Ser mujer en el Opus Dei/Tiempo de desengaño

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SER MUJER EN EL OPUS DEI


CAPÍTULO 5. TIEMPO DE DESENGAÑO


El reiterativo mito del Padre

Te ha entrado una especie de fijación con la matraca de preguntarme, una y otra vez, en qué momento, a propósito de qué y cuál fue el motivo de mi primer desengaño total, porque estás convencida de que siempre hay uno, y a partir de éste van llegando todos los demás. Si por desengaño entendemos la desagradable y dura experiencia de liberarnos del engaño, de salir de un error que nos había cobijado, pienso que tal vez fue aquel momento, o aquel día en el que fui consciente de que el obsesivo mito del Padre comenzaba a resultarme insoportable. Quizá puedo señalar éste como desengaño número uno, pero lo cierto es que nunca me paré a colocarlos por orden.

Siendo de la Obra, a monseñor Escrivá tuve ocasión de verle en contadas ocasiones -cuatro exactamente-, y siempre en tertulias bastante numerosas o en concentraciones multitudinarias. El primer encuentro fue en el Colegio Mayor Alcor, durante mi primer curso de formación; la segunda, en Pamplona, en el campus de la Universidad; la tercera, en Barcelona, en el gimnasio Brafa, y el cuarto también en Barcelona, bueno, en Premia, para ser más exactos. Quiero decir con esto, que trato personal con él no tuve ninguno, y que casi todo lo que sé de su persona y de sus actos me lo han aportado otros; otros que, eso sí, se empeñaron a fondo en hacérmelo presente las 24 horas del día. El mito del Padre te perseguía desde que te levantabas hasta que te acostabas; siempre que estuviera en tu presencia un miembro de la Obra que llevara ya un cierto tiempo en la institución. Había que hacerle el centro en todo momento y en todo lugar, era una consigna para todos y para cada uno. En la confesión, en la confidencia, en los círculos semanales, era preciso recurrir de forma constante a : "El Padre ha dicho..."; "acaba de llegar una nota del Padre que..."; "tenemos noticias recientes de Roma y...". También en las tertulias cotidianas había que contar anécdotas del Padre, y las charlas y las meditaciones debían de estar salpicadas de constantes citas del mismo. El no hacerla con la consabida frecuencia era una clara manifestación de mal espíritu. Venía a ser algo muy parecido a lo que A. Bullock cuenta en su biografía de Hitler: "El partido nazi era consciente del valor que tenía la propaganda personal, así que a los miembros del partido se les recordaba con frecuencia que era su obligación "contemplarse a sí mismos, en todo momento yen cualquier circunstancia, como los portadores de la palabra del Führer". La propaganda efectuada de persona a persona podía llegar a la gente de un modo que estaba vedado a los medios de comunicación de masas y era doblemente eficaz si se presentaba como una opinión personal y no como la repetición de una consigna oficial".

A propósito de esta mitificación que teníamos que vivir y los excesos a los que se podía llegar en su práctica, me viene a la memoria lo que ocurrió en cierta ocasión, en uno de los círculos semanales; una significativa anécdota no falta de humor.

Como era lo acostumbrado, nos encontrábamos reunidas todas las numerarias de la casa, y la que debía hablar ese día era Mercedes B., la directora. Centró el tema de la charla, y a los pocos minutos empezó a leer un montón de fichas que tenía muy bien ordenadas: "Porque como el Padre dice -bla, bla, bla, y leía una ficha-; y como, efectivamente, el Padre nos ha dicho -bla, bla, bla, y leía otra ficha-; y debido a que el Padre siempre va por delante, nosotras no tenemos más que poner por obra todo eso que él ya ha visto antes -bla, bla, bla, y leía otra ficha más-". Así continuó hasta que acabó el considerable taco de octavillas, cuyo contenido -según ella- respondía a pensamientos, reflexiones y consejos del Padre.

Al finalizar el círculo, una de las numerarias asistentes -historiadora, periodista y directiva de una importante editorial-, me comentó algo extrañada: "Todas esas citas que Mercedes nos ha estado leyendo, ¿no te suenan mucho a Ortega y Gasset?".

-Bueno -le respondí-, sé que recientemente estaba leyendo "El hombre y la gente", de Ortega, pero lo que me temo es que el mes próximo, tal vez las citas atribuidas al Padre sean de Thornton Wilder, porque acaba de empezar a leer "Los idus de marzo".

-Esta mujer es un caso único -comentó atacada de la risa-.

Cuando a continuación le dije a la locuaz directora que había que ser más rigurosa con las citas, respondió, con el sentido pragmático que le caracterizaba, que qué mas daba el rigor o no rigor: "Lo importante es que sirva, y sirve, ¿no?".

A continuación, en plan amigable y coloquial, añadió que no había por qué ser tan rigurosa ni tener tantos escrúpulos, por la sencilla razón de que no conducían a nada. Una vez más, me aconsejó que tirara "el lirio por la ventana"; que no había motivo alguno para tener que ir siempre con el lirio en la mano. Aquí es preciso que te aclare -pues de lo contrario no vas a enterarte-, que esa directora, y otras numerarias mayores que vivían también en la misma casa, siempre me tomaban el pelo diciéndome que yo todavía iba con "el lirio en la mano". Una de ellas, a veces añadía: "y es que tu lirio yo creo que es de acero inoxidable, porque no hay quien pueda con él. Ten cuidado, pues cualquier día se te clava en tu propio ojo."

Esta directora de la que te hablo fue mi última directora, y la casa en la que entonces vivía, la última casa de la Obra en la que viví -desde el otoño de 1971 hasta el otoño de 1974-. Fueron años muy claves, un tiempo de lucidez en el que pasé por todos los estados de ánimo, hasta que conseguí aclararme lo suficiente como para que mi vida tomara un nuevo rumbo. Mercedes B., la mencionada directora, fue pieza importante en todo este proceso pues, gracias a ella, llegué a descubrir -por mí misma creo que hubiera sido incapaz o que me hubiera costado mucho más- todo lo frívola, engatusadora, pragmática y cínica que puede llegar a ser una persona allí dentro.

Como si fuera una vivencia muy reciente, recuerdo que cuando le comentaba mi asombro por lo bien que se desenvolvía con las superioras mayores y los superiores, y la doblez que desplegaba para hacerles el juego, me contestaba con su característico acento catalán:

-Oh, es que no tienes más que aprender a expresarte en su idioma, y decirles lo que esperan y quieren oír; no pienses que es tan difícil, simplemente es cuestión de fijarte.

Yo me asombraba, una y otra vez, al constatar que, sin creerse nada, se desenvolvía con los que mandaban como pez en el agua: sonreía a quien tenía que sonreír, alababa a quien debía alabar y daba la razón siempre a quien convenía. Todo lo contrario de lo que me solía ocurrir a mí, que me empeñaba en seguir creyendo, y era incapaz de desenvolverme con soltura en todo aquel mundo de estereotipos, frases hechas, lugares comunes, alabanzas fáciles y formalismos mil.

Digo que me asombraba, pero sus palabras no me convencían lo más mínimo. Me parecía que estaba metiendo demasiada agua al vino, que dejaba así de ser generoso para pasar a ser algo cada vez más aguado. No se trataba de subsistir, de vivir lo mejor posible allí dentro, de acomodarse y conformarse, sino de ir al fondo de lo que éramos y de lo que nos traíamos entre manos. Estábamos inmersas en un gran montaje; éramos afiliadas, emisarias, proselitistas del mismo, y aunque nuestro papel fuera el de "tontas útiles", eso no quitaba el que formábamos parte de un sistema que influía en la marcha real del mundo en el que nos encontrábamos inmersos a todos los niveles: social, económico, político y religioso. Éramos albañiles que trabajábamos en la construcción de un edificio, y ese edificio social era metódicamente construido siguiendo unas directrices y unos determinados principios económicos, políticos, sociales y religiosos que debíamos conocer y apoyar. Eso era lo realmente importante y no el estar más o menos bien vista por parte de quienes mandaban.

La caída de un pilar básico

En mi última carta empecé a tratar un tema clave que se quedó en un conato, ya que sólo te conté una historia que tenía que ver con el asunto, y ahí se paró toda mi referencia a algo que es un pilar básico en la Obra: el mito del Padre. A lo largo de nuestra correspondencia esto ya me ha pasado más veces, y es seguro que me seguirá pasando. La razón es que voy hilvanando recuerdos a medida que me van surgiendo, sin ningún riguroso orden cronológico, sino teniendo como único punto de partida las cuestiones e interrogantes que me vas planteando en tus cartas.

El Padre, un padre al que había que revestir con todos los atributos del saber y del poder, un padre que era -tenía que ser el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno. Aquello, más que padre, era el "fantasma paterno" que dirían los psicoanalistas. Y siguiendo el pensamiento psicoanalítico -el somero barniz que tengo del mismo-, pienso que en ningún momento traté de "matar al padre", sino que trataba de liberarme de ese "fantasma paterno" que constituía un obstáculo para tener una relación sana con aquel que, ciertamente era "padre" y que, por tanto, permitía reconocer su valor "simbólico" con el "padre real o empírico". Los que desempeñan el papel de padre, es decir, los padres reales, son seres mortales como todos los demás; su fragilidad y sus errores, sus cualidades y aciertos se integran en el principio de realidad necesario para pasar de la regulación fantasmagórica a la regulación simbólica.

Nunca me opuse al reconocimiento del "padre real", es más, deseaba ese reconocimiento, pero gradualmente tenía más necesidad de adquirir libertad respecto a su "fantasma". Sin embargo, la pedagogía de la Obra consistía en reforzar más y más la tiranía del "fantasma" (había que pensar como decían que él pensaba; hacer como apuntaban que él hacía y sentir como insinuaban que él sentía. Todo lo más personal de cada uno de los socios había de "pasar por la cabeza y por el corazón del Padre", eran palabras textuales).

Del mito del Padre hay que decir, que en la Obra lo llena todo. Aparece en cualquier momento y lugar, es el pilar básico, el centro y en torno a él gira todo lo demás: unidad, fidelidad, buen espíritu, libertad, fraternidad, etcétera. Se trata de un macrotema, sin el cual no se entiende nada de todo el montaje.

No es fácil, mejor dicho, resulta difícil comprender a Escrivá, un complejo personaje, y las dificultades se ven aumentadas por el modo en que él mismo se afanó en crear mitos mediante la interpretación de sus propios actos, que de inmediato eran ávidamente propagados por sus seguidores. Existe el Escrivá incansable, celador y omnisciente vigilante (ante la movida del postconcilio Vaticano II decía a sus hijos con todo su ímpetu: )"...a este descaro corruptor hemos de responder exigiéndonos más en nuestra conducta personal y sembrando audazmente la buena doctrina"); el Escrivá impactante, ingenioso y brillante (impactaba con sus contundentes frases, frases como: "la razón más sobrenatural para obedecer es, ¡porque me da la gana!"); y el benefactor de todos sus hijos (conseguía derretirles a todos cuando casi susurraba: "...os quiero más que todos los padres y que todas las madres"). Tenía una increíble capacidad para mostrarse como el más humilde (sabía encajar en el momento oportuno aquellas palabras: "soy el último botón del último botín"), y también el más todopoderoso (insistía en que todo, todo, "ha de pasar por la cabeza y por el corazón del Padre").

M. del Carmen Tapia -veterana numeraria y ex numeraria más tarde-, cuenta en su autobiografía: "ésta es una de las cosas que cuando uno se convierte en una fanática del Opus Dei sucede: la voluntad de Dios no cuenta tanto porque lo que cuenta es "la voluntad del Padre", lo que "el Padre dice", lo que "al Padre le da alegría". Es decir, es como si la adoración debida a Dios, al adquirir "el buen espíritu del Opus Dei", se cambiara por "la voluntad de monseñor Escrivá". Es un identificar al Padre como a alguien semejante a Dios. La forma de culto al fundador se imprime de tal manera en las numerarias "con buen espíritu" que sus almas llegan a moldearse y por tanto a formar la esencia de su vida interior de esta manera: lo importante es agradar al Padre porque así se agrada a Dios y no a la inversa"

Baldur Van Schirach, jefe de las Juventudes del Tercer Reich, firmaba que si la juventud amaba a Hitler, que era su Dios, si se esforzaba por servirlo fielmente, cumpliría el precepto que recibió del Padre Eterno. Lo divino y lo humano quedaban así perfectamente confundidos.

M. Angustias Moreno, otra ex numeraria, escribía años atrás: "El hombre líder y el hombre Dios, ¿dónde acaba el uno y dónde empieza el otro? Es la confusión o el desconcierto que en la vocación de muchos de sus seguidores ha impuesto esta actuación suya, que según los cánones establecidos en la institución, debe concebirse como carismática" . [M.A. MORENO La otra cara de! Opus Dei.]

La misma autora, también dice: "Es impresionante la suficiencia espiritual que se vive en la Obra, y que se basa en ese "teléfono rojo" que une al fundador con Dios: "el cielo está empeñado en que se realice". El Padre lo dice, luego es Dios quien lo quiere. "Mira hacia arriba, ten visión sobrenatural. ¿No lo entiendes? No importa, no hace falta: eso es fidelidad"" [M.A. MORENO: El Opus Dei, anexo a una historia]

El mito del Padre, ¿no se parece demasiado a mitos como el de Stalin y, sobre todo al de Hitler? Recuerdo que siendo de la Obra, en cierta ocasión, se lo comenté preocupada al sacerdote, y su respuesta fue: "En algún modelo hay que fijarse. No creo que el hecho de que encuentres esa semejanza tenga la menor importancia. Lo realmente importante es tu visión sobrenatural; tu convencimiento de que la Obra es fruto de una inspiración divina, y el único que recibió tal inspiración fue el Padre".

Alan Bullock recoge en su biografía de Hitler, el interesante debate que éste tuvo con uno de sus más destacados súbditos, Strasser, el cual había escrito un artículo sobre el tema "Lealtad y deslealtad", en el que establecía con claridad la diferencia existente entre el ideal, que es eterno, y el líder, que tan sólo es su sirviente.

-Todo esto no son más que disparates rimbombantes -dijo Hitler-, en el fondo no estás diciendo otra cosa más que piensas otorgar a todos y cada uno de los miembros del partido el derecho a decidir lo que ha de ser el ideal, incluso a decidir si el líder es o no fiel al llamado ideal. Eso es democracia de la peor especie, y no hay lugar entre nosotros para tales concepciones. Para nosotros el líder y el ideal son una y la misma cosa, y todo miembro del partido debe hacer lo que manda el líder... y yo te pregunto: ¿estás dispuesto a someterte a esta disciplina o no?

Hitler estaba absolutamente convencido de su carisma; de que era el elegido, el único. Su biógrafo, A. Bullock, nos lo recuerda como nota básica de su personalidad:

"Transportado por el poder de su propio mito, Hitler declaró que se sentía como el instrumento de Dios, el elegido para dirigir Alemania".

"La vocación misionera, que formaba el núcleo del mito de Hitler ("Voy por el camino que me dicta la providencia con la seguridad propia del sonámbulo" -decía Hitler-), se compensaba con el cálculo frío como el hielo del político realista. Cuando Mussolini, mucho más escéptico, titubeaba, Hitler convencido de sus poderes otorgados por la Providencia, desempeñó hasta sus última y amargas consecuencias el papel que tenía asignado".

"Esto era el alma en los llamamientos de Hitler, su habilidad en utilizar esas dotes para infundir la creencia, no tanto en sus argumentos, en su programa y en su ideología, sino más bien en sí mismo, en su figura de caudillo carismático dotado de poderes sobrehumanos, que le capacitaban para lograr lo imposible. Eso es lo que querían decir las masas del partido nazi cuando declaraban: "Nuestro programa puede ser expresado en dos palabras: Adolf Hitler""

"Es muy probable que nadie vuelva a disfrutar jamás de esa confianza que me dispensa todo el pueblo alemán. Es muy probable que no vuelva a aparecer nunca más otro hombre que disponga de mayor autoridad que la mía. Mi existencia es, por lo tanto, un factor de enorme valor -decía Hitler-.

"El día que el Führer sufrió su primer atentado, dijo después a los suyos: "Y como último factor, tengo que mencionar, con toda modestia, el nombre de mi propia persona: irremplazable"".

Adolf Hitler, el Führer, estaba convencido, y así lo manifestaba, que era un "misionero con misión", "un instrumento de la Providencia". José M. Escrivá, el Padre, también estaba seguro de serio, y así lo comunica a sus seguidores:

-Hijos míos, os tengo que hacer una consideración que, cuando era joven, no me atrevía ni a pensar ni a manifestar; y me parece que ahora debo decírosla. En mi vida, he conocido ya a varios Papas; cardenales, muchos; obispos, una multitud; ¡fundadores del Opus Dei, en cambio no hay más que uno!, aunque sea un pobre pecador como soy yo: bien persuadido estoy de que el Señor escogió lo peor que encontró, para que así se vea más claramente que la Obra es suya. [MONS. ESCRIVA DE BALAGUER, Meditación, 2-IX-70.]

Me parece que no es preciso hacer ningún comentario, que las citas dicen suficiente por sí solas.

Una omnipresencia obsesiva

Deseas saber si llegué a sentir ese frenesí que muchos han llegado a tener por monseñor Escrivá. Mi respuesta es que siempre seguí con interés y respeto todo lo que hacía alusión a su vida y sobre todo a sus enseñanzas. Pero obnubilada no llegué a estar nunca, y en más de una ocasión llegué a sentir una auténtica vergüenza ajena, cuando alguna numeraría, en trance de "buen espíritu", contaba anécdotas archiconocidas del Padre y le temblaba la voz de emoción, y hasta se le saltaban las lágrimas.

Reacciones similares se solían desencadenar en las llamadas "tertulias con el Padre", en las que la agitación -exterior e interior- era general. Como ocurría con el fascismo, entre las condiciones generales había que contar con la presencia de un cierto "clima", de una atmósfera especial de embriaguez y excitación, de la cual no se podía prescindir, y que los directores procuraban fomentar y mantener por todos los medios. En esta atmósfera las relaciones se vuelven desproporcionadas, el sentido de la medida está falseado. El shock psicológico venía a ser tan imprescindible como es el estupefaciente para algunos neuróticos; la exaltación pasa a ser el estado normal y adquiere una peligrosa autonomía. Después de una "tertulia con el Padre", la directora de turno y el sacerdote, siempre tenían que preguntar a cada súbdito cómo le había afectado el acontecimiento y cuánto le había impresionado.

Era el metro de medir si "vibrabas" poco o mucho con el llamado "espíritu de la Obra".

Por su omnipresencia y su poder absoluto en el seno del Opus, la figura de Escrivá llegaba a ser obsesiva: era el padre, el líder, el caudillo, el capitán de capitanes, el mesías, el salvador, el ungido, el enviado, el elegido para realizar en la tierra la empresa divina del Opus Dei, organización que había nacido brusca y totalmente en el cerebro del Padre en octubre de 1928, como la mitología presenta a la Razón saliendo totalmente acabada del cráneo de Zeus un día que el Padre de los dioses tenía jaqueca.

M. del Carmen Tapia -numeraria desde 1948 hasta 1966-, cuenta lo que pensaba y sentía cuando se encontraba en el fervor de su primera caridad: "En nuestras vidas nos importaba más la opinión del Padre, el contentar al Padre, que el contentar a Dios. Es decir, estábamos convencidas de que contentando al Padre primero, Dios estaba contento. ¡Una curiosa forma de vida interior!".

Recuerdo que, hace ya tiempo, hablando de este tema con un ex numerario, que había tratado muy de cerca a Escrivá, reconocía:

-Para mí es que el Padre era Dios; llegué a creérmelo del todo. Pero también tengo que reconocer que lo que nunca me convenció, es que sus padres fueran mis abuelos, ni que sus hermanos, Carmen y Santiago, fueran mis tíos. A eso no llegué-añadió con toda chunga-.

En todas las convivencias y cursos de retiro se dedicaba una charla al "amor al Padre", y siempre se encargaba de darla la superiora más enardecida del momento. Recuerdo perfectamente la primera que escuché, y la verdad es que todas las demás fueron, más o menos, idénticas.

"Tenemos que ser conscientes de que al Padre se lo debemos todo -comenzó diciendo la entusiasmada directora-, él nos ha enseñado todo; desde cómo decorar nuestras casas hasta cómo mantenerlas impecables (cosas tales como que las sillas no rocen las paredes, que las cosas que se rompen se arreglen o repongan de inmediato, etcétera). Se ha preocupado por nuestro arreglo personal y siempre nos ha animado a estar guapas. También gracias a él hemos aprendido a rezar, a estar en presencia de Dios, a vivir las cosas pequeñas, a amar al mundo apasionadamente, a ser incansables en nuestra tarea de apostolado y proselitismo... Y es a él, al Padre, a quien se lo debemos todo, todo. Porque de él y con él hemos aprendido cada una de las cosas que sabemos y vivimos."

La primera vez que escuché una charla de este tipo, no sabía bien si me encontraba en una convivencia de la Obra o en un acto comunitario de la Cuba revolucionaria -salvando las distancias y desplazándose de un marco superburgués a un marco proletario-, en el que algún fiel seguidor de Castro, hablase enfervorecido al pueblo de su gran líder y padrecito Fidel.

Dado que tanto en la confidencia como en la confesión debíamos vivir una "sinceridad salvaje", le comenté a la directora lo que había pasado por mi cabeza mientras escuchaba la charla dedicada al "amor al Padre". Su respuesta fue que quizá el tono de quien hizo la exposición había sido excesivamente entusiasta, pero con lo que teníamos que quedamos era con lo realmente importante, y es que crear un ambiente de amor incondicional al Padre era fundamental para vivir nuestra vocación y para que nuestra entrega a la Obra llegara a ser total.

No me resultaba difícil comprender que quienes habían convivido con Escrivá y le habían tratado de cerca, sintieran por él un entusiasmo profundo y hasta un desmedido amor, pero lo que no compartía es que todos los demás, que no habíamos pasado por esa maravillosa experiencia, tuviéramos que repetir lo que oíamos como si fuera una vivencia propia. Aquello no podía dejar de sonarme a algo un tanto artificial y falso.

Una vez más quiero dejar claro, que lo que te cuento es lo que ocurría en los años sesenta y en los setenta y que desconozco si, pasadas dos décadas, las cosas han cambiado, aunque pienso que en este terreno todo debe seguir igual. Como referencia válida, me remito a lo que la última biógrafa de Escrivá escribía en 1994 (a P. Urbano se le va un poco la mano en la purpurina con que le pinta ,el aura al beato Escrivá, proyecto de santo):

"El es el Padre. Como cabeza de la Obra, Escrivá recibe constantes gracias, mociones y luces de Dios, que no debe retener ni embalsar, sino transmitir a los suyos con "alta fidelidad".

"Dios le ha municionado con los dones y talentos que va a requerir su misión de fundador y de Padre de una numerosa y dilatada progenie. Y entre estos regalos, el raro don de "de espíritus", de alcance más hondo y más penetrador que la mera psicología, y que será una franquicia formidable para "conocer a los suyos", aun sin haberlos visto antes" .

"Él es el Padre y guía a los suyos por un camino exigente "per aspera ad astra", por el esfuerzo de aquí abajo a la excelencia de allá arriba.

"Él es el Padre. Ha engendrado millares de hijas y de hijos de su espíritu. Por cada uno, vive y se desvive. Le preocupan sus cuerpos y sus almas. Induce ese desvelo a quienes en la Obra tienen la misión de gobernar, de formar, de cuidar a sus hermanos".

