Por qué el Opus Dei produce tanto daño?

Por E.B.E., 19 de enero de 2009


Hace unos días un amigo al que le envié el último escrito de Gervasio, me preguntó por qué razón particular los pensionados del Opus Dei producían tanto daño. Es decir, por qué el Opus Dei produce daño de por sí, mientras tantas otras órdenes religiosas no. Me dejó pensando su pregunta.

Sin duda, necesitamos saber qué pasó, porque el Opus Dei ha sido una etapa muy importante de nuestras vidas y todavía no están claras muchas cosas (otras ya han sido dilucidadas, aquí en Opuslibros). Forma parte de nuestra madurez personal saber qué pasó. Pues no se trata de un hecho puntual, aislado. Fue un proceso de años. Y resulta perplejo no saber dónde uno ha estado (algo que no sucede en otras órdenes religiosas, tienen su identidad consolidada y saben adónde se dirigen). Muchas son las preguntas para hacerse. Y la siguiente es una de ellas:

¿Por qué el Opus Dei produce daño y por qué no puede dejar de producirlo?...

El rostro amable: el viaje de ida

Tengo presentes ahora a quienes, hace ya varios años, se fueron a iniciar el Opus Dei en las tierras de la ex Unión Soviética. No iban simplemente coaccionados, sino especialmente entusiasmados.

Si bien en Opuslibros se busca establecer los puntos críticos del Opus Dei, también es necesario recordar y reconstruir -aunque parezca imposible- aquellas características que hicieron despertar el entusiasmo espontáneo y genuino por el Opus Dei (antes de pasar a la etapa del fanatismo). Sin esa dosis importante de entusiasmo, el Opus Dei no se habría expandido tan rápido. Lo negativo del Opus Dei, en general, aparece luego de mucho tiempo, y no durante el viaje de ida.

Todo lo malo que se podía haber percibido del Opus Dei al principio de la convocación (coacción, angustia, manipulación, engaños, etc.), luego se lo entendía a través de una reinterpretación sublime de los acontecimientos, a causa de la gran misión dada por Dios a Escrivá: difundir el Evangelio por todo el mundo.

Sólo recién cuando finalizaba la estadía en esa institución, se volvía a mirar esos acontecimientos previos al ingreso al Opus Dei bajo un examen crítico. Un ciclo se cerraba y otro se iniciaba.

Se volvía al mismo puerto de zarpada. El viaje en la barca del Opus Dei había tenido su encanto pero no había cumplido con la misión de arribar a nuevo puerto. Ese largo paseo, ¿para qué había servido, entonces? ¿habíamos, acaso, navegado en círculo todo el tiempo?

Con esta pregunta se inicia la nueva vida, en el mismo puerto que nos había visto partir, pero esta vez con las manos vacías. Todas las posesiones e ilusiones habían quedado en la barca. Y no había derecho a reclamo alguno.

Esa nave, ¿qué sentido tenía? No era una nave para viajar a ningún lado sino para trabajar dentro de ella y para ella, mientras daba vueltas en círculo. El viaje era una simple distracción o excusa. El nuevo puerto de arribo, algo inexistente.

De noche, a escondidas, cada tanto la nave se acercaba al mismo puerto y dejaba a unos (que ya no servían) y subía a otros (mano de obra fresca). De vuelta en altamar, hacía como si el viaje siguiera su curso, como si hubieran transcurrido kilómetros y kilómetros mar adentro, a lo largo de un océano que en realidad era una gran laguna.

El viaje no era la razón sino la nave y su propio engrandecimiento. Y toda la convocatoria, un verdadero engaño.




Como decía anteriormente, para entender lo negativo, creo que es importante dar cuenta de aquello que despertaba entusiasmo por el Opus Dei. No tanto como hechos sino como promesas.

