porque Martí solicitó al Padre que le reconociera la invalidez de su ordenación. Eso era algo imposible desde el inicio, porque le hubiera significado al Padre reconocer que se había equivocado al elegirlo como candidato al sacerdocio. Difícilmente el Padre iba a asumir semejante error. Entonces, quien paga es el hijo con su propio sacrificio. Esta es, probablemente, una de las causas por las cuales el prelado no respondió a las súplicas de Martí.




El Padre tiene un amor incondicional y los hijos deben corresponder ese amor con un sacrificio que llegue a ser holocausto, de ser necesario. Este pareciera ser el meollo del vínculo que –en el particular caso del Opus Dei- une al «Padre» con «sus hijos».

Recordemos una vez más que el mismo Escrivá decía:

«Hay que pedirle al Señor que nos mande la muerte antes que no perseverar» (Escrivá, J.M., citado en “Meditaciones”, V, pág. 404)

Es mejor solicitar la muerte antes que romper el vínculo con el Opus Dei. Esto habla de un dramatismo que no puede contenerse ni expresarse en unas Constituciones ni en unos Estatutos. Los trasciende ampliamente. Ahora se pueden entender mejor las muertes de Danilo Eterovic como la de José Luis Martí (y la de tantos otros). El vínculo con el Opus Dei, que nace de un amor paternal ilimitado, hacia el final se revela dramático e incluso mortal.

Lo que pareciera darse en el Opus Dei –que lo hace muy particular- es un vínculo patológico, que va más allá del vínculo jurídico contractual (Cfr. Catecismo del Opus Dei, 1995, nro. 95) e incluso del vínculo sagrado (por el cual se necesita dispensa).

Esto se puede comprobar en el momento de poner fin a ese vínculo: aparece la maldición del rejalgar (con el paso del tiempo seguramente los directores lo querrán suavizar e incluso eliminar de la historia del Opus Dei, como algo que nunca existió o fue simplemente “metafórico”).

Mientras los Estatutos contemplan la posibilidad de dispensar el vínculo, Escrivá no perdonaba que “un hijo suyo” quisiera romper la relación con “ese Padre”. Esto trasciende toda razón jurídica (contrato) y teológica (voto sagrado) para situarse ya en el ámbito de lo psicológico y sobre todo psicopatológico.

Cuando Escrivá dice que hay que pasar por su cabeza para llegar a Dios y que abandonar el Opus Dei es dejar de estar con Cristo está poniendo de manifiesto esa distorsión: más que una necesidad teológica sus afirmaciones responden a necesidades psicológicas y posiblemente psicopatológicas. Con esto quiero decir, necesidades que están en su cabeza –y en las cabezas de quienes le creen- y en ningún otro lugar: no son razones externas o que se puedan justificar con argumentos religiosos (jurídicos, teológicos, etc.).

Para explicar el Opus Dei hay que profundizar cómo ha sido la psicología de su fundador, pues allí pueden encontrarse muchas razones de las diversas anomalías institucionales (Cfr. El trastorno narcisista de la personalidad del fundador.- Marcus Tank y La patología narcisista del Opus Dei.- Oráculo).

La despedida

El Padre no permite la emancipación de ninguna manera. Es difícil irse porque implica hacerse cargo de sí mismo –volverse adulto- cuando aún todavía se es hijo (cfr. Guardería de adultos). Sometidos permanente a la voluntad del Padre –a lo «que quiera el Padre»-, los hijos no maduran nunca. A lo sumo algunos se constituyen en «hermanos mayores» que cumplen la función de sargentos del Padre.

La desilusión comienza cuando ese amor incondicional tantas veces enunciado y prometido no se corresponde con los sacrificios que se vienen realizando o se han llevado a cabo durante años. En este sentido, el Opus Dei se asemeja mucho a la tesis del film Matrix: crear un mundo ideal a cambio de un sacrificio constante (funcionar como baterías de la maquinaria que crea la ilusión). La ilusión sostiene al sacrificio y el sacrificio sostiene a la ilusión.

La salida del Opus Dei pareciera tener ese común denominador: el descubrimiento del rechazo por parte de la misma institución (como bien lo dejó patente Danilo Eterovic), cuando no del mismo Padre. La relación termina cuando se descubre que, en realidad, a uno no le han querido realmente, salvo en la medida en que aportaba alguna utilidad (entrega y sacrificios) o esperanza de ser útil a la institución.

No es un problema de incoherencias –que abundan en el Opus Dei- ni de «vocación» -materia sobre la cual deciden los superiores-: es un problema de aprobación y de rechazo. Uno acepta mansamente tantas contradicciones porque la coherencia la da el saberse querido (o más bien, la creencia en que ello está sucediendo).

¿Si el Padre y la Obra me quieren, qué importa lo demás? Ahora bien, si el Padre y la Obra ya no me quieren –pues la pérdida de interés se nota-, ¿qué me importa a mí la institución y la vocación? Al contrario, se hace necesario abandonar cuanto antes semejante relación destructiva.

Tampoco es un asunto de «desgaste de la relación», como puede suceder en un matrimonio. El amor incondicional del Padre no se llega a materializar –en los casos que debiera, no pocas veces brilla por su ausencia, como lo dejó claro la carta de Martí-, mientras que los sacrificios de los hijos son reales: no hay un desgaste de la relación sino un descubrimiento de la falsedad de dicha relación (cfr. La gran decepción). Ese amor del Padre es ficticio, si no fingido. Esto es lo que más duele y descorazona y Danilo Eterovic lo resumió en dos palabras: «estoy rechazado».

He oído testimonios de algunos mayores, hacia el final de sus vidas, diciendo que «el Padre» no les había querido, o lo que es lo mismo, no se habían sentido queridos por el Padre. Confesiones personales realmente estremecedoras y, al mismo tiempo, reveladoras.

Antonio Petit descubrió, hacia el final de su vida, que tampoco a él le querían. Así tantos otros. Opuslibros.org, en última instancia, no es otra cosa que el testimonio del sacrificio de los hijos.




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