Pilar Urbano, experta comunicadora y periodista de éxito, manifiesta abiertamente, más que incondicionalidad y entusiasmo, reverencia y veneración, y en su libro, el empeño de la alabanza prevalece -con creces- sobre el escrúpulo de la biografía. Salvando las distancias, su tono no deja de recordar a la literatura oficial de los años de la victoria de nuestra última Guerra Civil. El hispanista e historiador francés Bartolomé Bennassar escribe en su última biografía de Franco: "Los vencedores cantaban la gloria del caudillo bajo la dirección de los aedos, Ernesto Giménez Caballero o Francisco Javier Conde, que hacían de Franco el padre de la Patria, el taumaturgo cuya única firma tenía el poder de desencadenar o suspender el fuego del cielo, el médico milagroso de una España enferma, el padre y esposo de España que fecundaba incesantemente con su "falo incomparable" (esta expresión, aclara el historiador, ha sido realmente empleada por Giménez Caballero, autor de trabajos clásicos surrealistas como "Yo, inspector de alcantarillas". Durante la guerra española de 1936, se convirtió en máximo adulador de Franco, produciendo panegíricos al caudillo de este estilo: "¿Quién se ha metido en las entrañas de España como Franco hasta el punto de no saber ya hoy si España es Franco, o si Franco es España?")" [BARTOLOMÉ BENNASSAR, Franco, p. 331.]

El profesor Bennassar, continúa diciendo: "En cuanto a los que habían nacido a lo largo de los años treinta, aprendían a vivir bajo la protección de un genio tutelar, de un hombre irreal, de un semidiós. Josefina de la Maza, con el entusiasmo de una fe que sabemos que puede ser ciega, se extasiaba ante "la clara sonrisa" de ese semidiós "que le humaniza y le hacía ser amado"" .

Franco era el caudillo, un personaje carismático, un don de la providencia a un pueblo, de algún modo un mesías investido de una misión redentora, de la que tenía necesidad España, pervertida por el marxismo, el anarquismo y, por supuesto, la acción disolvente de la masonería.

El catedrático de sociología, Joan Estruch, en un interesante análisis sociorreligioso del Opus Dei, hace especial hincapié en la importancia que para la Obra también tiene el cultivar la imagen del Fundador-Salvador:

"La literatura hagiográfica destaca y magnifica ese carácter de la figura de monseñor Escrivá como "elegido", como "enviado", como "ungido". Pero es el mismo fundador del Opus quien, con sus manifestaciones, contribuye con frecuencia a ello. En el último periodo de su vida, básicamente con dos tipos de comparaciones: por una parte, al presentar al Opus Dei como "el pequeño resto de Israel", como el grupo de aquellos que por su fidelidad y por su ortodoxia han sido escogidos por Dios con la misión de preservar la fe de la Iglesia (una elección y una misión de las que Escrivá es, históricamente, el instrumento por excelencia). Y, por otra parte, el poner de relieve que el Opus Dei supone en la vida de la Iglesia una realidad nueva, equiparable sólo a las primeras comunidades cristianas. Dentro de la Iglesia católica, en efecto, esta pretensión de conexión directa con las comunidades cristianas primitivas, por inspiración divina no menos directa, ha sido una de las características de todos los movimientos de tipo mesiánico" .

Su "Camino", libro clave de todo su despliegue, fascinó y, según cuentan, sigue fascinando a los suyos. Sinceramente, no creo que sea por la fuerza de su teoría sino más bien por el poder anfetamínico de sus máximas.

Capitán de capitanes, caudillo formador de caudillos: "¡Has nacido para caudillo!" (Camino, n. 16); "Viriliza tu voluntad para que Dios te haga caudillo" (n. 833); "Me dijiste que querías ser caudillo" (n. 931)... Pero sobre todo él es el Padre, tan identificado con el Dios Padre, que a veces es difícil distinguidos. El profesor Estruch hace la siguiente observación: "y esa ambigüedad podría quedar todavía más acentuada a raíz de la muerte de monseñor Escrivá ya que, como dice Alvaro del Portillo en la primera misa de corpore insepulto celebrada aquel mismo día (26 de junio de 1975), "además de que tenemos a Dios Padre, que está en los cielos, tenemos a nuestro Padre en el cielo, que desde allí se preocupa por todas sus hijas y todos sus hijos"".

¿Es que yo creía poco en el carisma del fundador? Sí que creía pero vamos a matizar. En primer lugar, quien entra en una orden grupo, institución o congregación, elige un cauce de vida que, en mayor o menor medida, se remonta al fundador y su carisma.

El apelar al carisma del fundador como elemento esencial de una institución religiosa, supone que el tal carisma es una concreción de algo que verdaderamente es cristiano y evangélico. Sin embargo, tampoco se puede ignorar la problemática teórica o práctica del significado del carisma del fundador y del uso concreto que de él se hace. La problemática teórica consiste en relacionar el carisma del fundador con el seguimiento del Jesús evangélico, y la problemática práctica en el uso que se hace de ese carisma. No hay que olvidar que un fundador es un cristiano que en una época determinada ha pretendido seguir a Jesús; y la cuestión fundamental que de ahí surge es si su carisma es capaz de desencadenar en otros una auténtica historia cristiana.

En el carisma de cualquier fundador hay que distinguir tres niveles. El primer nivel se refiere a las expresiones más externas del modo de vida. En el segundo nivel aparecen cosas más profundas, como puede ser el tipo de formación o la obediencia absoluta a los directores. Finalmente, el tercer nivel del carisma es el fundamental y en él podemos destacar los siguientes puntos: actitud de búsqueda para ir descubriendo la voluntad de Dios, un Dios siempre "mayor"; el seguimiento de Jesús; contemplación en la acción; supremacía de la praxis apostólica sobre su mera formulación teórica, es decir, "obras de amor" sobre las palabras; disponibilidad para acudir allí donde más se necesite; solidaridad profunda con la Iglesia como depositaria de la tradición de Jesús y no como un mero mecanismo de aceptación infantil ni servil de disposiciones.

Ni que decir tiene que lo profundo del carisma de un fundador está en el tercer nivel. El primero se encuentra condicionado por una determinada época y por eso mismo debe ser traducible a otras. El segundo, siendo importante para la configuración de una determinada institución, su sentido último tampoco reside en sí mismo, sino en relación con el tercero.

Si me he detenido en analizar con algún detalle el tema del carisma del fundador es porque me parece una cuestión importante, pues, ¿qué es lo que me chocaba, y en ocasiones hasta me producía repelús, de lo que observaba a mi alrededor? Me sorprendía la actitud generalizada de "sacralización" ante la figura del fundador (el Padre) y que esta actitud, no sólo se respetara, sino que de manera descarada se fomentara. "Sacralizar", es cierto que siempre ha sido un mecanismo típico para declarar algo o a alguien sumamente importante, pero no podemos olvidar que en el proceso de sacralización se suele diluir lo auténtico y de fondo para quedarse en la más pura forma de alabo y veneración del que posee el carisma, olvidando que él no es Cristo -no es Dios-, que si llegó a ser fundador y desencadenó una vida cristiana auténtica, hubo en él algo muy profundo de Cristo, y que el carisma del fundador puede y debe ser norma mientras esté supeditado a Cristo y a la historia que éste sigue desencadenando.

Esas emociones desmedidas, aquellos arrebatos, voces temblonas y estallidos de llantos me producían repelús y vergüenza ajena. En aquel entonces no sabía muy bien explicar el por qué, y hasta llegué a pensar en algún momento que yo era demasiado dura y que me faltaba comprensión. Pero fuera como fuese, tan desmedidos golpes de emotividad me producían tensión interna y malestar; me parecía chocante y hasta un algo impúdico.

Quienes buscábamos en monseñor Escrivá un maestro del espíritu, que se dirige a sus discípulos para transmitirles toda una filosofía de vida que es el camino de la santidad, teníamos que saltar la barrera de quienes le mitificaban hasta convertirle en un fetiche, y aun así, resultaba prácticamente imposible adentrarse en su compleja personalidad; rica, complicada, paradójica, supongo que llena de grandes cualidades y de pequeños y grandes defectos.

Sus seguidores incondicionales vivían deslumbrados por su carisma, por su poder de atracción, por la sensación de seguridad que les inspiraba, por la fascinación que en ellos ejercía. Sus detractores veían en monseñor Escrivá, un hombre impulsivo, elemental, primitivo, de rosarios, cilicio, confesionario y devociones mil. No era fácil -sigue sin serlo- tocar fondo, pero lo que llegué a descubrir de su espiritualidad, tuvo para mí, en su momento un gran atractivo: era rezador, piadoso, muy directo y confiado en su relación con un Dios personal -el propio de la infancia que sigue de cerca sus pasos. Escrivá desconfiaba del entendimiento que pretende que todo lo puede; sabía que sin el concurso del sentimiento no se puede absolutamente nada, y que ambos, combinados, rigen a la humanidad. Esa forma de espiritualidad me gustaba, conectaba con ella. Ya te contaré más extensamente en una carta próxima.

Infancia del espíritu y espíritu infantil

Te dije que volvería a coger el hilo de la carta anterior, y aquí estoy, dispuesta a hacerlo.

Me gustaba y me atraía esa idea, que el Padre tenía, de un Dios próximo, amigo, del que nos sentimos colaboradores, con el que somos cocreadores y corredentores; un Dios, tan próximo, que se le puede llegar a domesticar y hasta a manipular. Y además contábamos con un montón de mediaciones que también funcionaban: devoción a la Virgen, a San José, a la Eucaristía, a los santos, a los ángeles custodios. También teníamos la frecuencia en la práctica de los sacramentos, con especial insistencia en la confesión, y la dirección espiritual con su apéndice de la confidencia.

El miembro de la Obra está lleno de mediadores y de mediaciones a los que puede apelar en cualquier momento a fin de que las fuerzas sobrenaturales le ayuden y le apoyen. Mediaciones y mediadores de una gran eficacia psicológica, y todos ellos dentro de las concepciones católicas más tradicionales. Para quienes hemos tenido una formación básica tradicional, todo resultaba familiar y conocido.

Vivir y obrar, me pareció que era el lema del impulso espiritual de monseñor Escrivá, y para mí tuvo gancho: llevar el contenido de la oración a la vida y el contenido de la vida a la oración.

Trabajar, estudiar, proyectar, charlar, comer y pasear siempre consciente de estar en presencia de Dios; presencia no evasiva, sino que ha de llevarte a dar sentido a lo que te traes entre manos.

Para el Padre todo era presencia de un Dios cercano, accesible, íntimo; ese Dios personal de la infancia que da seguridad, confianza y hasta "complejo de superioridad", porque como él mismo decía: "...con El, con su ayuda, ¡lo puedo todo!". Hace más de cuatro siglos Escrivá tuvo un antecesor, ya que fue Lutero quien descubrió esta nueva dimensión de lo religioso: la confianza frente al temor. Para él ninguna buena obra es inútil pero tampoco imprescindible para entrar en las estancias del Señor. Cristo vino al mundo a redimirnos; su pasión nos hizo libres. ¿Qué valor tienen nuestros actos comparados con ella? Pero el que la fe sea lo primero no está reñido con el "fe con obras"; con el hacer como si todo dependiera de nosotros, pero sin dejar de ponerlo todo delante de Dios, sabiendo que en definitiva, todo depende de Él. Lo primero, por tanto, es la fe, y mucho antes que Lutero lo apuntó San Pablo: "Todo lo puedo en Aquel que me da fuerzas". También para Escrivá era la fe lo primero, aunque la suya estaba más rellena de personajes celestes.

"Para Josemaría -cuenta P. Urbano en su hagiografía de Escrivá-, los ángeles y los santos no son entelequias de bazar teológico ni fósiles de relicario. Tiene una amistad amena y dialogante con ellos. Entre los santos busca y consigue a sus más eficaces patronos e intercesores en toda coyuntura de necesidad; y entre los ángeles y arcángeles, a sus más poderosos aliados".

Algo que me sorprendía era que en la espiritualidad del Padre hubiera tan pocas manifestaciones de aridez, de cansancio y frío, que hubiera un lugar tan escaso o nulo para el desierto interior; para "la noche oscura del alma" por la que todos los místicos pasaron hasta llegar a palpar la "soledad sonora" y sentir la "llama de amor viva". Todos ellos llevaron a cabo un arduo recorrido hasta alcanzar la unidad del ser, la unidad con Dios. Por eso me asombraban los encuentros de Escrivá con su Dios: tan personales, tan de estar por casa, tan de diálogo cotidiano. Así era su vida Interior, que surgía en todo momento y situación, porque como él mismo afirmaba: "Nuestra celda es la calle".

Me emocionaba su sentido campechano de la devoción mariana: conectaba de verdad con la devoción apasionada del pueblo por Nuestra Señora, la Madre de Dios; se manifestaba visceralmente necesitado de una figura femenina en la que volcar parte de sus ansias espirituales.

Se trataba de la devoción más primitiva. Ya en las penumbras de la historia nació la Diosa Tierra, con sus representaciones puntuales, que fueron el primer sentimiento trascendente de la humanidad. La necesidad de recuperar la adoración, el cariño, el culto a la ancestral Gran Madre, despertó las primeras creencias trascendentes del ser humano. La divinidad primigenia es la figura de la Magna Diosa, fuente de todos los dones y también fuente de todos los desgarramientos y catástrofes. Esa figura de la Magna Diosa ingresa en la tierra y en el cielo, en el subsuelo invisible o en el trasmundo celestial. En el cielo se manifiesta con todo su esplendor como principio nocturno. Bajo tierra se manifiesta como potencia capaz de manifestarse y ocultarse de forma recurrente, periódica, o como agua primordial caótica y desorganizada sobre la cual florece la crisálida de la palabra creadora de Dios Padre. Porque tal y como apunta el filósofo Eugenio Trías en su ensayo titulado, "Pensar la religión", "Sin esa materia, matricial y maternal, verdadera nodriza de toda experiencia religiosa, ésta no se constituye. Sin esa fuente de dones y gracias; sin esa figura maternal (que el simbolismo religioso configura bajo el gran arquetipo de la Magna Diosa, de la Reina del Cielo y de la Tierra), la religión no puede constituirse como experiencia".

A monseñor Escrivá le arrebataban todas las representaciones de la Madre de Dios; las imágenes puntuales de los mil y un aspectos que adopta Nuestra Señora cuando se manifiesta a quienes se confían en Ella para que les guíe en su caminar por la existencia. Es la Gran Madre que protege, conduce y da fuerza en los caminos de la existencia.

Tengo que reconocer que gracias a él yo me hice más mariana.

Lo que menos entendía de su espiritualidad era la autoagresión del cilicio y de las disciplinas, "para castigar el cuerpo y reducido a la servidumbre" (Constituciones, 1950, art. 260). Para sublimar, reprimir y negar impulsos, "para dominar el potro", decía el propio Escrivá. Digo que no lo entendía porque no conseguía descubrir en mí ese potro salvaje fundamentalmente desbocado, y cuando nos contaban las salpicaduras de sangre que el Padre dejaba en las paredes después de sus flagelaciones, sentía un profundo rechazo, sólo el hecho de oído contar me producía repelús.

No es que se tratara de un tema desconocido, sino que me sonaba a cosa de otros tiempos. Noticia del tema tenía, y abundante, ya que a través de las lecturas religiosas más tradicionales, todos hemos tenido ocasión de conocer multitud de historias de tantos que lucharon contra las tentaciones de la carne, del mundo y del demonio, ofendiendo al cuerpo con dolor y sangre y otras penitencias, usando cilicios y practicando flagelaciones. Ha habido incluso quien pasó la vida entera sin lavarse, y también hubo quien se lanzó en medio de las zarzas o se revolcó en la nieve para dominar las intemperancias de la carne.

Pero de cualquier forma, todo lo que hacía referencia a su vida espiritual, sonaba directo, sincero; su forma de manifestada tenía gancho y fuerza, tal vez porque como decía Nietzsche, "los hombres creen en la verdad de todo aquello que se presente como algo en lo que se cree con firmeza".

Lo que ocurrió a continuación es que llegaron los seguidores de la segunda generación, los "escolásticos" y, en lugar de inspirarse en el modelo para establecer su propia relación con un Dios personal, copiaron y copian el modelo; hacen por imitarlo tal cual. Así, repiten sus mismas frases, hacen los más parecidos gestos, y ante los problemas individuales de vida interior, consultan el Vademecum y recetan el medicamento indicado. "Porque en la Obra tenemos toda la farmacopea" -insisten los directores espirituales de turno-. Pero sólo te ofrecían la cara positiva del tema, y nadie se atrevía a contar -o ni se les ocurría porque no estaba escrito en la ficha-, que la materia de los fármacos contiene, al mismo tiempo, la vida y la muerte. Todos son, a la vez, remedios y venenos, la medicación y la toxicología; son una sola y misma cosa, se cura con venenos, y lo que se considera como una fuerza vital puede, en ciertas condiciones, matar en un solo espasmo, en el espacio de un segundo.

"Nos faltan auténticos maestros de vida interior" -decía Nuria P., una numeraria que dijo adiós a la Obra después de veinte años de militancia-. Y remontándose a sus raíces rurales, comentaba preocupada: "En estas últimas generaciones, todos los sacerdotes que han ordenado son curas de granja; parece que los han alimentado con el mismo pienso compuesto y todo lo que transmiten sabe igual, no aportan nada de cosecha propia. Es como si les faltara intensidad espiritual; necesidad de seguir en la búsqueda infatigable de una última verdad, porque ya están en la verdad. Tiran de nota, de ficha, de frase hecha, y esa es la respuesta para cualquier problema vital".

En cuanto veías aparecer una sotana -los sacerdotes jóvenes estaban obligados a llevarla siempre-, ya adivinabas todo lo que comunicaría el sujeto que se alojaba dentro. Poco importaba quien fuera, ya que lo que iba a decir -con similares gestos, la misma forma e idéntico contenido-, sería la lección aprendida.

Mientras les escuchaba -en meditaciones, charlas o confesionario-, sentía lo mismo que el protagonista de "La montaña mágica" de Thomas Mann siente en la primera etapa de su enfermedad, cuando ha de guardar cama:

"Es el mismo día que se repite sin cesar. Pero, como es siempre el mismo -escribe T. Mann- es, en el fondo, poco adecuado hablar de "repetición"; sería preciso hablar de identidad. Te traen la sopa por la mañana, del mismo modo que te la trajeron ayer y como te la traerán mañana. Y en el mismo instante te envuelve una especie de ráfaga, no sabes cómo ni de dónde; te hallas dominado por el vértigo, mientras ves que se aproxima la sopa; las formas del tiempo se pierden, y lo que te revela como la verdadera forma del ser es un presente fijo en el que te traen eternamente la sopa."

Escuchar un día y otro a aquellos jóvenes -sin duda buenísimos y entregadísimos a la causa-, alimentados con el mismo "pienso compuesto" era, efectivamente, como vivir un presente fijo; el mismo día que se repite sin cesar. Era, la sopa eterna.

Esta apreciación, realizada desde dentro de la Obra, tampoco es ajena a otros que la ven simplemente desde fuera. Joan Estruch, dice en su ya citado trabajo: "Una primera distinción, tal vez simplista y tosca, pero que tiene la ventaja de ser clara y contundente, consistiría en decir que la primera impresión que en general provocan los miembros del Opus Dei es la de una gente técnicamente muy competente pero de una religiosidad francamente elemental ".

"Para entrar en el Reino de los Cielos, es preciso que os hagáis como niños", dice Jesús a los que le siguen con sencillas Y complejas palabras. Pero la sencillez de la infancia espiritual no se confunde con la simplicidad del espíritu infantil. Sencillez nunca fue sinónimo de simplicidad; lo sencillo es complejo y, a veces, lo más complejo.

Es importante mencionar aquí la gran influencia que en la Obra tienen los sacerdotes numerarios sobre los laicos -no olvidemos que todos los asociados deben pasar al menos una vez a la semana por el confesionario-. El poder pastoral que se ejerce desde la penumbra de los confesionarios y mediante la dirección espiritual de las almas, puede llegar a ser -como llegó a serio en otros tiempos- de un auténtico dominio, aun tratándose de "curas de granja" y alimentados con "pienso compuesto".

Cierto tirón místico

Quiero insistir en lo que apuntaba en mi carta anterior, que estábamos faltos de auténticos maestros de vida interior, y que los "curas de granja" eran cada vez más numerosos, pienso que pasaron a ser una inmensa mayoría. ¿A qué se debía ese fenómeno?

Creo que una explicación válida puede ser el que, a medida que los caminos prohibidos y las posturas anatematizadas iba en aumento, el punto de referencia espiritual de todos tenía que pasar a ser uno solo: la única forma válida de vivir la espiritualidad debía de ser la de Escrivá, él era el punto de referencia exclusivo. y como él tenía una personalidad fuerte y una manera de ser muy peculiar, muchos de los que trataban de seguirle, no conseguían hacer más que una mala copia.

De los rasgos de su personalidad, P. Urbano destaca: "Para Escrivá, Dios es un ser tan cercano, tan accesible, tan íntimo, que es a la vez un espectador y su habitante. [...] Ante ese "espectador divino", Josemaría se siente visto y oído. Más: mirado y escuchado. Más: entendido y asistido... Más aún: contemplado. [...] Cree y vive la misteriosa realidad de la inhabilitación trinitaria; a poca confianza que se tenga con él, es fácil observar que su privacidad más íntima está poblada, habitada, por la Trinidad. Su alma es alojadora. No hay campo para la soledad".

Al referirse a su estrecha amistad con los santos, la misma autora cuenta como en Coimbra, al acercarse a venerar los restos de santa Isabel, infanta de Aragón y reina de Portugal, dando unos golpecitos sobre la urna, le dijo: "¡Eh, aragonesa, que soy de tu tierra: a ver como te portas con tus paisanos!".

Por mi parte, reconozco que con lo de la llaneza maña, o con la nobleza baturra, no conecté nunca. Bueno, cada cual tiene su forma de ser. Por otra parte, a medida que iba madurando me daba cuenta que conectaba más con la espiritualidad de los místicos que con la que Escrivá ponía a mi alcance. San Juan de la Cruz, el maestro Eckhart, Santa Teresa, pasaron a ser mis maestros.

Si el misticismo -como apunta Ortega-, tiende a explotar la profundidad y especula con lo abismático; por lo menos, se entusiasma con las honduras, se siente atraído por ellas, he de reconocer que siempre tuve una vena mística; que sentía un cierto tirón místico. Y conste que al hablar de una cierta vena mística, no me refiero al misticismo aberrante, escape de la vida real, que tanto y tan bien criticó en su tiempo el novelista-sociólogo, Pérez Galdós. El gran don Benito puntualiza acerca del mismo: "El misticismo, como cualquier otra forma de idealismo exagerado, sólo se justifica cuando se pone al servicio de la vida. Todo sueño o anhelo de perfección ideal de espaldas a los afanes de la existencia real y concreta es inútil e infecunda y sólo conduce a la esterilidad y, a veces, a la locura. Hay que buscar a Dios en la vida... La imaginación ardiente, la loca de la casa, otra de las facultades superiores del místico, no debe huir de la realidad para refugiarse en la contemplación del absoluto".

Casi ni que decir tiene que suscribo estas sabias palabras de la primera a la última, y nadie ha de convencerme de lo que ya San Pablo expresó de forma tan maravillosa en su carta a los Corintios: que lo verdaderamente operante, lo decisivo en el ser religioso es la caridad; que lo activo y práctico es la caridad, que no sólo salva, sino hace la vida vividera y el mundo habitable. Pero esto no quita que una tuviera una cierta vena mística y que me sintiera hondamente interesada por las profundidades de los místicos. Me interesaba por ese saber que tras su oscuridad alumbra otras claridades: claridades de abismos, voces de silencio, soledades sonoras, silente desierto, vibraciones frente a la aproximación o cercanía del Misterio.

Considero a los místicos como una fuente fundamental de inspiración para todo aquel que busca el toque de lo eterno. Ellos fueron quienes realmente me ayudaron a ir haciendo realidad aquello de "ser contemplativos en medio del mundo", que tanto predicábamos. Su lectura y meditación me adentraba en esos caminos de la contemplación en medio del trasiego diario, mucho más que las directrices estereotipadas de aquella dirección espiritual bastante "light".

Misterio y mística: la manifestación de Dios al hombre, adentrándose por la exterioridad de sus sentidos, llega hasta lo más hondo, cala la conciencia, afecta a la voluntad, determina la raíz del corazón y confiere al hombre un saber de Dios, que es, a la vez, arrancamiento y encantamiento. El Dios que hace ser, hace saber; y el que da consistencia ontológica, ofrece también conciencia perceptiva.

