Programa de formación inicial (B-10), Roma, 1985/Apartado I 5

APARTADO I Charla nº 5

Comunión

El Señor desea ardientemente (cfr. Lc 22,15) ese momento culminante de nuestro día, en el que comulgamos con su Cuerpo y su Sangre. ¿Cómo habrán de ser nuestros deseos de recibirle?

"Cuando participamos de la Eucaristía, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús" (San Cirilo de Jerusalén, citado en Es Cristo que pasa, n.87).

"Es el sentimiento de la madre por su hijo: te comería a besos, le dice. Te comería: te transformaría en mi propio ser. Jesucristo hace lo que a nosotros nos es imposible: diviniza nuestras vidas, nuestras acciones, nuestros sacrificios. Quedamos endiosados. Me sobran razones: aquí está la explicación de mi vivir" (De nuestro Padre, cnV-1968, p. 26).

"Tú, Todopoderoso, me has hecho entender esa locura de amor de la Hostia. Te agradezco que desde joven me hayas hecho entrever este misterio inefable. Yo hubiera hecho igual, si hubiera podido. Irme y quedarme al mismo tiempo" (De nuestro Padre, cn VI-1965, pp. 7-8). "Yo me lo explico por el amor que os tengo; si pudiera estar lejos trabajando, y a la vez junto a cada uno de vosotros, ¡con qué gusto lo haría! Cristo, en cambio, sí puede. Y El, que nos ama con un amor infinitamente superior al que puedan albergar todos los corazones de la tierra, se ha quedado para que podamos unirnos siempre a su Humanidad Santísima, para ayudarnos, para consolarnos, para fortalecernos, para que seamos fieles" (De nuestro Padre, ibid., p. 9).

"¿Has pensado alguna vez cómo te prepararías para recibirle si se pudiera comulgar sólo una vez en la vida? Cuando yo era pequeño, y no estaba tan extendida la práctica de la Comunión frecuente, la gente se preparaba con gran cuidado para comulgar. Primero, con una buena confesión; con un traje, si podía, nuevo; limpios de los pies a la cabeza. Disponían el alma y el cuerpo como enamorados. Hemos de agradecer al Señor la facilidad que tenemos ahora para acercarnos a El; pero hemos de agradecerlo, preparándonos muy bien a recibirle" (De nuestro Padre, cn IV-1965, p. 10).

"En muchas ocasiones, el nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo" (Es Cristo que pasa, n. 92; en el n. 93, nuestro Padre se extiende en el mismo tema).

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Cada uno a su modo, ha de llenar los diez minutos de acción de gracias que siguen a la Santa Misa, de fe, esperanza y cariño. Nuestro Padre gustaba de hacer actos de fe explícita: "Con el Señor Jesús ya en mi corazón, siento la necesidad de hacer un acto de fe explícita: creo, Señor, que eres Tú; creo que real y verdaderamente estás presente, oculto bajo las especies sacramentales, con tu Cuerpo, con tu Sangre, con tu Alma y con tu Divinidad. Y vienen enseguida las acciones de gracias (...)" (De nuestro Padre, cn I-1974, p. 8). Creer como el que más, esperar como el que más, amar como el que más, han de ser nuestras ambiciones.

Con el Señor Jesús en nuestro corazón, la oración alcanza un poder inconmensurable. En esos momentos pedimos a Dios por todas las personas e intenciones que debemos encomendar. Es el momento de demostrar que el nuestro es "-como el de nuestro Padre- un corazón pedigüeño y agradecido" (Del Padre, Carta 28-XI-1982, n. 60, en XII-1982, p. 43). Incluso, si lo primero que acude a tus labios, sin poderlo remediar, es la petición...: Jesús, dame esto: Jesús, esa alma: Jesús, aquella empresa (...) No te preocupes ni te violentes (...)" (Camino, n. 896). Es lógico que en esos momentos el corazón sea sensible a las necesidades de toda la Obra, comenzando por la persona e intenciones del Padre; de la Iglesia entera, del universo mundo.

La acción de gracias, cuando se hace en familia, culmina con el canto Trium puerorum, con el que prestamos voz de enamorado a todas las criaturas de Dios. Hemos de esforzarnos por rezarlo con pausa y devoción.

Unidad de vida. Naturalidad

Cuanto más perfecto es un ser, es más "uno": goza de una unidad más íntima y fuerte. La piedra tiene poca unidad (ni siquiera tiene vida). Cuanto más alto se sube en la escala de los seres, más hondo y único es el principio del que proceden todas sus operaciones. Dios es plenitud de Vida y simplicísima Unidad. Acercarse a Dios, unirse más a El, es siempre ganar en sencillez, hasta que la gracia santificante que nos hace participar en la vida íntima de Dios, como hijos suyos queridísimos, anima todas nuestras operaciones: pensamientos, palabras y obras. Se cumple lo que pedimos en las Preces: ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur. Todo tiene un solo principio y un único fin: la Vida íntima participada de Dios.

De este modo se consigue "que se identifiquen perfectamente, la fe, la moral y las obras de cada uno" (De nuestro Padre, Meditaciones, IV, p. 600).

Consecuencia de la filiación divina, la unidad de vida se encuentra en la médula del espíritu del Opus Dei: "Por su parte, todos los miembros del Opus Dei se esfuerzan en vivificar cada día sus obligaciones temporales con las prácticas religiosas necesarias para tener vida de contemplativos en medio del mundo, como exige nuestra vocación. Lo original en el Opus Dei es el espíritu con que todo esto se lleva a cabo, en una sólida unidad de vida, donde se funden la fe, que se profesa, con el trabajo laical que cada miembro realiza bajo su personal responsabilidad"

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(Del Padre, en Suplemento. XII-82, p. 39).

4. La unidad de vida es el reflejo del misterio de Cristo -perfectus Deus, perfectus homo- en el cristiano. Siguiendo sus huellas, se alcanza la armonía e inmanencia mutua de los tres aspectos que integran la vida del cristiano en el mundo: trabajo, oración, apostolado. Lejos de entrar en conflicto con nuestro espíritu, se implican. Nuestro Padre nos ha enseñado a evitar la tentación tan frecuente "de llevar una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.

"¡Que no, hijos míos! Que no -puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser -en el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales" (Conversaciones, n. 114).

En consecuencia, nuestra vida toda tiene la naturalidad y sencillez "de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra" (Es Cristo que pasa, n. 156). Sin rarezas. Somos uno más -ni más ni menos- entre los cristianos -sacerdotes o seglares- corrientes; nada nos separa de ellos, ni el grosor de un papel de fumar; nada nos distingue, si no es la luz y el fuego que la vocación enciende en nuestra mente y en nuestro corazón. Sin dejar de ser "masa", el Señor nos ha convertido en fermento, para que venga a ser fermento toda la masa.

Ver: Camino, nn. 347, 337, 353, 334, 335, 825, 277, 967, etc.