Ser mujer en el Opus Dei/Tiempo de ruptura

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SER MUJER EN EL OPUS DEI


CAPÍTULO 6. TIEMPO DE RUPTURA


Era preciso rendirse

¿Que cuándo me planteé abiertamente la posibilidad de decir adiós a todo eso? Fue durante la primavera de 1974, y en los comienzos del verano de ese mismo año, cuando se me hizo definitivamente la luz. El 19 de julio por la tarde -para ser más exacta-, en el transcurso de un encuentro mantenido con Olga D., delegada de San Miguel de Barcelona (superiora máxima de las numerarias de aquella zona).

Aquel año me tocaba hacer la fidelidad (el equivalente a los votos perpetuos de los religiosos), y ése era el motivo de nuestra cita. Tengo que decir que iba con pocas ganas y con un nudo en el estómago, ya que las veces que me había tenido que entrevistar con aquella persona siempre había echado en falta una auténtica relación de maestro-discípulo. Con ella siempre me pareció estar hablando con un comisario que me leía la cartilla, que me repasaba el reglamento adobado con un montón de frases hechas que todas nos sabíamos de memoria, y que, de alguna forma, quería hacerme confesar algún delito.

Entre nosotras jamás hubo posibilidad de diálogo, sino más bien de simple proceso. Nunca pudimos ir más allá de vivir la presión propia de un interrogatorio, a pesar de que ella, de vez en cuando, interrumpía sus sentencias para decirme, mientras clavaba en mí una mirada fija -como de gallina-, y me sonreía con una forzada mueca de boca sin labios:

Y ya sabes: cada vez que tengas una duda seria o que te sientas agobiada, sin más, puedes venir aquí para hablar y desahogarte. Porque nosotras estamos para eso, para acoger y dar cariño -esta frase me la repetía cada vez que nos veíamos-. (Pienso que no hace falta aclarar que nunca llegó la ocasión de tener que recurrir a tan "solícita" y temible tabla de salvación.)

Aquella calurosa tarde de julio me recibió más natural y relajada que de costumbre -o al menos a mí me lo pareció-, y enseguida fue al grano del asunto que teníamos que tratar: comunicarme si veía que estaba preparada para poder hacer la fidelidad.

Ella llevaba unas notas escritas, y después de echarles un vistazo, tomó la palabra para decir que la Obra me consideraba una persona responsable, trabajadora, generosa, desprendida, con espíritu de servicio, asequible, que se podía contar conmigo, que tenía tono humano, buen gusto, que era impecable en orden, sociable, que mi apostolado era correcto, que también era fiel cumplidora del plan de vida y que tenía gancho.

Acabado el repertorio, clavó sus ojos en mí, con aquella rígida mirada, tan característica, y añadió:

-Se fijan en ti, la gente se fija en ti... ¡Puedes dar tanto! Te quisiéramos utilizar mucho más, pero eres tú la que no te dejas.

Ya me lo habían dicho otras veces: era yo la que no me dejaba engullir; era mi retrato el que, una y otra vez, no se amoldaba al marco.

Iba a intervenir pero me cortó, y tomando de nuevo la palabra, continuó diciéndome todo lo que la Obra me quería y que yo tenía que responder queriéndola, a mi vez, como ella quería ser querida, para lo cual era preciso: mejorar mi formación doctrinal; crecer en humildad -"te dejas notar, debes pasar más desapercibida"-insistió-; hacer siempre la oración con los libros de meditaciones del Padre; no elegir por cuenta propia ni un solo libro de lectura espiritual, ni de los otros; vivir una vida interior traducida en hechos concretos, en actos de más y más entrega, hasta llegar a identificarme totalmente con el espíritu de la Obra; consultar todo, aceptar todo, todo, todo lo que se me aconsejara, no permitirme ni una sola disensión de ningún tipo, y hacer más labor positiva en el trabajo...

Al escuchar toda aquella retahíla, tan concreta y rotunda, hasta un punto me sentí -no podía dejar de sentirme-, víctima del sistema; de una formación uniformada que impedía toda diferencia, que consideraba a los diferentes una amenaza, un peligroso factor de perturbación. El sistema tiene que funcionar sin que se introduzca nada que lo contradiga. El sistema no admite excepciones y, si las encuentra, las elimina. Tal vez porque cualquiera que considere la excepción como algo positivo, está obligado a la revisión del sistema, y eso puede llegar a ser peligroso para él mismo.

Mi respuesta fue que, una vez más, iba a hacer todo lo que me decía, pero que llevaba ya más de ocho años batallando y no parecía que lo hubiera conseguido. Me pedían la disolución total de mi individualidad, mientras yo seguía funcionando con la convicción profunda de la individualidad que se integra.

-A lo largo de todos estos años -comenté más tarde con la directora de mi casa-, he probado reiteradamente la sumisión, he querido ser engullida, me he humillado y muchas veces me he llamado autosuficiente -sin saber muy bien por qué, y como insultándome-. He procurado escuchar con los cinco sentidos, he hecho por aproximarme a todos, me he dicho que tengo el corazón duro y he intentado rectificar mis excesos de idealismo. Tal vez ocurre que ese sometimiento total es superior a mis fuerzas, y me asfixia, me ahoga, hasta tal punto que he llegado a pensar más de una vez, que para hacer realmente el Opus Dei sería necesario estar fuera de la institución. ¿Qué significaba ser leal con las cosas del espíritu? Significa ser rigurosos con el corazón. ¿Y no intentaba yo serio?

Tenía la sensación de que había como dos Opus Dei: el de la teoría y el de la práctica; uno respondía a la espiritualidad básica, y el otro a la línea de acción. Existía una ley de bases de respeto y personalización para el cristiano en el mundo, y unas formas de gobierno cada vez más rígidas, que quizá respondían a la masificación -más real de día en día-. Desde un principio me sentí identificada con la espiritualidad -con los puntos básicos-, y siempre tuve problemas con la línea de acción, que nos quería empaquetadas de cuerpo y alma: amoldadas, sometidas, forzadas a cambiar la propia conciencia por una obediencia incondicional y ciega, cuando veías con claridad que el campo de la ortodoxia cristiana era mucho más amplio y oxigenado que todas aquellas mil cuestiones formales por las que había que pasar para conseguir ser una más de la marca, es decir, la numeraria idónea.

Misterio programado, espíritu canalizado. Era como tener que ver la vida por un canuto, lo que simplificaba la realidad de una forma pasmosa. La complejidad de la vida era cambiada por un sinfín de fórmulas preestablecidas que eran las que nos tenían que dar la seguridad de no equivocarnos. Sentía que me paralizaban, que me congelaban la vida bajando grados de temperatura, y a la vez me pedían tener fe incondicional en esa parálisis provocada.

En mí no tenía que haber actitud de búsqueda, puesto que ya estaba todo encontrado y pormenorizado en normas, fórmulas, soluciones y reglamentos. Yo no tenía más que aprender bien todos aquellos preceptos y cumplirlos, y enseñar a otros a que hicieran lo propio. Había que ser conscientes de la enorme "suerte" que teníamos: el Padre era el que había recibido el mensaje divino y la forma de realizarlo. Nosotros no teníamos más que llevar a cabo con fidelidad máxima lo que él nos fuera transmitiendo. ¿En esto no más consistía la conjunción apasionante entre la libertad y la gracia, la libertad y la entrega, la libertad y el señorío de someterse, por amor, a voluntaria servidumbre?

Acababa de decir a mis directoras que iba a hacer, una vez más, por vivir todo tal y como me estaban diciendo, ¿sería capaz de hacerlo?

El proceso que había seguido en aquellos años era el normal del transcurso de muchas vidas entre los veinte y los treinta años. Se trataba de una etapa importante en lo que se refiere a crecimiento interior y, por consiguiente, importante también en dolor y sufrimiento; porque no hay crecimiento sin crisis y todas las crisis son dolorosas; crisis de crecimiento en el camino de la personalización.

En la década que va de los veinte a los treinta años, la persona crece en individualidad en la medida en que se va forjando sus propios criterios. Esta individualidad a veces choca con la individualidad de los otros individuos que limita la propia, y esa pluralidad hace sufrir, pues el sujeto detecta una separación de los otros. Este sufrimiento se supera al descubrir que esa separación es natural y que de lo que se trata es de aceptar las diferencias. Pero, a su vez, este nuevo paso no se supera sino con una nueva crisis y, por tanto, con una nueva dosis de dolor porque para que las personas puedan superar sus rasgos personales divergentes y unirse, hay que transformarse, renunciar a sí mismo, entregarse, y esto no se hace posible sin sufrimiento.

Más sufrimiento, más renuncia, más entrega, ¿por ahí iba la solución?

"Señor, que vea. Señor, que vea." Se convirtió en una petición constante que no abandonaba ni en sueños. Tenía que verlo, pues de lo contrario, yo no podía actuar en contra de mis convicciones, corriendo el riesgo de chapotear en la mala fe. No era ninguna arribista ni chaquetera; yo nunca actuaría por táctica, conveniencias, o simplemente por evitarme problemas. Había que ser honesta hasta el final, aunque serlo fuera en contra de mis propios intereses. Fidelidad era algo más que continuar; se trataba de ser fiel al espíritu, a lo que había sido y seguía siendo mi móvil principal.

Y se daba la paradoja de que cada vez con mayor nitidez me planteaba que para ser fiel al espíritu -para ser mejor y animar a otros a querer también ser mejores-, había que salirse del encasillamiento; de esa agobiante vida grupal que vampirizaba y, en ocasiones, ayudaba más a envilecer a las personas que a mejorarlas. Aquella famosa frase de Albert Camus: "Los hombres se hacen viejos, pero no se hacen mejores" la había tenido muy presente en más de una ocasión, al observar de cerca a no pocas numerarias mayores con las que me había tocado convivir: rutina, morosidad, falta de vitalidad y presencia de espíritu. No, no deseaba acabar así. "Señor, que vea..." ¿Pero no estaba ya viendo bastante? Todavía había que dar alguna vuelta más a la tuerca para enfocar mejor y percibir con mayor claridad.¿Es que era lenta?, ¿muy pesada, muy lenta?, ¿o es que, en el fondo, no quería saberlo todo, me costaba demasiado el saberlo, no me atrevía?