Pero Escrivá no era demasiado amigo de que sus seguidores se adentraran en los caminos de los místicos. Era más partidario de que su gente cumpliera a rajatabla las normas, y que siguiera disciplinada y fielmente todas las órdenes, notas e insinuaciones venidas de los superiores: eso era más que suficiente garantía para estar en la vía de la santidad. Lo demás podía ser considerado como sutilezas innecesarias y hasta claras pérdidas de tiempo.

Años después de haber dejado la Obra, sentí una gran satisfacción al leer las emocionadas palabras que el papa Juan Pablo II había pronunciado en el convento de los Carmelitas de Segovia (digo satisfacción porque con ellas conseguí quitarme, definitivamente, como una espinita que, de alguna forma, todavía debía de tener clavada): "Doy gracias a la Providencia que me ha concedido venir a venerar las reliquias, y a evocar la figura y la doctrina de San Juan de la Cruz, a quien tanto debo en mi formación espiritual. Aprendí a conocerlo en mi juventud y pude entrar en un diálogo íntimo con ese maestro de la fe, con su lenguaje y su pensamiento, hasta culminar con la elaboración de mi tesis doctoral sobre "La fe en San Juan de la Cruz". Desde entonces he encontrado en él a un amigo y a un maestro, que me ha indicado la luz que brilla en la oscuridad, para caminar siempre hacia Dios, sin otra luz ni guía que la que en el corazón ardía. Aquesta me guiaba más cierto que la luz del mediodía (de la poesía "Noche oscura, 3-4"). `[JUAN PABLO II, Prólogo, p. 5, del libro de Emilio Miranda, San Juan de la Cruz.]

Adentrarse en el mundo de los místicos, ya te lo decía líneas arriba, es muy importante para todo aquel que busca el toque de lo eterno.

La espiritualidad de Escrivá tenía poco que ver con el autor de "La noche oscura del alma" y de la "Soledad sonora", y muchos puntos en común con contemporáneos suyos como Ramiro de Maeztu cuyo pensamiento influyó considerablemente en los jóvenes de su generación.

Con ese lirismo entre enamorado y marcial, que es típico suyo en los momentos inspirados, Maeztu dice: "Así, la obra de España, lejos de ser ruinas y polvo, es una fábrica a medio hacer... o, si se quiere, una flecha caída a mitad de camino, que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida, que está pidiendo a los músicos que sepan continuarla".

Escrivá, al referirse a la Obra de Dios, habla de la Cruz de palo, sin Cristo, desnuda, porque está esperando que ese Cristo seas tú.

Maeztu quiere tomar el timón de la conciencia española cuando escribe: "El ímpetu sagrado de que se han de nutrir los pueblos que tienen un valor universal es su corriente histórica. Es el camino que Dios les señala. Y fuera de la vía no hay sino extravíos".

Escrivá, en la misma línea, va aún más lejos, cuando afirma reiterativamente a los suyos que "fuera de la barca no hay salvación", y que sus hijos han de funcionar siempre "por el conducto reglamentario" .

Maeztu hace gala de su mentalidad medieval: "La vida en la Edad Media -dice- no fue tanto una pesadilla como un sueño, un sueño amoroso del cielo". Ve un tiempo en que los hombres son como niños solitarios que juegan y hablan con las realidades sobrenaturales de cerca, de tú a tú, no en el terror de la cábala, sino con el Buen Pastor. "Niños solitarios -añade- que en este valle de lágrimas no dejan de recitar el "Yo, pecador"."

Escrivá se definía como un "pobre pecador". En cuanto a las realidades sobrenaturales, su teología era más bien del asequible trato de lo que él llamaba la "Trinidad de la Tierra", que se traducía en una relación continua y confiada con la Virgen María, San José y el Niño.

No sé si Escrivá se empapó de Maeztu o es que, simplemente, respiraban parecido. Tampoco creo que sea indispensable el saber quién se inspiraba en quién, y tal vez sólo ocurre que uno y otro son hijos de un mismo tiempo, y sus inspiraciones y puntos de referencia son, por tanto, similares.

Inexplicable afán de grandezas

Hace algunos días me preguntabas sobre los afanes de grandeza del fundador del Opus Dei. Dices que te han contado que todo le gustaba de alta calidad; que se tomaba un interés muy personal en la elección del mobiliario y de los accesorios de las casas de la institución, que los detalles de decoración le preocupaban hasta llevarle de coronilla, y que le atraía la riqueza y hasta la opulencia.

Creo que ya te he dicho que no traté nunca personalmente a monseñor Escrivá, ni he vivido cerca de él. Sí que he tenido ocasión de conocer a ex socios y ex socias mayores, que le sirvieron durante años, y que afirman que todo esto que me dices es cierto, como cierto es también que hasta 1940, su familia era Escrivá y Albás y, a partir de esa fecha, argumentando que Escrivá era un nombre demasiado común para distinguirle, solicitó que en el futuro se les conociera como Escrivá de Balaguer y Albás; como a partir de 1960, dejó de ser José María para pasar a ser Josemaría y en 1968, solicitó y le fue concedido el título de marqués de Peralta.

"Tanto afán de grandezas humanas -dice M. Angustias Moreno con expresión dolorida-; por mucho que en la teoría haya querido dejarnos eslóganes contrarios. No le gustaba su origen sencillo de cura de pueblo, ni su familia humilde ni su casa natal, pobre y sencilla, que hizo derribar para hacer otra regia y señorial. A sus padres hacía que cada vez los pintaran más góticos. Consiguió sacar dos títulos para que los heredara su hermano y realzar así el entorno familiar... Todo tan opuesto a lo que los verdaderos hombres de Dios nos han venido ofreciendo" [M.A. MORENO, La otra cara del Opus Dei].

El tema del derribo de la casa familiar dio mucho que hablar, no sin razón. Cuando uno viaja, por ejemplo, a Palma de Mallorca, y se acerca al lugar donde nació fray Junípero Serra, puede contemplar allí su casa conservada; la propia de una modesta familia de payés mallorquín. Y lo mismo ocurre con el hogar donde, nació Jacint Verdaguer, que puede visitarse en Folgaroles (VIC). También la casa de Federico García Lorca -la última vivienda natal de un personaje conocido que he tenido ocasión de ver- está tal cual. Es una casa de campo, a la antigua usanza, con sabor provinciano, situada en el municipio de Fuentevaqueros, su pueblo natal. Allí hay platos de cerámica popular, viejas ollas, de cobre hechas por los gitanos en las cuevas de Granada, los bocetos a lápiz realizados por Federico para sus obras teatrales, los homenajes de sus amigos pintores, una habitación casi monacal en la que el poeta escribía con una imagen de la Virgen de las Angustias presidiendo el lecho, y el piano en el que García Larca tocaba piezas de folclore andaluz que sin él se habrían perdido.

La casa de José María Escrivá, por el contrario, la volaron por orden propia, para en su lugar construir otra con más pompa y que nada tiene que ver con la que fue la original de su niñez y juventud.

Todo lo que hacía referencia al Padre se adornaba cada día un poco más: sus años de infancia y juventud, la pérdida de la fortuna familiar, la entrega incondicional de los suyos a la Obra a la que "habían dado todo", su brillante carrera de Derecho, sus consistentes estudios de Teología, su sólida formación intelectual...

Recuerdo el gesto de sorpresa y la indignación de una numeraria que había conocido de cerca a la madre y a los hermanos del Padre, cuando vio en un Noticias (publicación interna de la sección femenina del Opus) la foto en color de un cuadro que un miembro de la Obra había pintado siguiendo las indicaciones de Escrivá. Se trataba de un óleo en el que aparecían las figuras muy estilizadas de un hombre y una mujer, perfectamente vestidos y con aspecto de grandes señores ambos. La numeraria a la que me refiero, que conocía a fondo a la "abuela y a tía Carmen" -era como se llamaba a la madre y a la hermana de Escrivá-, no salía de su asombro, y comentó: "¡Qué barbaridad, a medida que pasa el tiempo nos los presentan cada vez más estilizados y con mayor pompa! Si la abuela levantara la cabeza sería la primera en no reconocerse ni por el forro". Y añadió, como pensando en alto: "Pero ¿por qué ese empeño en presentar a un sencillo matrimonio de Barbastro como si ambos fueran miembros de grandes familias? Una de dos, o los que rodean al Padre no cesan de darle coba y le adulan fomentando sus delirios de grandeza, o es él quien impone sus propios delirios, y los que le rodean, temerosos, no se atreven a rechistar. De una u otra forma, esa deformación de la realidad me parece ridícula Y bochornosa, y desde el punto de vista de los valores del espíritu, un engaño y un timo".

Ni que decir tiene, que tan rotundo y contundente comentario me tambaleó por dentro y me dejó sumida en el más profundo silencio.

Como verás, la realidad de Escrivá parece tener más relación, en ésta y en otras facetas, con la realidad de algunos de los grandes líderes que con la sencillez de los santos o de los poetas. Alan Bullock, cuenta de la casa familiar de Stalin:

"El hogar de Stalin fue una casa de ladrillos, de una sola habitación con un desván en la parte de arriba y un sótano. Posteriormente fue transformado en un santuario, al que se dio forma de templo neoclásico, adornado con cuatro columnas de mármol".

También A. Bullock alude a sus cambios de nombre:

"Cambiarse de nombre. Iósiv Dzhugasshvili, de joven decidió llamarse Koba (una especie de Robin Hood caucasiano) y después pasó a ser conocido como Stalin".

Sin embargo, estos conocidos afanes de grandeza de Escrivá contrastan con sus constantes manifestaciones de humildad: "No valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada... ¡nada!" ("Artículos del Postulador", n.964). De él mismo también decía que no era más que "un burro sarnoso".

El historiador A. Bullock, dice de sus biografiados, Hitler y Stalin:

"Aunque Stalin procuraba disimular su personalidad bajo un manto de aparente modestia, todo estaba destinado a fomentar el culto a la personalidad, que era algo tan esencial para su régimen como lo fue el mito de Hitler para el Tercer Reich".

Vanidoso, presumido, con afanes de grandeza, es como Escrivá aparece a los ojos de unos. Todo humildad, sencillez y espiritualidad es como le ven los suyos. Unos y otros dicen tener motivos para sus afirmaciones.

"Los defectos que tenía no eran nada fuera de lo corriente -dice M. Walsh-, pero eran difícilmente compatibles con el grado de santidad necesario para la canonización. Por ejemplo, era claramente presumido. Era vanidoso en su apariencia, siempre vistiendo con mucho esmero. Era vanidoso de sus antecedentes familiares. Su madre era una sencilla mujer de clase media de Barbastro. Los retratos que él mandó hacer la presentaban espléndidamente vestida y, según quienes la conocieron, estaban totalmente en desacuerdo con su carácter".

La opinión de M. Walsh, contrasta rotundamente con la de P. Urbano, cuando afirma en la biografía de Escrivá:

"Ni quiere honores, ni busca pedestales, ni le complacen las alabanzas. Con vivacidad explica que lo peor que puede sucederle a un hombre es recibir sólo elogios. En cambio, vive y agradece las correcciones".

"Este voluntario eclipsamiento -dice también P. Urbano-, tan opuesto a la tendencia natural de cualquier trayectoria humana, que lo que busca es despuntar, sobresalir, ganar relieves de prestigio y de notoriedad social, Josemaría Escrivá lo pretende desde siempre".

Ésta y otras afirmaciones similares de la autora, son del todo opuestas a los relatos de diferentes personas que han vivido muy cerca del fundador del Opus Dei, y aseguran que a monseñor Escrivá las grandezas le volvían del revés.

Una numeraria de la llamada época fundacional y que abandonó la Obra después de muchos años de militancia, define a Escrivá como "un psicópata con delirios de grandeza":

"Le impresionaba mucho la gente que tenía poder, dinero o títulos. [...] Tenía una vanidad pueril. Era Prelado doméstico y le gustaba vestirse con los capisayos de Prelado y pasar a la administración para que lo vieran las sirvientas. [...] Llevaba siempre hebillas de plata en los zapatos, también Alvaro. Todas las noches se limpiaban sus zapatos y se les sacaba brillo a las hebillas. [...] Le gustaban los objetos caros y todo de la mejor calidad. [...]Pienso que fue un hombre que consiguió siempre sus caprichos cuya lista de ellos podría ser casi interminable. Tuvo todo, todo, todo lo que quiso. [...]Él decía que era pobre y esto resultaba muy divertido, porque quiso vivir siempre en suntuosos palacios. En las casas grandes, tenía siempre en la parte más noble de la casa una suite de lujo que estaba cerrada siempre, esperando que un día llegara "el Padre". [...] Cuando se casó su hermano lo metieron en la orden del Santo Sepulcro para que se pudiera casar con uniforme. En Roma había un cuadro con un señor de esa orden Y llegaron a cambiarle la cara por la de su hermano Santiago, así en ese cuadro aparecía Santiago Escrivá, caballero del Santo Sepulcro en un cuadro de Dios sabe cuando".

Michael Walsh recoge en su libro ya citado diferentes testimonios:

"M. del Carmen Tapia comentó que todos aquellos con los que Escrivá comía, o de lo que comía, tenía que ser de gran calidad. Los platos eran de la mejor porcelana, los cubiertos de plata. Según un arzobispo al que llevaron allí a comer en 1965 durante la última sesión del Concilio Vaticano II, la vajilla era chapada en oro. El arzobispo (aunque entonces era sólo obispo y recién consagrado) es un hombre de una considerable conciencia social. Le fue imposible conciliar los platos de oro con la vida cristiana que él esperaba en un hombre de tal distinción en la Iglesia. También le fue imposible comer aquellos alimentos exquisitamente preparados y perfectamente servidos.

En el año 1966, cuando yo vivía en Montelar, oí contar que varias numerarias de la asesoría, habían ido recientemente de bólido a la búsqueda de una sopera de plata maciza para enviar a Roma por encargo del Padre. Parece ser que éste había dicho: "Quiero una sopera de plata para que cuando invite a comer a algún cardenal, al verla exclame: ¡Ahhh!". En fin, que pensaba dejar patidifusas a las altas jerarquías eclesiásticas.

No sé si te he contado, que en el mismo edificio de Montelar, aunque en otra casa, vivían las máximas superioras de la Obra para toda España. Ellas, como es lógico, tenían hilo directo con Roma, y con frecuencia venían a nuestras tertulias para transmitimos vivencias del Padre y del mundo que le rodeaba. Entre otras anécdotas, allí oí contar que a Escrivá le enviaban por avión los exquisitos alimentos frescos que a él le agradaban, para que sIempre estuviesen presentes en su mesa, y escuché los distintos consejos que él mismo daba a sus administradoras, como aquel de: ."Si fuerais pícaras, hijas mías, me serviríais el vino más caro en jarra de barro". También en aquellos tiempos supe que a las supernumerarias y cooperadoras ricas de solera había que pedirles monedas de oro, preferiblemente "peluconas", para meterlas como sorpresas en los roscones de Reyes que iban destinados al Padre. Además, el pedirles joyas a estas mismas señoras, para aumentar la colección de cálices y copones de la casa central de Roma, era una constante.

A propósito de joyas, recuerdo una historia que me ocurrió al poco tiempo de hacerme numeraria. La madre de unas íntimas amigas mías -una supernumeraria riquísima, muy habladora y bastante superficial- un buen día me cogió por banda y me comentó -yéndose de la lengua-, que su directora le había sugerido que se desprendiera de un conjunto de pendientes, collar y pulsera de mucho valor, herencia de su madre. Ella ya había dado a la Obra bastantes joyas, pero que no eran de procedencia familiar tan directa, pues pensaba que éstas deberían ser para sus hijas, igual que su abuela las había dejado a su madre, y su madre a ella. Me conocía desde muy pequeña y quería saber mi opinión como numeraria. Mi respuesta fue la misma que a continuación di, cada vez que me consultaron cuestiones similares:

-Por mucho que te insinúen o sugieran -le dije-, tú eres la que debes decidir libremente, ante Dios y tu conciencia, lo que debes hacer. De todas formas -añadí-, si tienes dudas, consulta con el sacerdote pues te puede ayudar a aclararte.

Poco tiempo después supe, por una de sus hijas, que había dejado de ser supernumeraria, y que comentaba, por aquí y por allá, que en la Obra le habían hecho tanto caso, sobre todo, para ver qué le podían sacar.

Estas cosas que te cuento eran hechos que iban quedando en mi corazón, pero que, de momento, los desechaba, no quería juzgarlos; eran pequeños hechos que iban quedando como amortajados en la bruma. No quería entrar en ellos, darles una explicación coherente. Sin embargo, creo que los sentía con la suficiente fuerza como para no olvidarlos. Se iban sumando: uno, otro, otro hecho más.

El más sonado de estos asuntos que hacían referencia a los inexplicables -al menos para mí- delirios de grandeza del fundador del Opus Dei, ocurrió en el año 1968, cuando Escrivá rehabilitó el título nobiliario del Marquesado de Peralta. Este suceso levantó la polémica entre propios y extraños, hasta el punto de que, a nivel interno, se redactó una nota oficial, que venía directamente de Roma, justificando el hecho, y que todos los directores deberían repetir y comentar a ca a uno e sus dirigidos en el transcurso de la confidencia. Aun así, el revuelo que se levantó entre los asociados fue grande, y hubo hasta quien se planteó abandonar la Obra.

El asunto del título nobiliario resultaba especialmente provocador por los tiempos eclesiales que corrían y los .aún recientes acontecimientos que hablamos tenido ocasión de vivir. El cardenal Roncalli -por poner un ejemplo contundente y significativo- a los pocos días de haber sido elegido Papa, fue preguntado sobre los títulos de nobleza que quería dar a los miembros de su familia, y asombró a sus maestros de ceremonias contestándoles:

-El título que tendrán mis parientes es el más elevado que hayan tenido nunca: hermanos y sobrinos del Papa.

Con esta respuesta rompió con una costumbre secular que, hasta entonces, sólo había roto Pío X, otro Papa con antecedentes campesinos. El papa Sarto rehusó cualquier género de nobleza para sus tres hermanas.

Poco tiempo después del fallecimiento de Juan XXIII, Pablo VI aún fue más allá al anunciar -ante el príncipe Colonna y todos los demás títulos de la nobleza romana pontificia presentes en una audiencia que les concedió- un cambio en la estructura, anticuada e inoperante, de esa nobleza que no tenía ya sentido para el mundo católico.

Los Colonna, Altieri, Chigi, Orsini, Barberini, Ruspoli, Lancellotti..., parecían tener sus días contados como nobles pontificios.

El asunto del título nobiliario solicitado por Escrivá hizo que en no pocos socios -unos lo reconocían abiertamente, otros se callaban como muertos- se tambaleara esa "base de autoridad carismática" en la que se apoyaba todo el montaje de la Obra. El término "carisma" -siguiendo a Max Weber- se entiende como referencia a cualidades extraordinarias de una persona, independientemente de que éstas sean reales, pretendidas o supuestas. En consecuencia, "autoridad carismática" se refiere a un dominio sobre los hombres, externo y ante todo interno, al que se someten los gobernados debido a su fe en la cualidad extraordinaria de la persona específica. El brujo hechicero, el profeta, el jefe de expediciones de caza y de saqueo, el cacique guerrero, el llamado gobernante "cesarista" y, bajo determinadas condiciones, el jefe personal de un partido, todos ellos son dirigentes de este tipo en relación a sus discípulos, seguidores, tropas alistadas, partido, etcétera. La legitimidad de su mando se basa en la fe y la devoción por lo extraordinario, apreciado porque trasciende las cualidades humanas normales, y considerado originariamente sobrenatural. En consecuencia, esta fe, y la pretendida autoridad que en ella se basa, desaparecen o amenazan ruina en cuanto la persona carismáticamente calificada parece haber quedado desprovista de su poder.

El que se llamaba a sí mismo "borrico sarnoso", "el más humilde servidor", "el último botón del último botín"..., había movilizado todas las fuerzas vivas para conseguir un título nobiliario. ¿Qué sentido podía tener todo aquel contradictorio montaje?

A pesar de los años transcurridos, recuerdo bien la conversación que mantuve con mi directora, M. Rosa C., a propósito del reciente y polémico título. Ella fue quien sacó a relucir el tema, tal y como estaba ordenado desde arriba:

-¿Qué has pensado cuando has leído en la prensa lo de la rehabilitación del título del Padre? Porque algo habrás pensado, ¿no? -insistió-.

-Bueno -respondí-, lo primero que he pensado es que nadie es santo las 24 horas del día, y está visto que ni el propio monseñor Escrivá está libre de aquello de vanidad de vanidades. Lo segundo, es que creo que ha sido una metedura de pata, al no sospechar que el tema iba a levantar tantas ampollas.

El caso del Padre me trajo a la memoria aquel otro de su paisano Francisco de Goya, que cuando empezó a moverse en el mundo de la Corte y sospechaba que había quien se burlaba de sus oscuros orígenes, encargó hacer el árbol genealógico de su madre, doña Engracia de Lucientes, que procedía de una familia que se remontaba a los tiempos del dominio de los godos, para poder dar en las narices a cualquiera que dudara de su filiación. Pero Goya no iba por la vida de aspirante a santo, precisamente, y además eran tiempos en los que la Inquisición revisaba las genealogías de los individuos. Lo de Escrivá tenía mucha menos explicación.

Alguna vez pasó por mi cabeza que también es posible que al llegar el Padre a vivir a Roma y conocer su grandiosa historia, se entusiasmara con el espíritu del Renacimiento italiano y su neta vocación aristocrática. Fue un tiempo en que cualquier artesano, orfebre, forjador o impresor no descansaba hasta obtener de las autoridades de su gremio certificados de nobleza. De Miguel Angel mismo se aseguró que venía del linaje de los emperadores de Alemania; Benvenuto Cellini afirmaba que descendía de un capitán de Julio César; Paracelso, hijo de un modesto médico de Einsiedeln, juraba que llevaba en las venas la sangre de un principe, de quien su padre era hijo natural; Gerolamo Cardano, físico, matemático y medio hechicero, remontaba su origen a la egregia familia de los Castiglione... Ante este panorama, y si uno se deja contagiar de ese mismo espíritu más que por el espíritu evangélico, ¿qué tiene de raro que Escrivá insistiera en buscar un marquesado para él y los suyos?

En su momento, mi directora repitió al pie de la letra la explicación oficial que debía dar:

-Hay que tener en cuenta que lo ha hecho con la exclusiva finalidad de transmitírselo a su hermano menor, Santiago, y a sus descendientes. En justicia, quiere compensarles de algún modo por la ayuda personal y material con que han secundado la andadura de la Obra desde el primer instante.

-En tal caso -añadí con desgana, porque no me gustaba hablar del tema-, podía haber resuelto el asunto de forma menos llamativa y escandalosa. Por ejemplo, haciendo como que toda la tramitación la llevaba a cabo directamente su hermano Santiago, ya que era el interesado, y el haberse quedado aparentemente al margen, aunque a la vez, porque a él le daba la gana y por orden suya, la Obra hubiera corrido con los gastos, asesoramientos, papeleos, etcétera (para resucitar aquel título tuvieron que mover muchas teclas).

Le expuse entonces el caso de lo que había ocurrido en mi propia familia hacía algunos años. El anterior marqués de la Granja de San Saturnino había fallecido, y el título pasaba directamente a mi abuela María Lecuona, madre de mi padre. La abuela hacía poco tiempo que había muerto y, por tanto, el marquesado le correspondía a mi tío Alonso, hermano mayor de mi padre. Como él era soltero y no tenía hijos, mostró poco interés por ostentar un título al que no iba a dar continuidad, y le dijo a mi padre que se ocupara él de solicitarlo. Así lo hizo, y cuando todo estaba arreglado, su hermano le comunicó que había decidido no renunciar. Pasó entonces él a ser el marqués.

Con esta historia, tan próxima, quise decir que, si el marquesado de Peralta no le hubiera interesado a Escrivá, sino a su hermano, éste último lo podía haber solicitado haciendo lo mismo que él hizo, es decir, pagando las considerables costas de un complejo proceso de rehabilitación, ya que el concesionario del título, no era su padre, ni su tío, ni un hermano, ni un abuelo, sino un tal don Tomás de Peralta, secretario de Estado de Guerra o Justicia del Reino de Nápoles.

