Reconstrucción/Crisis de vocación

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RECONSTRUCCIÓN
(18 años en el Opus Dei)

CRISIS DE VOCACIÓN


Cuándo antes he señalado al trabajo de alistamiento de nuevas vocaciones para el Opus Dei, he tocado un tema que ahora, después de muchos años, me parece percibir como la cosa más inmoral de todo aquel sistema: el proselitismo incansable que persigue -por la táctica de hacer creer que la voluntad de Dios se manifiesta a través de la voluntad de los que pertenecen a la organización-, implicar y captar al mayor número posible de personas, olvidándose y pasando por alto las circunstancias personales, las necesidades familiares o las aptitudes o el carácter. Sólo experiencias sexuales anteriores o una forma de ser demasiada insulsa y ningún atractivo personal puede librar de caer en las redes, a la persona objeto de nuestras persecuciones proselitistas (hablo respecto a las mujeres porque en el Opus Dei existe una rígida separación entre la parte femenina y masculina de la asociación). Yo creía en lo que hacía, y por lo tanto lo hacía con pasión, sin ahorrar horas de sueño, ni viajes, ofreciendo las penitencias más pintorescas y todo lo que la imaginación y el entusiasmo me sugerían para lograr vocaciones.

Pero, incluso haciéndolo con entusiasmo, no tenía siempre paz dentro de mí: se alternaron momentos de depresión, -que entonces no fui capaz de reconocer como tales-, y crisis terribles de escrúpulos, que si hubiera estado más segura de mí misma, hubiera sido capaz de interpretarlas como señales que mi cuerpo y mi psique me enviaban una alarma, y me habrían puesto sobre el aviso acerca del hecho de que las cosas no iban tan bien como yo pretendía.

Cuando miro atrás en mis recuerdos, creo recordar la primera vez que experimenté la sensación de la angustia de la depresión, ese malestar del alma y del cuerpo que crecía dentro de mí hasta devastarme y que se volvió, por muchos años, el compañero de mi existencia. Fue alrededor de un año y medio después de pedir la admisión en la obra.

Todavía no había empezado a hacer vida de familia en un centro. En mi primer curso anual, el verano anterior, experimenté la convivencia durante unos 20 días sin que transcurrieran incidentes a destacar. En Semana Santa, me encontré de nuevo entre gente de la obra en la convivencia de Pascua, una ocasión en la que miembros de la obra y simpatizante de todo el mundo se reúnen en Roma por un acontecimiento que, para el exterior, aparece como un mega congreso universitario, pero que en realidad tiene como objetivo principal provocar la crisis vocacional en las personas más dispuestas o influenciables. En aquellos días todos los aspectos de la vida del Opus Dei se vivían, si fuera posible, con tintes aún más cargados de lo usual: los encuentros con el Fundador, con todo lo que esas tertulias llevaron consigo de adhesión incondicional a cada palabra que pronunció, de demostración exagerada de cariño, de alegría, de la preparación de cada intervención (preguntas que se le hacían al Fundador) para evitar todo lo improcedente o negativo; la preocupación y el empeño para que nuestras amigas se decidieran a pedir la admisión en la obra o se convirtieran al catolicismo. Además cada una de nosotras tenía que hacer un esfuerzo aún mayor para vivir, además del plan de vida habitual, un apostolado más cerrado y constante con las amigas de las que era responsable sin olvidar las prácticas de mortificación y penitencia habituales en medio de las condiciones nada fáciles de un tour turístico.