Sí sabía y tenía cada vez más claro que, en tanto que crecíamos más y más en reglamentos, formalismos y normas, me sentía más atraída e interesada por los contenidos de las llamadas "cristologías ascendentes". Estas cristologías muestran que el testimonio de Jesús es el testimonio del Reino o reinado de Dios para todos los pueblos, porque es palabra de vida. Por ser testigo de un Reino que comienza ya y desea implantado aquí, Jesús empieza por los niveles más primarios: da de comer y beber a los hambrientos y sedientos, se sienta en la mesa de los segregados y comparte la comida diaria con sus amigos. Al mismo tiempo reconcilia a los pecadores y cura a los enfermos. Por ser un testigo de la vida que testimonia el Reino, Jesús se compromete a multiplicar el pan en una vida amenazada por el hambre, a perdonar los pecados en un sistema condenador mediante leyes morales discriminatorias y a sanar enfermedades en cuerpos y corazones afligidos por falta de salud.

Tan sólo quería ser una persona justa y buena; apuntar a ello, esforzarme por serlo, era lo que realmente me importaba y me importa. A mi cabeza venían fragmentos del Diario íntimo de Miguel de Unamuno, con los que tantas veces me había emocionado, que a menudo había llevado a mi meditación personal y que sabía casi de memoria: "Hay que renacer. En tantos años no he sentido realmente ser bueno; no he hecho más que pensarlo. Hay que ser bueno. Sólo Dios es bueno. Pero Cristo nos dice también que seamos perfectos como nuestro Padre celestial. Querer ser bueno, y quererlo constante y ardientemente, esforzándonos por serlo: he aquí nuestra obra. [...] No es lo mismo obrar el bien que ser bueno. No basta hacer el bien, hay que ser bueno. No basta tener hoy en tu activo más buenas obras que ayer, es preciso que seas hoy mejor que ayer eras. [...] No basta ser moral, hay que ser religioso; no basta hacer el bien, hay que ser bueno. Y ser bueno es anonadarse ante Dios, hacerse uno con Cristo y decir con Él: ¡no mi voluntad sino la tuya, Padre!" [MIGUEL DE UNAMUNO, Diario íntimo, fragmentos.] Y pienso que quizá también a mí, como al nostálgico individualista que fue Unamuno, se me podía echar en cara ante mis personales "agonías", que libraba batallas contra molinos de viento.

¿Era todo esto que me ocurría demasiado sentimental? ¿Se trataba de un exceso de sentimiento que había que rechazar, o al menos dejar de lado, aparcar? El filósofo J. A. Marina dice en su Laberinto sentimental que los sentimientos son el balance de nuestra situación. Nos dicen, entre otras cosas, cómo les va a nuestros deseos, proyectos, propósitos, intereses, en su comercio con la realidad. Y ese balance nos anima o desanima, impulsa o retrae, alegra o entristece. Los sentimientos parece que tienen como finalidad conseguir que uno se dé cuenta de lo que le pasa, de cómo van las cosas.

El Dios "concreto" y el Dios "abstracto"

Estás intrigada por conocer como fueron mis últimos pasos allí dentro: qué me decidió a dar el salto; por qué ya sí, y hasta entonces todavía no.

Recuerdo que hacía poco tiempo que había oído decir a una numeraria mayor aquello de que carecíamos de auténticos maestros de vida interior; que los sacerdotes que nos dirigían parecían estar alimentados con el mismo pienso compuesto. ¿Recuerdas? Esa ingeniosa asociación me dio una pista clave para aclararme en un aspecto básico: había un Dios "concreto" -de devoción, de imágenes, de sistema binario-, y un Dios "abstracto" -de "tomar conciencia", de "estar en contacto", de "estar alerta", de "caer en la cuenta"-. Se trataba de distintos conceptos de la divinidad, de diferentes caminos que el ser humano tiene para acercarse y llegar a Dios -siempre contando con la ayuda de la gracia-. No hay camino mejor ni peor, cada cual ha de elegir el suyo, el que le sea más afín según sus inclinaciones y deseos, y también según la necesidad que experimente en cada etapa de su vida.

La espiritualidad de la Obra conducía su pedagogía activa, cada vez más, a ese Dios "concreto", hasta el punto de que podía estar mal visto el otear las profundidades del Dios "abstracto", e incluso podía llegar a sonar a pérdida de tiempo o a un irse por las ramas o las nubes. El Dios "concreto", el de la "devoción", es el Dios de las imágenes, de los preceptos, del culto; ayuda a fijar en Él nuestra mirada, a concretar nuestros pensamientos, a avivar la fe y a enriquecer la liturgia. Es el Dios al que se puede pedir porque puede dar. También es el censor, el controlador, el que amenaza, impone, castiga. Es el Dios justiciero que premia a los buenos y castiga a los malos. Pero cuando abres los ojos y ves que la existencia del dolor humano y del dolor moral en el mundo es una cruda realidad -naciones enteras que mueren de hambre y de sed, miseria generalizada, violencia y muerte en muchos casos alentada por la avaricia de unos pocos, ¿cómo reconciliar ese Dios "concreto" con esa incomprensible realidad? Ese Dios "concreto" se nos queda corto. Así, hombres inteligentes y sensibles, como Dostoievsky y Camus, se negaban a creer en un Dios que permite la muerte de un niño.

Y es que para seguir creyendo es imprescindible dar un salto: "El alma avezada en los caminos del espíritu -insisten los místicos de todos los tiempos- han de abandonar todo pensamiento y rechazarlo al fondo de la nube del olvido, si es que quieren llegar a penetrar la nube del no-conocer que se extiende entre Dios y el hombre". Con este silencio del pensamiento ante el Misterio, estamos ante el Dios "abstracto", en la espiritualidad más profunda del no saber", del no conocer, en la que ya sólo cabe la adoración del creado hacia el creador.

Silencio del pensamiento, apertura de la mente para contemplar y profundizar en el sentido del Infinito, de eso que llamamos Dios que está dentro y fuera de nuestro ser; que es presencia sagrada total, presencia de aquel "en quien vivimos, nos movemos y somos". Con ese silencio del pensamiento ante el Misterio, uno toma conciencia de que forma parte de la inmensidad del Universo, y sólo así "entra en contacto" con la vida misma que es Dios. La fe actúa, haciéndonos ver y sentir a Dios en todas las cosas. El silencio de la mente es el acto supremo de adoración del hombre ante Dios, y el encontrarlo en el contacto personal y profundo con el mundo que Él ha creado a nuestro alrededor y en nuestras entrañas es la oración anónima y la liturgia secreta del Universo, que nos une a la fuente del ser con cada aliento que exhalamos y cada palabra que pronunciamos en nuestro compromiso diario con la vida.

Vislumbrar, captar algo de todo esto, es lo que pretende cualquier persona que busca verdaderamente a Dios. Son los apasionantes caminos de la mística; caminos por los que el alma avanza en su "noche oscura" hasta dar con la "llama de amor viva". Los maestros de vida interior son aquellos que ayudan a transitar por esos misteriosos caminos, porque se trata de rutas para ellos conocidas. Y el maestro de maestros, el maestro de todos, es Jesús, Para los creyentes, el Absoluto encarnado, el Dios hecho hombre: el que da testimonio, a la vez, de la grandeza de Dios y de su aparente fracaso en el Gólgota; el que no es el "todopoderoso", sino el "todo débil" al que torturan y matan.

Jesús es el maestro de las palabras, las paradojas, el diálogo abierto, el que interpela siempre poniendo pies y manos al misterio; con las bienaventuranzas ("Dichosos los que eligen ser pobres..., los no violentos..., los que tienen hambre y sed de justicia... Dichosos los que perdonan..., los limpios de corazón..., los que trabajan por la paz..."); con las obras de misericordia ("Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estaba desnudo y me vestisteis..." ).

Dios de la "devoción", Dios de la "conciencia". No hay camino mejor ni peor, cada cual ha de seguir el suyo, el que le sea más afín. ¿Qué hacer?

Necesitaba aire libre, respiro. No podía más de "conductos reglamentarios", de frases hechas, de prédicas y directrices de curas o pastores "de granja", de mil excesos de concreciones.

Y Jesús, el Maestro, como a los discípulos, entonces me planteó la moción de confianza:

"¿También vosotros queréis marcharos?", les dijo a los doce. Y como Pedro, respondí: "Señor, y ¿a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida eterna" (Jn. 6, 67 -69).

Allí dentro, aquel Dios "concreto" y excluyente, me ahogaba. Necesitaba salir de aquella jaula de oro. Pero mi profesión de fe seguía en pie: "Señor, y ¿a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida eterna".

El cristianismo es una religión, y como tal, se basa en la idea de la respuesta obediente del ser humano a la revelación divina. ¿Tenía el Opus Dei la exclusiva en marcar los pasos de esa respuesta obediente? La realidad me mostraba que los caminos de la ortodoxia cristiana, sin dejar de ser concretos, eran mucho más amplios, complejos y aventurados que los que la Obra señalaba. El cristianismo consiste en lo que Alan Watts llama las tres "C": el credo, el código y el culto. El credo es el mapa del universo, o de la naturaleza de las cosas, revelado por Dios. La segunda "C", el código, es la ley divina revelada que el ser humano debe seguir. En el caso del cristianismo, la principal revelación del código, y también el culto, no son tanto una ley como una persona. En el cristianismo Dios se ha revelado en la figura histórica de Jesús de Nazaret. Así pues, el código se traduce en seguir a Jesús, y no tanto en una obediencia a una ley como al poder de la gracia divina. En cuanto al culto, es el método o la forma revelada por Dios, por la que el ser humano se relaciona con Él; son los sacramentos, las oraciones y los ritos.

