Querer en abstracto que la Obra cambie y en concreto que no se acerquen los míos

Por Tasio, 25.04.2016


Mi historia personal en la Obra fue breve, de los 16 a los 23. Hoy casi han transcurrido 20 años desde que lo dejé y curiosamente sus recuerdos son vívidos, casi materializables. La gente que conocí, las casas en las que viví, las actividades en las que participé, todo ello está presente y vivo en mi interior. Fueron años cruciales, ese despertar a la madurez desde una adolescencia solicitante de grandes acciones, grandes sueños, grandes ideales, grandes proyectos. Y al mismo tiempo de gran sufrimiento, como no encajado, como fuera de lugar, como si la Institución tuviera una vida propia a la que simplemente trataba de subirme continuamente, como un tren en movimiento y yo en las vías tratando de agarrarme al último vagón. La Obra era la materialización de un sueño lleno de grandes ideales… que luego nunca se cumplían porque todo quedaba claustrofóbicamente reducido a la tiranía de la corrección fraterna de lo absurdo, o a una dirección espiritual que había perdido su frescura y que se convertía en algo ritualizado, vacío. Porque cuando trasladaba mis grandes ilusiones, o sueños o verdaderas preocupaciones, todo era realmente despreciado y no querido...

Y si lo más íntimo es despreciado, el yo real es el despreciado. Algo se rompe, lentamente, casi sin darse cuenta, pero de modo tal que acaba anegando todo hasta el punto de que ya, todo, nunca es igual: los retiros resultan frustrantes, los círculos anodinos y el apostolado se convierte en una mentira… porque sabes que no es apostolado, sino convencimiento hacia el Opus Dei. Y el alma no encuentra descanso porque, simplemente, está acogotada, enclaustrada en mil rigorismos.

Simplemente hay esos dos Opus Dei, el visual y aparente lleno de grandes proyectos y hazañas, y el real, que gira en torno así mismo devorando a sus propios hijos y a la verdad, sin más fin que si mismo. Esto se ve crudamente como numerario, quizá desde fuera conocer esta verdad sea más lento o, a veces, simplemente imposible.

Pero como digo mi camino de entrada y salida fue, curiosamente, cómodo. Sabía que sabían todo de mí, y no me importaba, me sentía querido en esos principios de sufrimiento. Lo que nunca comprendí es que cuando, desde el dolor del desgarro interior, manifesté mi deseo de luchar por ser fiel fue cuando más solo me encontré. No tengo claro si simplemente una vez que la Institución sabe que ya te tiene ganado se olvida de guardar esa apariencia visual y se dedica descaradamente a sí misma, o si más bien, cuando algo se rompe por dentro totalmente, uno ya no puede dejar de mirar engañado la realidad sino que la comprende crudamente sabiéndose ajeno.

Con todo creo que volvería a repetir mi vida así. Pude irme pronto para quedarme sólo con lo bueno, esa teología todavía tomista, ese ascetismo que te enseñaba a tratar a Dios Nuestro Señor como alguien cercano… y sin haberme institucionalizado. Entré sin amar a san Josemaría y me fui como entré. Nunca se fiaron institucionalmente de mí, mis carencias íntimas me hacían desconfiado a la autoridad y no quisieron nunca darme ninguna responsabilidad. Se me tenía por artista (lejos de mí, alma racionalista la mía y mente de fría lógica) por el mero hecho de haber estudiado, entre otras cosas, música, y me disculpaban mi “independencia”. Sabía que se me tenía como al taxista de la Obra ese que se usaba como argumento de que en la Cosa no todos son ricos. Así era yo, el hijo de pobres, hecho a sí mismo, artista, dulce y enjuiciador, pero entregado y dispuesto… con sus incapacidades de tener algún cargo porque la iba a pifiar por su natural crítico. Y pude gozar por eso de la estima de alguien de la Comisión que me apreciaba y quería (a su modo).