Además de los encuentros con el Fundador, aquellos días se establecieron visitas guiadas a las casas centrales de la organización -villa Sachetti y Villa de la Rose - tertulias con las directoras centrales que se basaron exclusivamente sobre el Padre y sobre el apostolado en los distintos países del mundo, visitas a basílicas y a las catacumbas romanas, los oficios de la Semana Santa celebrados de modo solemne y en las formas litúrgicas más ortodoxas y, por tanto, más prolongadas. Psicológicamente, nos encontrábamos en un ambiente de gran tensión interior por las posibles vocaciones: la preparación de la pregunta, quizás decisiva para el sí definitivo, que una amiga debía dirigirle al Padre en la próxima tertulia con él, el coloquio prolongado y a menudo nocturno -ya que durante el día había demasiados encargos y actividades que dificultaban la conversación privada- con la chica con crisis de vocación, la espera a ser invitadas a participar en los oficios de Villa Sachetti -una de las señales más grandes de distinción para las numerarias-...

Probablemente fue por la presión a que fui sometida por todos estos factores que, a pesar del placer que me suponía encontrarme lejos e independiente de mis padres, de no tener que pedir continuamente permiso para salir o para verme con alguien, el poder rezar y hacer apostolado a mi gusto, en algún momento me encontré extraviada: con la sensación de una gran soledad, presa de un malestar interior que no entendía y que se manifestó físicamente haciéndome sentir amargada, confusa, como decepcionada por algo indefinido, atascada y ralentizada en mis movimientos, infeliz sin un porqué concreto.

Gracias a la educación familiar recibida, que veía en la fuerza de voluntad la panacea para todos los males, reaccioné a aquellas sensaciones y me las quité de encima con relativa facilidad volviendo a meterme de lleno en lo que estaba convencida de que era mi sueño realizado: ser del Opus Dei, saberme hija de Dios y haber sido llamada a entregar toda mi vida para salvar almas.

Desde aquel día, aquel extraño estado de ánimo volvió de vez en cuando, esporádicamente, a asomarse dentro de mí. En un primer momento pensé que dependía de los altibajos fisiológicos de la vida de cada uno. En los años del Centro de Estudios lo atribuí a la fatiga por compaginar al mismo tiempo el bachillerato con el esfuerzo de la formación intensa de aquel curso y en general a las condiciones exigentes y muy duras de la obra. Me pareció que el encontrar la causa sería suficiente para justificar ese malestar tan desagradable, sin sospechar nunca que pudiera ser la señal de que había algo que no iba bien a un nivel más profundo y más grave. Al final, me acostumbré a pensar que era normal encontrarme combatiendo periódicamente una molestia que se presentó con el transcurrir de los años de una forma cada vez más pesada, más dura y frecuente.

Toda la formación que recibí en el curso de los años y que fue reforzada diaria, semanal, mensual y anualmente por los más variados medios de formación, me enseñó que la santidad pedía lucha y esfuerzo, que la naturaleza humana quería rebelarse, y por tanto interpreté mis dificultades interiores, mis bajones y mis cambios de humor, al peso que advertía cada mañana cuando me despertaba y tomaba conciencia de mí. A la luz de los tratados de ascética, empecé a pensar que me encontraba en la noche oscura descrita por santa Teresa de Ávila y por san Juan de la Cruz.

Vivía con deseo y rechazo al mismo tiempo la charla semanal de dirección espiritual: por una parte sentía un deseo urgente y de diálogo íntimo realmente espontáneo y sin reservas con un ser humano. Con las amigas que trataba con fines apostólicos y proselitistas no habría sido de "buen espíritu" tener confidencias personales si no en la medida en que mis posibles gestos de confianza tuvieran el fin de atraerlas. Estaba censurado y considerado como de pésimo mal espíritu, contar dificultades, dudas, insatisfacciones, temores o nostalgias a alguien que no fuera la directora impuesta. Estaba censurado también que habláramos de esto en nuestro centro: que habláramos entre nosotras mismas, -con otra numeraria que no fuera mi directora espiritual-. Cada pensamiento de este tipo había que catalogarlo como tentación y por tanto descartarlo lo más pronto posible, informar de él en la próxima dirección espiritual, pero también allí sin buscar entender ni que me entendieran, sólo las palabras necesarias para pedir perdón y pasar a otra cosa.