(A este respecto resulta curiosa, como poco, la desinformación del padre agustino Rafael Pérez, que presidió como juez el proceso de beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, el más polémico proceso de este siglo. En el transcurso de una entrevista concedida a la revista "Epoca" la última semana de enero de 1992, llevada a cabo por Carmen Enríquez, el mencionado juez afirma: "El título de marqués de Peralta pertenecía a su padre. Al morir éste, sólo el primogénito -o sea él- podía reclamarlo [...]. Todo lo que quiso fue restituir a su familia lo que le pertenecía y sólo él podía proporcionarle, lo que por otra parte, además de un derecho, era una compensación por todas las privaciones que habían pasado ayudándole en su Obra".)

Después de aquella explicación, la directora ya no supo qué añadir -en la ficha que les habían ordenado difundir no había más explicaciones- y no volvimos a hablar más del tema, de lo cual me alegré infinito. Prefería no juzgar, y para eso, lo más recomendable era omitir el asunto. No pensaba para nada ir pregonando que el móvil de la historia del marquesado me parecía que era la vanidad, pero tampoco estaba dispuesta a dedicarme a justificar lo injustificable; de eso ya se encargaban los directores.

La realidad era evidente y palpable, y es que Escrivá ya no espera a que le adornen, engrandezcan y encaramen sus hagiógrafos, sino que él mismo se encarga de encaramarse y engrandecerse, dándoles así el trabajo hecho. Hay quien dice, con mirada benévola, que Escrivá no hizo más que adelantar tarea, pues es muy posible que, de no haberlo hecho él, se habrían encargado de hacerlo sus seguidores más próximos. Sería diferente. Una cosa es engrandecerse uno mismo y otra que te engrandezcan los demás, como ha ocurrido con las vidas de tantos santos, que las plumas oficiales y más ortodoxas, con sus "biografías" oficialistas y oportunistas, se han encargado de manipularlas para hacerlas mas ejemplares, de tal forma que si el santo protagonista levantara de nuevo la cabeza tal vez ni llegaría a reconocerse.

Una vez más, voy a poner un caso concreto entre los muchos existentes. Se me ocurre recordar el de un santo al que quiero mucho. San Juan de la Cruz se proclamaba hijo de un pobre tejedor (por él mismo sabemos que su padre ejercía el oficio "vil" de tejedor y murió al poco de nacer él -1542- en Fontiveros). Su madre, Catalina Alvarez, se trasladó con sus hijos a vivir a las próspera Medina del Campo, donde, por ser hijos de viuda pobre, Juan pudo no solo sobrevivir, sino educarse y formarse en su niñez y adolescencia. Pues bien: llegada la hora, se le buscaron ascendientes nobles, ricos, limpísimos de sangre y de oficio, porque en aquellos hagiógrafos y en su sociedad -fue en el siglo -fue en el siglo XVII cuando las distintas hagiografías fabricaron sus "vidas, milagros y virtudes"--, no cabía ni la sospecha de un santo de orígenes "viles". También por aquellas fechas se transfiguró en asceta de rigor a quien clamaba contra las "penitencias de bestia"; se encarriló por la regular observancia sin concesiones a uno de los espíritus más libres que haya existido; se envolvió en exorcismos, visiones, aspavientos y devociones baratas al crítico riguroso, racional y humanista de las formas barrocas de religiosidad, y se rodeó de milagros, en fin, al que decía que, de hacerlos, Dios "a más no poder los hace".

Tantas manipulaciones eran quizá, más o menos, explicables en el siglo XVII, ya que en aquel entonces parece ser que no había otra posibilidad que ajustar al santo al modelo de santidad -el único que cabía-, pero en nada coincidente y en casi todo chocante con el que San Juan de la Cruz propone en sus escritos. Pero ante el claro afán de engrandecerse que tuvo monseñor Escrivá, me resulta dificilísimo pensar y menos creer que él estuviera convencido de que todas esas manipulaciones eran imprescindibles -o seguían siendo imprescindibles- para aspirar a ser santo. No; no me puedo creer que ésa fuera su intención en la segunda mitad del siglo XX. La única explicación que queda patente con su actitud es que las grandezas le volvían del revés y que estaba deseoso de alcanzar un status del que nunca había gozado.

María Angustias Moreno, que en aquel entonces era directora, cuenta en su libro, El Opus Dei, anexo a una historia: "¿Cuánto costó a la Obra el título del Padre? No lo sé. Sólo sé que fuimos muchos los que para salir de la situación tuvimos que argumentar muchas razones "convincentes", explicando lo que era totalmente inexplicable. Con el Evangelio en la mano, verdaderamente, aquel evidente afán de grandeza resultaba inexplicable".

Nos encontramos en el tercer año de la predicación de Jesús. Los discípulos habían reunido una multitud en un lugar desértico de la orilla oriental del lago Tiberiades. Se hace de noche y nadie ha comido aún. Los discípulos intentan mandar al gentío a sus casas, pero Jesús, haciendo uso de su gran autoridad, se puso a organizar una colecta de víveres entre los asistentes y el milagro se produjo: todo el mundo se sació "y recogieron doce cestos de sobras de pan y de pescado", (Mc. 6,42-43).

La noche se echó encima y las hogueras brillaban por todas partes. Los zelotes que habían organizado la concentración creyeron que había llegado el momento. Se metieron entre la gente diciendo: "Realmente éste es el Mesías que tiene que liberar Israel". La tensión comenzó a subir y con ella el entusiasmo de la gente.

Jesús se dio cuenta del peligro que le acechaba y de que "iban a llevárselo para proclamarlo rey" . (Jn. 6,14-15). Al ver, sobre todo, que sus discípulos compartían esa idea, esperó una buena ocasión y "se retiró otra vez al monte, él solo". Una vez más, Cristo rechaza la tentación de poder.

No busca grandezas, títulos, vanidades. Es más: cuando se los ofrecen, los rechaza, dejando así bien clara su postura: "Mi reino no es de este mundo".

Efectivamente, con el Evangelio en la mano, la actitud de Escrivá era inexplicable. Ambos espíritus no se podían encontrar más lejos uno de otro. La explicación oficial que en su momento nos dieron para justificar el hecho en el fondo no justificaba nada. Años después, según he podido leer en la hagiografía de Escrivá de Pilar Urbano, además de la primera explicación, ya citada, se da una segunda. Esta justificación más reciente alude a que el Padre no hizo más que cumplir con su deber con el fin de dar ejemplo a sus hijos. El texto dice: "Por la misma razón que, cursados los estudios, ha obtenido sucesivamente los títulos académicos de sus dos doctorados -Derecho y Teología-, está en su legítimo derecho de poner en vigor el título del abolengo de su familia. De no hacerlo así, las mujeres y los hombres del Opus Dei, en su afán de imitar la conducta del fundador, renunciarían en adelante a los atributos civiles que legítimamente les correspondieran, menoscabando así perniciosamente la esencia laical de su vocación".

Los hijos suelen hacer lo que ven hacer a sus padres, y no o que ellos les dicen, según asegura equivocadamente una falsa pedagogía utilizada con mucha frecuencia por los padres con el consiguiente fracaso. Nosotros teníamos que identificamos con un padre que decía unas cosas y hacía otras. Todo lo que pensara o sintiera cualquier miembro numerario de la Obra debía de pasar por "la cabeza y el corazón del Padre", pues así lo exigía el llamado buen espíritu.

Naturalmente, todos deseamos identificamos con las personas que respetamos y admiramos, pero ese modelo positivo me resultaba imposible encontrado en monseñor Escrivá, cuando veía todo lo que estaba viendo. El temor, el respeto, la admiración que había sentido hacia mi propio padre, no lo podía sentir por aquel personaje que se .manifestaba como un ser muy pagado de sí mismo y con desmedidas ansias de grandeza y de poder.

Desconozco si mi caso tenía algo que ver con la necesaria "desdivinización del padre", o del "asesinato psicológico" del mismo, al estilo freudiano. Sí sé que mis pensares y sentires metafísicos y religiosos se alejaban gradualmente de esa identificación que se me pedía, y cada vez tenía menos empeño de que éstos pasaran por su cabeza y por su corazón.

Mi sentido de la veneración no se identificaba con él ni con sus montajes. ¿Qué tenía que ver todo aquello -imparable carrera del dinero, nivel de vida cada vez más alto, inmuebles progresivamente más lujosos, y para colmo, el escarbar hasta conseguir hacerse con un título nobiliario- con lo divino, lo santo, lo trascendente, lo sagrado, que era hacia lo que queríamos dirigimos? Mi veneración, ese algo que se eleva sobre el mundo de la vida cotidiana, en lo que se percibe una dimensión profunda, oculta, oscura y misteriosa, apuntaba para otro lado.

Lo que se dice y lo que se hace

No eres la primera, y supongo que tampoco vas a ser la última, en señalar las contradicciones del Opus Dei que saltan a la vista. El profesor J. Estruch, profundo estudioso del tema, habla de la contradicción de una organización "elitista", pero que dice estar formada por "cristianos corrientes"; de la contradicción de un movimiento que proclama profesar una "espiritualidad eminentemente laical", pero que induce a muchos de sus miembros mas valiosos a ingresar en el sacerdocio; de la contradicción de un movimiento que quiere estar plenamente inserto en las estructuras eclesiásticas, pero que no obstante ha constituido siempre "un caso aparte", con instituciones propias, con sus propios seminarios y con sus propios sacerdotes; la contradicción de Un movimiento que pretende participar al cien por cien en todas las instancias ("nobles") de la sociedad, en nombre de su radical "secularidad", pero que al tiempo, y en nombre de la "discreción" quiere pasar desapercibido en ellas, y con frecuencia recurre de hecho a todos los medios de que dispone con objeto de garantizar efectivamente esta "invisibilidad"; la contradicción de un movimiento, en fin, que dice que el espíritu de "verdadera pobreza"consiste en renunciar al dominio sobre las cosas, pero que simultáneamente afirma que su vocación es la de establecer una relación de dominio sobre las cosas mediante el trabajo, razón por la cual no es de extrañar que a menudo sea acusado de predicar "el espíritu de pobreza" y de practicar exactamente lo contrario.

"Y así podríamos ir continuando -señala Estruch-, casi indefinidamente. Se trata, en último término, de la aparente contradicción entre los ideales del movimiento ("Sois libérrimos, hijos míos", según Escrivá), y la estructura de la organización, recluida en sí misma como una auténtica "institución total".¿Por qué, pues, esa paradoja del Opus Dei en cuanto a institución al mismo tiempo modernizadora y tradicionalista, innovadora y según cómo próxima al integrismo?" -se pregunta el mismo autor-.

En el campo de la política, pero sobre todo en el campo de la economía, deja libertad a sus socios para que actúen según su responsabilidad, mientras que en otros terrenos del comportamiento las convicciones son inamovibles y no puede haber concesiones de ningún tipo. Por ejemplo, la guerra puede ser "justa" y la pena de muerte se puede "justificar" en algunas circunstancias, mientras que en el ámbito de la sexualidad, de la procreación y de la vida familiar, los principios adquieren un carácter absoluto y no cabe concesión alguna a las convicciones. Utilizando terminología muy conocida: hay mucha manga ancha a la hora de hacer chanchullos económicos o engañar al fisco, y manga muy estrecha para la regulación de la natalidad, el divorcio o separación, etcétera. Se trata, por otra parte, de planteamientos que a menudo han sido corrientes en las posturas adoptadas por la Iglesia oficial.

Es cierto que se palpaba el dualismo; había mucho que hacer en la superación del dualismo para llegar -ir llegando- a la "unidad de vida" que tanto predicábamos. Superación en el desenmascaramiento de la dicotomía persona-sociedad, espíritu-cuerpo, fe privada-fe pública, trascendencia-historia... Pero todo esto no había ni que planteárselo, ya que nuestra cabeza y nuestro corazón tan sólo tenían que estar pendientes de cumplir órdenes: lo que digan tus directores, cuando lo digan y tal y como lo digan.

Pero donde se manifestaban y manifiestan las mayores contradicciones es en la relación entre la "libertad" y el "control del individuo" en la vida de los asociados y asociadas numerarios y numerarias; personas que deben ofrecerse por completo a Dios, en una vida a Él consagrada a través de una entrega total a la institución, la cual puede disponer absoluta y plenamente de ellos mediante múltiples y estrictos controles: cambios de residencia obligados, desposesión de bienes, control de lecturas, distintos controles psicológicos y morales basados en la creación de fuertes vínculos de dependencia (dirección espiritual y confidencia)...

Recuerdo que en aquellas circunstancias la lectura de "El miedo a la libertad" de E. Fromm supuso para mí una gran apertura de horizontes y me planteó importantes interrogantes como: ¿Independencia y libertad son inseparables de aislamiento y miedo? ¿No existe un estado de libertad positiva en el que el individuo vive como un yo independiente sin hallarse aislado, sino unido al mundo, a las demás personas, a la naturaleza? Fue una lectura instructiva, estimulante y sugerente. Este libro -en aquel momento clave-, lo descubrí por una entonces numeraria de nacionalidad argentina, Beatriz R. G., psiquiatra de profesión, y poco después de leerlo se prohibió que circulara: su lectura no convenía a las numerarias, ya que les podía llevar a poner en tela de juicio principios básicos respecto a la libertad, en los que el criterio era marcado única y exclusivamente por el Padre.

Escrivá no perdía ocasión de explayarse en este tema del que se consideraba "campeón": "Yo cada vez tengo más amor a la libertad -decía-. Hay que saber respetar la libertad de los demás. Y ser comprensivos: aceptar que otros tienen sus motivos para pensar de modo distinto; y admitir que nosotros podemos estar equivocados. No seamos nunca fanáticos. No hay cosa de este mundo por la que valga la pena ser fanático. Sólo prestamos adhesión sin reservas a las verdades de la fe. Pero todo lo demás, ¡todo!, es opinable. Y si aquél o el otro piensan de modo diferente, ¿qué? ¡Ni me ofende, ni me ofendo!" [36 P. URBANO, op. cit., p. 275].

En marzo de 1964 decía Escrivá a un grupo de numerarias: "Nosotros en materia de fe seguimos la doctrina definida por la Iglesia. En las demás cuestiones, que Dios ha dejado al libre arbitrio de los hombres, cada uno opina como quiere: aunque sean cuestiones teológicas. Por eso prohíbo terminantemente que en la Obra haya escuelas o corrientes doctrinales comunes para los miembros del Opus Dei en lo que sea opinable, porque también en estas materias filosóficas o teológicas, etcétera, somos libres" [P. URBANO, op. cit. p.281].

En ese mismo encuentro, que tuvo lugar en Roma, hace alarde de una doctrina cristiana casi libertaria: "Mienten los que dicen que somos integristas -dijo-. Mienten los que dicen que somos progresistas. Somos libres, "qua libertate Christus nos liberavit" [...]. Amor a la libertad, pues, dentro de los términos de nuestra vocación. Sin embargo, como el mundo está ahogado por tiranías, quizá habrá gente que no nos entienda. Por eso, porque son tiranos, y no son capaces de comprender a las almas que caminan "in libertatem gloriae filiorum Dei", con la libertad de los hijos de Dios. Nosotros hemos de ser campeones de la libertad, de la libertad santa".

En el calificativo "santa" está el quid de la cuestión; es el juego de mi libertad y de la voluntad de Dios. "Santa libertad" en contraposición a lo que considera "falsa libertad", es decir, la que nos permite equivocamos en lugar de ir seguros por el camino que nos han marcado los gobiernos de la Iglesia. Escrivá lo explica así: "Yo le dije un día a Dios: te doy mi libertad. Y, con su gracia, he mantenido la promesa. [...] Y cuando alguna vez el diablo nos haga sentir la impresión, el peso de ese yugo que hemos tomado libremente, tenemos que oír las palabras del Señor: "iugum enim meum suave est, et onus meum leve (porque mi yugo es suave y mi carga ligera), que me gusta traducir, por libre, así: ¡mi yugo es la libertad!, ¡mi yugo es el amor!, ¡mi yugo es la unidad!, ¡mi yugo es la vida!"

Es decir, que si uno consigue convertir la sumisión en infinito en infinito deseo de sumisión, esa sumisión ya no es tal sino que se convierte en libertad santa; libertad auténtica que consiste en acatar a voluntad de Dios. Pero como para los miembros de la Obra la voluntad divina se manifiesta por el "conducto reglamentario" que es la voluntad del Padre, cuyos transmisores son, en primer término los superiores mayores y a continuación los directores inmediatos, quiere decir que el asociado es libre solo cuando asume al máximo lo que su director espiritual le dice en la confesión, y lo que el di rector o directora sugiere o manda en la confidencia. El asociado vive entonces la auténtica libertad, la "obediencia inteligente", la fidelidad, el buen espíritu, la vida interior traducida en obras, la filiación al Padre, el amor al Padre y, por supuesto, la unidad.

El catedrático de derecho y sacerdote numerario, Amadeo Fuenmayor, marcaba unas pautas clave en las "Actas del Congreso Nacional de Perfección y Apostolado" de 1956, cuando al hablar de los "peligros y dificultades del apostolado en el mundo", apunta como un peligro posible "el de un apostolado individualista, que no se deje dirigir y orientar fácilmente". "El espíritu de iniciativa -advertía-, que es bueno cuando se deja informar por la obediencia, puede ser perjudicial si conduce a una labor apostólica hecha con excesivo criterio personal". Este peligro se solventa por "la estrecha dependencia que necesariamente -por el vinculo de la obediencia- hay entre los socios y los superiores internos. [...] Cada socio estrechamente unido a sus superiores internos -porque está santificándose en el mundo por la práctica de los consejos evangélicos y, concretamente, de la obediencia persigue siempre en su actuación personal lo que es el fin genérico y fin específico de su instituto".

Y el caso práctico de que las cosas se viven así, nos lo aporta, con todo lujo de detalles. M. del Carmen Tapia: "En el Opus Del, el hablar con la directora semanalmente, "la charla fraterna", llamada anteriormente "confidencia", es una norma obligatoria, y está marcado que hay que hablar en ella incluso con mayor claridad que con la que pudiera hablarse con el mismo sacerdote en la confesión"

"La directora -añade- usa este gran instrumento para adoctrinar, aseverar, insistir en tales y tales puntos de la vida de una numeraria, con el objeto de hacerle asumir la doctrina del Opus Dei primero, y luego, todo lo que ello lleva consigo. La confidencia, en el Opus Dei, es la forma de control más absoluto de la libertad humana de sus miembros y una forma también muy clara de lavado de cerebro, que, aun sin llamarlo tal y bajo capa de "buen espíritu" o de "formación", se lleva a cabo con todos los miembros del Opus Dei".

Decía líneas arriba que, para un socio de la Obra concienciado, hablar de libertad, de obediencia, de fidelidad o de voluntad de Dios es todo lo mismo, y a todo se le puede llamar unidad: vivir la unidad. Esta unidad, a su vez se traduce en hacer y decir lo que el Padre hace y dice -o hacía y decía-. M. del Carmen Tapia, al referirse a este total concepto de unidad, puntualiza: "Hay que notar que la unidad, como monseñor Escrivá la concebía, era de carácter monolítico. No se aceptaban discrepancias con sus opiniones. El diálogo no existe en el Opus Dei, porque las cosas hay que hacerlas "así". Y por "así" quiero decir que todo hay que hacerlo de acuerdo a los prescriptos, notas e indicaciones hechas por el Padre y nadie, si tiene "buen espíritu", puede tener la osadía de apartarse un ápice de ello cuando él indica algo. Y no porque hubiera supuesto una falta de obediencia precisamente, sino de unidad. Todo ello siempre basado en que "Dios lo quiere así". Este espíritu monolítico, como digo, estaba tan imbuido en todos los miembros que no vivir una cosa de la Obra en la forma indicada por el Padre, hubiera sido una falta grave de unidad. [...] La forma que el Opus Dei recomienda para vivir la unidad es vivir la filiación al Padre. Y cualquier cosa que no sea acatar cuanto diga el Padre es faltar a la unidad. A monseñor Escrivá no se le podía replicar nunca y mucho menos contradecir, porque ello hubiera supuesto una falta de unidad".

Supongo que te preguntarás sorprendida el porqué de tantos juegos de palabras y de hermosas frases de loas a la libertad, para acabar diciendo que en la Obra no hay más libertad que la entrega incondicional y el deseo de someterse voluntariamente Y de una manera total, que el propio Escrivá expresa en sus exclamaciones: "¡Mi yugo es la libertad!, ¡mi yugo es el amor!, ¡mi yugo es la unidad!, ¡mi yugo es a vida.".

Max Weber, al referirse a la figura del perfecto funcionario escribía que "el honor del funcionario público está basado en su habilidad para ejercer conscientemente las órdenes de las autoridades superiores, tal y como si éstas coincidiesen con sus propias convicciones. Ello continúa siendo válido incluso si la orden le parece errónea y si la autoridad insiste en la misma, pese a las protestas del funcionario".

En tan contundente planteamiento, ¿qué lugar pueden ocupar la libertad y responsabilidad personal?

Grados de secreto y secretismo en general

Por diferentes sitios has oído decir, y por ti misma también has tenido algunas ocasiones de comprobarlo, que en el Opus Dei funciona el secretismo; que sus adoctrinados socios se empeñan en llamarle prudencia o necesidad de ser discretos, pero la realidad es que actúan como siempre lo hicieron las llamadas sociedades secretas, o de forma parecida a como también lo hace cualquier secta.

En la multitud de asociaciones a las que se afilia la gente, existen distintos grados de secretos, Norman Mackenzie, estudioso del tema, distingue cuatro tipos de secretos que responden a cuatro tipos de asociaciones: la asociación "abierta", la "restringida", la "particular" y la "secreta". La agrupación abierta es aquella a la que puede pertenecer cualquiera; no tiene secretos ni para sus miembros ni para los extraños. Una agrupación restringida elige sus socios de acuerdo con reglas y propósitos determinados, pero no, le importa que los extraños conozcan lo que hace. Una agrupación particular es mucho más exclusivista. Se restringe el ingreso en ella, por lo general no se dan a conocer sus asuntos y quizá se oculten algunas de sus actividades. Finalmente, una sociedad secreta está organizada alrededor del principio de la selectividad y el hermetismo y a menudo procura por todos los medios a su alcance ocultar sus actividades, o parte de las mismas, a la vista del público. Algo que tienen en común todas ellas es una estructura pronunciadamente jerarquizada y un complejo sistema de rango y grados que van consiguiendo sucesivamente sus miembros para pasar de novicio a dignatario. En estas asociaciones "secretas", un procedimiento común de conservar unido al grupo es inventar -o adobar y adornar- un relato acerca de sus orígenes. Algunas veces se trata de leyendas tradicionales y otras de invenciones que buscan dar a una sociedad nueva un linaje venerable. [NORMAN MACKENCIE, Sociedades secretas, p. 12].

Pienso que el Opus Dei al grupo que más se aproxima de esta clasificación es al cuarto, aunque también tengo que decirte, que durante todos los años que permanecí allí dentro no fui demasiado consciente de todo el secretismo que nos rodeaba; tal vez porque estaba centrada en lo que me importaba realmente, y a este tema, como a otros, no le presté especial atención. De secretismo y secretos he sabido más cosas estando ya fuera de la Obra que mientras militaba en sus filas. Por ejemplo, que existiera un libro con claves para escribir los informes acerca de las asociadas, no tenía ni idea, y menos que dicho libro se titulara "San Garólamo". Como tampoco tenía noción de que en determinadas casas de la Obra existieran dobles tabiques o dobles suelos, en algún lugar meticulosamente escogido, para ocultar documentos de manejo interno.

M. del Carmen Tapia, que estuvo muy puesta en cargos de gobierno, cuenta de primera mano: "Con respecto a la custodia de documentos, cumplíamos órdenes concretísimas de Roma de tener un "lugar seguro" (secreto) donde se archivaban tanto los documentos más delicados, como los duplicados de todas las fichas de las asociadas numerarias, supernumerarias, oblatas y sirvientas. También en ese "lugar seguro" se guardaban los testamentos de las numerarias, las Instrucciones, Reglamentos y Cartas de monseñor Escrivá. Junto a todo el papeleo debía haber siempre una botella llena de gasolina para, en caso de emergencia, poder quemar lo que hiciera falta" .

