Programa de formación inicial (B-10), Roma, 1985/Apartado II 26

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APARTADO II Charla n° 26


I. Amor propio. Soberbia

1. La soberbia es el amor desordenado de la propia excelencia; el amor propio desmedido, eco insidioso del "seréis como dioses" (Gen 3,5)» que no cesa de tentar a los hombres en este mundo. Es el endiosamiento malo del yo, que quisiera hallar en sí mismo el origen de todo bien y la posesión de toda verdad y belleza.

2. El soberbio abriga el deseo de ser el centro de la atención, de la admiración, de la alabanza de todos, también de la suya propia. "El hombre se considera, a sí mismo, como el sol y el centro de los que están a su alrededor. Todo debe girar entorno a él" (Amigos de Dios, n. 101). Es preciso, cuanto antes, caer en la cuenta de que el verdadero centro es el Señor; salir, como nos dice el Padre, del "círculo del yo", para girar siempre en la "órbita de Dios". Lo real, que enseña la humildad, es que yo "no valgo nada, no tengo nada, no sé nada, no soy nada, ¡nada!" (De nuestro Padre). Sólo hemos de servir a Dios, y, por Dios, a todas las almas, en las que encontramos también al Señor.

Mientras el orgullo se refiere a la opinión que cada uno tiene de sí mismo, la vanidad es el afán de que los demás nos tengan en mucho; es el empeño de agradar a todos, a toda costa, que puede llevar a grandes desatinos. "Nuestra vanagloria sería eso: gloria vana; sena un robo sacrilego" (Camino, n. 780). Se manifiesta en pensamientos, conversaciones y gestos; en la simulación, en la mentira; en el énfasis y en el engolamiento (cfr. Camino, n. 47); en la voluntad de ser "la sal de todos los platos" (Camino, n. 48); en el aire de suficiencia (cfr. Camino, n.351 y 958); en el fariseísmo (exhibición de virtudes); en la locuacidad o verborrea.

Con frecuencia, la timidez puede ser soberbia disfrazada de humildad; el temor a quedar mal, aun cuando se obre el bien, ante la mirada de los hombres. A veces nos preocupa con exceso el juicio de los demás; nos obsesiona el "qué dirán" o "qué pensarán" y quedamos paralizados para el apostolado y para practicar tantas virtudes. Hay que luchar con decisión: "Ríete del ridículo" (Camino, n. 390); vencer los respetos humanos. Sólo nos importa lo que piensa Dios de nosotros; esto es rectitud de intención. Valentía. Audacia.

Las consecuencias de la soberbia, cuando no se lucha, con la gracia de Dios, son gravísimas. La soberbia repele todo cuanto no procede del yo, rechaza la gracia de Dios, el don de la verdad revelada, y, más aún, el consejo de la experiencia ajena, la ayuda de la dirección espiritual. La consecuencia última es la negación de Dios. Por eso Dios resiste a los soberbios, mientras que a los humildes da su gracia (1 Petr 5,5).El soberbio se separa de Dios y de los demás: se queda solo con su espejismo de grandeza ilusoria.

El soberbio se ciega ante sus miserias y defectos: los

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ignora o los justifica con sofismas. Y cuando la luz de la evidencia le muestra su poquedad e impotencia, pierde la paz, se rebela, se angustia, se hunde en la desesperanza; puede pasar sin solución de continuidad desde la euforia insensata ante el éxito, al profundo descorazonamiento ante el fracaso.

7. Se combate la soberbia:

Considerando la maravilla encerrada en la sentencia de San Pablo: "nuestra suficiencia viene de Dios" (2 Cor 3, 5). El hombre, de suyo, es nada; pero es criatura de Dios. Dios quiere que participemos de su Bondad infinita y es dador de todo bien: las cualidades personales, las virtudes, la gracia soberana de la vocación, la eficacia apostólica, los éxitos profesionales. y las humillaciones, para que andemos en verdad y seamos humildes, con el gaudium cum pace.

Con oración. Pedir al Señor -"manso y humilde de corazón" (Mt 11,29)- y a la Santísima Virgen la humildad. Reconocer la propia indigencia es comenzar ya a ser humilde.

"El darse al servicio de los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría" (De nuestro Padre). Dominar la memoria y olvidarse de sí. Relictis ómnibus: desprendidos también del yo. Buscar los servicios inadvertidos, los encargos más humildes; el pasar oculto.

Rectificar la intención, con un Deo omnis gloria! (cfr. Camino, n. 780).

Agradecer al Señor las humillaciones que vengan, como un tesoro.

II. Trato con los Directores

Los Directores están puestos por el Padre, y son nuestros hermanos mayores. En consecuencia hemos de tratarles con veneración y cariño; con naturalidad, sencillez y respeto. Delante de ellos nos manifestamos como somos.

"Tened muy en cuenta que, en la Obra, el gobierno funciona a base de confianza. Todos en el Opus Dei tienen con sus Directores una franqueza, fraterna y filial a la vez, sin temores ni recelos; porque saben que sería un gran mal, para sus almas y para la eficacia del apostolado, que -por un falso respeto o por la cobardía de evitarse -una reprensión- admitieran un pensamiento de miedosa timidez, ante los que mandan: tener miedo a nada o a nadie, pero especialmente a los Directores, es impropio de un hijo de Dios" (De nuestro Padre). También nuestro Padre nos ha dicho que el miedo a los Directores es la peor tentación.

3. Rezar por los Directores (cfr. Camino, n. 621) y hacerles oportunamente la corrección fraterna.

III. La Costumbre del día de guardia

1. Esta Costumbre mira de manera especial a mantener vivo

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el espíritu de servicio que ha de informar toda nuestra vida. La Obra es familia, y es milicia, con todas las consecuencias. En el día de guardia estamos más vigilantes que nunca, para que no se cuele el enemigo en nuestras filas; atentos a las posibilidades de corrección fraterna; abundantes en la oración y mortificación por la santidad de nuestros hermanos.

2. Poner especial empeño por vivir nuestro espíritu, Normas y Costumbres; intensificar la presencia de Dios; dedicar más tiempo a la oración; ofrecer al Señor alguna mortificación extraordinaria; rezar por el buen espíritu de nuestros hermanos; llenar de constantes detalles de servicio la convivencia con ellos.

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