Había que volver a las fuentes; bucear en los Evangelios, en la vida de Jesús. El exceso de Dios "concreto" que la Obra ofrecía, me asfixiaba, y para ahondar en ese Dios "abstracto" -del Misterio, del silencio, de la toma de conciencia-, no parecía que iba a encontrar allí maestros de vida interior. ¿Quería esto decir que debería apuntar mis pasos hacia otros derroteros? Todo parecía indicar que sí, que tenía que ser así; que era el único camino válido a seguir para que mis incógnitas se despejaran.

En tu última carta me preguntabas si, en aquellos momentos, no me preocupaba de forma especial, el tema clave de la fidelidad, con sus consabidos votos, promesas o compromisos. Por supuesto que me inquietaba, y le daba vueltas; me lo planteaba y me lo volvía a replantear. ¿Qué es una promesa? Un compromiso para realizar algo en el futuro; para hacer el porvenir tan irrevocable como el pasado. Las promesas o los juramentos han tenido una importancia decisiva y ambivalente en la construcción de la psicología humana. Para poder comprometerme en el futuro he de condenarme primero a ser previsible, o sea, no libre. Si soy libre, no puedo comprometerme, porque no conozco mi futuro. De manera que ser libre es ser imprevisible. Si digo: "Me he comprometido", la promesa se convierte así en una servidumbre y la fidelidad en un contrato. Las relaciones humanas son entonces una lucha entre la sinceridad, que es la fidelidad de uno mismo, y la fidelidad a la promesa, que ya no es uno mismo, y se vuelve -comienza a volverse- hipocresía.

Como verás, sí le daba vueltas al tema de mis promesas, compromisos, perseverancia, y cada vez iba estando más convencida de que perseverar en el propio ser es la autenticidad. Perseverar en el propio ser exige ser -valga la redundancia- un elemento activo; con pensamiento, acción y sentimientos reales, no con los que a uno le inculcan. Pero mi meta no era ni mucho menos la de alcanzar la libertad absoluta, ni la entrega al azar, ni la desligazón completa, por eso todavía me resistía a ver como único camino la ruptura.

La urgencia de morir para vivir

Al recordar aquel doloroso proceso de ruptura después de 20 años, parece que todo ocurrió de una forma tranquila más o menos lineal, cuando la realidad fue bien distinta. Aclararse -te lo he dicho muchas veces- supone un recorrido difícil, en el transcurso del cual parece que el corazón te lo van serrando con un serrucho de dientes muy agudos, mientras la cabeza vacila. Ocurre como cuando uno ha recibido un golpe en el cráneo, que la visión se turba y el sujeto percibe dos imágenes a alturas diferentes, sin poder situar lo de arriba y lo de abajo. Una imagen era la de someterse; aceptar, imitar, copiar, irse haciendo en conformidad a otro hasta conseguir ser una perfecta hija del sistema: un ser ciclópeo, con un solo ojo siempre fijo en una única dirección. La otra imagen hacía referencia a renunciar al modelo y decidir ser una misma, sin imitación.

Tanto si optaba por una postura como por otra había que morir: morir a una de ellas para vivir, para poder seguir viviendo. ¿Morir a mí misma copiando el modelo? ¿Contar con la gracia y mi esfuerzo, renunciar al modelo y optar por el libre albedrío? El libre albedrío es lo más rico en ser y en actividad que hay en la criatura inteligente; la acción por la cual ella dispone de sí misma, poniendo corazón y cabeza de acuerdo con la inspiración del espíritu.

Para seguir viviendo tenía que morir a una de estas dos formas de vida. Sólo muriendo podía resolver el conflicto que tenía planteado. ¡Pero qué miedo se siente al enfrentarse a lo desconocido!, por eso con tanta facilidad optamos por apegarnos a lo conocido, porque así, agarrados a un pequeño patrón, estrecho pero propio, nos sentimos más seguros, aunque a la larga, posiblemente, también más amargados.

Idealista, indefensa, ¿desconocedora de mis límites? Para conocer los propios límites habría que poder superarlos, y eso es saltar por encima de la propia sombra; desapoyarse, despegar, volar... ¿Me aferraba? ¿Llegué a aferrarme? En algún momento quizá sí, pero lo hacía con las uñas blandas.

Ya no era tiempo de esperar sino de decidir, de perder el miedo y actuar, abriéndose así a nuevas esperas, porque siempre hay que esperar: que el recuerdo se esfume, que la herida cicatrice, que el sol salga o que se oculte, que el dolor amaine, que de nuevo salga la luz. Perder el miedo a morir y perder el miedo a vivir, que viene a ser lo mismo. Quien no tiene miedo a la vida es el que no teme sentirse inseguro, y cuando no hay seguridad, hay movimiento en el que la vida-muerte-vida se suceden.

Morir a situaciones, a afectos, a cosas, a mucho que se ha sentido. La muerte es una purificación, un proceso rejuvenecedor. De esa muerte renace la inocencia: volver a ser inocente y apasionado. El hecho de morir psicológicamente es como una mutación en la que surge algo nuevo. Cuando me preparaba para vivir aquella muerte analógica tan fuerte, tenía presente de forma casi constante, la imagen de San Pablo al caer del caballo, y como él me preguntaba: "Señor, ¿qué quieres que haga? ¿Qué quieres de mí?". Palabras de desconcierto pero también de confianza.

Se trataba de optar, definitivamente, por la sumisión, es decir, por reproducir el modelo; o definitivamente, también,-coger las riendas de mí misma-, condicionada tan sólo por la gracia de Dios y mis deseos de ser cada día mejor persona. Tomar una decisión u otra, suponía morir. Era una muerte analógica, pero con todas las características de la muerte: cambio, despedida, ausencia, dolor. Un argumento de mi vida se estaba agotando, pero mi vida, es decir, yo como persona, tenía que continuar siendo una estructura abierta. Vivir es proyectar, imaginar, anticipar; es seguir proyectando, imaginando, anticipando. Cualquiera que fuese mi decisión, tenía que seguir orientada al futuro; se agotaba un argumento pero la proyección argumental de mi vida no podía agotarse.

"Gobiérname con clemencia, Señor", pedía sin cesar en aquella etapa de sufrimiento, en la que cabeza y corazón no se me acababan de poner de acuerdo. "Sígueme gobernando con esa clemencia tuya que me es tan necesaria; tu amor, tu misericordia", suplicaba una y otra vez.

La muerte exige despedida, despegue, ausencia, dolor. La muerte no se puede convivir; siempre se queda sola. Y mientras iba avanzando hacia esa analógica muerte que cada vez sentía más próxima, a menudo me sorprendía pensando en la realidad de la otra vida, la que llamamos Eterna. Y me tranquilizaba pensar que allí la vida va a estar determinada por la autenticidad con que ha sido deseada y querida en ésta. "Todo lo que está oculto aparecerá". Me conmovía este verso del Dies irae. Todo lo realmente querido, será. A eso estamos avocados: a ser de verdad y para siempre lo que hemos querido ser.

¿Qué cosas me interesaban de verdad en esta vida?: aquellas frente a las cuales la muerte no es una objeción, porque van más allá, porque trascienden. Las deseaba y las quería, y estaba convencida de que sin ellas no podía ser verdaderamente yo. Lo que más quería era notar que el alma estaba presente en mi hacer cotidiano. Trascender, ser haciendo, y para conseguirlo era preciso luchar, seguir luchando contra las mil formas de fijación que nos acechan: evasiones, miedo, desaliento, tristeza, comodidad, egoísmo, incomprensión, orgullo, escepticismo..., obstáculos definitivos para cualquier forma de trascendencia.

Luchas del espíritu que se desarrollan en lo más recóndito. Arranques hacia arriba, esfuerzos por vivir la verdad que Jesús nos enseñó. Vida espiritual, impulso interior. No paraba de rezar, de suplicar, más bien: "Señor, tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo...". y llega a sentirse el alma con su presencia definitiva, pero sabiendo que la lucha va a volver porque seguimos estando vivos; incesante y misteriosa lucha que conduce a la conquista de la paz interior. Misteriosa lucha, porque misterio era la palabra clave. Misterio que reúne, que lleva al orden, a la conexión, a la armonía, a la claridad.

Cuando trascendemos el conocimiento objetivo del problema, desembocamos en el misterio. El problema, entonces, deja de serlo y se torna misterio. El misterio de la unidad superior, una especie de presencia renovada.

Deseaba entregarme humildemente a la verdad y reconocer el gran misterio en el que vivimos inmersos. Necesitaba como nunca rozar la armonía. En los ocho años largos que llevaba en el Opus Dei había pasado por diferentes fases de seducción, adoctrinamiento, exaltación, lucidez y desengaño, y no podía quedarme estancada en esa noche oscura. Deseaba con todas mis fuerzas entrar en una nueva etapa que fuera de conciliación amorosa, aunque tuviera que pagar el precio de la ruptura.

"¿Qué hacer? ¿Qué quieres que haga, Señor?" -rogaba insistentemente-. "¿Morir a mí misma copiando el modelo, o morir al modelo y con tu gracia y mi esfuerzo optar por el libre albedrío?"

Había que llegar al límite y ser capaz de pegar el salto para seguir el camino del ser. Aceptar morir a circunstancias y situaciones para vivir como persona, como ser que trasciende, que no se queda en la nada que es la evasión, el tedio, la desesperanza, el escepticismo o la petrificación. Era preciso cooperar, con ánimo y sacrificio, a ese trascender. Pero mi interrogante seguía en pie: ¿ánimo y sacrificio para esforzarme en la persistencia de copiar el modelo? ¿Ánimo y sacrificio para desplazar a otro terreno el esfuerzo y cambiar de proyecto?

