Otra vez sobre pobreza

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Por Gervasio, 24 de febrero de 2012


Ya escribí sobre La pobreza en el Opus Dei. Quisiera ahora tocar su aspecto más nuclear. Arranco de algo dicho por el fundador, que era más o menos:


—La pobreza que vivimos en el Opus Dei no es fácil de entender. Lo nuestro es diferente. Tenemos que aprender a vivir la pobreza conforme al espíritu del Opus Dei.

Hay cosas de la ascética cristiana tradicional que las gentes entienden mal, como por ejemplo el uso del cilicio y de las disciplinas. Cuando se “denuncia” que tales usos se practican en el Opus Dei, en realidad se está denunciando una práctica ascética —no entro a valorarla— en modo alguna exclusiva del Opus Dei, sino común al Opus Dei y a muchas órdenes y congregaciones religiosas e incluso a personas que no pertenecen a agrupación católica alguna. Se da incluso en otras religiones. Tal tipo de “denuncias”, si se dirigen a la Santa Sede, están llamadas a producir, en el mejor de los casos, una sonrisa benevolente. Es casi equivalente a denunciar: el Opus Dei pretende que asistamos a misa los domingos y que ayunemos durante la cuaresma. Sólo si la “denuncia” es ante la sociedad civil, puede producir algún efecto. Recuerdo a un supernumerario recién pitado que distinguía:


—Que a un numerario le obliguen a llevar cilicio, todavía; pero que le hagan eso a una pobre chica…

Para él era pasar de castaño a oscuro. Tampoco me parece que sea peculiar del Opus Dei lo de la castidad, ni el rezo del rosario. Podrá atribuirse al Opus Dei ser rigorista, pero lo de la castidad no es algo “peculiar” del Opus Dei. En cambio, de la pobreza el fundador decía: No basta querer ser pobre. Hay que aprender a ser pobre, porque en el Opus Dei la pobreza se practica de manera peculiar.

Escrivá consideraba que la pobreza es una “virtud”. Tenía un esquema mental muy poco rígido acerca de las virtudes cristianas, lo cual no me parece mal. No es que rechazase la tradicional clasificación escolástica de las virtudes —tres teologales y cuatro cardinales—, con sus partes integrales y sus partes potenciales. No rechazaba ese esquema; pero lo consideraba muy insuficiente y algo artificioso. ¿Dónde incluir la pobreza como virtud? La problema gorda, la problema importante consiste, estriba y reside en que la pobreza, a mi modo de ver, no puede ser considerada una virtud, sino una circunstancia, algo exterior a nosotros mismos. La pobreza no es un hábito operativo. Jesús nace en un establo, como pudo haber nacido en otro lugar. «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lucas IX, 58). La pobreza no puede ser encuadrada dentro de la categoría aristotélica hábito y disposición. Se puede vivir en el campo o en la ciudad, pero sólo en un sentido muy impropio se vive el campo —cuando uno monta a caballo y aspira el aire puro de la sierra— o se vive la ciudad, y entonces toma el metro y respira tubo de escape al salir de él. Uno puede vivir en la pobreza; pero no puede en sentido propio vivir la pobreza. Escrivá salvaba esta dificultad con ejemplos, pues no era nada dado a teorizar. La única vez que teorizó —que yo recuerde—, fue al hablar de los estados de perfección, y metió la pata no digo hasta dónde.

Primer ejemplo: Un pordiosero acudía a uno de esos comedores de caridad. De entre sus harapos sacaba una cuchara de peltre —una imitación de la plata, hecha con plomo, cinc y estaño— y al terminar de comer, le daba dos lametones y se la guardaba orgulloso como quien guarda un tesoro. Ese pobre no era pobre, nos decía Escrivá. Y comparaba a este pordiosero con una mujer a la que no le faltaban muchos de esos bienes que tantos ambicionan, pero ella era personalmente pobre, muy mortificada, desprendida por completo de todo. ¿Me habéis entendido? (Cfr, Amigos de Dios, n. 23). Por cierto, que esa señora no debía de ser de la Obra porque dice de ella que retribuía muy bien a su servicio, y el resto lo destinaba a ayudar a los menesterosos (Ibid.).

Segundo ejemplo. Cuando se vendió Salto di Fondi el fundador comentaba:

—A veces hay que aprender a ser pobre de los ricos.