Con las otras asociadas las censuras aún eran más tajantes: los argumentos y las confianzas personales eran tabú fuera de la charla de la dirección espiritual porque, entre nosotras ya miembros de la Obra, no teníamos la excusa de decir que estábamos haciendo apostolado.

Los consejos que recibía en las charlas de dirección espiritual me decepcionaban intensamente y me dejaban con una insatisfacción cada vez más profunda. Además, obedecer también supone en la Obra hacer la charla con quien te digan, no con quien tú elijas, así que tenía que sincerarme con personas que en algunas ocasiones me resultaban antipáticas y repelentes. Eso era también un esfuerzo añadido porque ese sentimiento tan natural y tan elemental de que una persona te inspire más confianza que otra, no está admitido en la obra.

Nadie advertía mi problema ni sabía encauzar mis sentimientos o sensaciones. Mi rigidez mental y mi esmero, como ya he contado, me obligaban a hablar en estas charlas abriéndome completamente, sin permitirme la mínima reserva mental o el mínimo atisbo de discreción. Por otro lado, quién me escuchó no se tomó con demasiada seriedad mis dificultades interiores y exteriores y hasta tuve la sensación que minimizaba o veía como un fastidio mis interpretaciones místicas antes las dificultades que sentía.

De este modo siguió creciendo mi ignorancia y mi incapacidad para poner remedio a mi malestar interior: sentía que la parte más íntima de mí se estaba desmoronando ruinosamente, pero no tuve ni las palabras ni las categorías mentales para hablar de ello ni para conseguir la ayuda de que necesitaba. A pesar de eso, confiándome en lo que siempre me enseñaron, y que yo había enseñado a las demás, seguí creyendo con confianza en el valor de la sinceridad, de la humildad y en el amor de la obra hacia mí: "Habla, y se solucionará cada dificultad interior"... "Abrid completamente vuestras almas al buen Pastor, si queréis perseverar"..."El buen Pastor (el Padre, las directoras en su nombre) toma sobre sus hombros a la oveja que está perdida"... "En la obra existe toda la farmacopea necesaria"...

Yo hablaba, siempre con mayor dificultad y cada vez más a contrapelo y desorientada y no lograba recibir las respuestas adecuadas, ni orientaciones precisas ni diagnósticos para saber cómo actuar. La vida en la obra, que quise durante años, empezó a disgustarme. Mi "buen espíritu" todavía se negaba a sumar dos más dos, a conectar las causas con los efectos, a remontar la saturación a la que había llegado por aquel estilo de vida tan poco auténtico, tan contra natura, tan inhumano y por lo tanto, tan poco sobrenatural.

Inicialmente pensé que Dios me enviaba esa insatisfacción porque quería de mí una entrega más profunda. En algunos momentos incluso pensé en pedir ser numeraria auxiliar: ocultación total, olvido, abnegación en una vida de humildad y sumisión radicales. Pero no había oído nunca que se hubiera permitido una cosa parecida y el sexto sentido que ya había adquirido con respecto de los criterios de la obra me sugirió abandonar la idea porque no era una posibilidad real.

Ya me daba cuenta de que sentía repulsa por las excesivas manifestaciones de filiación al Padre; me chocaban las demostraciones explícitas de cariño y sumisión que a las demás les parecían totalmente normales. Me cansaban ver con mucha frecuencia las proyecciones de los tertulias multitudinarias de varios países con el Fundador o con el Prelado de la época. Me sentía incapaz de participar en la organización de los encuentros que don Álvaro tuvo en Italia con muchos grupos de personas de la obra y con nuestras amigas. Los preparativos minuciosos y llenos de detalles de cariño y respeto superlativo, la preparación selectiva de las preguntas que las chicas tenían que dirigir al Prelado, la alegría exagerada y con alguna punto de histeria que estos encuentros despertaban en la mayor parte de las otras asociadas despertó en mí una creciente reacción de intolerancia, de rechazo y de crítica.