Esas promesas eran tan maravillosas que, para atraer nuevas «vocaciones», justificaban el uso de medios muy cuestionables (sólo desde la mirada externa). Pues en definitiva no se trataba de hacer el mal si no el bien, por lo cual, qué problema había con mentir un poquito si la intención no sólo no era mala sino sublime.

La llamada o convocatoria del Opus Dei era planteada al mismo nivel que la llamada de los Apóstoles. No era Cristo en persona, ahora, sino a través de su delegado personalísimo: Escrivá. Hasta aquí la dignidad de dicha llamada.

Luego, la conquista del mundo para ponerlo a los pies de Cristo. Horizontes sin límites. Empezar en nuevos países, viajar por el mundo como un nuevo San Pablo. Aprender idiomas. Una aventura grandiosa, respaldada y garantizado su éxito por el querer de Dios.

En este contexto, toda seducción y coacción serían siempre «santas», porque su fin lo era. No había nada que cuestionarse sino simplemente seguir adelante, pues la expansión del Opus Dei estaba recién empezando y había mucho trabajo por encarar.

La formación de las nuevas «vocaciones» ocupaba el tiempo de tal manera que no había mucho espacio para la reflexión acerca del rumbo que llevaba la barca del Opus Dei. De eso se ocuparían los directores y no había necesidad de pensar nada por cuenta propia. Los planes de Dios eran siempre perfectos.

El llamado o «vocación» eran de tal dignidad que había que hacer entender a las nuevas vocaciones que no podían arrepentirse así nomás, que era un asunto grave y por lo tanto desagradable a Dios. Si se quería prevenir una epidemia de dudas, había que aplicar una advertencia más tajante y decir claramente que quien rechazaba la «vocación» de Dios perdería toda participación con él en la Vida Eterna y aquí en la Tierra sería un desgraciado. Ya en el océano, saltar del barco en medio de la noche era un seguro destino de muerte.

No era aconsejable hablar de la propia «vocación» con gente extranjera que nada podía saber de lo que Cristo le había comunicado directamente al fundador Escrivá. Hacer lo contrario era el principio del descamino. Esto significaba perder la vocación que Dios otorgó, con las consecuencias ya mencionadas.

El ambiente juvenil y de muchos participantes ayudaba en gran manera a contagiar el entusiasmo, tanto por la propia «vocación» como por la misma institución llamada Opus Dei. Por eso, entre otras razones, había que impulsar constantemente el proselitismo, aplicando una «santa coacción», que al parecer (Luc. XIV, 23) el mismo Cristo había enseñado por el bien de las almas y para su salvación y con total desinterés por parte del Opus Dei. Dios así lo quería y había dado a conocer a Escrivá.

El mismo hecho de haberlo dado todo, entregando la propia vida al Opus Dei, reforzaba la unión entre unos y otros, especialmente poniendo la esperanza y una firme confianza en toda palabra que viniera de Escrivá y sus sucesores. Eran embajadores de Cristo y su palabra valía tanto como la del Evangelio. Eran portadores de la Voluntad de Dios para todos aquellos que habitaran la barca.

En este contexto, la obediencia a los directores no era otra que la obediencia a Cristo. Y si era necesaria una obediencia ciega, ningún problema, aunque ya había advertido el fundador Escrivá que toda obediencia debía ser inteligente, por lo cual entendíamos que toda obediencia, por lo tanto, era inteligente, aun la ciega. No nos planteábamos la contradicción, porque no podía existir. Cristo no podía contradecirse y Escrivá era su embajador. Por eso mismo, «quien obedecía no se equivocaba nunca» según planteaban los directores la norma para toda obediencia.

Había que ser muy discretos, porque muchos no iban a entender al Opus Dei así como no habían entendido al principio el Evangelio. Esto era lo mismo. Y no había llegado el momento en que se manifestara la gloria de Dios (¿con la Prelatura?), así como los discípulos debían esperar a la Resurrección antes de predicar abiertamente la llegada del Mesías y sus milagros. Esto era lo mismo.