Cualquiera que fuese la decisión, mi juego habría de ser un juego limpio, en el que la búsqueda de una última verdad prevalecería y el espíritu res urgiría reforzado. La energía interior, tan necesaria para conseguir sacar fuerzas de flaqueza, nunca me abandonó, y la poesía -que siempre me encuentra cuando me pierdo-, también fue un bálsamo milagroso para curar decepciones, dolores, heridas y traumas. Rilke, quizá era el autor que más al fondo me llegaba en aquellos momentos, y sus versos, que sabía casi de memoria, estaban tan llenos de significado, que venían a mi cabeza cada vez que querían, sin yo proponérmelo:

"Aunque me cierres los ojos, he de verte, aunque me tapes los oídos, he de oírte,
y hasta sin pies habría de seguirte
y hasta sin boca habría de invocarte. Arráncame los brazos y mi corazón
te estrechará como una mano.
Párame el corazón y me palpitará el cerebro. Préndeme fuego al cerebro
y te llevaré en mi sangre"
[RAINER M. RILKE, El libro de las horas]

Definitivo adiós a todo eso

No fue -como puedes comprobar por lo que te cuento- un pronto, un arrebato, sino un lento, complejo y doloroso proceso. Desde el día de aquella entrevista que tuvo lugar una calurosa tarde de julio, me centré de un modo especial en la comprensión de todo lo que me había dicho mi superiora mayor, desechando como una ambición vacía cualquier conato de innovación o acciones que pudieran contener la más mínima carga de iniciativa propia. Quería ser flexible y amistosa con todas e intransigente conmigo; comprender a los demás y adaptarme al máximo se convirtió en un obsesivo propósito. ¿Podría llegar a disolverme?¿Llegaría a convertirme en una numeraria estándar? Las numerarias estándar hacían, pensaban, decían, y creo que incluso soñaban, lo mismo. Se expresaban con las mismas frases hechas, tenían idénticas sonrisas estereotipadas, y hasta cruzaban las piernas de la misma forma. Yo, que tanto había defendido el principio de la individualidad que se integra -porque me parecía enriquecedor-, que me aplicaba en el sano esfuerzo de no dejar de ser yo misma, ¿iba a conseguir fabricar esa segunda naturaleza que se me pedía?, ¿no me convertiría, no pasaría a ser mi propia caricatura?

"No te fundes...", "te dejas notar...", "no pasas desapercibida..." "debes poner todo el empeño en cumplir hasta la más mínima insinuación. Dios lo quiere así, dáselo, no te arrepentirás...", me habían dicho una y otra vez mis superiores. Pero mi tragedia es que no me identificaba con una determinada manera de comportamiento que me parecían formas vacías de contenido. No conseguía relacionar mi vocación de amor y compromiso de querer ser más justa, más responsable, más entregada a los otros, con el asumir una serie de manifestaciones externas que se me hacían artificiosas. Si no ejercía, y a veces hasta me tomaba a pitorreo, todo aquel plantel de sutilidades, de las que se me acusaba no valorar o tener poco en cuenta, es porque no veía la importancia; me parecían tiquismiquis, pérdidas de tiempo, rizar el rizo, y entrar en aquel juego era para mí como comulgar con la estupidez y colaborar a la confusión de no llegar a distinguir a las personas de los perros falderos.

"¿Puedo tomarme una aspirina?" "¿Podría lavarme la cabeza?" "¿Te parece si...?" Había que consultado todo, todo, todo, y eso significaba vivir la voluntad de Dios. Que toda aquella retahíla de pequeñeces fueran calificadas de "delicadeza extrema con Nuestro Señor", de materia de "fidelidad al Espíritu", de "voluntad de hijos para contigo", y consideradas como signo externo de que tu entrega era total, venía a ser algo que me desbordaba, y entonces más que nunca, puesto que hasta ese momento nunca me habían presionado tanto para que ese tema pasara a ser clave en mi vida interior.

Debía poner todo mi empeño en copiar el modelo, y no sólo no, me gustaba copiar sino que el modelo me horripilaba aún mas. ¿Y cómo se puede querer lo que no se estima, lo que no se valora? La numeraria estándar no me gustaba, y la superiora estandar, todavía menos. y si a éstas eran a las que debería imitar irreversiblemente, veía mi futuro muy oscuro allí dentro. ¿Resistir? No conducía a nada. Los grupos siempre acaban atacando a los que son distintos, y más aún si las víctimas parecen no dolerse ante el ataque y se muestran impávidas. Mi postura nunca había sido de orgullo cerril -"me quebraré pero no cederé"-, sino la de pasar, de alguna forma, por el tubo pero dejando claro mi desacuerdo -"cederé pero no me quebraré"-. Pero lo que entonces me estaban ordenando en nombre de Dios es que me quebrara, ya. Los ánimos reformadores eran inútiles y sólo podían conducir a un inmediato exilio interno que, en caso de persistir, me llevaría a ser tratada como a una enemiga en la que no se podía confiar, y a la que había que reducir por todos los medios -ya había tenido ocasión de conocer algunos casos, a pesar del sigilo con el que se llevaban-.

No paraba de suplicar, de rezar: "Señor, que vea. Si de verdad conviene que me robotice, que me convierta en un sucedáneo, en una caricatura, házmelo ver, y entonces tendré fuerzas para llevarlo a cabo. De lo contrario, tendré que decir adiós a todo esto, pues yo no puedo hacer una comedia permanente; estar ejecutando todo el día un papel. No le veo sentido a esa desvirtuación".

Creía que se trataba de llegar a dar lo mejor de uno mismo, pero nada más lejos de la realidad, ya que lo que me estaban pidiendo es que me cambiara por otra. Me llamé mil veces idiota e ilusa, mientras recordaba aquella impresionante poesía de León Felipe:

"...No me contéis más cuentos.
La cuna del hombre la mecen con cuentos
Los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos ...el llanto del hombre lo taponan con cuentos
Los huesos del hombre los entierran con cuentos.
Han inventado todos los cuentos.
No me contéis más cuentos... "
[LEÓN FELIPE, Obras completas.]

Corrían los primeros días del mes de septiembre, y la decisión, en mi fuero interno, ya estaba tomada. Sólo cabía un milagro y estaba deseando que ocurriera. ¿Qué iba a ser de mí? ¿Iba a renunciar a mi vocación, a decir adiós al proyecto de toda una vida?

No, no. Se trataba de algo más complejo; iba a cambiar de dirección. Si la vocación es la que confiere unidad y unicidad a la persona, eso es lo que quería precisamente poner a salvo, cambiando de lugar, de entorno, de situación, alejándome de esas circunstancias que me ahogaban. Pensaba que al estar más abierta, más expuesta al azar, a los azares, podía responder mejor, con mayor autenticidad, a la "llamada", a la pluralidad de "llamadas" en las que se manifiesta la vocación. Mi postura no era de huída, de tirar la toalla, sino de cambio de marco. Mi intención era la de seguir tomándome en serio ese proyecto que constituía y constituye el argumento último y radical de mi vida; a ese proyecto de vocación cristiana es al que quería seguir siendo fiel.

Por mucho dolor y sufrimiento que me produjera dar el paso, no tenía más remedio que darlo si no quería acabar enloqueciendo. ¿No fue algo así el caso de don Quijote? Su locura consistió en no aceptar la realidad y proyectar sobre ella la que sería necesaria para realizar su vocación de caballero andante.

Durante casi nueve años había batallado pensando que toda aquella costra de rigidez y reglamento, no era ni mucho menos lo más importante, que el quicio, lo verdaderamente importante, era la vida interior, el trabajo bien hecho y el apostolado en el sentido más amplio, y era lo que me ocupaba y preocupaba. Estaba convencida de que en la medida en que todo esto funcionara bien, lo demás pasaba a un plano muy secundario. También creía que en la medida que fuera creciendo en virtud -y como yo, otras-, que nos fuéramos haciendo mejores, eso supondría un tirón hacia arriba de todo aquel mundillo interno y las cosas del mismo que no me gustaban. Las llamadas "numerarias del siglo XXI" éramos las que teníamos que dar ese tirón.

¿Qué ilusa! ¡Qué tonta había sido creyéndolo! Me había tragado demasiados cuentos. No, ya no iba a escuchar más cuentos. Estaba rota.

"Señor, ¿qué quieres que haga?" Y lo que tenía que hacer estaba cada vez más claro: cambiar de entorno, de situación, de instalación, de forma de vida. Con mucho dolor y mucho esfuerzo, decir adiós a todo eso y asumir la adversidad que tal renuncia supone, siempre con la esperanza de que la riqueza de la realidad es ilimitada y que un proyecto vital auténtico no tiene que ser exclusivista.

Pero todo esto no lo entiendes de repente; la asimilación lleva tiempo. Primero ha de pasar la tormenta, sólo después viene la calma.

Dolorosa ceremonia de despedida

Supones que en el momento de decir adiós a todo eso uno ha de sentir dolor pero también liberación, al alejarte de esa situación que te asfixia y te hace sufrir. Pero a pesar de contar ya con tu respuesta personal, me planteas el interrogante. ¿Qué se siente en el momento de la despedida?

De inmediato, dolor, duele mucho: sólo sufres. La liberación llega luego, cuando eres capaz de poner distancia y reflexión, y te haces como espectadora de tu propia historia. Un buen día, de pronto, te preguntas: ¿y todo eso me ha ocurrido a mí?, y hasta te asombras. Pero no vamos a adelantar acontecimientos, y ahora, tal como me pides que haga, vaya intentar recordar cómo se llevó a cabo aquella triste ceremonia del adiós.