Empecé a sentir alergia por las palabras estereotipadas y frases hechas que en la obra se usan continuamente, a propósito o sin él, para indicar cada manifestación de "buen espíritu". Comencé a intuir que, como miembro de la obra, era víctima de una manipulación semántica. Por un lado se dice "nosotros no pedimos permiso" pero consultamos todo con las directoras; "aquí no se dan órdenes: todo se pide con un por favor" y al mismo tiempo la obediencia debe ser ciega y rápida y rindiendo el juicio propio; "no tenemos que dar cuenta de nuestros desplazamientos" pero antes de salir del centro vamos al despacho de la directora para decirle dónde vamos, con quién y a qué y dónde nos pueden localizar"; "no disponemos de dinero" pero se hace caja; Y así podría poner miles de ejemplos. Siendo -en teoría- libres de vestirnos como quisiéramos, cada adquisición de vestuario era supervisada por una segunda numeraria que acompaña siempre a la que tiene que comprarse algo para dar el visto bueno; "se vive el "dulce precepto" -se alude así al cuarto mandamiento- rezando por nuestras familias de sangre, pero sin poderte implicar nunca en sus necesidades ni en sus situaciones. La cosa más inocente del mundo, como felicitar por teléfono a un pariente o tomar una aspirina para que se te pase el dolor de cabeza, si no se le pidió autorización a la directora y fue aprobado por ella, se convertía en un acto de soberbia y en una pequeña falta de "buen espíritu".

De esta manera, también en vocaciones consolidadas y probadas, se fomentaban comportamientos que en otras instituciones de la Iglesia se ponían en ridículo al enseñarnos que, por ejemplo, las novicias eran excesivamente escrupulosas. En lugar de dar doctrina y luego dejar volar a las personas con alas de libertad y de amor, haciéndoles adquirir autonomía sin entrometerse en sus elecciones más insignificantes, las directoras estaban empujadas continuamente a difundir indicaciones concretas sobre detalles nimios. Así la numeraria ejemplar acaba siendo una campeona en ir contracorriente en el entorno externo a la obra, pero no se atrevería nunca a ir contracorriente dentro de ella, tampoco sobre los aspectos que a lo mejor en un principio, la "descolocan" o sobre otros muchos muy discutibles y que al final se acaban aceptando.

A pesar de la calidad humana y sobre todo intelectual de mucha gente de la obra, al repetirse el mecanismo de la utilización semántica (el doble lenguaje) hace que se pierda el contacto con la verdadera naturaleza de las mismas acciones, impidiendo sobre todo la capacidad de comprender lo que se está realmente haciendo. Y luego, con la repetición y el automatismo se llega a perder la noción de responsabilidad y se la hace una cosa concreta llamándola con el nombre exactamente opuesto. Análogamente, se acaba viviendo un infantilismo humano y sobrenatural, que lleva a simplificar la realidad, adoptándose además una actitud de arrogancia, de superioridad y de ausencia de dudas.

Empezaron a despertarse dentro de mí las primeras rebeliones contra las indicaciones continuas y minuciosas que concernían a cada comportamiento y a cada juicio que teníamos que tener como miembros de la obra. Fueron los primeros años después de la muerte del Fundador, y, creo que, el Prelado de la época, don Álvaro del Portillo, tenía miedo que la obra perdiera el "buen espíritu" originario. Así, basándose en una elemental ley de balística, disparó más alto y empezó a mandar indicaciones todavía más estrechas y severas de las ya muy rígidas, que regulaban la obra hasta a entonces.

Mi malestar y mi insatisfacción siguieron creciendo. Hablaba, pero no me entendían y hasta el final no fui relevada de mis encargos y de mis responsabilidades. Mi emotividad siempre me fue difícil de gestionar desde los años de la infancia: aunque normalmente era una persona jovial y positiva, cuando me asaltaban las ganas de llorar no podía retenerme ni disimularlo, fuera cual fuera el contexto donde me encontrara; y me venían cada vez más a menudo la necesidad de llorar, de manera cada vez más incontenible e irrefrenable, incluso cuando me encontraba en público. Este comportamiento me empeoró drásticamente, y ya no pude con él. Me asaltó un creciente sentido de repulsa hacia mi trabajo de todos los días. El espíritu crítico, un campo de lucha interior siempre a enterrar para un miembro de la obra y por la enorme cantidad de pretextos que pudieron suscitarlo, casi se volvió constante.