M. del Carmen Tapia explica que en Casavieja (Caracas) el "lugar secreto" estaba dentro de su cuarto de baño; en el suelo del mismo se abrió un pozo revestido de cemento y luego se recubrió con una portezuela de madera. Ésta, a su vez, se encontraba tapada con los mismos mosaicos del suelo y para nada se notaba que allí había una trampilla que se abría y se cerraba. Ella también recuerda que Escrivá le dijo en cierta ocasión que una de las paredes de su despacho se movía para dar entrada a los archivos secretos de la Obra.

A propósito del mencionado "San Garólamo" -el libro con claves para escribir informes internos-, como ya te dije, nunca supe que existía, y los Informes que tuve que hacer de las supernumerarias que dependían de mí, los redacté siempre en claro castellano. Supongo que, a continuación, aquel contenido se pondría en clave al transcribirlo en su correspondiente ficha. Según Tapia, el "San Garólamo" consiste en una serie de capítulos sin explicación alguna en ninguno de ellos. "Aparece un número en romanos -dice- como si fuera un capítulo y luego una serie de números arábigos seguidos de, por ejemplo: 1. buen espíritu; 2. mal espíritu; 3. ordenada; 4. respetuosa con los superiores; 5. faltas graves de unidad; 6. falta de pobreza; etcétera". Para mejor aclararnos pone un ejemplo: "Supongamos que una Asesoría Regional quiere enviar un informe diciendo que una numeraria, llamada Isabel López ha faltado a la unidad gravemente. Entonces, en una ficha de 10 x 5 se anota, arriba a la izquierda, la sigla del país y el número que identifica esta ficha; en el centro, Vf-3/53 (que corresponde a Isabel López); y, al pie, la fecha. En otra ficha, que irá en sobre aparte, se anota, arriba a la izquierda, la sigla del país seguida por el número que identifica esa nueva ficha; y, a la derecha, la referencia (Ref.) a la anterior; en el centro solamente: IV.I".

Al recibir la nota, se abre el "San Garólamo" en el capítulo IV, sección 1 y se va al número 5, donde se lee "faltas graves de unidad". El resultado es que Isabel López, la tercera numeraria en el año 1953 con la oblación hecha, ha cometido graves faltas de unidad.

La misma persona también cuenta que la casa del gobierno central de Roma, respecto a seguridad, era una auténtica fortaleza medieval. La puerta principal -blindada, por supuesto-, no tenía cerradura por fuera, sino por dentro únicamente. "Si uno quiere salir a la calle -añade-, ha de pulsar un timbre que está junto a la puerta, y esperar a que venga la portera a abrir, pues ella es la única que tiene la llave para hacerlo". "Lo que quiero dejar muy claro -concluye- es que nadie, absolutamente nadie, en Roma, puede abrir una puerta directamente y salir a la calle"

Un ex numerario, psicólogo clínico de profesión, decía con tono de humor al referirse al secretismo en el Opus: "Hay quien podría pensar que el secreto en la Obra sería una manera de preservar fórmulas especiales de acceso a la unión mística, o recetas para el ascetismo sonriente o incluso modos de cultivar las virtudes. Pero cuando uno va comprobando que el secreto sirve para ocultar dónde teníamos el dinero, o quiénes eran los titulares de las acciones de bolsa, o cómo dar cumplimiento a los minuciosos recados sobre la gestión de vidas y haciendas, no se puede menos que sonreír".

Pero como te decía líneas arriba, no estaba yo muy al tanto de los secretismos y secretos que me rodeaban. Sí era consciente de que los superiores pedían muchas explicaciones, mientras que al súbdito le daban muy pocas; que recibías órdenes pero que en contadísimas ocasiones te contaban por qué y para qué. Detectabas resabios, cautelas, falta de claridad, pero personalmente lo solía achacar a las limitaciones o complejidades de personas particulares, no a que era el sistema en sí el que generaba aquellas oscuras sombras. Lo cierto es que de cuestiones internas la inmensa mayoría de los asociados sabíamos poco o nada de cuanto se cocía a nuestro alrededor. La orden que Hitler dio a todas las autoridades militares y civiles, "Orden número uno de Mayo del 39", en la Obra funcionaba como si la hubiésemos calcado. Esta orden establecía: 1. Nadie tendrá acceso a asuntos reservados que no sean los de su propio empleo. 2. Nadie debe estar al corriente de otras cosas que las estrictamente necesarias para el cumplimiento de su misión. 3. Nadie debe adquirir más conocimientos de las obligaciones que le incumben, que no sea el necesario para cumplirlas. 4. Nadie debe transmitir a los servicios subordinados más órdenes que las indispensables para el cumplimiento de su cometido, y sólo cuando esté reconocida su necesidad.

En fin, lo nuestro se resumía bien en el dicho popular de "zapatero a tus zapatos".

Una solución al problema de la identidad

¿Qué es lo que sigue impulsando a las personas a ingresar en asociaciones de este tipo? Resulta curioso que me lo preguntes tú a mí, cuando más bien tendrías que ser tú misma la que te lo preguntaras y respondieras, puesto que eres tú quien se está planteando la posibilidad de inscribirse en el Opus. Por mi parte, creo que ya he cumplido contándote los móviles que me llevaron a apuntarme, y también los que me fueron encaminando a desapuntarme.

Analizando con considerable objetividad el tema, podemos observar que este tipo de asociaciones -tanto de signo religioso, como sociedades civiles, políticas o racistas, ya que comparten no pocos puntos comunes-, casi todas surgen en periodos de desorganización social y pugna ideológica (la fundación de los caballeros templarios, por ejemplo, fue una tentativa de crear el orden partiendo del caos de las cruzadas; la historia temprana de la francmasonería es parte de la historia de la Ilustración, un ensayo encaminado a establecer una moralidad universal en una época de racionalismo y dudas religiosas; el Opus comienza a cuajar justo después de nuestra tremenda Guerra Civil de 1936). Todas las sociedades "discretas" o "secretas" crecieron en periodos de manifiesto desasosiego y de convulsiones sociales. Tal vez por eso se puede decir, que una parte importante de quienes ingresan en ellas son, o los que se aferran a modos de vida antiguos que han quedado desbaratados o, por el contrario, también pueden ser personas que se rebelan contra el orden vigente y que juzgan necesario el sigilo como tapadera de su proceder. El sociólogo alemán, G. Simmel, publicó a principios del siglo que acaba un artículo titulado "La sociología del secreto", que continúa siendo esclarecedor casi cien años después de su aparición. Simmel apunta la idea de que el secreto ofrece "la posibilidad de un segundo mundo paralelo a nuestro mundo habitual". Postuló que el secreto "da una enorme extensión a la vida, pues, con publicidad, muchas clases de propósitos nunca podrían llegar a realizarse".

Simmel observó también que un secreto da al individuo "una sensación de posesión personal". A los niños les deleita tener un secreto, porque los fortalece y aumenta su importancia; sacan gusto y una sensación de fuerza de la resistencia que oponen a la perpetua comezón de revelar lo que saben. El secreto es, por tanto, "Un factor individualizador de primera magnitud". Esa es otra manera de decir que fomenta el sentido de identidad personal.

Todo parece apuntar hacia una relación entre lo secreto -todo tipo de secretismo- y el sentido de identidad del individuo o del grupo. Los estudiosos del tema describen el proceso mediante el cual el niño que se va acercando a la adolescencia trata de identificarse con otros, primeramente con sus padres y con los valores encarnados en la familia. Luego aplica ese proceso a una sociedad más amplia a través de la escuela, el trabajo y las aceptadas normas de descanso, política y religión. Si falta algo necesario para este proceso, sea en el entorno del individuo o en el propio individuo, éste persistirá en sus esfuerzos para desarrollado durante toda la vida. Siempre buscará reconocimiento y apoyo, maneras de paliar su soledad y angustia. Como señala el psicoanalista norteamericano Erik H. Erikson en su trabajo "Discernimiento y responsabilidad, precisamente "por esta razón las sociedades confirman en esta coyuntura al individuo en toda clase de esquemas ideológicos y le asignan papeles y cometidos en los que puede reconocerse y sentirse reconocido. Las confirmaciones rituales, las iniciaciones y los adoctrinamientos, únicamente realzan un proceso indispensable con el que las sociedades sanas dotan de fuerza tradicional a la nueva generación y con ellos absorben la pujanza de la juventud". Por ello, una de las atracciones más fuertes de este tipo de grupos es que ofrecen una iniciación que confiere un papel específico al individuo y le relacionan con un grupo claramente definido. En el ambiente de un grupo semejante, que posee su propia identidad colectiva, el individuo puede "reconocerse y sentirse reconocido". Es como si la agrupación compensara la incapacidad de la sociedad de criar y educar a sus hijos de manera que los haga sentir que pertenecen a algo. Ni que decir tiene, que en las sociedades industriales modernas son muchos los individuos que se sienten extraños y carentes de una auténtica identidad.

El individuo, que antes se sentía desamparado e inerme, es probable que encuentre que pertenecer a ese grupo le hace sentirse más seguro en el mundo exterior. Cada grupo refuerza la solidaridad con mitos y rituales que son de su propiedad particular, y que se conservan y se legan dentro del grupo. El mito es el principio sobre el que se construye el peculiar entorno del grupo, y el ritual el procedimiento utilizado para integrar al individuo, o para hacerle "renacer" en ese ambiente.

El ritual suele ser rígido, poco propenso a mudanzas y sólo válido cuando se ejecuta en las condiciones prescritas. La repetición continua de los ritos va situando al neófito dentro de la organización Y le pone en relación con los demás miembros al recordarle tanto sus propios deberes como la finalidad de propósitos compartida. El ritual reanima su sentido del deber para con el grupo, y a la vez le recuerda que, ahora, está actuando dentro de una estructura en la que puede confiar.

Estos sentimientos pueden crear lazos tan fuertes -afirman los expertos- que el individuo afiliado llegue a sentirse invulnerable en el mundo exterior. N. Mackenzie, en su trabajo ya citado, afirma que ese fenómeno "se puede advertir en grupos tan dispares como los Testigos de Jeová, los pilotos kamikaze japoneses de la Segunda Guerra Mundial y los partidos comunistas clandestinos".

En el grupo al que pertenecí -motivo de toda nuestra correspondencia-, tuve ocasión de conocer casos de personas, claramente ignorantes, que funcionaban pisando tan fuerte como si dominaran todo el terreno. A mí me producía auténtico asombro aquella seguridad metafísica, que me parecía fundada en nada, pero en aquel entonces la explicación que me daba es que la ignorancia siempre ha sido muy osada.

Todos estos grupos o sociedades "discretas" -este calificativo me parece más exacto que el de "secretas"-, aunque reflejen los más distintos aspectos de la conducta y el pensamiento humanos, tienen en común que representan una tentativa de resolver el problema de la identidad, un problema de todos los hombres.

No sé si estas reflexiones te serán válidas como parte de respuesta a tu pregunta: ¿qué es lo que sigue impulsando a las personas a ingresar en asociaciones de este tipo?

Todas las características de una secta

Después de mantener una fuerte discusión con tu padre, te has quedado preocupada porque continúas sin saber quién tiene la razón. Él está indignado contigo, y el motivo es que cuando pensaba que tu interés por el Opus era ya una cuestión superada, ha detectado que, de alguna forma, sigues enganchada. Ha insistido, una vez más, en que te lo quites de la cabeza, ya que considera que esa organización es una auténtica secta que te puede acabar vampirizando. A continuación me preguntas si yo participo de esa misma opinión. No soy ninguna experta en sectas, pero te puedo aportar algunos datos de estudiosos del tema, y tú los valoras como mejor te parezca.

Lo primero que podemos hacer es planteamos la pregunta: ¿qué es una secta?

Para Pilar Salarrullana, promotora de la Comisión Parlamentaria para el estudio de las sectas en España y una de las autoridades máximas en esta materia, es casi imposible definir exactamente el sentido de la palabra secta. Son múltiples las acepciones y muchos los autores que la definen de una u otra forma, según se trate de un gramático, un sociólogo o un etimologista.

Para un gramático sería un conjunto de personas que profesan una misma doctrina filosófica o religiosa; un grupo de personas que tienen la misma doctrina en el seno de una religión.

Para un sociólogo, una secta es un grupo convencional de gentes que participan de las mismas experiencias religiosas y tienen las características siguientes:

- Factor de seguridad y de certeza. Los miembros de la secta tienen conciencia de pertenecer a un grupo que acapara la verdad y la salvación; ninguna de las dos cosas existen fuera de ellos.

- Factor afectivo. El grupo se considera autosuficiente y no tiene contactos con otras organizaciones si no es para convertirlas o integrarlas en su propio seno. No hay lugar para el diálogo ecuménico y sí sólo para el proselitismo. No se ejerce la caridad más que en el interior del grupo, que llega a convertirse en un auténtico gueto, donde el líder es el padre y la secta, la madre.

- Factor de rigorismo doctrinal, disciplinar y moral. Se concede una primacía total a los principios, a la doctrina y a la interpretación, por encima de los derechos de las personas; lo que prima es la obediencia y el orden, que se identifica con la voluntad de Dios.

Finalmente, un etimologista nos diría que la palabra secta se deriva de "sequi", que significa "seguir" -en este caso seguir a un líder, a una idea-, o de "secare" o "secedere", que quiere decir "separarse de" o "cortar con".

Éste es el concepto aceptado por todas las religiones mayoritarias, que consideran secta toda disidencia que haya salido de su seno. [PILAR SALARRULLANA, Las sectas, pp. 49 y 50].

Recuerdo de manera especial -se me quedaron muy grabadas-, las palabras del sacerdote y teólogo Casiano Floristán cuando hace años, en el transcurso del segundo Congreso de Teologla organizado por la Asociación Juan XXIII, hizo especial hincapié en que "un caso particular y grave de corrupción de la verdad es el fanatismo religioso". Floristán especificó que algunos grupos cobran tintes fanáticos cuando se convierten en sectas, a saber, cuando sus miembros se cierran sobre sí mismos, incomunicados con los otros, con la pretensión de poseer la verdad en exclusiva y en dependencia de un fundador o líder. Toda cosmovisión cristiana no coincidente con la suya es nociva y peligrosa. Por otra parte, la secta es proselitista con una actitud psico-afectiva entusiástica, sin crítica alguna, ya proceda de dentro o de fuera, puesto que se establece como grupo autosatisfecho. El grupo sectario no admite ninguna novedad en contenidos, interpretaciones o reglas de funcionamiento. Reacciona voluntariamente cuando el grupo en cuanto tal es puesto por alguien en cuestión. De ahí que incluso llegue a sacrificar algunos de sus fines para mantener la conservación de su carácter de bloque. Finalmente -puntualizaba Floristán-, la autoridad religiosa se fanatiza cuando se funda en el poder como fuerza represiva de aspiraciones y libertades, y en la toma de posición como ley del más fuerte o de llegar el primero hasta constituirse en el amo único. "Especialmente peligrosa -advertía- es la autoridad que pretende dominar conciencias, imponer reglamentaciones minuciosas bajo amenazas morales e identificarse en todo con Dios al que suplanta con la justificación de la sacralización. La autoridad religiosa, fanáticamente entendida, da primacía al orden sobre la justicia, a la unanimidad impuesta sobre la libertad y a la centralización sobre las iniciativas."

Cuando escuché estas palabras que me causaron hondo impacto corría el año 1982, y a pesar de que ya habían pasado ocho años desde que había dicho adiós a la Obra, de pronto me vi como tambaleada por el recuerdo de una situación no sólo conocida sino también sufrida. Sectarismo y fanatismo eran notas dominantes en el Opus que me tocó vivir, aunque es cierto que tampoco teníamos la exclusiva pues el mundo entero estaba y está lleno de los más variados y temibles fanatismos y sectarismos. Sin ir más lejos, a través de las pantallas de televisión, podemos ver con frecuencia multitudes enfebrecidas que agitan los puños y vociferan consignas con furor religioso o nacionalista, y en la vida cotidiana, personalmente he tenido ocasión de encontrar antifumadores que quemarían vivos a cualquiera que fuma; a vegetarianos que te engullirían por comer carne, y hasta a pacifistas que te pegarían un tiro en la cabeza sólo por tener una estrategia diferente para conseguir la paz.

Para la cura del fanatismo, y aquí hago mi propio inciso, sólo veo una salida que es el sentido del humor, la risa, especialmente la risa frente a nosotros mismos. Así lo veía también en los tiempos en que militaba en las filas de la Obra y lo llevaba a la práctica -ya te lo he contado en otra carta-. Quiero puntualizar aquí que no he tenido nunca ocasión de ver un fanático con sentido del humor, ni he visto a una persona con sentido del humor que se convirtiera en fanática. Lo más opuesto a toda clase de fanatismo es la capacidad de reír, la imaginación, el relativismo.

Tener conciencia de lo relativo que es todo es muy saludable. Relativo porque, en definitiva, todos nosotros somos, más o menos, igualmente solitarios, vulnerables, turbados, y en toda esa limitación también divertidos. Chéjov, el autor ruso, nos enseñó que lo trágico y lo cómico no son más que dos ventanas diferentes abiertas sobre el mismo paisaje, y por eso, cuando llegamos a descubrir que todos somos más o menos defectuosos, más o menos tontos, más o menos ingeniosos o divertidos, nos desfanatizamos definitivamente, al ser capaces de sentir compasión tragicómica los unos por los otros. La sonrisa relativista es una buena sustituta de la rígida formalidad.

Con su característico desenfado y humor, Fernando Savater nos ofrece un claro ejemplo de ese sentido de lo relativo al opinar que todas las iglesias son sectas envejecidas, "siempre mejores -dice que los grupos jóvenes y enfurecidos capaces de matar por defender sus principios; dispuestos a liquidar y asesinar para salvar al prójimo e imponer su fe". Lo malo de este tipo de grupos devoradores -añade- es que se convierten en "instituciones voraces" exigiendo de sus miembros un compromiso y una lealtad asfixiantes; acaparan en exclusiva anatematizando todo lo que no controlan.

"Lo cierto es que es mucho mejor -finaliza- ser ligeramente comido por una iglesia veterana, a la que los siglos han hecho perder los dientes, que padecer las bárbaras dentelladas de una secta demasiado joven para tolerar ningún tipo de escepticismo."

Y dejando aparte la descongestión y refresco que da todo tono jocoso, Max Weber, el padre de la sociología de la religión, fue el primero en contraponer secta e iglesia. Caracteriza a la iglesia: a. la pertenencia a la misma prácticamente por nacimiento, la fe se hereda y se transmite de padres a hijos; b. la tendencia a adaptarse al entorno sociocultural e institucional; c. la aceptación de los valores vigentes. Por el contrario, la secta busca: a. la incorporación a la misma por adscripción libre, tras una conversión personal; b. promueve una estructura social cerrada en sí misma; c. no se acomoda al entorno sociocultural; tiende a marginarse del mismo.

Desde el punto de vista histórico, la secta ha sido considerada como una rama desgajada de un árbol más corpulento, por ejemplo: de una iglesia cristiana, generalmente del protestantismo, o de una religión no cristiana, sobre todo del hinduismo.

Un esqueje arrancado de un árbol y plantado en terreno adecuado enraíza, crece y acaba por convertirse en un árbol. Este sencillo y natural ejemplo nos lleva, por analogía, a concluir que una secta puede convertirse en iglesia o religión por el mecanismo de su propio desarrollo; por el incremento del número de sus miembros.

Al haber multitud de sectas, también existe una variedad grande en sus comportamientos públicos y privados, sin embargo, todas ellas tienen unos rasgos comunes que podemos enumerar:

- El líder. Todas las sectas tienen un líder, que es un personaje mesiánico, carismático, con un gran poder de atracción y de sugestión. Se autodenomina guru, maestro, profeta, reverendo, swami, pastor, presidente, comandante o padre. Es el que lo sabe todo, lo controla todo y lo prevé todo. No se puede dudar de su palabra, ni de sus escritos, ni de sus mandatos; no se le puede desobedecer jamás; reina absolutamente y sin discusión.

- La estructura, cerrada y piramidal. El poder totalitario y dictatorial del líder se ejerce a través de una jerarquía rigurosa de jefes y subjefes. Para ascender los escalones de la pirámide las exigencias de entrega, sumisión y sacrificio son muy fuertes. La obligación y el deseo de todo adepto es ir ascendiendo en esos escalones, como un esforzado camino de perfección, donde encontrará la felicidad y estará cerca del líder.

- El mensaje. Los mensajes siempre son atractivos y ofrecen respuesta a tres situaciones que hoy se dan en nuestra sociedad: la soledad, el afán de novedad y la pérdida de valores tradicionales con la consiguiente falta de horizonte y de futuro. Ante un panorama sombrío e incierto, las sectas ofrecen paz, seguridad, la solución a todas las dudas y todos los problemas, el dominio de la mente y del cuerpo, el triunfo del espíritu sobre la materia, el logro de poderes supranormales, la perfección humana. Anuncian en fin, una nueva era y una edad de oro que se alcanzará en el momento en que su organización, y sólo ella, triunfe en el mundo.

Pepe Rodríguez, en su trabajo dedicado al poder de las sectas hila aún más fino al distinguir dos tipos de sectas: la propiamente dicha y la secta destructiva, que será "todo aquel grupo que, en su dinámica de captación y/o adoctrinamiento, utilice técnicas de persuasión coercitiva que propicien la destrucción de la personalidad previa del adepto o le dañen severamente. El que, por su dinámica vital, ocasione la destrucción total o severa de los lazos afectivos y de comunicación efectiva del sectario con su entorno social habitual y consigo mismo. Y, por último, el que su dinámica de funcionamiento le lleve a destruir, a conculcar, derechos jurídicos inalienables en un Estado de derecho".

Rodríguez ha seleccionado diez puntos que podrían constituirse en elemento de análisis para determinar si un grupo se encuentra en la dinámica de SD (secta destructiva). Estos puntos definitorios son:

  1. Ser un grupo cohesionado por una doctrina (religiosa o socio-trascendente en general) y encabezado por un líder que pretende ser un elegido de la divinidad.
  2. Tener una estructura teocrática, vertical y totalitaria, donde la palabra de los dirigentes es dogma de fe.
  3. Exigir una adhesión total al grupo.
  4. Vivir en una comunidad cerrada o en total dependencia del grupo.
  5. Suprimir en mayor o menor medida y bajo diferentes excusas doctrinales las libertades individuales y el derecho a la intimidad.
  6. Controlar la información que llega hasta los adeptos (a través del correo, el teléfono, la prensa, los libros...) ocultándola y/o manipulándola a su conveniencia, y prohibiendo toda relación con los ex adeptos, que son críticos con el grupo.
  7. Utilizar un conjunto de técnicas de manipulación, de persuasión coercitiva, enmascaradas bajo actividades tan lícitas y neutrales como la meditación o el renacimiento espiritual, que sirven para anular el razonamiento de los adeptos.
  8. Propugnar un rechazo total de la sociedad y de sus instituciones: fuera del grupo todos son enemigos.
  9. Tener como actividades primordiales el proselitismo, es decir, conseguir nuevos adeptos.
  10. Obtener, bajo coacción psicológica, la entrega del patrimonio personal de los nuevos adeptos a la secta. Los miembros que trabajan en el exterior del grupo tienen que entregar todo su salario a la secta, y los que lo hacen en empresas propiedad del grupo no cobran salarios"
    [PEPE RODRÍGUEZ, Tu hijo y las sectas, pp. 24 y 25].