Ciertamente ese alguien me ayudó luego en mi salida. Institucionalista como pocos estuvo ahí para librarme de las deudas económicas contraídas. No puedo quejarme. Porque mi interior nunca alcanzó a ser Opus Dei -por mis incapacidades psíquicas de desconfianza a la autoridad y al sometimiento- pude irme mejor que como entré. Y encima ayudado. Pero veo ahora que era, en mi desconfianza, un ingenuo. Jamás supe lo de los informes, aún sabiendo sin extrañarme que los de la Delegación sabían todo de mi; jamás dude de la santidad de san Josemaría, cuando ahora veo en él una personalidad narcisista más cerca del trastorno de personalidad que del sano equilibrio name="_GoBack"; jamás dudé de la sinceridad del Opus Dei, aunque no entendiera el distanciamiento hacía la mismidad de sus hijos, cuando ahora no puedo dejar de alucinarme del descaro de su sectarismo y de como el Opus Dei simplemente es una Institución que vive para perpetuarse -a pesar de la verdad, de la caridad y de la sensatez (los suicidios dentro del Opus Dei son la manifestación más grave de esta realidad)-. Pero todo esto lo he ido viendo poco a poco, en parte porque me fui pronto sin haber experimentado las catástrofes humanas que se acaban sucediendo en el día a día de la Obra, y en parte porque mi vida exterior siguió girando en el Opus Dei.

Gajes de la vida, mi familia política es toda del Opus Dei, y de los pata negra. Celadores top, solo y todo Opus Dei… Así que la Obra sigue en mi vida, en los colegios de mis hijos, en los clubs de mis hijos, en la vida de mis cuñados. Pero ¿por qué? ¿Es un síndrome de Estocolmo? ¿Es idiotez o cobardía? ¿Por qué, si mi vida interior está tan lejos de la Obra, y con cierto desprecio, mi vida exterior y la de los míos gira por el contrario en torno al Opus Dei?

En el fondo es esto lo que quería trasladar (perdonad el resto de mi larga introducción), esa pregunta del encabezamiento de mi escrito: el que en el fondo me gustaría que el Opus Dei cambiara y al mismo tiempo no quiero que los míos entren en él. No es absurdo el que sabiendo que algo sea sectario, utilitarista y con soberbia doblez no quiera que mis hijos formen parte de ello, pero al mismo tiempo si la Obra cambiara, cómo me alegraría por cuantos siguen ahí.

Esa duda o esperanza, es la que me hace no temer que mis hijos se aproximen a ese Opus Dei primero, el de la apariencia, el de las buenas caras. Porque en ese primer nivel, si no te enganchan, es simpático, aparente y humano. Todo falso, todo aparente, todo interesado… pero inocentemente humano. En los colegio la formación aún no se ha torcido del todo (si bien los enfrentamientos que he tenido con la dirección y la capellanía son cada vez más, viendo la terrible deriva modernista del Opus Dei, cosa lógica para una Institución que se autoprotege: si ahora se lleva el relativismo, el modernismo, pues a adaptarse y punto) y previa dosis de conocimiento de lo que hay en el Opus Dei y de lo que yo fui, mis hijos mayores van sabiendo diferenciar Dios de la Institución, la verdadera vocación del interés proselitista… Por eso, no temo por ellos, les veo protegidos por sus padres y difícilmente manipulables en términos proselitistas… en parte porque nuestra vida espiritual no está en el Opus Dei, y su atractivo sobre ellos es nulo.

Pero miro a los que aún permanecen dentro, amigos míos, o cuñados… Y siento pena. Pena porque sé que no podrán ser felices sinceramente, que no podrán ser amados en sí mismos y por sí mismos, porque sé que algún día quebrarán y la única cura será huir solos y sin nada… Y porque miro sus apostolados, sus iglesias, sus casas y no puedo dejar de pensar: Señor, si esto fuera otra cosa, si no hubiera ese sectarismo, ese institucionalismo (que cada vez lo comprendo más como un mal fundacional y por tanto esencial y raíz del Opus Dei)… ¿no se podría ayudar a las almas de verdad, a las familias de verdad, a acercarlas a Dios, a Su dulzura?

Y así es.

Pero ese mal, como digo, al estar tan en la raíz del Opus Dei (la Obra vive para sí misma, para perpetuarse y mantenerse) ¿es corregible, es sanable? Y ¿quisiera que se corrigiera, que se sanara? Desde luego, porque creo en la gracia sacramental, la necesidad de Dios Nuestro Señor en la vida de los hombres, en estos tiempos oscuros y deprimidos… Y que haya mil sagrarios es mejor que no los haya. Pero mil sagrarios cuidados para que los hombres se encuentren con Cristo, no para que bajo la excusa de encontrarse con Cristo se les manipule para el bien y gloria de la Obra.