Salto di Fondi era una magnífica finca, comprada sin tener dinero en los difíciles años de la postguerra, que proporcionó comida —cada semana se sacrificaba una res para Villa Tevere, aparte de proporcionar hortalizas, fruta, leche—, y el rendimiento económico necesario para amortizar el precio de la compra. Estaba magníficamente administrada, entre otras cosas, porque la mano de obra de la explotación agrícola era gratuita. Estaba compuesta por varios agregados mejicanos y españoles y algunos numerarios: un veterinario y otros expertos en tareas agropecuarias. Tenían su cura y su consejo local. Salto di Fondi servía también como residencia veraniega para los alumnos del colegio romano. Se vendió, si no recuerdo mal, en 1967. Escrivá había advertido que nada se dejase allí: ningún instrumento de labranza, ningún mueble, nada. Pero había un trasto que allí se dejó por pesado e inservible: una especie de rotovátor antediluviano que nunca se había usado. Sin embargo, el comprador logró ponerlo en funcionamiento. De ahí el reproche:


— Hay que aprender a ser pobre de los ricos.

A mi modo de ver, en mi opinión, en mi sandunguero modo de pensar, eso no es enseñar a ser pobre, sino enseñar a ser rico. Y aquí es donde Escrivá entronca con lo más florido de la mística castellana. San Juan de la Cruz dejó escrito:

Baja, si quieres subir;
Pierde, si quieres ganar;
Sufre, si quieres gozar;
Muere, si quieres vivir.

Esos versos han sido magníficamente parafraseados y amplificados por T. S. Eliot (Cfr. Four Quartets). Con Escrivá, habría que añadir: “Sé rico, si quieres ser pobre”. Esa es la peculiaridad —no sé si llamarla ascética o mística— que aporta la espiritualidad del Opus Dei. Como EBE escribió, Escrivá tenía dotes de prestidigitador. A la vista de todo el mundo, sin trampa ni cartón, enriquecerse lo transformaba en hacerse pobre.

Como la pobreza es una virtud —tal es la discutible premisa—, se puede estar rodeado de bienes terrenales, siendo pobre. Basta estar desprendido. En el Opus Dei se ha acuñado la palabra desprendimiento, que nada tiene que ver ni con los desprendimientos de retina ni con los desprendimientos de tierra. Pobreza es estar desprendido de los bienes terrenales. El fundador —nos contaban— se dio cuenta de que comenzaba a estar apegado a unos papelitos que a modo de registro señalaban las páginas no recuerdo bien si del breviario o de otro libro que leía con frecuencia. Se dio cuenta de su apegamiento y se desprendió de ellos. Tal era uno de los ejemplos de pobreza que se nos proponía.

Otro modo de “vivir” la pobreza lo aprendí nada más pitar. Consiste en que no se puede desechar el tubo de pasta de dientes, cuando parece que ya esta terminado, porque se puede obtener más pasta, apretando aún más y más. ¿Hasta cuando? Hasta que no salga nada, se me dijo. Pronto pude darme cuenta de que tal forma de “vivir la pobreza” produce frustración, por tratarse de una meta inalcanzable. He comprobado empíricamente que, aunque se apriete el tubo muchas veces, siempre sale algo más de pasta, si se lo vuelve a apretar. Estoy seguro de que los que viven en la pobreza no aprietan tanto el tubo de pasta de dientes como los miembros del Opus Dei. Y es que lo del Opus Dei es “vivir la pobreza”; pero no “vivir en la pobreza”.

Recuerdo a un numerario tan lleno de tics —del tipo apretar la pasta de dientes— que me parecía que había que llevarlo al psicólogo, llamarle la atención, o hacer algo con él. Había que verlo cortar un papel o usar un libro. Lo hablé con su director; pero me dijo que no pasaba nada, que eran detalles de pobreza. O más bien unos eran de pobreza y otros de fraternidad. No recuerdo bien. Mejoró sólo un poco. Llevaba años en aquella atmósfera asfixiante de Villa Tevere en plan tic, tic, tic, para santificarse. Por mi parte he llegado a la conclusión de que la santidad depende más de la acción del Espíritu Santo en el alma, que de apretar un tubo de pasta de dientes denodadamente.


Me estoy divirtiendo demasiado. Vamos a lo de la pobreza como circunstancia y la pobreza como virtud. Siempre me asombró, al hacer turismo por Europa, comprobar que hay más conventos y monasterios monumentales, que edificios civiles, palacios y casas consistoriales. No me refiero a las iglesias, basílicas y catedrales, pues son de uso público y nadie vive en ellas. Me refiero sólo a los conventos y monasterios, porque son —si no fueron abandonados— de uso exclusivo de sus moradores, reforzado con leyes de clausura. Allí se encuentran muy bellos ejemplos del románico, el gótico y de otros estilos arquitectónicos. ¡Qué maravillosos claustros tienen! ¿Eran los monjes conscientes de habitar en casas privilegiadas, mejores y mejor surtidas que las de los demás? Yo diría que sí. Como eran conscientes de ello, contrarrestaban ese vivir “en la opulencia” con mortificaciones, ayunos y penitencias. Esa forma de vida se ha ido extinguiendo; pero parece renacer en el Opus Dei.