El historiador inglés M: Walsh, en su trabajo ya mencionado en diferentes ocasiones, escribe: "El impacto sobre los miembros del Opus es predecible. Se les separa tempranamente de su familia natural. Se les enseña a creer que la salvación es imposible, ahora que son miembros del Opus, sino a través de la organización en la que han ingresado. Suple su vida familiar, su medio ambiente, al menos en cuanto a todo lo que no sea actividad profesional y, en muchos casos, especialmente para las mujeres, también ésta. Cuando están desengañados, por tanto, el impacto emocional es aplastante. Los que quieren marcharse no tienen a nadie a quien recurrir, nadie, fuera del Opus, con quien establecer una relación lo suficientemente estrecha para que puedan confiar en ellos. Y también han sido educados en la creencia de que al romper sus lazos están cometiendo el pecado más infame. La salvación es transmitida a través del Opus. Sin el Opus el antiguo numerario está condenado".

La descripción de este panorama le lleva a concluir: "Las similitudes entre el Opus y algunos de los nuevos movimientos religiosos son sorprendentes. No es difícil hacer comparaciones reveladoras entre organizaciones tales como la Iglesia de la Unificación -la secta Moon- y el Opus. Sin embargo, tales comparaciones no siempre funcionan: el Opus durante toda su vida ha buscado, y finalmente a recibido, la aprobación de la Santa Sede. A pesar de sus muchos detractores, sigue siendo una parte aceptada del catolicismo, con entradas en el libro del Año del Vaticano y en los directorios de las iglesias católicas de todo el mundo. A primera vista, pensar que el Opus pudiera ser clasificado como un nuevo movimiento religioso o secta que opera dentro del catolicismo parecería paradójico y muy improbable".

En ningún momento podemos dejar de lado el hecho del reconocimiento positivo que del Opus Dei hacen las autoridades eclesiásticas. Contando con ello, M. del Carmen Tapia, advierte en su citada autobiografía: "El Opus Dei, al cambiar su status de Instituto Secular, en Prelatura Personal -postura jurídica nueva en la Iglesia Católica-, cuya característica mayor es la libertad e independencia de que disfruta en el ámbito mundial, se convierte, sin salir del seno de la Iglesia, en una iglesia dentro de la Iglesia, con todas las características de una secta".

Abundando en el apunte de M. Walsh sobre las similitudes entre el Opus y algunos de los nuevos movimientos religiosos, a mí la similitud más pasmosa me parece la referente a la supervaloración de la figura del guru, de sus actos extraordinarios y hasta de los milagros que llevan a cabo.

Guru o gurú es literalmente aquel, aquella o aquello que disipa la oscuridad. El término procede de las raíces en sánscrito "gu"-, oscuridad, y "ru"-, luz. Un guru es un maestro espiritual que ayuda al devoto mediante su ejemplo a alcanzar la iluminación. A lo largo del siglo XX la relación de nombres que forman el catálogo de gurus es inmensa. Desde H.P. Blavatsky, seguida de Annie Besant, Alice Bailey y Gurdjieff, aquellos que iban, o decían ir, a Oriente y entraban allí en contacto con las tradiciones que luego importaban, hasta llegar a los gurus "new age", tecno-futuristas y profetas de la Tercera Ola que se ofrecen a guiar a sus devotos hacia el próximo milenio, hemos podido saber de los más variopintos personajes: el Maharishi con su MT (Meditación Trascendental), el Movimiento de la Unificación del coreano reverendo Sun Myung Moon, la Iglesia de la Cienciología de L. Ronald Hubbard, el yoga integral de Sri Aurobindo, el "bhakti" yoga de Sri Chinmoy y yogui Bhajan y su organización de las tres haches: "Healthy", "Happy", "Holy Organization" (sanos, felices y santos).

Imposible pasar por alto el budismo tibetano que hoy es uno de los caminos espirituales de mayor crecimiento, el auge de las mujeres gurus o madres-maestras como Shri Mataji, Madre Meera o la muy leída sacerdotisa "new age" Shakti Gawain, el chamaoismo y neochamanismo del recientemente fallecido Carlos Castaneda y su "nagualismo", Sai Baba -considerado el guru vivo más importante-, Benjamin Creme -apóstol de un Maitreya que ya está entre nosotros-, y la inagotable cantera india. Tampoco hemos de echar al olvido a los gurus sin cuerpo humano, es decir, gurus no personalizados, como el ya famoso "Curso de milagros" o "El libro de Urantia".

También el cristianismo vive hoy una considerable eclosión de milagrería, tanto en el protestantismo como en el catolicismo. En este último, las apariciones marianas se encuentran en pleno apogeo (Garabandal, Polonia, El Escorial), el auge carismático que con los grupos neocatecumenales de Kiko Argüello apuntan a ser parte importante del futuro del catolicismo en el mundo, y los milagros y favores del Beato José M. Escrivá que se cuentan a cientos, según recogen las Hojas Informativas que periódicamente publica la vicepostulación del Opus Dei en España.

Nos encontramos en una etapa de auténtica profusión de gurus, profetas y santos en busca del final del túnel. Una compleja red que tal vez un día desemboque en una religión mundial sencilla y plural, que cumplirá mejor que todas estas fórmulas parciales e incompletas, el esperanzado fin de "religare" a los humanos con la auténtica fuente original que tanto ansiamos. Ese día, si es que llega, los sujetos ya no se disolverán más en la sumisión a una voluntad superior -la del guru- de la que creen recibir un ser propio. Pero hoy por hoy observamos que, para no pocos, prescindir del guru puede ser una carga difícil y hasta insoportable.

Espero que este material te sirva para aclararte, y también quizá te pueda ser útil para poder apoyar o rebatir las afirmaciones de tu padre que, según cuentas, te han dejado preocupada.

Como guardias de la circulación

Si echo una mirada atrás a los casi nueve años que fui del Opus Dei, con la perspectiva que da la distancia, veo con claridad -ya te lo he dicho alguna vez-, que mi recorrido fue ir pasando desde una primera etapa de seducción, hasta una última en la que detecté -no llegué a padecerlo- el terror, pasando por otras etapas intermedias de ilusión, lucidez, reflexión, desengaño...

Uno de los golpes más duros que sufrí en esta etapa de desengaño fue darme cuenta de la utilización retorcida que se podía llegar a hacer de la evangélica corrección fraterna.

Desde un principio, en numerosas ocasiones, había comentado con la directora de turno, que me chocaba que se dejara convertir tantas estupideces en materia de corrección fraterna (por ejemplo: "ayer cruzaste las piernas en el oratorio", "a veces entras al oratorio sin ponerte el velo"), que se abusara tanto de ella en lugar de reservarla para ocasiones menos triviales y con mayor entidad, como pueden ser faltas de responsabilidad, de pobreza, de caridad... La explicación siempre era que lo importante era practicarla; que todo el mundo se acostumbrara a vivida, sin importar cuán nimia fuera la cosa. Y como es lógico, con esas pautas, cada cual la vivía según sus entendederas.

Siendo consecuente con esta explicación, podías poner en duda la capacidad de las personas que la ejercían, sin embargo, las bondades de la corrección fraterna continuaban intactas: la corrección era en sí un medio maravilloso para ayudarnos mutuamente a mejorar, y si en algunos casos no era así, solamente se debía a la limitación de las personas que la practicaban.

Pero aquel verano de 1974, todo este planteamiento positivo que había conseguido hacerme, me lo trastocaron. Acababa de llegar una carta del Padre, y como era lo acostumbrado, nos reunieron a las numerarias para que el sacerdote indicado nos la leyera y comentara. Nosotras debíamos de escuchar con los cinco sentidos y en total silencio -no se podía hacer ningún tipo de intervención- para empaparnos bien de aquello que nos comunicaban, ya que estaba absolutamente prohibido tomar notas, y más aún, apuntar alguna frase textual.

El contenido de la carta giraba en torno a una sola idea central, y es que nosotras, cada una, teníamos que ser para con las demás como simples guardias de la circulación: "Sólo hay que coger el código -decía el sacerdote- y estar vigilante para tocar el silbato, dar el alto y denunciar a cualquiera que se lo salte en lo más mínimo".

Pensaba que nuestros modelos tenían que ser los ángeles, los santos..., pero de pronto resultaba que no, que debíamos convertimos en guardias, en policías. Y bien es sabido que los ángeles en ningún caso son policías, ya que no se encargan de las sucias pero socialmente necesarias tareas de la represión. Los ángeles existen para hacernos la vida más fácil, nos amparan cuando vamos a caer al pozo, nos guían en el peligroso paso del puente sobre el precipicio, nos cogen del brazo cuando estamos a punto de ser atropellados por un automóvil.

Aquello me sonó como una llamada pura y dura al chivatazo, a la delación mutua. Nunca se me había pasado por la cabeza la idea de convertirme en una hermana policía; tampoco me parecía que pudiera ser bueno para nada el vivir rodeada de hermanas policías, ¡qué horror! Nos estaban diciendo y pidiendo que nos denunciáramos, ante cualquier sospecha, sin conmiseración. Pero a pesar de la claridad del mensaje me resultaba imposible el tragarme lo de ser una policía por voluntad divina. Resultaba contradictorio Y hasta imposible asociar Dios a policía, para comprender a un Dios que es, lo primero, Amor.

En consecuencia, mi yo más profundo insistía, seguía insistiendo, en que la disposición para la renuncia y la entrega de sí mismo no es simple disolución -convertirse en guardia de la circulación-, sino un nuevo proceso de personalización con su consiguiente metamorfosis (llega un punto en que crecer siempre es transformarse). También seguía haciendo especial hincapié en que la comunicación con los demás es presupuesto básico para el desarrollo de toda personalidad; comunicación que ha de basarse en un espíritu de solidaridad. Sólo así el individuo se desarrolla como persona. No olvidaba, ni olvido, que igualmente importante es conocer los propios límites y los de los otros.

Son formas de solidaridad: el respeto a los demás, el reconocimiento de la persona y de su libertad, el reconocimiento también de la importancia de los otros y de sus servicios, así como el sentimiento de la responsabilidad para con el prójimo y la capacidad para participar y compartir sus penas y alegrías. La solidaridad también se basa en la conciencia del individuo, pero su fuerza no surge de la esfera racional del hombre. Esa fuerza es el amor; fuerza central de la energía psíquica, que realiza el acercamiento de los seres y los mantiene unidos.

Dentro de la Obra -creo que ya te lo he comentado en alguna otra carta-, las asociadas numerarias vivíamos poco o nada esa solidaridad en horizontal, es decir, entre iguales, ya que las unas con las otras debíamos ser, según el buen espíritu, casi unas desconocidas y no teníamos por qué saber nada importante unas de otras. Así, por ejemplo, si una numeraria con la que habías convivido una serie de años, un buen día dejaba de serlo -algo que venía a ser lo más importante que te podía ocurrir-, nadie de su entorno, salvo el consejo local, tenía que saber nada. Detectabas que esa persona estaba ausente en los actos comunes y que no la encontrabas en la mesa a las horas de comer y de cenar, luego veías que su habitación había quedado vacía... Pero el mutismo era total; como si esa numeraria que teóricamente tenía que ser tu hermana no hubiera existido nunca. Si preguntabas por ella a la directora, cosa que era lógica, la respuesta reglamentaria debía ser que esa persona tenía desequilibrios mentales, o que necesitaba casarse o que no se sentía con fuerzas para vivir toda la exigencia que pedía nuestra vocación. Ya partir de esa escueta y fría explicación, había que borrarla del mapa y punto. La advertencia de que nunca más se debía de hablar de ella era rotunda, y el intentar ponerse en comunicación con la misma suponía tener el peor de los espíritus. También era de fatal espíritu el que su nombre saliera a relucir en alguna conversación, y más horroroso era aún el recordar, aunque viniera a cuento, alguna gracia o cualidad suya.

Recuerdo numerosos ejemplos que podrían ilustrar esa falta de solidaridad básica de la que te hablo, pero voy a contarte sólo un caso que, a parte de folletinesco, resulta francamente ilustrativo. Ocurrió en el año 1973, es decir, que ya no era una numeraria novata y me daba cuenta de bastantes más cosas que tiempo atrás.

La directora de la casa en la que entonces vivía, Mercedes B., hacía varios días que estaba nerviosa y agitada. Herméticamente cerrada en su despacho, hablaba y hablaba, sin parar, por teléfono, a continuación, casi sin decir adiós, se iba a Lérida, donde vivía parte de su familia, y a las pocas horas regresaba más desencajada aún que antes de irse, a pesar de que lo intentaba disimular, A su vez, otra numeraria de la casa, Manola C., también daba muestras de estar francamente alterada; lloraba por los rincones y aparecía en público con nariz como de catarro y ojos enrojecidos.

Algo importante les ocurría a ambas, y como si una quiere saber acaba por enterarse, poco después supe que una sobrina de Mercedes B. estaba embarazada del chico con el que salía (ese era el motivo del gran revuelo). El caso de Manola C. era algo similar pero con más morbo, y es que una hermana suya, que era monja en no se qué país sudamericano, había tenido un niño indio y, de paso, había colgado los hábitos.

Cuando Manola C. supo que Mercedes B., encontrándose en situación parecida a la suya, la escuchaba a ella pero de su caso no le había soltado prenda -aunque sólo fuera por aquello de "mal de muchos consuelo de todos"-, lloró más que en el momento que le dieron la noticia de que su hermana monja era madre soltera. y para mayor inri, mientras Mercedes B. iba y venía de Lérida para ayudar a su sobrina en su trance, fue incapaz de facilitar el camino a Manola C., para que ésta pudiera echar un cable a su hermana a su regreso a España.

En fin, que la estructura interna no facilitaba las posturas de solidaridad, comprensión y ayuda mutua. Eso no quita que, a título individual, y a veces saltándose a la torera o esquivando las normativas, hubiera personas buenísimas y con gran corazón, capaces de reír con el que ríe y de llorar con el que llora. Pero el montaje interno era duro y rígido y sabía poco de obras de misericordia.

Un buen día le comenté al sacerdote con el que me tocaba confesarme cada semana, mi preocupación y mi malestar por el tenso ambiente que se nos forzaba a apoyar, concretamente le dije, que me parecía que cada día nos estábamos aproximando más al modelo hitleriano, a lo que él me respondió:

-En lo que tendrías que fijarte es en la finalidad que se persigue con estas medidas, finalidad que está bien clara: tenemos que salvaguardar intacto el espíritu de la Obra, y para conseguirlo, el mejor y el único camino es el que se nos indica.

-Pero es que las consecuencias que trae consigo un estado gendarme pueden llegar a ser atroces -añadí-, y ahí tenemos como ejemplos muy recientes los horrores del nazismo, y del estalinismo, sin contar con los que actualmente debe de estar llevando a cabo el maoísmo (nos encontrábamos en plena década de la revolución cultural china).

Yo creía que la organización o montaje de la Obra, con todos nosotros incluidos, se tenía que parecer más al despliegue de una inmensa orquesta que al vulgar aparato de un estado policial. En una orquesta, cada músico es responsable de su técnica, de su arte, y de sacar el máximo partido de su instrumento dentro del conjunto; cada uno de ellos es una individualidad que se integra.

Mi interlocutor se puso entonces tirante y firme:

-Pídele a Dios que te lo haga ver -dijo-. Tienes que perder la Ingenuidad porque ya llevas suficiente tiempo en la Obra como para que se te exija como a una persona mayor. Pide más visión sobrenatural y olvídate de tanto espíritu poético como el que tienes.

Que se metiera con mi espíritu poético me produjo un cierto pique, y salté casi instintivamente:

-Si el propio Padre nos dice de hacer versos endecasílabos con la prosa diaria. Y sin decir más, recordé en mi interior aquellas palabras de Lou Andreas Salomé: "Si la vida humana -en realidad toda vida- es poesía. La vivimos inconscientemente, día a día, momento a momento, pero en su inviolable totalidad, ella nos vive a nosotros".

El sacerdote suavizó su tono para continuar diciendo:

-Piensa que puedes ser un elemento muy valioso para la Obra. Pero doblegándote. Convéncete de que lo que Dios quiere de ti es que obedezcas a tus directores hasta en el más mínimo detalle. Si ahora nos dicen que tenemos que poner un empeño especial en intensificar la práctica de la corrección fraterna, nosotros lo que tenemos que hacer es tenerlo presente las 24 horas del día. Así, cualquier cosa, hasta la más mínima, que te choque de alguna de tus hermanas, dísela a tu directora. Eso es identificarse con el espíritu de la Obra.

Esta identificación es una especie de decapitación -me dije para mis adentros-. Como en los regímenes nazi y estalinista, estábamos llamados a vivir y a ser víctimas de: la vigilancia revolucionaria; el apoyo del terror; el sometimiento a las fuerzas de policía y seguridad. Con el hábito de la delación, el miedo a los delatores, el espionaje y las denuncias, estábamos llamados a convertimos en un colectivo intimidado y temeroso. Aquello me parecía demasiado fuerte. El historiador inglés A. Bullock, cuenta de estos terroríficos regímenes cosas tales como: "Todos los miembros del partido eran llamados a ejercer la vigilancia revolucionaria ante los "enemigos internos", a espiar a sus vecinos y a sus compañeros de trabajo y a informar de todo cuanto les pareciese sospechoso".

"Tanto Hitler como Stalin sabían lo eficaz que resultaba el apoyo del terror. En el Estado policial, tanto la UGPU soviética como la Gestapo y las SS en Alemania eran instrumentos que podían fabricar pruebas falsas, imponer confesiones, organizar arrestos y desapariciones de individuos o enviarles a campos de concentración. Todos estos mecanismos los ponían en marcha contra todos aquellos que de alguna forma entraban en conflicto con el sistema"

.. "Nadie entendió mejor que Stalin que el verdadero propósito de la propaganda no consiste en convencer, ni mucho menos en persuadir, sino en crear un patrón uniforme de discurso público en el que el primer indicio de pensamiento heterodoxo se revele inmediatamente como una desapacible disonancia".

"En la Alemania nazi se adiestraba a los miembros del partido para que no permaneciesen callados cuando escuchaban puntos de vista subversivos o murmuraciones, alentándoles a que informasen de lo que habían oído. Las delaciones tienen un efecto corrosivo y destruyen la confianza entre los individuos, consecuencias éstas de las que era muy consciente la policía secreta, que se dedicaba a reclutar informadores no tan sólo por la información que podían facilitar, sino teniendo presente también ese tipo de consecuencias. También en la Unión Soviética el hábito de la delación ha sido descrito por muchos testigos presenciales como un auténtico vicio nacional" .

"Entre los nazis, el "jefe de bloque" no sólo era el oficial disciplinario del partido, sino también su perro guardián, el encargado de mantener una supervisión meticulosa sobre las actividades de cada cual y de informar puntualmente sobre lo que sospechaba que andaba mal" .

"El instinto de volver la cara, en la esperanza de pasar inadvertido, se veía reforzado por el miedo a los delatores, lo que hacía que todos tuviesen temor de hablar, con lo que se producía una atomización de la sociedad que ya Aristóteles, en época tan remota, vio como uno de los pilares en los que se sustentaba la tiranía: "La implantación de la desconfianza. Un tirano no será derrocado hasta que los hombres no empiecen a confiar los unos en los otros"".

"El espionaje y las denuncias eran una parte esencial del sistema. A las personas se les obligaba a "cooperar", a informar sobre sus vecinos y sus compañeros de trabajo; otros consideraban la delación como un método para ganarse el favor de los que detentaban el poder. Las consecuencias corrosivas de este sistema eran la destrucción de ese mínimo de confianza mutua del que dependen las relaciones humanas, con lo que los seres humanos individuales quedaban aislados unos de otros".

Aunque pueda parecerlo, no es mi intención transcribir en esta carta las mil y muchas páginas del exhaustivo trabajo del historiador A. Bullock, pero tampoco he querido ahorrar citas por lo cargadas que están de significado; por todo el paralelismo existente entre los regímenes aludidos y el sistema con el que me encontraba comprometida.

Ese tener que convertirte en guardia de la circulación -o policía, o fuerza de seguridad o vigilancia revolucionaria, es lo mismo- y ejercer el oficio, iba creando unos prototipos de numeraria que se podían catalogar de la siguiente forma: las fanáticas, que perseguían activamente todo lo que podía parecer conato de oposición, crítica, discrepancia o heterodoxia; las arrepentidas, un extenso grupo que reunía a las que ya habían sido víctimas de algunas acusaciones y querían hacer méritos para lavar su imagen haciendo ellas muchísimas "correcciones fraternas" y, finalmente, las que habiendo sido víctimas de la delación, después de haber sufrido el consiguiente castigo, caían en el mutismo y la resignación total, volviéndose como tumbas.

Fanáticas y arrepentidas, sobre todo las primeras, siempre estaban al acecho con un claro anhelo de posición, de prestigio, de ser reconocidas por parte de los que mandaban. A propósito de estos personajes, viene como anillo al dedo aquello que decía Krishnamurti: "El santo que busca una posición relacionada con la santidad, es tan agresivo como la gallina que picotea en el corral" [KRISHNAMURTI, Sobre el miedo, p. 18].

¡Qué razón tenía el maestro oriental!

Otro prototipo de persona que genera este sistema de funcionamiento, es el que se amolda con facilidad a los lugares comunes; detectan lo que conviene y lo que no conviene, y se acomodan con facilidad a la talla del auditorio, aunque ellos, en su fuero interno, piensen de otra forma. Circunscriben su pensamiento y su interés a un pequeño número de materias prácticas Y lo más superficiales posibles, y de este modo sobreviven y se evitan un montón de problemas. Para acabar, y matizando un poco más, también podría considerarse prototipo, al grupo formado por individuos valiosos, de carácter retraído, que no se atrevían a dar rienda suelta a su pensamiento por temor a las consecuencias que pudiera derivarse de ello. Más de una vez pude contemplar el espectáculo de alguna de esas personas, sensible y valiosa, que pasa su vida sofisticando su inteligencia, imposible de acallar, y que agota todos los recursos de su espíritu en intentar conciliar las aspiraciones de su conciencia y de su razón con la ortodoxia, sin conseguido casi nunca.

A medida que pasaba el tiempo e iba madurando, en lugar de acostumbrarme a aquel entorno de estrechez creciente, cada vez me hería más. Se fomentaba un clima de intolerancia tal, que impulsaba a las personas a ocultar sus opiniones o a abstenerse de todo esfuerzo activo por expresarlas. Y a base de no dialogar ni opinar, casi todo el mundo acababa repitiendo las mismas frases hechas; costra, corteza de las ideas que dieron origen a esto o aquello.

"Nuestra convivencia acaba convirtiéndose en una gran escuela de soledad", oí decir en cierta ocasión a una numeraria mayor que acabó por irse de la Obra. Y basaba su argumento en la falta de comunicación real que se nos imponía, que acababa por hacer de nuestras vidas un solitario andar entre la gente que nos rodeaba. Una dura declaración, sin duda, que al ponerla sobre el papel me hace recordar las palabras que el Nobel José Saramago dice a través de su personaje Ricardo Reis: "La soledad no es vivir solo, la soledad es no ser capaz de hacer compañía a alguien o a algo que está en nosotros, la soledad no es un árbol en medio de una llanura donde sólo está él, es la distancia entre la sabia profunda y la corteza, entre la hoja y la raíz". Al leer esta carta, tal vez te dé por pensar que es lógico que en toda institución existan unos principios básicos, unas reglas de juego que sean respetadas por todos, y estoy totalmente de acuerdo. Lo malo estaba en que teníamos un "credo" cada vez más extenso. Bastaba con apuntar: "el Padre dice que...", para que de forma inmediata eso se convirtiera en materia sagrada, intocable, en la que no cabía interpretación ni opinión propia.

Supongo que Escrivá, a lo largo de sus muchos años de vida, habría hablado de todo y opinado de casi todo. Y lo que ocurría es que, ese todo o ese casi todo, podía convertirse en dogma en cualquier momento. Por tanto, cualquier tipo de apreciación personal o matiz particular podía ser peligrosísimo.

Por si no ha quedado del todo claro insisto en que en mi fuero Interno nunca puse en duda la necesidad de unos códigos de fe y de conducta. Ni se me pasaba por la cabeza que la Obra tuviera que ser un ente del todo invisible, sin estructura: un algo en el aire. Pero de eso a creer en el poder absoluto y en la Inquisición como mano derecha y su mejor arma, hay mucho trecho.

Amo la disciplina, estoy convencida de la necesidad de un orden, pero para que una y otro favorezcan la vida, no para sustituirla, y menos ahogarla con normas y más normas que exigen ser cumplidas bajo "advertencias" que pueden convertirse en amenazas porque se considera que son la única garantía de salvación.