A primeros de septiembre de 1974, recién llegadas de nuestros respectivos cursos de verano, la directora de la casa me dijo que al día siguiente me vendría a buscar al trabajo e iríamos a algún lugar tranquilo para charlar relajadamente pues -me adelantó-, tenía cosas importantes que contarme. Su tono era de persona nerviosa y preocupada, algo poco usual en ella, pues Mercedes B. se solía mostrar tranquila. ¿Estaría preocupada por mí? Ella estaba perfectamente al tanto de la situación en la que me encontraba; al borde de tomar una decisión vital.

Vino muy puntual a buscarme, y enseguida detecté que el cómo estaba yo o dejara de estar le importaba un comino y que lo que le alteraba era su caso y en absoluto el mío. Desde un principio cogió la palabra, y ya no pude hacer otra cosa que escuchar y permanecer en silencio. Con tono seguro y firme me dijo que se notaba saturada de todo, que estaba harta: "No puedo más y estoy decidida a irme de la Obra ya mismo -afirmó-, creo que vaya irme antes que tú". Esa misma tarde tenía que entrevistarse con uno de sus hermanos, en su despacho de abogado, para ver si podía empezar a trabajar allí. Si la gestión le salía bien, su marcha sería inmediata. En aquel encuentro me contó también que sus discrepancias y malestares venían de lejos, pero lo que había supuesto la gota de agua que llegó a colmar el vaso, había sido la última charla mantenida con don Joaquín L., un sacerdote de la delegación de Barcelona. Ella le había planteado lo chocante que le resultaba el hecho de que tantas numerarias que consideraba especialmente valiosas y con la mente clara, en la Obra fueran consideradas como personas conflictivas y problemáticas. La respuesta había sido la siguiente -a pesar de los años transcurridos la recuerdo bien porque me impresionó-:

-En la Obra lo que queremos es carne; porque la carne se asimila. Hay personas que son oro, pero el oro no se asimila nunca: igual que entra, sale. Como te digo, nosotros buscamos carne que alimente y nutra el organismo vivo que es la Obra, pero cuando encontramos oro, tampoco lo desechamos, porque con el oro compramos carne; se puede comprar mucha carne. ¿Has entendido?

Mientras la escuchaba me veía como el mártir en la jaula de las fieras dejándome despedazar, sin látigo y sin posibilidad alguna de revolverme. Esa frase rotunda: "Queremos carne", me producía espanto, y me imaginaba a aquel sacerdote de aspecto frágil, lampiño y blando, con una gran cabeza de león, masticando sin parar, huesos, sangre, cartílagos, tendones y más y más carne.

Mercedes B. estaba horripilada de tan pragmática comparación. En lo que a mí respecta, me encontraba tan vapuleada en aquellos tiempos que corríamos, que el bárbaro símil de la carne y el oro, sólo consiguió que me sintiera todavía un poco más triste, un poco más deprimida, un poco más angustiada... Todo, todo estaba ya tan patas arriba... Y, para colmo, con aquella escalofriante frase,¿no quería decir don Joaquín L. que había que valorar al individuo solamente como instrumento? El valor del individuo sólo debía medirse por su utilidad a la Obra, y cuando se le concede una cierta esfera personal es sólo para que pueda desarrollarse en interés de la Institución. Nuestro fin no era otro que el corporativo, tenía que ser así. Éramos colectivistas ("queremos carne"), se necesitaban piezas para la maquinaria, no personas que pensaran y que decidieran por sí mismas. Había unos pocos que mandaban y los demás lo que tenían que hacer era "obedecer o marcharse" (se trataba de una frase que por aquellas fechas se prodigaba mucho en boca de los directores). En los llamados medios de formación, se hablaba poco o nada de relaciones interhumanas, fundadas en la solidaridad y en el amor. Se olvidaba que la personalización de los individuos aumenta el valor de la auténtica comunidad y la robustece. Porque el individuo que desarrolla en sí lo verdaderamente humano, se inclina hacia los demás y contribuye de este modo al beneficio del conjunto. Ni oro, ni carne (¡qué horror!), sino personas de carne y hueso, con corazón y cabeza; que sienten y piensan, que razonan, rezan, trabajan, descansan, gozan y sufren y notan el gusto de vivir, comunicarse y amarse.

La gestión de Mercedes B. con su hermano no dio resultado. Parece ser que ella insistió y rogó, pero él le dijo sinceramente que su situación económica no era tan boyante como para permitirse el lujo de pagar un nuevo sueldo. A partir de ese momento ella cambió radicalmente de actitud -pienso que también decidió volverse "carne"-, y nunca jamás volvió a mencionar su planeada marcha. Ni que decir tiene que en ningún momento compartí tan bien colocado instinto de conservación; lo mío era seguir más aventurados pasos.

La decisión de irme de la Obra, en mi fuero interno estaba ya tomada, y pensé que debía comunicárselo a la que había sido mi primera directora en el Centro de Formación, M. Rosa C., que por aquel entonces -lo vi clarísimo después de hablar con ella-, atravesaba por una profunda crisis. No era lo reglamentario pero me sentía moralmente obligada a informarla de paso tan vital. Recuerdo que me miró acongojada y dijo: "Admiro tu libertad de espíritu, yo no podría hacerla. Si me fuera de la Obra estoy segura de que me condenaría. Yo no me puedo ir". El silencio fue total, por mi parte no sabía qué responder a su confidencia, ni tan siquiera si debía de hacerla. No acababa de entender aquellas rotundas palabras, pero tampoco deseaba indagar más allá. Sin embargo, por mi cabeza pasaron a toda velocidad imágenes que hacían referencia a la total dependencia con respecto a un objeto o a otra persona: los fetiches del niño pequeño que, en ocasiones es una manta desgastada, una sabanita rota o un osito desteñido y manoseado, pero que sigue siendo la total y exclusiva prenda que le proporciona seguridad y sensación de estar a gusto; enfoque exclusivo de las emociones sobre una persona o una idea y una expectativa utópica de que de tal fuente ha de proceder una total ganancia, o una expectativa apocalíptica de una pérdida total en caso de no ser fiel a tal fuente.

¡"Reza por mí, también yo lo haré por ti!", fue todo cuanto pude expresar. Lo demás quedó en mi pensamiento.

La noche del 13 de septiembre escribí la carta de dimisión.

Como un trámite más, la directora te indicaba lo que debías decir y la forma exacta de exponerlo -ella lo había leído previamente en la ficha elaborada para tales casos-, pues en aquel documento no interesaba que figurara nada de lo que en el fondo pensabas y sentías; tenía que ser escueto y aséptico. La disidente debía comunicar al Padre lo feliz que había sido durante el tiempo que había permanecido en la Obra, pero que ya no se sentía capaz de vivir tanta entrega y que, por tanto, solicitaba la dispensa de lo que hasta ese momento habían sido sus compromisos.

El siguiente paso consistía en ir a hablar del tema con la delegada de San Miguel -aquella numeraria de mirada de gallina, boca sin labios y sonrisa forzada-. Recordaré siempre con horror a aquella persona teledirigida y pétrea; una auténtica máquina ejecutando órdenes. ¿En eso consistía ser instrumento en manos de Dios? En aquel momento pensé, y sigo pensando, que es preferible equivocarse mil veces, aprender en los errores, y con el paso de los años, irse haciendo mejor. Conseguir mejorar es hacer de la vida un triunfo creciente; el único triunfo.

Con una aparente simpatía, más temible de lo que hubiera sido un sincero distanciamiento, aquella boca sin labios comenzó a repetir, con idénticas palabras, lo mismo que mi directora inmediata me había dicho el 'día antes que debía de poner en el texto de la carta de dimisión. Mientras dirigía hacia mí su mirada inquisidora, fija, pensé que aquella mujer era el segundo de a bordo típico, que echa sobre sí el carácter odioso de la severidad, exactamente igual que Mahoma sonríe y el Califa ejecuta. Lo más asombroso era su insistencia en manifestar una actitud pseudo amable; espontánea, próxima y cálida, como si aquello que me estaba diciendo se le estuviera ocurriendo a ella en aquel preciso momento: "No te sientes capaz de una entrega total, ¿verdad que no te sientes capaz?" -su tono me sonaba cada vez más sibilino-.

Oírla era como una tortura; no quería escuchar más, y repetía para mis adentros, haciendo por no ver aquellos desagradables ojos que se me clavaban: "Señor, que pase ya todo esto; que acabe de una vez, que acabe". En ella era imposible detectar ni pizca de ese resorte fundamental de las acciones humanas que es la conmiseración, que quiere el bien del prójimo, y llega hasta la generosidad, la grandeza del alma. La conmiseración es ese hecho misterioso que borra la línea fronteriza que separa a un ser de otro ser y nos hace sentir compasión, lástima, piedad de la persona que tenemos ante nosotros; de sus sufrimientos, sus miserias, sus angustias, sus dolores. Pero en aquella persona que se consideraba elegida para "dar cariño", no detecté ni un mínimo rasgo de humanidad, de conmiseración; sólo encontré, una vez más, reglamento, lección aprendida y recitada al pie de la letra.

Y entonces, lo recuerdo como si fuera hoy, me vino a la cabeza la viva estampa de Himmler, el jefe de policía de Hitler, el comisario del Reich para el Fortalecimiento del Germanismo, el que creó las SS y que organizó el asesinato en masa a unos niveles inimaginables hasta entonces. Aquel personaje siniestro, al que una de sus víctimas definió como "la trivialidad de la maldad", porque era la representación en miniatura de todos los lugares comunes. Él y sus SS eran como una orden de camaradas consagrados a la causa, y su código de honor imponía la obediencia incondicional al servicio de un ideal, el de la severidad.

Así de siniestra vi a aquella delegada de San Miguel, mientras daba sus bendiciones a la desoladora ceremonia-funeral de mi despedida. Ni un gesto de afecto, ni una sola palabra de ánimo, ni la más mínima expresión de piedad o compasión. Sólo frases hechas en cadena, recital de fichas aprendidas de memoria, recordatorio implacable de los compromisos a los que aún debía de someterme, hasta que llegara una carta de Roma con la aprobación de la dispensa.