Creo entonces, que la Iglesia tiene recursos para corregir lo torcido, por mucho que naciera torcido y más humano que divino. Benedicto XVI fue clave en lo que siempre creí la primera cura: la dirección espiritual libre y absolutamente diferenciada del gobierno. ¿Será posible que ese primer paso se cumpla, el que verdaderamente se pueda elegir dirección espiritual y confesión sacramental? Esto exigirá que la Iglesia intervenga y lo exija, porque la Obra está manipulando su cumplimiento tal como exigió Benedicto XVI.

Ciertamente es el primer y esencial paso. El segundo es ubicar a los laicos célibes como algo más que estafados. Si san Josemaría (que será santo pero más insoportable que un león hambriento) se obsesionó con la diferenciación de la vida religiosa, bien puede la Iglesia poner en su sitio tal obsesión -como le puso en su sitio al bueno de san Francisco con su obsesión por la pobreza radical exigiéndole el derecho a poseer bienes y administrarlos- y obligar a la Obra a la regularización canónica de sus laicos.

Es parte del drama del Opus Dei, el usar las palabras con independencia de su contenido. Se trataría de obligar al Opus Dei a que desaparezcan las palabras y se quede el contenido: no familia, si consagrados; no laicos normales, si entregados radicales… Y así, desapareciendo esa dualidad entre lo que realmente se vive y lo que terriblemente se manipula, también se pondría algún remedio al problema de tanta enfermedad mental consecuencia de esa falsedad patológica en la que vive la Institución.

No quiero ser simplista. Antes confiaba en que Ocariz, íntimo de Benedicto XVI y parte activa en la reforma de la dirección espiritual, cogiera las futuras riendas del Opus Dei, pero su actitud con Opuslibros me ha desilusionado… Y de Fanzio, me fio cero. Por eso ya no sé cómo reaccionará la Institución una vez muera Javier Echevarría.

Pero no puedo negar mi deseo de que la Obra pudiera iniciar un camino de cura y sanación. Sin embargo los acontecimientos no lejanos de la renuncia de Benedicto XVI y advenimiento de Bergoglio ha dificultado el proceso. La Obra ha jugado con la astucia de Fanzio, poniendo una cara amiga del Papa pero viviendo lo mismo que ha vivido, amortiguando el efecto Benedicto que le exigía la modificación de una praxis crucial para la salubridad de la institución. Todo ha quedado parado, y ahora se vive un cinismo mayor, dando por válidas cuestiones antes impensables, como el relativismo moral, con tal de que las gentes no se vayan y la cara amable del Opus Dei sea aparentemente amable como exigen los tiempos liberales y relativistas del papado actual.

La Obra se ha cerrado en banda adoptando una actitud más laxa por fuera para evitar ser nombrada y enemistada con el Papa (lo que le supuso, por ejemplo, al obispo numerario Livieres su soledad en el contencioso con Roma). Pero la cura profunda, necesaria, sigue esperando tiempos mejores.

Con todo esto no quiero sino lanzar una pregunta al aire que sólo puede ser respondida por los de dentro: ¿hay aires de continuismo o la reforma está larvada esperando un hombre de Dios que coja el toro por los cuernos? Porque de Roma ya no puedo esperar nada sino el rezar para que el tsunami Bergoglio acabe cuanto antes y los daños a la Iglesia sean los menos posibles. Y mi esperanza de una reforma desde dentro ya no cuenta con Ocariz. ¿Qué queda entonces, qué posibilidades?

Por ahora sigo viviendo mi vida exterior en la superficie del Opus Dei, atento a su evolución moral, como un resorte dispuesto a abandonarlo si el relativismo acaba haciendo mella. Pero sabiendo que sólo es sana la superficie no el interior. Y quisiera, ciertamente quisiera, que algún día se sane lo que nació torcido fruto de una mente enferma de un narciso tantas veces insoportable: como su Institución. Porque tengo dentro gente que quiero y aprecio, y quisiera que sus vidas no descubran un día, tarde y mal, que fueron utilizadas, engañadas, despreciadas, sino que puedan morir dentro de su Institución como deben morir las almas, añorando el rostro del Señor, agradeciendo lo bueno, soportando lo malo, pero habiendo vivido para Dios, no para la Institución.

Con todo, ahí permanezco, atento a recoger esas vidas cercanas que tengo dentro de la Obra, por si algún terrible día tienen que huir rotas y solas, porque esa reforma necesaria no acaba llegando.



Original