Pero a pesar de todos los riesgos que apunto, había quien conservaba su libertad de espíritu: unas por ingenuidad -solían ser jóvenes y aún no habían captado del todo el sistema en el que estaban implicadas-, y otras, porque la situación era superior a sus fuerzas y, alguna vez explotaban.

Para quienes conservaban su libertad de espíritu, existían como tres categorías: las que habían estado en "prisión", las que estaban en "prisión" y las que estarían, algún día, en "prisión" (las que ya habían sido llamadas al orden, las que se encontraban en plena fase de llamada al orden y las que iban a ser llamadas al orden).

La mayoría de estas personas, es lógico, acababan yéndose del Opus Dei; bien porque las echaban después de las correspondientes advertencias, o porque se iban por sí mismas tras sufrir un hondo desengaño.

Todo debía estar bajo control

Visto desde fuera -dices- te parece imposible que resulte tan difícil llegar a aclararse allí dentro. Pues sí, es dificilísimo, hasta tal punto que a algunos les resulta imposible; que en toda su vida no llegan a aclararse.

El atar todos los cabos del juego interno del Opus, descubrir sus entresijos, explicarte por qué las cosas son así, es un trabajo largo y duro. Enterarse, llegar al fondo, para una numeraria medianamente avispada, puede convertirse en una costosa tarea, con avances y retrocesos, de hasta 10 años. Una ex numeraria, que era muy popular en el ámbito interno, y que dejó la institución después de treinta años de militancia, me dijo en cierta ocasión: "La inocencia, la buena fe, te puede durar allí dentro hasta 10 años. Luego ya te lo sabes todo y, por supuesto, te maleas".

Nos pescaban utópicos, y luego todos los esfuerzos iban encaminados a convertirnos en dogmáticos feroces. Si el utópico corre el peligro de vivir en el cielo sin pisar la tierra, el dogmático pierde la distancia, la fantasía y hasta la capacidad de generar esperanza.

"La gente busca seguridades, y nosotros vamos a dárselas." Esta era una frase que los curas nos repetían hasta la saciedad en mis últimos tiempos del Opus (olvidando por completo y de una vez por todas el que la actitud de duda y el sentido de lo relativo, que siempre acompañan a quienes tienen una mínima curiosidad intelectual, le inhabilitan para lanzar las robustas afirmaciones sin titubeos que se exigen a los conductores de masas). Y para asegurar la transmisión de esas seguridades, el despliegue de controles se convirtió en una especie de pesadilla: sumisión total a la autoridad -había que consultarlo todo, hasta lo más mínimo-; en la confidencia, las directoras debían preguntar sobre materias concretas para informar, un escalón más arriba, de la totalidad de los pensares y sentires de sus súbditas acerca del llamado "espíritu"; el sacerdote, en la confesión semanal, debía reforzar esa tarea de control; la censura de las lecturas era cada vez más estricta; el posible diálogo o simple intercambio de ideas entre las numerarias se convirtió en una auténtica persecución -si por casualidad se daba cualquier tipo de comunicación, había que informar inmediatamente a la directora: "He hablado con fulanita de tal cosa y de tal otra"-.

Pienso que se trataba, cada vez más, de vivir una ideología militarista, ya que exigía la disciplina de las masas frente a la autoridad de mando de sus jefes; a las masas se las consideraba llamadas únicamente a obedecer. Se trataba de aceptar a tope un estilo de vida que combinaba el servicio y la obediencia (sobre todo una gran dosis de obediencia); espíritu de obediencia frente a los directores, cualquiera que éstos fuesen. El "obedecer o marcharse" se había convertido ya en el lema favorito, y todo lo que sonaba a opinión propia resultaba sospechoso y hacía que el sujeto que la ejercía se sintiera tratado como judío entre nazis (el judío era entonces el típico liberal moderno que no obedece a ciegas, sino que prefiere pensar por su cuenta; que no se postra ante ídolos, sino que obedece a su razón).

Una ex numeraria, Concha F., periodista de profesión y amiga mía de antaño, me decía al recordar aquellos tiempos sombríos que ella también vivió: "Cada vez que comentaba al sacerdote que no podía soportar la doble vida que llevaba; esa oposición entre lo que pensaba y lo que tenía que hacer, y que iba a acabar volviéndome loca, su respuesta era rotunda: "Bueno, loca pero en casa, porque eso es lo realmente importante. ¿Y qué te importa si Dios te quiere así?"".

El sociólogo A. Moncada, conocedor del tema apunta que "el paso del tiempo, en un escenario tan cerrado, va deteriorando hasta la esquizofrenia, la personalidad de quienes, se supone, han de estar en medio del mundo". "A este respecto -añade- es interesante anotar cómo el jefe de psiquiatría de la Clínica Universitaria de Navarra en los años sesenta, miembro del Opus él mismo, abandonó la Universidad y la Obra por negarse a efectuar tratamientos conformistas y tranquilizantes de cuantos socios llegaban allí con una crisis biográfica. Las depresiones, angustias y conflictos psicológicos y morales, son muy frecuentes entre numerarios y numerarias, tanto por las represiones de todo tipo como por la necesidad de estar constantemente fingiendo, dentro o fuera de la Obra." "En España -apuntilla Moncada- hay psiquiatras "de confianza", especializados en atenderlos y en esos depósitos de biografías dañadas que son los sanatorios mentales empiezan a abundar los numerarios y las numerarias del Opus, cuyas fisiologías pasan la factura a una psique manipulada."

Julián Marías dice de las llamadas "enfermedades biográficas", que en la biografía influyen muchos elementos, algunos genéticos y los más aprendidos, situaciones casuales. A la intrincada mezcla de elementos fisiológicos, psíquicos y conductuales que influyen en el mal que el sujeto sufre es a lo que él llama "enfermedad biográfica". Creo que aquella locura recomendada tenía mucho que ver con ese tipo específico de enfermedad.

¿Podía Dios querer volver turulata a su gente? ¿Era, tal vez, signo de mayor entrega e inmolación, de superar fronteras, de romper límites?

La persona humana en estado patológico se encuentra fragmentada. La ciencia experimental dice que la naturaleza -incluida la humana, según el psicoanálisis-, puede ser estudiada mejor en un estado de fragmentación parcial, o de un acentuado conflicto, ya que este último delimita fronteras y pone en claro las fuerzas que entran en colisión en estas fronteras. Freud lo expresó así: "Tan sólo podemos ver la estructura de un cristal cuando se rompe". Pero es que un cristal y una personalidad difieren básicamente por el hecho de que el primero es materia inanimada, mientras que el segundo es una totalidad orgánica que no puede romperse sin afectar a las correspondientes partes. El "loca pero en casa" me parecía muy fuerte.

Actuando en contra de tu manera de ser y pensar, entregada del todo, loca... Bueno, ¿y qué importa si Dios te quiere así? Era una clara llamada al fanatismo como única salida válida; fanatismo que produce vértigo. El mismo que se siente al leer a Simone Weil o a la poco conocida escritora suiza, Isabelle Eberhardt. La primera, escribe en su libro "La gravedad y la gracia": "Nada poseemos en el mundo -porque el azar puede quitárnoslo todo-, salvo el poder de decir "yo". Eso es lo que hay que entregar a Dios, o sea destruir. No hay en absoluto ningún otro acto libre que nos esté permitido, salvo el de la destrucción del yo" [SIMONE WEIL, La gravedad y la gracia.]

El mismo tono mórbido y desesperado utiliza E. Eberhardt: "Tal y como yo lo veo, no hay mayor belleza espiritual que el fanatismo, esa clase de fanatismo tan sincero que sólo puede terminar en el martirio" [ISABELLE EBERHARDT, Maiden voyages].

Son palabras terribles, y me costaba mucho -y me cuesta entender, cómo personas inteligentes y en sus cabales pueden apuntar, sin dejar el menor hueco a la duda, hacia esos derroteros.

Y después de este inciso dedicado al fanatismo -con una buena dosis del mismo todo quedaba resuelto-, retomo el tema que nos ocupaba: el control expresado en su más asfixiante totalidad. Ya sé que te parece que todo lo estamos tratando con mucha prisa, pero que le vamos a hacer si siempre nos acaba pudiendo alguna prisa. Mejor es seguir, ¿no te parece?

A la comunicación entre iguales cada día se le tenía mayor pavor, y se ponían todos los medios para cortar a tiempo cualquier posibilidad de formación de estados de opinión que, como bien sabes, casi siempre tienen un origen difuso, apenas perceptible: primero son comentarios, apreciaciones y argumentos individuales, luego van manifestándose coincidencias en la manera de pensar, y finalmente surgen las convicciones, que se van matizando y reforzando con el enriquecedor intercambio que supone el diálogo.

El más leve matiz crítico en torno a lo que se consideraba doctrina, era tajantemente anatematizado; cualquier persona sospechosa de ser crítica era vigilada; la más mínima expresión de disconformidad se consideraba intolerable, y la manifestación de una simple diferencia, era siempre una falta grave. La crítica venía a ser como un inquilino incómodo que pide mucho y paga renta antigua. Ante tales inquilinos, los propietarios de la finca, han de encargarse de hacer que prospere una simple operación de desahucio.

En cierta ocasión parece ser que le preguntaron a Stalin si prefería que su pueblo le fuese leal por miedo o por convicción, y su respuesta fue: "Por miedo. Las convicciones pueden cambiar pero el miedo permanece".

Esta misma filosofía de fondo funcionaba en la Obra -al menos en los tiempos de los que estoy hablando-, pero siempre deliberadamente oculta. Hacia el exterior había que esforzarse por mostrar la cara amable, sonriente y atractiva, mientras que la negra procesión del miedo, la delación, la amenaza y hasta el terror, iban por dentro.

La cara externa seguía siendo: "La Obra la hacemos entre todos"; "somos los amantes de la libertad"; "el Padre se fía más de un hijo suyo que de la fe de un notario"; "somos una desorganizada organización"... Pero también por lo bajini funcionaba lo contrario: "Todo ha de pasar por la cabeza y por el corazón del Padre"; "hay que seguir siempre el conducto reglamentario"; "nuestro fin es el corporativo"; "hay que consultarlo todo"... ¿Por qué tanto empeño en mantener ese doble juego? Desde un punto de vista táctico, no dudo que pueda ser eficaz, pero nada más lejos del espíritu del Evangelio. Cara amable, noble y sensible, para seducir y captar; cara insensible y hasta terrorífica, para mantener todo bien atado. Te seducen por la vía de los ideales, de la utopía, y luego te van atrapando, atrapando hasta dejarte bien pegadita al suelo. Me costó mucho darme cuenta, y aún más convencerme de que la Obra no la hacíamos entre todos; que la casa que quería ayudar a construir ya estaba edificada, incluso habitada, y hasta tenía dueños.

Recuerdo que fue en primavera, una tarde de primavera de 1972, en Sitges. Habíamos tenido un día de convivencia con un numeroso grupo de supernumerarias y, antes de regresar a Barcelona, las tres numerarias -la directora de la casa, otra numeraria mayor y yo- que habíamos llevado la voz cantante en aquella intensa jornada, nos instalamos en un chiringuito junto al mar, para tomar un refresco y descansar un poco. La puesta de sol era fantástica e invitaba tanto a la meditación como a la comunicación profunda. No sé a cuento de qué, surgió como tema de charla el gran crecimiento de la Obra en los últimos años, y cómo el fenómeno de la masificación estaba afectando a la marcha interna de la institución, ya que las directrices que llegaban de arriba, cada vez eran más rígidas, estrictas y despersonalizadas. Yo objeté que también había cauces por los que uno podía, al menos, hacer llegar a los lugares donde se tomaban las decisiones, el humilde pero personal punto de vista.

-Bueno, te advierto -dijo la numeraria mayor-, que es mejor pasar desapercibida, ya que puedes ir con toda tu buena fe a plantear tus iniciativas y a exponer tus opiniones y, por las mismas, igual sales escaldada. No sería el primer caso, y supongo que tampoco el último.

Antes de que acabara la frase, salté de inmediato:

-Pero entonces, ¿qué ocurre, hay dueños? Es que si algún día llego a descubrir que los hay, que la Obra no la estamos haciendo entre todos sino que hay dueños, no tendré más remedio que irme, con todo el dolor de mi corazón.

-¡Ja, ja, ja! Pues si es por eso, ya te puedes ir yendo -añadió con una mezcla de sarcasmo y comprensión-. ¡Pero que ingenua sigues siendo! ¿Hasta cuándo seguirás caminando con el lirio en la mano?

Estaba ya un poco mosca con que siempre me tomaran el pelo con mi ingenuidad y exceso de idealismo, y desinflada contesté con voz muy baja:

-Necesito con toda mi alma seguir creyendo que la Obra la hacemos entre todos; que cada uno de nosotros es, y ha de seguir siendo, una individualidad que se integra y, en ningún caso una marioneta.

La directora, entonces, abundó descaradamente en el tema:

-Sí, claro que hay dueños -afirmó-. Los hay, y de hecho pueden hacer con nosotros lo que les dé la gana. Pero si, como ya hemos hablado otras veces, consigues aprender su idioma y te vas familiarizando con un cierto saber hacer, pues consigues hacerte tu hueco y que todo sea bastante llevadero.

Me estaba diciendo, con todo cinismo, que me faltaba astucia y que lo realmente inteligente era "ser sensata". No se trataba de crecer en capacidad de conocer o tener una representación ajustada del mundo, o de manejar información o de resolver problemas, sino de agrandar la facultad de dirigir el comportamiento para salir bien librado de la situación o de las situaciones. Se trataba, en definitiva, de ser práctico. ¿Conocimiento? Sí, el suficiente para capear el temporal, para conocer la proximidad del mismo y saber cambiar de rumbo, sorteado, refugiarse en el puerto. Lo demás era vulnerabilidad; esa era la única verdad.

Tuve la sensación de que me estaban quitando el suelo de debajo de los pies, cuando dije un tanto desconcertada:

-Pero si he venido a la Obra con la intención de hacerme mejor, y resulta que cuando voy tocando fondo, se me sugiere que lo que tengo que hacer es malearme; aprender a hacer el juego, convirtiéndome en una persona con más conchas y más retorcida, la verdad es que me quedo perpleja, no sé a qué atenerme. Si por mí misma llego a descubrir que lo que me decís es cierto, no tendré más remedio que huir de este enmarañado montaje.

¿Vivía yo excesivamente confiada? Parecía que sí, que el exceso de confianza era lo mío. El horizonte del mundo en el que mi yo individual estaba colocado, el curso de las cosas y el trato con mis congéneres, aparecían como algo de cuya relación no había que esperar nada malo sino todo lo contrario, siempre, en definitiva, algo bueno. Mi actitud era fundamentalmente franca y confiada en contraste con la prudente y temerosa de mis "hermanas mayores". Ellas sentían la seguridad de su yo -su instinto de conservación- amenazada por algo de lo que siempre estaban a la espera. Mientras mi postura era de apertura, calma y petición de diálogo, la suya era de alarma, ocultación y huida de todo lo que pudiera aparecer como polémico.

Esa postura temerosa y desconfiada sostenida por personas a las que consideraba maduras y humanamente equilibradas, me dio pie para pensar que cuando la confianza renuncia al examen o a la reflexión acerca del mundo que le rodea y de las personas que lo habitan, cae en la confianza ciega. Y a la persona que no llega a pensar en examinar críticamente su confianza es a la que se llama cándida o sin malicia. Eso es lo que yo era: una cándida; iba con el lirio en la mano, y mi lirio -tal y como me decían- parecía de acero inoxidable porque no se marchitaba nunca... Así me lo estaban comunicando una vez más. ¿Tenían razón? Era importante analizarlo.

En amigable discusión, todavía mantuve que ellas se pasaban de temerosas, desconfiadas y hasta suspicaces en el sentido más literal. Temor de lo imprevisible, desconfianza ante las intenciones que adivinaban en sus semejantes, y suspicaces porque siempre estaban en guardia, a la espera de que personas y acontecimientos se volvieran en contra suya. Por mi parte descubrí, de una vez por todas, la necesidad de indagar en mi candidez o infundado optimismo y recordé los inicios del famoso cuento de Voltaire: "Su fisonomía no ocultaba su alma. Tenía el juicio bastante recto y el espíritu muy simple; por esta razón, creo yo, le llamaban Cándido".

¿Estaría yo siendo así de simple, salvaje, infantil y primitiva? ¿A qué aplicaba mi sentido crítico? ¿Dónde estaba, y a qué altura, mi conciencia reflexiva? ¿Cuál era mi posición, mi actitud, ante mis vivencias? ¿Hasta qué punto estaba mi conducta dirigida por una conciencia reflexiva? ¿Estaba, en definitiva, pecando de ingenua? Tenía mucho que reflexionar sobre mí misma y estaba dispuesta a hacerlo. El trato abierto, cordial y sincero con aquellas "hermanas mayores" me ayudó, sin duda, a llevarlo a cabo.

Los 30 km de regreso a casa los hicimos en profundo silencio, mientras mi cabeza no paraba de dar vueltas a todo lo que habíamos hablado. En los seis años que llevaba siendo numeraria, había tenido ya bastantes ocasiones de comprobar que la noble ambición de aportar las luces propias en las tareas que te traías entre manos, no era especialmente bien recibida; que todo lo que sonaba un poco a renovador levantaba sospechas. También había detectado, sobre todo en los últimos tiempos, un aumento de desconfianza por parte de los superiores, hacia toda persona que tuviera un espíritu abierto y dialogante. Entonces comencé a ver con bastante nitidez que había como dos Opus: el formado por los que ejercían el mando o aspiraban a él, y el de los que no deseaban el mando o que ni tan siquiera se habían planteado el desearlo y, por tanto, estaban fuera de la fila de hacer méritos. En el primer grupo se encontraban los dueños, y los que con el tiempo también llegarían a serlo; en el segundo se encontraban, entre. los muchos que formaban la gran masa, personalidades mas individualizadas o más fuertes. Efectivamente, había dueños, y eran los del primer grupo los que controlaban a los del segundo; todo debía estar vigilado y bajo su control. Como en cualquier estado totalitario, nada quedaba a merced de la espontaneidad.

De nuevo traigo a colación el estudio de Alan Bullock. Los extractos que he seleccionado vienen a ser, salvando las distancias, un reflejo del mar de fondo que viví los dos últimos años que pertenecí a la Obra -cuando fui consciente de que allí había dueños-; ocurrían cosas francamente parecidas.

"Ninguno de los dos regímenes -estalinismo y nazismo- dejaba nada a merced de la espontaneidad. Compartían una animadversión, común y consustancial, contra cualquier individuo o grupo que actuase por iniciativa propia".

"Todas las organizaciones de masas nazis tenían el mismo objetivo: involucrar y vigilar a los camaradas, no dejarlos solos, y a ser posible, no permitir que piensen en absoluto. Prevenir que puedan llegar a tener realmente cosas en común, cualquiera que estas sean...".

"Pero, ¿de qué soy culpable? La respuesta es que a los ojos de Stalin, cualquier historia que pudiera oler a actitud independiente o cualquier expresión en la que se detectara capacidad crítica, había que extirparlas de raíz, incluso si esto significaba tener que sacrificar a alguien muy valioso" .

"¿Puede funcionar un colectivo intimidado y temeroso? Como fondo omnipresente -tanto en el estalinismo como en el nazismo- funcionaba el principio de "sufrirás el castigo si...". Pero también se movilizaban recursos para ganarse la sumisión voluntaria, con el fin de persuadir a la gente de que si cooperaba, se le ofrecerían oportunidades... Se establecía así una interacción recíproca entre el miedo, la propaganda y la organización. En la década de los treinta, Stalin confiaba más en el primero; Hitler en la segunda, y ambos ponían igual énfasis en la tercera".

Cómo te decía, salvando las distancias, el paralelismo que se puede establecer es evidente. Los dueños hacen funcionar el gigantesco aparato de forma similar.

Cuando el fin justifica los medios

En una de tus últimas cartas me cuentas que has comprobado por ti misma -has tenido ocasión de verlo en el caso de una amiga tuya-, el desprecio olímpico con que la Obra trata la los ex socios. Como poco, no se vuelve a hablar de ellos; como si nunca hubieran existido.

Efectivamente, eso ocurre en el mejor de los casos, ya que si, por ejemplo, un ex socio decide recordar que sigue vivo, y hace pública su verdad sobre por qué entró y por qué salió del Opus Dei, la respuesta con la que se encuentra no es el silencio, sino toda una organizada campaña de difamación, que tiene por finalidad el aniquilar a quien se ha atrevido a hablar. Al referirse a este tema, M. C. Tapia recuerda: "Con las personas que abandonaban la Obra, monseñor Escrivá era muy duro. Prohibía todo trato con esas numerarias y, por supuesto, no les proporcionaba jamás la menor ayuda, tanto si abandonaban el instituto como si eran dimitidas. El Opus Dei deja a la gente absolutamente en la calle. Nunca se preocupó monseñor Escrivá, ni está tan siquiera contemplado en ninguna de las dos versiones de las Constituciones del Opus Dei, de que las numerarias, o las numerarias sirvientas, tuvieran seguros sociales de trabajo, vejez o enfermedad. y como digo, tampoco está contemplada la posibilidad de ayudar a quienes salieran de Opus Dei".

Al disidente hay que verlo como enemigo, o como hereje y traidor. La imagen de un o una ex numeraria virtuosa no se puede tolerar. Se suponía que quien se iba tenía que caer inevitablemente en la anarquía moral o en algún tipo de violencia destructiva, aunque la realidad se encargue de demostrar posteriormente que en absoluto se trata de personas que vayan por la vida destilando veneno ni buscando sofisticadas venganzas. ¿Y son resentidos? Si por resentimiento se entiende la actitud propia de los débiles y decadentes, que no saben estar seguros de sí mismos si no niegan a los otros, pues no, resentidos radicales, tampoco.

Lo que ocurre, suele ocurrir, es que todo lo que huela a Opus -frases hechas, lugares comunes, anatemas, ejemplaridades-, produce cierto repelús. Y tampoco hace falta ser especialmente sensible para comprender que ver hecha añicos una visión consoladora (vocación-instalación), de momento produce hondo disgusto, profundo dolor, que si no se supera con una cierta agilidad puede trocarse en hostilidad y rencor.

A propósito de disidencias, recuerdo un hecho ocurrido en la primavera de 1971 o 1972, no recuerdo exactamente, que me causó mucho impacto. Pilarín N. y Sofía M., dos numerarias mayores -la primera de ellas histórica-, que gozaban de gran prestigio, popularidad y simpatías, se acababan de ir de la Obra. A pesar de que se habían puesto todos los medios para ocultar tan impactante suceso, fue imposible conseguir que no corriera la voz, y los ánimos agitados se palpaban en el ambiente. En medio de aquel soterrado revuelo, nos anunciaron la llegada de un veterano sacerdote -muy apreciado entre las numerarias-, que venía a dirigirnos una "improvisada" meditación. De inmediato pasamos al oratorio, se apagaron las luces y comenzó la plática.

El tema a meditar era la fidelidad; la importancia de ser fieles, perseverantes, con una entrega incondicional y total; sólo así conseguiríamos que la Obra siguiera creciendo sana y fuerte, ya que se trataba de un organismo vivo que necesitaba alimentarse y desarrollarse, y nuestra cooperación en esa tarea era fundamental. Pero no podíamos olvidar que todo organismo vivo también elimina residuos; es más, es síntoma de buena salud de todo organismo vivo el desechar, expulsar excrementos.

Con esta elemental lección de biología, la impactante cuestión de las dos disidentes quedó zanjada, sin tan siquiera tener que mencionarlas: eran residuos, excrementos, heces.

Pero si esto es una cuestión muy seria, mucho más espeluznante es el capítulo de las represalias con las que se trata de acorralar a las personas; de ir a por ellas con intención de liquidarlas.

