Sumamente raros

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Por Antrax, 25.09.2006


Después de tantos años (no diré cuántos) en los que mi único contacto remoto con esa organización se ha producido a través de los numerosos familiares míos que permanecen en ella y, últimamente, por la lectura habitual de “Opuslibros”, he llegado a una conclusión principal, reconozco que no excesivamente profunda ni trascendente:

Éramos, yo era, ellos siguen siendo sumamente raros.

Contra lo que proclama el postulado inicial del Opus Dei, aquello de “cristianos corrientes en medio del mundo”, o algo por el estilo, lo cierto y real es que se trata de una organización profundamente endocéntrica, una curiosa burbuja dotada, eso sí, de tentáculos o palpos, como los que tienen los celentéreos y otros animalillos afines. Del bichito brota una de sus protuberancias móviles, ¡plop! Te atrapa, te ingurgita y te incorpora a su materia, adecuada y someramente digerido. Y ya no eres un pedacito de plankton natatorio y errático, sino una partícula de aquella masilla viscosa...

Lamentable metáfora o alegoría aparte, lo que sí tengo bien presente era lo raro que yo me sentía, lo raros que me parecían mis congéneres y, desde luego, lo rarísimos que nos veían los ajenos a la cofradía, club o pandilla.

Por fortuna, mis elementos de contraste solían ser gentes del teatro y del arte, militantes políticos de izquierda más o menos radical y, en suma, otro tipo de raros y raras; pero, desde luego, muchísimo menos raros que los miembros del Opus Dei, asombrosa organización en cuyo absorbente seno me mantuve durante cuatro años, los más extraños de mi vida, y mira que he hecho cosas pintorescas a lo largo de ella.

Ahora, cuando le echas una dosis de extrañamiento (Vermsfredungeffekt, que diría el difunto Bertoldo) puedes optar por partirte de risa, o bien por erizar los cabellos hasta un resultado completamente “punk”, un auténtico equinodermo (vaya, hoy me dio por la zoología). Recomiendo vivamente la opción primera, la de extrema hilaridad, porque la veo más higiénica.

Y afirmo que si uno pretende vivir un monacato camuflado y lo declara abiertamente, está en su perfecto derecho; lo malo es cuando se postula a berrido limpio todo lo contrario y, en clara contradicción, anda uno haciendo de “mitad monje, mitad soldado” (creo que la expresión falangista cuadra bastante), y un tercio adicional “hombre de las cavernas”.

Lo de las cavernas viene bastante a cuento con la famosa espelunca de Platón. De hecho, vivíamos mirando la mar de satisfechos las proyecciones de figuras pasadas por extraños a través del ojo de la linterna mágica. Supongo que los responsables de las proyecciones holográficas unas veces lo hacían con la declarada intención de engañarnos y otros por pura rutina, no lo sé.

Sin embargo, era patente siempre la distinción absoluta entre “lo de casa” y “por ahí fuera”. “Lo de casa” era lo bueno, lo excelente, lo óptimo; en tanto que “por ahí fuera” la gente y las cosas eran mayormente zafias, impuras, estúpidas o sencillamente desorientadas. De ahí que uno tuviera que andarse con mucho ojo con los habitantes del exterior y sentirse en la gloria haciendo cualquier necedad, con tal de que fuera una necedad doméstica.

Con semejante punto de vista, nada tiene de particular que todos acabáramos pareciendo perros a cuadritos escoceses y la mayor parte de los afectados, se sintiera tan normal como el famoso rey del traje invisible.

Hoy, sin entrar demasiado en detalles, se me abre la boca de a palmo cuando recuerdo, por ejemplo, cómo sorbía a desgana aquellas dosis de “constans et perpetua” tomista en pleno siglo XX, cuando ya me había empapado de Sartre, Schopenhauer, Levi Strauss, Kierkegaard, Heidegger, Freud y Marcuse (todo revuelto y mal digerido, la verdad)… Si eso no es ser un raro intelectual, que venga el Santo y lo vea.

Los corporativismos son, en general, molestos y hasta perniciosos. Pero, insisto, si los corporativos declaran sin rodeos su corporatividad, me parecen menos peligrosos, porque uno sabe a qué atenerse. Supongo que un marine de los Estados Unidos, o, un poco más allá un miembro de las antiguas SS Waffen es un arquetipo del corporativismo; también los cuadros de algunas multinacionales de esas que montan urbanizaciones y saraos exclusivos con un buen espíritu que embobaría al difunto Monseñor. Sin embargo, en las actitudes de esos sujetos hay un grado de candor que permite a un prójimo cualquiera mantenerse alejado de sus tentáculos, porque se les ve el plumero a kilómetros.

Creo que en el Opus Dei no se vivía esa “naturalidad”, sino que todo estaba saturado de sobreentendidos, pero el resultado era muy semejante.

En fin, que desde aquí y con absoluto desparpajo, declaro que sigo siendo un sujeto rarísimo. Lo que sucede es que he elegido mis propias rarezas y, desde luego, no pretendo implicar en ellas a ninguno de mis semejantes. ¡Dios me libre! Mucho menos propondría a la humanidad en su conjunto a pensar que las únicas rarezas aceptables son ésas, con carácter exclusivo y excluyente.

Estoy convencido que la humanidad toda no está abocada a su perdición, si no se tira de narices al suelo al saltar de la cama y exclama “¡Serviam!” tras osculear amorosamente el frío pavimento.

Reconozco que este escrito ha salido algo errático, pero es que donde hay confianza da asco.



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