Para finalizar, con tono melifluo y con cierto aire amenazador, me advirtió que si nunca hablaba mal de la Obra, ellos tampoco dirían nada malo de mí.

Su actitud me pareció la misma que la que tenía en sus pensamientos el Tribunal de la Inquisición, que cuando los penitentes dejaban la cárcel después del auto, eran sometidos a los "avisos de cárceles", y bajo la amenaza de severas penas, se les ordenaba no revelar nada de lo que habían visto, oído o vivido.

¡Qué frialdad total! ¡Qué absoluta ausencia de misericordia! Porque misericordia significa, etimológicamente, poseer un corazón que se compadece de la miseria (miseri) del otro porque la siente como suya. Es conmoverse ante el mal del otro porque se siente íntimamente afectado y por eso, actuar con disposición de ser magnánimo, clemente y benevolente con él. La misericordia revela un aspecto esencial de la naturaleza divina: el lado femenino de Dios.

¿Era aquello una persona o se trataba de un robot? Ese ser humano que tenía delante había cambiado la vida -con la generosidad, entusiasmo y espontaneidad que la propia vida implica- por un reglamento; por el reglamento puro y duro.¡Qué rigidez!, ¡qué cosa heladora! Y me vienen a la memoria las palabras del filósofo Julián Marías, cuando afirma que el olvido o desconocimiento del carácter personal de hombres y mujeres, es la tentación más peligrosa y dañina, origen de la inmoralidad en su sentido más amplio.

"Cuando se deja de considerarlos personas -dice textualmente Marías-, y se desconoce la peculiaridad de ese modo de realidad, radialmente distinto a todos los demás, toda relación humana es inevitablemente inmoral" [JULIÁN MARIAS, Tratado de lo mejor, p. 160.]

Creo que desconecté del todo de los sermones que continuó dándome aquella directora-robot, y conseguí centrarme en lo que era mi presente y lo que habría de ser mi futuro próximo. Ante mí tenía dos simbólicas puertas: una la debía cerrar, la otra la tenía que abrir. No podía permanecer quieta ni sentada; no podía detener el tiempo y la vida. La puerta abierta no se cerraría ni la cerrada se abriría sino me ponía en marcha. Pero sabía que iba a moverme, que ya apuntaba al porvenir.

Algo estaba acabando de morir, algo estaba acabando de nacer. Todo volvía a recobrar sentido. Estaba ocurriendo como en el famoso dicho oriental de Ching Yuan: "Antes de la conversión, las montañas son montañas para el hombre, y los árboles son árboles. Durante el periodo de conversión, las montañas ya no son montañas y los árboles no son árboles. Después de la conversión, las montañas vuelven a ser montañas y los árboles vuelven a ser árboles" .

Un despegue tranquilo y sereno

Me preguntas, me parece que con un cierto morbo folletinesco, cómo llevé a cabo el despegue. Creo que te voy a defraudar, porque fue una despedida de lo más vulgar y corriente, parecida a cuando alguien se va un par de días o tres a un viaje de trabajo y dice: "Un beso a todos, llamaré en cualquier momento libre para comunicar que he llegado bien, pero ya os contaré a la vuelta".

La víspera del día de la Merced, dije adiós a la Obra. Como en Barcelona esa fecha es festiva, aproveché para viajar a Madrid y comunicarle a mis padres, cara a cara y de viva voz, que a partir de entonces había dejado de ser del Opus Dei, que estaba sana y salva -triste y desconcertada, eso sí-, pero que había que esperar un poco para que las cosas volvieran a asentarse. Era importante mostrar con mi presencia que seguía siendo una persona cuerda, serena y lo suficientemente madura para asumir mi problema. Insisto en que era importante que lo comprobaran, ya que la Institución había conseguido consolidar la imagen de que el disidente suele ser un desequilibrado o una loca, que está dominado por asuntos del sexo y que camina despendolado hacia la perdición. Supongo que de alguna forma había que ilustrar la sentencia de monseñor Escrivá: "Fuera de la barca no hay salvación", y no se andaban con chiquitas a la hora de llevado a cabo.

Mis padres, hermanos y amigos más íntimos pudieron comprobar, en 48 horas, que me encontraba entera, y aunque estaba hecha polvo, creo que conseguí dominarme bastante bien y mostrar, más que ninguna otra, la faceta de entereza.

"Si crees que para ti es mejor volver a casa -me dijo mi padre-, vente. Deja tu trabajo, ya encontrarás otro en Madrid. En Barcelona te vas a encontrar más sola".

Le respondí que hacía ya años que era económicamente independiente, y que me parecía importante, como persona adulta que era, seguir siéndolo. "Regresaré a Madrid cuando encuentre un trabajo allí -añadí-; mientras tanto seguiré donde estoy. Es lo más cuerdo".

Y así lo hice. Pero, ¡qué respiro es notarte amparada! El hecho de encontrar una puerta abierta se agradece un montón. Tengo que reconocer que mi despegue no fue de los más duros, ya que hay ex socios para los que desvincularse de la Obra supone dejar la seguridad total y lanzarse al vacío: sin profesión, sin trabajo con el que ganarse la vida, sin familia que los acoja, o con padres mayores que apenas tienen para mantenerse con una escasa pensión.

"Soy del todo consciente de que me quedo sin vocación y sin profesión, pero aun así estoy decidida a dar el paso", decía una numeraria mayor que siempre había trabajado en tareas internas de la Obra, poco antes de despedirse de lo que había sido su vida durante más de 20 años. A lo largo de las dos últimas décadas he tenido ocasión de conocer casos durísimos, aunque luego, gracias a Dios y con la colaboración de gente buena -que la hay-, todo el mundo acaba saliendo a flote. Y no lo digo por decir, sino con conocimiento de causa.

Solamente entre el verano de 1974 y el verano de 1975, tuve ocasión de vivir de cerca la salida de seis numerarias. Todas habíamos convivido juntas en algún momento. La situación de cada una de ellas era muy diferente: algunas lo tenían todo más fácil, otras más difícil y una, la mayor, afrontaba un panorama realmente trágico, pero consiguió superado con muchísima dignidad, haciendo cierta aquella frase de que Dios aprieta pero no ahoga.

Aquel mismo año, y también en Barcelona, conocí de manera próxima la salida de dos sacerdotes numerarios y, poco después, la de un numerario, todos ellos con un montón de años en su haber de militancia en la Obra.

No están perdidos, ni descarriados, ni se han ahogado fuera de la barca, ni han pactado con tentación diabólica alguna. Los dos primeros, siguen ejerciendo su ministerio como curas diocesanos. Eso sí, al salir nadie les ahorró la dura lucha de enfrentarse con la prosa de la vida diaria, de "sacarse las castañas del fuego" y de esforzarse por rehacer una individualidad responsable, más libre de coacciones y de excesos dogmáticos.

La salida es dura y, a veces, durísima. Pero no conozco a nadie que, pasado algún tiempo, no esté contento de haberse atrevido a dar el paso.

Como digo, la salida es especialmente dura para aquellas personas que no cuentan con un trabajo con el que ganarse la vida, pues su tarea siempre ha sido interna. En el transcurso de estos últimos años, he sabido de algunos casos de mujeres numerarias que han conseguido una módica cantidad dineraria por parte de la Obra. Esta especie de indemnización les ha servido para poder recuperar su libertad, es decir, salir de la Institución y rehacer su vida. Se trataba de personas que durante el tiempo que habían sido asociadas siempre habían realizado trabajos internos en la administración de residencias y, por tanto, les resultaba especialmente complicado encontrar fuera un trabajo con el que ganarse la vida y conseguir la necesaria independencia económica.

Recientemente me ha llegado la noticia de dos casos -supongo que habrá más- que han conseguido una indemnización por sus años de dedicación plena al instituto (también es cierto que son casos atípicos, ya que la idea que se nos dejaba bien clara, desde un principio, es que cada uno de nosotros iba a darlo todo, pero que ninguno tenía derecho a nada; no había ni que pensar en recibir nada a cambio).

Estas dos numerarias, una de Vitoria y otra de Valladolid, llevaron a cabo sus respectivas reclamaciones con el asesoramiento y la cooperación de la Federación de Curas y Monjas Secularizados. La primera consiguió dos millones de pesetas, y la segunda, cuatro. Ni qué decir tiene que ni una ni otra se hicieron millonarias, ni tan siquiera salieron de pobres -tampoco se trataba de eso-, pero lo que sí está claro es que, gracias a esa indemnización, pudieron cambiar el rumbo y tirar hacia delante sin tener que mendigar ni ser una carga para nadie.

De la numeraria de Valladolid, sé que había entrado en la Obra a los quince años, y cuando decidió salir de la misma tenía treinta y cinco. En el transcurso de estos 20 años, su madre había fallecido y su padre se había vuelto a casar, con lo cual consideraba que su casa ya no era su casa. Sólo contaba con el apoyo incondicional de una hermana casada pero con una situación económica muy justa. Gracias a la cantidad que consiguió, tras ardua batalla, pudo rehacer su vida con dignidad.

Por hoy ya me despido, pues se me ha hecho tardísimo y mañana he de madrugar. En mi próxima carta prometo contarte la historia del despegue de cada una de las siete numerarias que, como un goteo, fuimos yéndonos en el transcurso del curso 1974-1975. Tú misma comprobarás que los disidentes no tienen por qué ser monstruos; es más: no lo son. A pesar de los comentarios peyorativos y las leyendas negras que hayas podido oír.