En el Opus Dei sucede algo parecido. Más que a los pisos de las ciudades, me refiero a las llamadas casas de retiros. Suelen estar situadas en bellos parajes campestres y dotadas de instalaciones deportivas, jardines y paseos. Todo está muy en punto, todo muy peripuesto. A ser posible, atendidas por doncellas uniformadas en crespón negro y lino o algodón blanco. Son para uso exclusivo del Opus Dei y de sus gentes. La revista “Obras” solía mostrar en su portada esas maravillas: nuestra casa de retiros Aroeira, nuestra casa de retiros Los Álamos, nuestro Château de Couvrelles, etc. En la revista “Crónica” aparecía una sección titulada “Rincones de Villa Tevere” en la que se comentaban fotos de diversas partes de la villa o de sus jardines y patios. Podíamos así disfrutar de un antiguo château francés o de una mansión con elegante torre a la orilla de un río. Pero no podíamos sólo disfrutar visualmente lo edificios, sino también físicamente, porque esas casas están sometidas a un peculiar régimen de multipropiedad:

— ¿Has estado últimamente en Castelldaura? Pues no sabes cómo ha mejorado. Todo aquel jardín chino, con aquellos arbustos tan feos, se ha reformado totalmente y se ha puesto en su lugar…

Eso sí, estábamos desprendidos. Uno podía dormir en el château, pero si ese día tocaba dormir en el suelo, en el suelo se dormía. El château tampoco eximía de usar cilicio. En algunas de esas casas hay piscinas y canchas de tenis; pero se usan poco. Las piscinas, porque está poco recomendado tomar el sol en ellas —no digamos ya el aperitivo— y las canchas de tenis, porque los horarios o las actividades allí desarrolladas no lo permiten. Así iban y supongo que continúan yendo las cosas. Se trata de edificios áulicos, nada prácticos, donde escasean —o escaseaban— los dormitorios individuales; no digamos ya el cuarto de baño individual. Salto di Fondi, en cambio, era comodísimo. Dormíamos en unos ex establos enormes y destartalados, unos barracones, cuyo único inconveniente es que no estaban al nivel de lo que un edificio del Opus Dei debe ser y aparentar. Escrivá no visitaba Santo di Fondi. Era todo lo contrario de lo que predicaba en tema de edificios. No quería que pareciese que aprobaba tácitamente aquello.

Me viene a la mente una señora que enseñaba orgullosa su casa amarilla. Era una hermosa mansión amarilla de dos alturas, con una llamativa torre de tres. Su modo de disfrutarla consistía en cuidar de ella y hacerle fotografías. La cuidaba hasta el punto de que usaba bayetas en los pies para recorrerla y lo mismo teníamos que hacer los invitados, si nos la enseñaba. Por supuesto todo estaba en punto en aquella casa. Como diría mi padre biológico: “todo estaba muy Opus”. En Villa Tevere pasaba tres cuartos de lo mismo. Había que admirar y mimar mucho la casa, lo que —aparte de los mencionados reportajes sobre Villa Tevere— originaba miles de encargos: cuidar un jardín, una terraza, una fuente, los cosmatescos, esto y lo otro. Esas casas —famosas en Crónica y Obras— había que tratarlas como la señora de la casa amarilla trataba a su casa; una actitud que me recuerda a a del propietario ¡de una cuchara de peltre! La sacaba cuidadosamente del bolsillo, con codicia, la miraba con fruición y al terminar de saborear su ración, volvía a mirar la cuchara con unos ojos que gritaban: ¡es mía!, le daba dos lametones para limpiarla y la guardaba de nuevo satisfecho entre los pliegues de sus andrajos. Efectivamente, ¡era suya! (Ibid.) Y la verdad que ni las cucharas de peltre ni esas casas son para tanto. Sobre todo porque resultan incómodas. Están pensadas más que nada para fardar. Mucho mejor, Salto di Fondi.