Entonces, ¿secretos en el Opus Dei? ninguno. Discreción, que era otra cosa, un principio de prudencia por el cual se podían omitir o traducir muchas cosas sin que esto pudiera ser llamado mentira o engaño. Todo fuera por la gloria de Dios y nada más. Así, no todas las denominadas "publicaciones internas" estaban al alcance de cualquiera y no todas las películas del fundador podían ser vistas por el público general, ni aún por l@s supernumerari@s.

En este ambiente particular, cuidadosamente aislado, navegaban los pasajeros del Opus Dei, teniendo presente que iban a cumplir una misión de Dios y que por lo tanto no podía haber ningún elemento del cual sospechar. Mientras tanto, la tripulación de directores hacía sus planes aparte sobre el destino y función de cada pasajero, para el engrandecimiento de la nave.

El factor principal de la difusión del Opus Dei fue muy probablemente el contagio más que fundamentos profundos y comprobables. Nadie había visto las pruebas de la divinidad de la misión planteada por Escrivá, ni nadie tenía en mente preguntar por ellas. Se daban por supuestas. ¿El 2 de Octubre de 1928? Nadie lo ponía en duda. Había un grado enorme de ingenuidad porque el entusiasmo era muy grande y el liderazgo de Escrivá evidentemente contagiaba, transmitía una seguridad tal que hacían innecesarias cualquier tipo de pruebas. La prueba era Escrivá mismo y este efecto distraía la atención de toda posibilidad de cuestionarse nada.

De la misma manera que el Opus Dei se difundió principalmente por contagio personal, de la misma manera se irá debilitando, por contagio, ya que no parece tener otro respaldo. Su crisis empezó hace rato y navega silenciosamente.

El viaje de vuelta

Una vez en el puerto, de regreso, comienza toda una labor de reflexión. O al menos un proceso para analizar con gran perplejidad, el resultado de esa larga jornada dentro de la nave del Opus Dei.

Luego de un largo proceso, del cual da cuenta todo el contenido de Opuslibros, comienzan a surgir consistente elementos y pruebas acerca del fallido viaje alrededor del mundo con la barca del Opus Dei.

Se comienzan a percibir incoherencias, irresponsabilidades, y sobre todo que «el fin», razón que justificaba tantos medios cuestionables, tampoco era el objetivo real de la embarcación sino un medio más para un fin que se desconocía. Aquí está el gran quiebre.

Si la causa de los males provocados por el Opus Dei hubiera sido «el fin» sublime que pregonaba, habría espacio para una visión más indulgente. Pero lo más grave es que ni siquiera el fin que justificaba los medios era el objetivo real. No hubo, siquiera, una razón sublime para tanto daño. El daño no fue inevitable o producto de la fatalidad, sino a causa de un objetivo proporcionado o acorde al daño. El fin del Opus Dei no era santo sino deshonesto, escandaloso. El daño, entonces, fue conforme al fin.

El objetivo real no era llegar a nuevo puerto sino el engrandecimiento y gloria de la propia nave, que daba vueltas en círculo mientras se desprendía de unos pasajeros y reclutaba nuevos. Toda apariencia estaba en función del verdadero fin oculto.

De la misma forma, la liturgia estaba al servicio del decoro de la nave, cumpliendo la misma función de prestigio y enriquecimiento de los bellos mármoles. Había que sacarle lustre de la misma forma que a los bronces.

No podemos olvidar, junto al engrandecimiento de la barca, el engrandecimiento de su arquitecto, alrededor de quien giraba todo, incluso la barca misma. Su proceso de exaltación fue diseñado desde temprano, cuidando todos los detalles necesarios para llegar hasta su Canonización, incluida la inauguración de su monumental estatua en San Pedro.

Pudiendo haber sido algo tan bueno, el Opus Dei terminó siendo una pesadilla colectiva. Un camino a ninguna parte.



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