La lucidez que se comunica

No creo que sea corriente que una comunidad prácticamente entera se disuelva. En la Obra, concretamente, es muy difícil que ocurran cosas de este tipo, ya que la comunicación entre iguales está no sólo prohibida sino también abiertamente perseguida, Y para que se dé una coincidencia de este calibre es preciso un intercambio previo de ideas. De lo contrario, es casi imposible que suceda. En los casi nueve años que permanecí allí dentro, en la sección de mujeres, conocí tres casos, y en los tres hubo un denominador común: entre las numerarias había habido comunicación; un intercambio de ideas abierto y sincero. El primer caso que conocí se dio en Islabe (Bilbao); el segundo, en Zafra (Madrid); el tercero, en Infanta (Barcelona), la última casa en la que viví, de la que nos fuimos -como ya te he contado en mi última carta- siete personas en el transcurso de un año.

En cierta ocasión, hablando de este tema con un ex numerario que durante muchos años había ejercido cargos de responsabilidad en la Obra, al oírme contar aquella diáspora, lo primero que se le ocurrió fue exclamar: "¡Caray! Eso sí que es lucidez que se comunica". "Con razón -añadió- había aquel miedo espantoso a que las personas hablasen entre ellas abiertamente e intercambiaran puntos de vista, dudas y discrepancias" A la comunicación entre iguales se le tenía auténtico pavor, y en cuanto se sospechaba que existía, se ponían todos los medios para cortarla de raíz. Y es que es del todo cierto que de la discusión, del debate, del diálogo, nace la luz.

La primera en marcharse de la casa de Infanta, fue Montse C., de veintinueve años, médico especialista en Neurología y numeraria desde que cursaba Preuniversitario. Había sido premio extraordinario de fin de carrera, acababa de finalizar su especialidad y, con tal motivo, le concedieron una beca para ampliar estudios en La Salpetriere de París. Al informar a sus superiores, muy ilusionada, de lo que acababa de conseguir -galardón, meta, conquista, perspectiva de futuro profesional y vocacional-, le propusieron que renunciara a su beca y que se integrara en las tareas de una administración, es decir, que se ocupara de las tareas del hogar en una casa cualquiera que se le asignara. Ella alegó que no sabía ni freír un huevo y que tampoco le interesaba saberlo; que el trabajo de la casa le horrorizaba y que además, allí dentro ya había demasiadas mujeres fregando, lavando, haciendo camas, planchando, encerando y poniendo florecitas. En fin, que pensaba que lo suyo era santificarse en el ejercicio de su profesión y que su profesión era la medicina. No aceptó la propuesta -que también es cierto que formaba parte de las reglas del juego, ya que las numerarias debíamos ir gustosas donde se nos mandara-, y en un visto y no visto, "colgó los hábitos" y se fue a París con su beca y como ciudadana de a pie, dispuesta a seguir estudiando y a trabajar en serio. De inmediato encajó en su nueva vida, es más, se sintió liberada, porque hacía ya tiempo que las estrecheces doctrinarias y de disciplina le ahogaban. También -y siempre siguiendo su versión-, se planteaba serias dudas acerca de la necesidad de la vida célibe y comunitaria para ser mejor y hacer el bien.

La segunda en salir fui yo. También tenía veintinueve años y hacía siete que ejercía mi profesión. No voy a volver a contarte todo lo que ya conoces bien a través de nuestra abultada correspondencia, sólo quiero hacer hincapié en que mi caso fue del todo distinto al anterior. A mí me gustaba el trabajo de la casa -sobre todo la cocina y la decoración-, tenía sentido de la economía doméstica, también de la organización, y la disciplina y el orden formaban parte de mí desde mi más tierna infancia. Ya en los tiempos del Centro de Formación manifesté mi disposición a que echaran mano de mí para el trabajo doméstico, si se veía que era necesario. La respuesta siempre fue que no, que todo lo contrario; lo que hacía falta era más numerarias preparadas para ejercer su profesión en la calle. Y así fue como lo hice siempre, haciendo un poco de pionera (los pioneros son aquellos que se desgarran las manos con las espinas, avanzan y no dejan huellas).

También reconozco que para desempeñar un trabajo interno en la administración, y a dedicación completa, era demasiado crítica con todo el montaje, y podía haber causado estragos pensando que lo hacía estupendamente. Mi gran fallo estaba en que nunca capté del todo mientras estuve allí dentro, que la llamada "obediencia inteligente" -el calificativo "inteligente" era lo que provocaba la confusión-, era la misma que la de los frailes y la de los soldados, que no conocen los tormentos de los conflictos de deberes. Sean dóciles o sean rebeldes, están libres del tormento de elegir, pues el que ha hecho un voto de obediencia siempre sabe lo que tiene que hacer, bien por la letra de su regla, bien por un mandato de su superior; así ocurre en todas las sociedades que se basan en la disciplina. La esencia de la vida del claustro es la obediencia, como la disciplina en el ejército; una y otra son el vínculo de la perfección.

Dos semanas después de haberme desvinculado de la Obra, me llamó por teléfono la que iba a ser el tercer caso de la dimisión en cadena. Ana C. era licenciada en Historia y periodista. Una mujer de treinta y pocos años -hacía catorce que era numeraria-, inteligente y activa, trabajaba como directiva en una conocida editorial. Tras su llamada, vino a verme a mi trabajo y me contó que había tomado la decisión de irse de la Obra, cosa que no me sorprendió lo más mínimo, porque desde hacía ya tiempo arrastraba conflictos con los superiores por su mentalidad abierta, independiente y progresista. El problema no era su marcha sino que se encontraba en una situación angustiosa. Me contó que había dado ya el primer paso imprescindible de buscar un apartamento donde alojarse, y lo había encontrado. Pero para que le dieran las llaves y poder entrar a vivir en él, tenía que pagar dos mensualidades adelantadas. Para reunir esa cantidad, necesitaba cobrar su sueldo del mes en curso y el siguiente -para no quedarse sin un duro en el bolsillo-, por lo tanto, no se podía ir de la Obra hasta esa fecha. Pero eso tampoco era lo tremendo del caso, sino que la jerarquía interna se había enterado de los pasos que estaba dando, y su directora inmediata le acababa de transmitir la orden de que hiciera su equipaje y se fuera ya mismo. Ella no estaba dispuesta a dejarse amedrentar.

¿Cómo podía ayudarla a no tener que pasar por lo que llevaba trazas de llegar a ser un infierno? Yo acababa de cobrar el primer sueldo propio, y era todo lo que tenía para vivir hasta final de mes. Me podía mover para pedir un préstamo o un adelanto... Se lo dije, y se negó en rotundo. No le parecía ningún gorroneo vivir dos meses sin aportar su sueldo en un lugar donde había prestado 14 años de servicio a dedicación completa. No, no quería ser una carga para otros por evitarse ella un mes y pico de sufrimiento.

Así lo hizo, y aguantó con la cabeza bien alta hasta llegar al final que se había propuesto. Supongo que la procesión iría por dentro, pero demostró ser una mujer de rompe y rasga.

La cuarta disidente fue Nuria P., de cuarenta y ocho años, profesora de EGB que trabajaba de decoradora. Hacía 20 años que era numeraria. Sus problemas con la Institución siempre tuvieron su origen en que era implacable con la estupidez y el artificio que en muchas ocasiones se respiraba allí dentro. En sus golpes de ironía y sarcasmo para combatir una y otro no respetaba ni a las más altas jerarquías (le daba igual que la estupidez viniera de Roma o de Valladolid, ella la fulminaba con su sentido el humor, y punto). Una persona profunda, rezadora, con una importante vena mística, no toleraba la estupidez, y cuando ésta se combinaba con el irracionalismo, entonces la ironía, el sarcasmo -que ya te he citado líneas arriba- y el desprecio brotaban de ella como lava ardiente. Funcionaba segura, siempre confiada en su buena fe, hasta que un día fue llamada por la directora de la delegación de Barcelona para plantearle un ultimátum: o cambiaba radicalmente su actitud volviéndose muda y sumisa en todo, o la echaban a la calle. Se quedó patidifusa, pues aquello no se lo esperaba, y sufrió mucho hasta tomar la decisión de que era ella la que iba a irse antes de que nadie la echara: lo hizo sin perder su sentido del humor. Cuando se despidió de su vida de numeraria -con lo puesto y una reducida maleta-, comentó: "Me siento como una viuda de guerra, pero sin pensión".

M. Luisa P., profesora de Arqueología de la Universidad de Barcelona, fue la quinta numeraria que dijo adiós. Tenía cuarenta y tres años, y hacía dieciocho que era de la Obra. Una mujer de espíritu abierto, culta, muy crítica y reflexiva, escéptica en casi todo y, como tal, pasiva. Ella misma decía que tenía que haber dejado el Opus Dei mucho antes que cuando lo hizo. "Tenía muchos datos -contaba-, pero me faltaba el plano. Y haciendo el plano que necesitaba para encontrar la puerta de salida, se me pasaron 18 años". (Entusiasta de la Historia y, sobre todo de la Arqueología; le gustaba indagar hasta llegar al fondo de las cosas. M. Luisa P. falleció hace 10 años, repentinamente, de un infarto, en la entrada del Museo Arqueológico de Montpellier, en el transcurso de un viaje de trabajo).

La sexta dimisión sí que fue para mí del todo inesperada. A mediados de marzo, recibí una llamada telefónica en la que me comunicaron que M. Teresa A. -la primera numeraria de Cataluña-, quería reunirse con las cinco recientes ex numerarias (la cuarta dimisión había tenido lugar a finales de febrero de 1975, y la quinta, una semana después).

-¿Alguna sabe el motivo del encuentro? -pregunté.

Sí, el motivo era que M. Teresa estaba decidida a abandonar el Opus Dei.

Me quedé estupefacta. Pero si tenía más de sesenta años; estaba delicada de salud; no ejercía profesión alguna; siempre había funcionado en tareas internas; no tenía padres, ni fortuna personal ni familiar, ni hermanos bien instalados que estuvieran dispuestos a echarle un cable... ¿No iba a ser una especie de suicidio? ¿Se lo había pensado bien? Era un caso límite; había que ser muy realista.