"¿Llegarías a matar, hijo, si fuera preciso? Digo si destriparías a un hombre por defender a tu madre la Obra" [VICENTE GRACIA, En el nombre del Padre]. Son palabras terroríficas, escritas por un ex numerario, Vicente Gracia, en el libro que tituló "En el nombre del Padre", que publicó poco tiempo después de salirse del Opus. El autor no dice que se trate de una concesión o licencia literaria; una forma, más o menos rigurosa, de novelar la realidad. No, no: lo dice como si fuera así. Es impresionante. Y es que esto puede ocurrir cuando a una persona se le descarga de su conciencia individual y, en nombre del objetivo absoluto, se santifican todos los medios, incluso los más sangrientos, incluso el crimen.

Desconozco el número de historias de terror con el que la Obra puede contar en sus más de 50 años de vida; es casi imposible saberlo, por tratarse de materia super reservada. Pero a pesar del top secret, algunas de ellas sí que han salido a la luz. A mí, concretamente, me tocó vivir de cerca una, y fue la represalia que sufrió M. Angustias Moreno en 1977, con motivo de la publicación de su libro, "El Opus Dei, anexo a una historia". También he oído contar en directo a algunas ex numerarias cómo transcurrió su última etapa allí dentro; etapa en la que tuvieron que pasar por el doloroso y aniquilante proceso de los rumores, acusaciones, reclusión, llamadas al arrepentimiento y a las confesiones forzadas y, finalmente, marcha voluntaria o expulsión. Estas ex numerarias coinciden en que lo que a ellas les ocurrió no es tan infrecuente en la institución, lo que ocurre es que es muy difícil saberlo, pues a la mayoría de las que les tocó pasar por ese recorrido de checka, consiguieron reducirlas al sucumbir en alguna de las fases que he enumerado, y permanecen allí dentro sumidas en el más rotundo mutismo o como enfermas vitalicias.

El retorcido y sucio affaire de M. Angustias Moreno, no sé si lo conoces. Si te interesa, está extensamente recogido en el libro, "La otra cara del Opus Dei", escrito por la propia interesada.

De forma más o menos detallada -han pasado más de 15 años-, te puedo contar la parte de la historia en la que a mí me tocó participar.

M. Angustias -a la que no tenía el gusto de conocer-, acababa de publicar su primer libro, que ya te he mencionado, y ante el éxito inicial de ventas y lectura que estaba teniendo, los miembros de la Obra decidieron movilizarse para que el volumen fuera retirado de los escaparates de las librerías e interceptar así su venta. Al conocer el asunto, un grupo de periodistas redactamos una carta contando lo que estaba ocurriendo con intención de defender la libertad de expresión a la que todo ciudadano tiene derecho. Un considerable número de personas -casi todas ex socias-, se adhirieron al escrito con su firma, y éste fue publicado en distintos periódicos de Madrid, Barcelona y Sevilla.

La reacción no se hizo esperar, y todos los firmantes recibimos una llamada de un sacerdote del Opus Dei solicitando una entrevista. A mí me llamó don Juan García Llobet, y compareció acompañado de don Emilio Navarro Rubio -a la solicitada entrevista siempre acudieron los sacerdotes de dos en dos y con el fin de transmitir un idéntico mensaje-. El contenido de la conversación lo conservo íntegro, porque guardé copia del escrito que entregué en el despacho del ya fallecido abogado José M. Gil Robles. Para tu conocimiento, lo transcribo:

-Venimos a hablarte del tema de tu firma en la carta -comenzó diciendo G. Llobet-. Si no fuera por algo tan grave, puedes suponer que dos sacerdotes no vendríamos a hablar a una mujer. Tú seguro que has firmado con buena fe, pero desconoces la realidad que ha movido a esta persona a escribir su libro. Se trata del problema de una lesbiana, y nada más. El resto de su libelo no son más que una serie de verdades a medias, que son mentira, claro.

-Bueno, esa es su opinión -respondí-; la mía es que es una persona que ha demostrado ser muy valiente y, por supuesto, que no dice mentiras. El libro es testimonial y, por tanto, válido.

-Pero, ¿es que no te das cuenta de lo grave del caso? -insistió-, que lo importante es que, inconscientemente, estáis yendo del brazo de una lesbiana; de una mujer que tiene problemas de desviación sexual. Es que esta persona, en Molinoviejo, intentaba acostarse con las sirvientas, con las menores, para pervertirlas. Se intentó ayudarla en todo, pero sabemos que no se ha corregido y te podría contar cosas concretas.

-Gracias, se las puede ahorrar -dije entonces-. Yo he firmado una carta defendiendo la libertad de expresión, y la volvería a firmar. Lo demás -añadí-, creo que es problema de ustedes.

-Veo que no te das cuenta -su idea era constante y fija- de la gravedad de la actitud de una persona que no sabemos adónde quiere llegar.

-Si les hace tanto daño -sugerí- la buena venta del libro, que dicen ser un libelo, denúncienlo, queréllense. No sé, ustedes sabrán, que son muchos y bien preparados.

-No queremos difamar -adoctrinó-, comprende. Sólo como sacerdotes llamamos a tu conciencia para decirte lo que ocurre y así ayudarte. Deberías estar agradecida a que dos sacerdotes se desplacen para...

En el transcurso de aquella cínica y macabra visita, me impresionó constatar que los curas del Opus funcionaban como si fueran una especie de policía secreta del Estado, algo así como la Gestapo cuya misión consistía en impedir toda discusión del dogma nazi, eliminar, no importa por qué medios, a los oponentes y aun a todos los que osaban dudar de la excelencia del régimen.

El seguir escuchando me parecía excesivo. Me puse de pie, y para finalizar dije:

-Muchas gracias, pero su postura me parece del todo mezquina. Supongo que su papel es desagradable; debe ser horrible tener que obedecer a una consigna tan repulsiva. Les ruego, por favor, que acaben con este turbio asunto y que se vayan.

M. Angustias Moreno en absoluto pretendió presentar un trabajo teológico, ni sociológico. Simplemente, frente a todos los recovecos, sutilezas y rebuscamientos que nos envolvían a las mujeres del Opus, ella se atrevió, como el niño del cuento y como nadie lo había hecho hasta entonces, a mirar al rey desnudo y a decir en voz alta que lo estaba. Su libro me pareció entonces una estupenda lección que sólo una niña grande, creyente, utópica y esperanzada nos podía dar.

Después de aquella alucinante entrevista, conocí a M. Angustias Moreno. La encontré impactada por lo que estaba ocurriendo, pero serena y equilibrada. "¿Pero cómo puede todo un colectivo de sacerdotes considerar materia de obediencia la difamación y la injuria?"-se preguntaba, y nos preguntábamos-. Ella puso tan sucio affaire en manos de la justicia, y consiguió que la Obra se retractase de todo lo dicho por boca de los sacerdotes.

M. del Carmen Tapia, al referirse al escalofriante tema de las revanchas, afirma: "El Opus Dei no es un contrincante limpio. Si bien es cierto que monseñor Escrivá repetía a todos sus miembros y conocidos que "debemos ahogar el mal en sobreabundancia de bien", no es menos verdadero que el Opus Dei, como forma de ataque, utiliza la represalia. Y que en sus críticas, para lograr algunos de sus fines e incluso como defensa propia, ataca, utilizando la calumnia, que, dada su obsesión, es siempre acerca de la conducta sexual."

Y Tapia no habla de oídas, ya que ella misma ha sido víctima de casi todas las persecuciones posibles. Su último año como numeraria del Opus Dei lo pasó secuestrada; fue recluida y psicológicamente torturada hasta el momento de su expulsión. Una vez fuera de la institución, la vituperaron ante la Iglesia católica, hasta el punto de que ésta no la consideró digna de ser testigo válido en el proceso de beatificación de monseñor Escrivá.

Cuando leemos informes sobre lo que fue la checka rusa, o lo que supusieron las SS en la Alemania de Hitler, y si nos vamos un poco más atrás en la Historia, la Inquisición, se nos ponen los pelos de punta y la carne de gallina. Lo que esta persona cuenta que pasó aquel negro año 1965-1966, y que recoge en su autobiografía, no es para menos. Para que te hagas una idea, te lo cuento, muy resumido pero respetando su texto.

M. del Carmen Tapia estaba destinada como superiora mayor en Caracas (Venezuela), cuando un buen día le anunciaron que había llegado una nota de Roma en la que se decía que acudiera allí cuanto antes. A ella el aviso le pareció raro -por atípico-, pero como no consiguió que nadie le aclarara nada más, preparó sus cosas, y cuatro días después de recibir el aviso aterrizaba en Roma. Era el mes de octubre de 1965.

"Pasaron dos semanas y nadie me explicaba la razón de mi estancia en Roma -cuenta Tapia-. Me hacían ver en mi confidencia y en mi confesión que yo había hecho cosas terribles en Venezuela, dándome a entender que contra el Padre y contra el espíritu de la Obra, pero cuando preguntaba y pedía que me las concretasen para poderme corregir y arrepentirme de ellas, la única respuesta que recibía es que cómo era posible que no me diera cuenta. Y de ahí nadie salía ni me concretaba más."

En el mes de noviembre, el Padre la llamó para hacerle la primera admonición canónica, advirtiéndole que a la próxima se iba a la calle.

"A partir de ese día de noviembre de 1965 hasta el mes de marzo de 1966 -dice la afectada-, me tuvieron totalmente incomunicada de todo contacto exterior, con prohibición absoluta de salir a la calle bajo ningún concepto, así como tampoco recibir o hacer llamadas telefónicas, ni escribir o recibir cartas... Estaba presa".

Los motivos de aquella primera admonición fueron: que había murmurado de los escritos del Padre, que había tenido la osadía de ponerlos en cuarentena; que estaba apegadísima a Venezuela; que tenía soberbia diabólica, porque la gente la había llegado a querer tanto en Venezuela que se detenía en ella y no iba a la Obra; que hacía daño y sombra a la Obra; que tenía, por tanto, que cortar todo trato con ese país.

"Pensaba que era injusto conmigo -comenta Tapia-, porque, dado el caso de que yo hubiera sido tan "mala", lo primero que necesitaba conocer para poder arrepentirme eran mis faltas o pecados concretos. Todo lo dejaban en el aire y eso era una tortura. Pedí una y otra vez ejemplos concretos y nunca me los dieron. Me hacían acusaciones fuertes, pero generales."

La lectura que personalmente hago de este tremebundo affaire de M. del Carmen Tapia es que Escrivá quería a su "hija" M. del Carmen sometida, no en ruinas. Pero, eso sí, en caso de que no se sometiera, era preciso destruirla, o mejor, conseguir que ella misma se autodestruyera; función que las superdirectoras M. Kücking y M. Morado parecían conocer a la perfección.

A mediados de aquel mismo año, recibió de boca del Padre la segunda admonición. El motivo era que había tenido noticia de que, a pesar de la tajante prohibición, había escrito a una numeraria de Venezuela y, además, había abierto un apartado de correos para recibir correspondencia.

-Tras de aquello -cuenta la interfecta- vinieron los interrogatorios constantes de Mercedes Morado y de Marlies Kücking (las dos top superioras mayores), varias veces al día y por espacio de horas. Uno detrás de otro. No me dejaban respiro. No sé qué querían que les confesara de mi estancia en Venezuela. Por la manera de preguntar me daba la impresión de que, aunque sin decirlo, se referían a algo de tipo sexual. Al no remorderme la conciencia por algo que no sabía qué era, sus preguntas me resultaban incomprensibles.

El 27 de mayo la volvieron a llamar a la sala de reuniones de la Asesoría Central y el Padre le hizo la tercera admonición. Le comunicó que no tenía .más salida que la calle y le dio a escoger: a la calle pidiendo ella la dimisión, o, de lo contrario, pondría el tema en manos de la Santa Sede con documentos, cartas y declaraciones juradas. Le daba de plazo para elegir hasta las doce del día siguiente.

Esa misma tarde escribió su carta de dimisión, diciendo adiós a la Obra después de 18 años de militancia. Monseñor Escrivá la despidió entre tremendos insultos y amenazándola con que si contaba algo de lo que había ocurrido o hacía algún comentario peyorativo de la Obra, él en persona se encargaría de deshonrada públicamente, ya que tenía la prensa mundial en sus manos.

El proceso de M. del Carmen Tapia me lleva a pensar que J. P. Sartre está cargado de razón cuando en su "Crítica de la razón dialéctica" establece la fórmula terror-fraternidad. Según él, la violencia viene exigida desde dentro de todo grupo humano: "Es la ligazón de las libertades activas" -dice-. El grupo se hace y se recompone, se "totaliza" sin cesar en función de los objetivos que deben ser alcanzados. La acción concurrente de todos es indispensable: toda secesión debe impedirse. La violencia se constituye como estructura difusa del grupo. La libertad común se violenta para seguir siendo común y el terror se convierte en la obligación de la fraternidad. El juramento, implícito o explícito, constituye la materialización del terror: jurar es exigir que se me mate si hago secesión. "Somos hermanos -continúa Sartre- en cuanto que después del acto del juramento nos convertimos en nuestros propios hijos." El terror-fraternidad es el derecho de todos a través de cada uno sobre cada uno. La cólera y la violencia son vividas al propio tiempo como terror ejercido sobre el traidor y como fraternidad entre los "linchadores". El grupo de fusión se transforma así en grupo de coacción.

M. del Carmen Tapia, con su actitud de toma de decisiones por su cuenta y riesgo, de cierta postura crítica ante algunos escritos del Padre, de excesivo trato de tú a tú con determinados sacerdotes, estaba rompiendo la sagrada unidad. La reacción, por tanto, no se hizo esperar: fue fulminante. Mercedes Morado -como super directora-, se encargó de decir adiós en nombre de la institución a la numeraria procesada, recordándole que no se olvidara de que se iba en pecado mortal. Finalmente, el sacerdote, en el confesionario -después de la tercera admonición le dijo que, quisiera o no, tenía que confesarse-, le insistió en que había hecho un daño cuyo alcance no podía ni prever. Que el choque psicológico que iba a tener al salir del Opus Dei sería gigantesco y que esperaba que se pusiera en manos de un buen psiquiatra. Que Dios la perdonaba porque era Dios de misericordia y de perdón, pero él, como sacerdote del Opus Dei, decía que tendría que llevar hasta el fin de sus días una vida de penitencia, de reparación y de oración, si quería que Dios le concediera más tarde la salvación de su alma, cosa que él, como sacerdote, veía muy dudosa.

Coacciones morales y abusos de poder: se abusa de la obediencia religiosa requerida del súbdito; también hay abuso de poder cuando continúan caminando por la vía abierta por la Inquisición medieval (empleo prioritario de los medios de coacción y de violencia, sobre todo psicológica).

Me produce vértigo comprobar la frialdad con que se puede destruir a una persona. Porque de una humillación tan terrible es difícil recuperarse del todo, por más que el sujeto afectado recubra su corazón de una costra de escepticismo, sentido común y valentía. Vértigo también me produce el pensar que, en ese mismo año 1966, mientras la cúpula del Opus Dei estaba destruyendo a una de sus "históricas", yo entregaba mi vida en la misma institución, ilusionada y convencida de que, con fe y esperanza, íbamos a poner amor en todas las actividades humanas.

"Haremos del mundo una balsa de aceite" -me animaba el sacerdote en el confesionario por aquel entonces-. ¡Y qué lejos estaba yo de sospechar que también podía tratarse de aceite hirviendo!

No puede producir más que espanto el que seres humanos hayan ordenado ejecutar a otros ya fuera en el circo, en la cámara de gas, en la hoguera de la Inquisición o ejerciendo la coacción y la tortura moral y psicológica (no sólo trataban de destrozarla sino que también era preciso desacreditarla) sin que en ningún momento sufrieran sus conciencias. Es más: actuando de acuerdo a ellas.

Resulta sobrecogedor el poco valor que tiene la vida humana cuando está en juego la defensa de las convicciones de un colectivo. Sí, es sobrecogedor cómo en tal caso se arma de razones el brazo del verdugo.

Al releer el "culebrón" del secuestro de M. del Carmen Tapia -las presiones y torturas psicológicas a las que fue sometida-, y al pensar que este caso no debe haber sido el único, me vienen a la memoria las palabras de Dostoievski en su obra, "Recuerdos de la casa de los muertos":

"Cualquiera que haya experimentado el poder, la facultad absoluta de poder humillar a otro ser humano... de infligirle la humillación más extrema, perderá, de grado o por fuerza, el control sobre sus propias sensaciones. La tiranía es un hábito, lleva en su seno la capacidad de desarrollarse y evoluciona finalmente hasta la enfermedad... La sangre y el poder resultan intoxicantes... El ser humano y el ciudadano mueren para siempre dentro del tirano; la vuelta a la humanidad, el arrepentimiento y la regeneración se hacen prácticamente imposible."

El testimonio es fundamental, es lo único que se me ocurre añadir. El cristiano tiene la obligación de profundizar en las relaciones morales existentes entre el fin y los medios. No puede aceptar cualquier método ni dejarse llevar por el solo criterio de la eficacia. Una vez más es preciso recordar que para un cristiano el fin no justifica los medios; un fin espiritual no puede necesitar ontológicamente ni legitimar moralmente los medios que serían esencialmente antiespirituales.

Tribunal especial para castigar la "herejía"

La lectura de mi última carta te dejó impresionada, hasta el punto de que por la noche no podías conciliar el sueño. Me cuentas que tuviste pesadillas en las que aparecían y desaparecían los cuadros de Goya de los encapuchados, la hoguera de la Inquisición, los acusados con sus sambenitos compareciendo ante el Santo Tribunal; y los fantasmas, el dolor, la crispación.

De rigideces, condenas, dogmatismos e inquisición la historia de la Iglesia está llena. Si para muestra vale un botón, podemos recordar la historia de Galileo, seguidor de la astronomía copernicana que enseñó a los hombres que la Tierra, lejos de constituir el centro del Universo, era un planeta de tantos. Llegó a Roma, lleno de euforia, decidido a convertir a la Corte pontificia, pero el choque fue inevitable.

Galileo es el primero de los científicos modernos en el sentido más real de la palabra. En sus trabajos los hechos se obtienen por observación o experimentación y se los acepta como son, con todas sus consecuencias inmediatas e inevitables. En 1616 el papado impuso a Galileo el silencio, descalificando, a través del Santo Oficio y por boca del cardenal Belarmino, la teoría de Copérnico, su maestro. En 1620, el cardenal Gaetani revisó los trabajos y sólo introdujo algunos cambios sin importancia, y hasta 1822 el papado no dio oficialmente disco verde al Sol para convertirse en centro del sistema planetario.

No me parece, por tanto, extraña la asociación que has hecho mientras maldormías, pues está claro que la Obra también cuenta con su tribunal especial; su inquisición para garantizar la llamada "unidad" y castigar la "herejía". Y en el Opus es herejía cualquier cosa que parezca atentar al dogma interno, y dogma interno es todo aquello que el Padre haya escrito, dicho o simplemente insinuado.

En la obra de Nicolau Eymerich, Inquisidor General de Aragón, publicada hace más de cinco siglos, ya se dan instrucciones sobre cómo deben llevarse a cabo los interrogatorios a los sospechosos de herejía, y es increíble el parecido que tienen con las que el Opus sigue en los tiempos que corremos. Eymerich propone a los inquisidores una serie de medidas, hábiles y preparadas, para hacer que los herejes caigan en confesión: "Lo primero los apremiará con repetidas preguntas a que responsan sin ambages y categóricamente a las cuestiones que les hicieren [...] Lo segundo, si presumiere el inquisidor que está resuelto el reo aprehendido a no declarar su delito, le hablará con blandura, dándole a entender que ya lo sabe todo. [...]

Sabiendo que una de las máximas angustias del prisionero es no saber cuánto durará la cárcel, Eymerich aconsejó mantener el suspenso sobre el tema. [...] Lo cuarto consiste en insistir una y otra vez a las preguntas sin dejarle respirar. [...] Si sigue negativo el reo, multiplicará el inquisidor interrogatorios y preguntas, y entonces o confesará aquél, o variará en sus preguntas. [...] En la sexta treta, el inquisidor prometerá al reo el perdón, sabiendo que no lo va a cumplir, pero amparándose en el argumento de que "todo es perdón, y las penitencias son favores y remedios"". Todo vale para obtener la confesión que es el principal objetivo del interrogador.

En los tiempos en que actuaba el Santo Tribunal, los hijos tenían obligación de denunciar a sus padres, y el marido o la esposa a su pareja, en cuanto notaran algo sospechoso, y si no lo hacían, incurrían en la pena de excomunión. El Tribunal procedía con angustioso sigilo; la acusación debía hacerse en secreto, y el que comunicara al inculpado las acusaciones que había contra él, se hacía acreedor de un grave castigo. El inculpado, si negaba o persistía en su error, era torturado. En todas partes, desde la oscuridad y el secreto que rodeaba su poder, el Santo Oficio acechaba y podía causar la perdición y la ruina de cualquiera. Por eso todos los ciudadanos debían disimular lo que sentían, y lo que llevaban en el corazón sólo podían decido a los más íntimos, y muy en susurros.

De nuevo me produce vértigo el mero hecho de recordar que, sin saberlo, he vivido bajo las características de un Santo Tribunal. Bueno, mi ignorancia de que existiera una inquisición interna y oculta, sólo fue total en mis tiempos de seducción, adoctrinamiento y exaltación. Más tarde, en los tiempos de lucidez, desengaño y ruptura, veía muchas cosas que me dejaban perpleja, pero las asociaba más con formas de actuar propias de las dictaduras recientes, como era el nazismo, y hasta el propio franquismo. Tampoco iba tan descaminada, ya que todos estos sistemas absolutos tienen en común el ser implacables en la defensa de su llamado "espíritu"; coinciden plenamente en que el fin justifica los medios; amenazan con la tortura y la expulsión a los críticos; fomentan el estado policial, etcétera.

Alan Bullock destaca en las biografías de Hitler y Stalin: "Aquellos que tuvieron que trabajar cerca de Stalin pronto se dieron cuenta de que cualquiera que se atreviera a poner en tela de juicio su versión de los hechos, o que incluso pasase por alto el afirmar que creía en ella, podía pagarlo con su vida. En la purga de la década de los treinta fueron muchos los "borrados del mapa"".

"Para satisfacer a Stalin, aquellos que eran acusados tenían que condenarse a sí mismos con sus propias palabras. Al lograr que el acusado se acusara a sí mismo de delito de alta traición, proporcionaba a Stalin pruebas convincentes de los cargos imputados y, al mismo tiempo, daba satisfacción a sus propias necesidades psicopatológicas" .

"Ante la amenaza de expulsión del partido, muchos se daban cuenta de que su vida carecía de significado fuera del mismo, por lo que, con el fin de volver a sus filas, se mostraban dispuestos a renunciar a su propia personalidad y a declarar que lo blanco era negro y lo negro, blanco, si es que el partido así lo pedía" .

"El instinto de volver la cara, en la esperanza de pasar inadvertido, se veía reforzado por el miedo a los delatores, lo que hacía que todos tuviesen temor de hablar".

Ante el panorama expuesto, yo me pregunto lo que muchos cristianos de a pie se preguntarían: ¿es que puede haber casos en los que el fin justifique los medios, todos los medios, cualquier medio?

No, el fin no justifica los medios. Si miramos con los ojos de la buena fe, podemos advertir con claridad suficiente que los medios definen los fines. Por ejemplo, si se pretende establecer la igualdad mediante un aumento de la desigualdad, uno acabará imponiendo la desigualdad; si se pretende alcanzar la libertad aplicando el terror colectivo, el resultado será el terror colectivo; si se pretende luchar por una sociedad justa mediante el miedo y la represión, se logrará imponer el miedo y la represión, en vez de la fraternidad universal.

Si el fin justifica los medios, los valores se pervierten. ¿Puede alguien, con sinceridad, llegar a pensar que para que triunfe la virtud es necesario el terror? M. Robespierre, en tiempos de la Revolución francesa, se lo planteó hasta llegar a descubrir que el terror era muy útil. "No hay virtud sin terror" -se dijo-. Y lo aplicó con conciencia tranquila: el fin justifica los medios.

Pero lo que en realidad ocurrió es que el terror actuó y la virtud se esfumó. Sólo le quedó el poder de seguir aplicando el terror.

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