La tristeza acabó convirtiéndose en la compañera principal de mis días, y ya no logré aceptar y ni tolerar todas las reglas que hasta a entonces habían marcado mi vida y no logré participar de manera activa y voluntariosa, como siempre hice, en los momentos de formación y ejercicios espirituales.

Al principio del verano de 1985 esta situación estalló y no se pudo ignorar más: me trataron, durante el curso de formación anual, con mayor respeto, me permitieron -dado que también las horas de sueño están reguladas rígidamente- dormir más, fui exonerada de algunas de las actividades de formación importantes, pero siguieron atormentándome con otras tonterías, entre las que recuerdo con particular sufrimiento una corrección fraterna que me hicieron porque "no cantaba con las demás en las excursiones y en las tertulias"... Este reproche se me quedó grabado por la enorme rebelión que me provocó, pero sólo después de muchos años he comprendido que no me revelé solamente contra una mortificación gratuita que pudieron hacerme, sino que fue el principio de una rebelión total. ¿Cómo iba a cantar si toda mi vida afectiva estaba paralizada por el esfuerzo de controlarla durante años, si mis sentimientos y convicciones no eran míos sino que me habían sido impuestos desde el exterior, sin que yo ni las personas que se comprometieron delante de Dios sobre la responsabilidad de mi alma ni siquiera nos había rozado la duda de que no fueran auténticos?. Sin que yo lo supiera, dentro de mí fueron madurando los anticuerpos que ahora comenzaban, con gran esfuerzo, a rechazar todo aquel sistema de vida que no fue nunca mío y que ahora estaba descubriendo la verdad, después de tanto sufrimiento.

A la vuelta de esas vacaciones de verano, a pesar de que también había tomado algún fármaco antidepresivo prescrito por una numeraria neuropsiquiatra, no me encontré mejor. Fui exonerada hasta diciembre de la mayor parte de mis obligaciones, salvo aquellas en las que mi presencia era necesaria para hacer jurídicamente válidos los actos de gobierno. Hacia Navidad, viendo que no salía adelante y que ya supimos claramente que se trataba de una depresión, me dijeron que habían decidido mandarme a España, a Pamplona, donde el Opus Dei tiene la universidad de Navarra y la clínica universitaria. Fui acompañada en aquel viaje, que tampoco era capaz de hacerlo sola, de una numeraria de mi centro. Cuando ésta, después de un par de días, tuvo que partir, le dije que no quería quedarme allí dónde me sentía aislada en un entorno de personas desconocidas, pero me trató con una dureza y con una impaciencia que todavía recuerdo con angustia.

En Pamplona no fui hospitalizada en la clínica: vivía en un pequeño centro que existía a propósito para alojar a las numerarias que venían de todo el mundo por problemas de salud. Por la mañana iba a echar una mano en las tareas domésticas a una residencia universitaria algo lejana, y por la tarde, dos o tres veces la semana, iba a hacer terapia psiquiátrica en la clínica universitaria. Me hicieron una montaña de análisis, y empecé a tomar psicofármacos que probablemente aumentaron mis molestias, pero de los que indudablemente no habría podido prescindir de ellos, dada la importancia que alcanzaron mis síntomas depresivos. Una persona exuberante y llena de recursos como yo, que había viajado infinitas veces al extranjero acompañando a grupos de chicas de sólo doce, trece años, ingeniándomelas entre documentos, lenguas extranjeras, horarios y retrasos y la indisciplina del grupo correspondiente a aquellas edades, estaba reducida a ser prisionera de tantas formas de ansiedad que subir ahora a un autobús o a un tren sola, se convirtió en una empresa atormentadora.


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