A mi modo de ver, todo ello tiene que ver con lo que yo llamaría el “complejo de patito feo” del fundador. Me refiero al conocido cuento de Andersen. No se trata de un concepto freudiano, como el de su narcisismo, sino de un concepto psíquico de mi personal invención. Escrivá no fue bien valorado ni cuando ingresó en Zaragoza en el seminario de los pobres —el de San Carlos—, ni cuando decidieron si era apto o no para ordenarse sacerdote, ni posteriormente tras recibir la ordenación y darle un destino. Sus estudios de Derecho tampoco eran especialmente brillantes. Era el patito feo. Mal valorado en Zaragoza, tuvo que irse a Madrid, para acabar tras muchos avatares en el Patronato de Santa Isabel. Siguió siendo el patito feo. No era socialmente reconocido. Se cuenta que llegó a utilizar unos zapatos con las suelas tan desgastadas, que el pie rozaba directamente el suelo, si bien exteriormente sólo se percibía lo lustrosos que estaban. Hubo de vivir una pobreza vergonzante. Lo cuenta así Pedro Casciaro (q.e.p.d.): ¡Fueron tantas las privaciones que tuvo que soportar el Padre desde los comienzos para sacar adelante la Obra de Dios! No era una pobreza escandalosa: nos enseñó siempre a vivir una pobreza vergonzante, como la solía llamar; una pobreza que procura pasar inadvertida ante los demás. Esa pobreza se adivinaba en su persona y en todo lo que usaba. Por ejemplo: aunque desde que le conocí me dio una grata impresión de corrección, de limpieza e incluso de distinción, a medida que fue pasando el tiempo observé que llevaba siempre la misma sotana, pero, eso sí, muy cuidada y limpia.

Poco a poco llegó a ser socialmente reconocido como lo que era: un cisne y no un patito feo. De Escriba, pasó a Escrivá; de Escrivá a Escrivá de Balaguer; y de Escrivá de Balaguer a marqués de Peralta. Con sus casas sucedió lo mismo. En Madrid fue de vivienda en vivienda, mejorando poco a poco. La de Diego de León 14 fue todo un hito. En Roma logró instalarse y ampliar una hermosa villa romana, que denominó Villa Tevere. Lo recuerdo enseñando su casa con orgullo. Al llegar al oratorio de Santos Apóstoles enseguida hacía pasar al visitante al presbiterio. Es el lugar que más favorece la panorámica de ese oratorio. En la salita de recibir de Bruno Buozzi 73, era frecuente que hiciese notar, como muestra de pobreza, que el tresillo en el que estaban sentados —muy incómodo por cierto — había sido rescatado de un depósito de desechos. Podía enorgullecerse simultáneamente de exhibir una villa deslumbrante y dar ejemplo de cómo vivir la virtud de la pobreza. ¿Qué más se puede pedir!


Me he vuelto a divertir. Concluyo con una última peculiaridad que trataré muy brevemente, pues voy ya por la quinta página. Que la pobreza produzca dinero, al parecer, también forma parte de la virtud de la pobreza. Es su aspecto positivo. Los datos económicos deficitarios son signo de poco amor de Dios: Lo mismo que el descuido de un simple detalle material bastaría para indicaros que hubo una falta de amor de Dios —dejó escrito el fundador—, también sabréis descubrir ese defecto en la raíz misma de algunos datos económicos deficitarios (Carta 29-IX-1957, n. 74). Además, hemos de estimular la generosidad de Cooperadores y amigos, para que -—conscientes de la labor apostólica del Opus Dei, y agradecidos por los beneficios espirituales que reciben— aporten medios económicos para esos instrumentos de apostolado, al tiempo que ellos mismos se mejoran mediante el ejercicio de la generosidad. (Ibid.)

El mendigo de la cuchara de peltre no da la talla. Lo de menos es que esté apegado a su cuchara. Cabría llevarlo como por un plano inclinado hacia el desprendimiento cucharil, logrando así hacerlo virtuoso. Pero ¿qué se hace después con una cuchara de peltre y con un mendigo? El fin específico del Opus Dei no es llevar a la santidad de cualquier persona, sino a las personas de alto standing (Cfr. Estatutos de 1950, art. 3 § 1). Ni el mendigo ni su cuchara proporcionan recursos económicos para los apostolados. No son aptos para vivir la virtud de la pobreza en su aspecto positivo. Un mendigo no vale ni para agregado. Es mejor llevar por los caminos del desprendimiento a personas con dinero. Y como esas personas no frecuentan los comedores de caridad, hay que crearles un ambiente de alto standing para captarlas, el ambiente propio de las casas y centros del Opus Dei. Ya se les llevará por el plano inclinado, en el que se vayan desprendiendo poco a poco de sus bienes, como el Santo de Asís hizo con su ropa. En el Opus Dei ese spogiarello ha de ser meditado y practicado cada 4 de octubre. Es la costumbre del expolio. Lástima que no sea el momento de alargarme para glosar esa la costumbre. Esa práctica anual de la pobreza daría lugar a mucha diversión y por supuesto a aprender a ser pobres.

Concluyo. El ideal es que los del Opus Dei se hagan con todos los bienes terrenales posibles, viviendo la virtud de la pobreza como sólo ellos saben hacerlo. Como no van a vivirla, sí usan cilicio. Sólo ellos son capaces de hacer cosas buenas con los bienes terrenales. Nada de voto de pobreza ¡virtud!



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