Aquella misma tarde nos encontramos todas las convocadas, rodeadas de un mar de fondo de preocupación que nadie podía disimular. La "numeraria histórica" -pequeñita, frágil y de aspecto enfermizo-, sin apenas preámbulos, tomó la palabra y su exposición fue tan sobria, escueta, seria y sincera que vi claro que lo suyo no iba de suicidio sino de testimonio (tardío, pero testimonio): no quería seguir engordando un sistema con el que no comulgaba. Hacía años que le daba vueltas a la idea de salir de allí, pero el panorama que se le presentaba fuera lo veía negrísimo y no se sentía con fuerzas para dar el paso. En aquel momento, no sabía exactamente por qué, sí se notaba capaz (el hecho de que otras hubiéramos sido capaces de hacerla sin perecer en el empeño también le daba una cierta garantía).

Había hablado ya con una de sus hermanas, y tanto ella como su marido estaban encantados de que fuera a vivir con ellos. Los hijos se habían casado y disponían de una habitación libre en la que podía instalarse, pero su economía iba muy, muy justa, y la única condición que le ponían era el pago de su manutención.

Quería saber, por tanto, si estábamos dispuestas a ayudarla a buscar un trabajo.

Le dimos vueltas al asunto. Pensamos en alto, comentamos, hicimos distintas propuestas y, de pronto, se me ocurrió la idea de ir a hablar con un matrimonio riquísimo, amigo de mis padres, con el que seguía manteniendo una estrecha relación -hasta el punto de que cuando me fui de la Obra me propusieron que me fuera a vivir a su casa-. De inmediato me puse en contacto y nos reunimos con ellos. De forma resumida les expuse el caso, y la respuesta fue incondicional: "¿Cuánto hay que pagarle cada mes? -dijo el marido-. ¿Empezamos ya este mismo mes, para que esta pobre mujer pueda cambiar de marco, sin alargar más esa situación estresante?".

La ex numeraria que me acompañaba en esta gestión me miró pensativa, y yo le devolví la mirada como si estuviéramos pensando lo mismo, y así era: no acabábamos de ver clara la forma de dar esa ayuda que, por otra parte, era vital.

-¿No crees -dije- que puede resultar humillante recibir todos los meses un dinero que no te has ganado de ninguna forma?

¿No te parece que sería más gratificante que esa remuneración respondiera a un sueldo justamente ganado?

-Es que esto que me planteas me complica mucho más -respondió el marido benefactor-. ¿En qué tipo de trabajo puedo encajar a esta persona, con la historia que me habéis contado? Insistimos en la importancia del tema. Delicadamente, pero insistimos. También intervino, apoyando nuestro argumento, su mujer, que hasta entonces había permanecido en silencio -ella había sido supernumeraria durante bastante tiempo y se encontraba más próxima a entender el problema-. Con los pies muy en el suelo, propuso que nos diéramos un margen de 24 horas para ver si se nos ocurría algo.

Al día siguiente, la idea luminosa llegó y se puso en marcha. Antonio A. -es el nombre del mencionado benefactor- era propietario de un montón de pisos que alquilaba, y el administrador de los mismos desde hacía tiempo se quejaba de lo que le complicaba la vida revisar las viviendas cada vez que quedaban vacías y ocuparse de perseguir operarios para que subsanaran todos los desperfectos antes de que los nuevos inquilinos entraran a vivir: ése era el trabajo que podía ofrecer.

Sin esperar un momento, pusimos en contacto a la interesada con el administrador de las fincas, y antes del fin de semana, esa mujer madura y frágil -que se había empeñado en ser valiente-, ya estaba funcionando en su nueva vida: había dejado de ser numeraria, acababa de trasladarse a casa de su hermana y, responsable e ilusionada, se disponía a poner a punto el primer piso vacío para poder alquilarlo de nuevo.

Pasados algunos días, quedamos para que me contara qué tal marchaba su estreno, y como era de suponer, también surgió el tema de si le dolía mucho aún su largo pasado. Me quedé sorprendida al escuchar sus palabras: "El estreno bien, todo bien. De lo demás -añadió-, si quieres que te diga la verdad, no me acuerdo de nada".

-Supongo que querrás decir -maticé- que no quieres acordarte de nada, ¿no? Una persona sin memoria es una persona sin historia, y tú, historia tienes para rato -añadí.

Sonrió con gesto de abandono -de no querer seguir la conversación-, y no respondió ni una sola palabra. Su silencio, sin embargo, era elocuente: estaba deseosa de un futuro armonioso, porque se encontraba cansada, muy cansada de un largo y tortuoso pasado. Su intencionado olvido merecía todo el respeto.

La séptima y última baja de aquel año terribilis se dio a principios del verano. Era una chica de Zamora de cuarenta y cuatro años, que hacía algo más de veinte que era numeraria. Había estado destinada mucho tiempo en Colombia, luego la mandaron, enferma, a Pamplona y, más tarde, ya recuperada de sus males, fue a vivir a Barcelona para hacer un curso de corte y diseño de moda en el taller del modisto Pedro Rodríguez. Manola C., así se llamaba, no tenía estudios superiores, ni tan siquiera el título de bachillerato, y siempre había trabajado en tareas internas, pero era una mujer optimista, con voluntad y empuje, y cuando vio que su crisis dentro de la Obra era irreversible, cogió el diario La Vanguardia y, un día, otro y otro, fue seleccionando solicitudes de trabajo, hasta que dio con la adecuada. Empezó a trabajar en el almacén de una marca de ropa deportiva y, poco tiempo después, cuando tuvo su economía básicamente resuelta, se desvinculó de la Obra.

Como verás, se trataba de personas ya puestas a prueba por la institución; algunas de ellas muy puestas a prueba. Ninguna tenía nada que ver con casos como el de aquel joven numerario, que me contaba que dejó de serlo el día que su director le dijo que entregara al secretario de la casa su primer sueldo. Era un chico de Onteniente (Valencia), que realizaba sus estudios de Periodismo con una beca en la Universidad de Navarra. El último verano lo había pasado, también becado, en el lago de Como (Italia), haciendo un curso de periodismo internacional. Al finalizar dicho curso, José M. G., regresó a España, y con su carrera recién acabada, comenzó a trabajar. Transcurrido el primer mes de "curre", cobró su salario correspondiente, y muy contento, se fue directo a comprar una buena máquina fotográfica y, seguidamente, celebró con sus amiguetes tan fausto acontecimiento. Al regresar a casa, Contento y dicharachero y esperando ser felicitado por todos, el director le llamó y le dijo que de inmediato entregara su sueldo -lo que le quedaba- y la máquina de fotos al secretario del Consejo local, ya que él no era dueño de nada. La respuesta no se hizo esperar, y en menos de 24 horas, el joven numerario de Onteniente dejó de serlo, al decir adiós, maleta en mano, con su primer sueldo -todavía calentito- en el bolsillo y la cámara foto grafica -sin estrenar-, colgada al cuello.

Como te decía líneas arriba, ninguno de los siete casos que te cuento tiene nada que ver con éste del numerario valenciano. Además, en la sección femenina de la Obra era poco probable que se dieran este tipo de historias, ya que las ayudas, las becas de estudios y las promociones profesionales eran casi exclusivas del mundo de los varones. Entre nosotras, lo más corriente, es que tu destino fuera una Escuela Hogar, un office o una cocina de una Administración, quitar el polvo o dar cera y sacar mucho, mucho brillo.

¿Y fuera de la barca -como decía Escrivá-, no hay salvación? Pero si, dentro o fuera, los móviles vocacionales, de aproximación a Dios y a los seres que nos rodean, siguen siendo los mismos: oración, sacramentos, honradez en el trabajo, honestidad en la actuación personal y en las relaciones con los otros, competencia profesional, afán de contribuir a que la sociedad pueda ser un poco más justa, más sincera, más amorosa.

Una vez más, me sorprendo al comprobar, que los mismos principios que un día te movieron a vincularte al Opus Dei, son los mismos que años después te llevan a desvincularte por no estar dispuesta a comulgar con ruedas de molino; porque, poco a poco, te vas haciendo consciente de que, hacia fuera, predicas una teoría que, hacia dentro, muchas veces no se vive. Predicas amor, sentido de responsabilidad, libertad, confianza, desprendimiento, y con frecuencia eres consciente de que a tu alrededor se masca demasiada incomunicación, obediencia ciega, artificio, envidiejas, fanatismo, instalación y seguridad.

En un principio, pensaba que asociarse tenía por finalidad, el potenciar los valores de todos y cada uno de los asociados -en mi caso, asociadas-, con vistas a un objetivo común, pero con el paso del tiempo me fui dando cuenta de que aquella convivencia -en ocasiones asfixiante- no favorecía para hacer a las personas mejores; que en aquel mundo tan cerrado, abundaban las personas que se pasaban la vida enzarzadas en pequeñísimos conflictos, y esos conflictos mínimos devoraban todas las energías. Era algo así como lo que ocurre a aquel que va a una excursión maravillosa pero que no consigue disfrutarla -paisaje, vista, colores, delicioso almuerzo, charla- porque tiene una piedrecita en el zapato. La chinita hace sufrir; se clava en un dedo o en el talón, y quien la sufre se siente incomprendido en su sufrimiento. Pero, ¿por qué nunca se le ocurrirá quitarse, de una vez por todas, la piedra de zapato? Si se liberara de esa piedra, en alguna ocasión tropezaría, o se torcería un tobillo, o sufriría dolor de cabeza por el solo cansancio por la fuerte caminata, pero también se haría capaz de ver más allá de su propio sufrimiento, dándose cuenta de lo variopinto que es su alrededor; que existen muchas cosas más interesantes que el argumento de su chinita. Sin embargo, resultaba asombroso comprobar que, la vida comunitaria de las mujeres de la Obra estaba montada, especialmente, para las de la china en el zapato, y quienes se la quitaban, de inmediato se daban cuenta de que necesitaban un espacio mayor y más abierto para seguir caminando.



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