Los hijos del Padre/El diario de Mariano (1967-1969)

LOS HIJOS DEL PADRE


EL DIARIO DE MARIANO (1967-1969)


En las agendas de Mariano había una fecha importante: 8 de diciembre de 1967. Tan importante que, años después, podía reproducir casi literalmente sus sentimientos y su estado de ánimo en aquel día.

El 8 de diciembre de 1967, Mariano volaba de Madrid a Lima. Iba camino de la fundación de una universidad de la Obra en el norte de Perú, para cuya tarea había sido designado por el Padre. Era, se decía, mientras las horas pasaban lentamente en el largo viaje transatlántico, su última oportunidad de volver a recuperar su adhesión a la Obra, gravemente maltrecha por los acontecimientos de los años pasados.

Desde aquel incidente de 1958 en que los superiores le habían denegado el permiso para su tesis doctoral y le habían forzado a una inmolación de su inteligencia, había empezado a romperse, primero sutilmente, luego más explícitamente, su original y compacta identificación con la Obra.

Su vida entre los libros, durante el largo período de su docencia en la universidad de Navarra, había contribuido a forjar esa identidad de intelectual casi puro, por la que otros hermanos suyos en el Instituto, más vitales, le embromaban. Mariano se tomaba muy en serio la coherencia de los discursos racionales, había aprendido a valorar el esfuerzo de la creación intelectual y, aunque en el fondo de sus vivencias, latía esa radical inseguridad del ser humano para la que no tenía otra respuesta que la fe más desnuda, había llegado a la conclusión íntima de que ese mundo de las ideas era el más apropiado a su temperamento y de que, e. través de él, debía tener lugar su colaboración al plan de Dios que la Obra significaba en la historia. En teoría, nadie le llevaba la contraria. Mientras diera sus clases, mientras cumpliera las normas de piedad y participara de alguna manera en el apostolado, los superiores le aceptaban como era y respetaban sus lecturas, sus viajes de estudio y hasta sus pequeñas manías de misántropo en potencia.

Sin embargo, se había dado cuenta de que en la Obra latía profundamente esa radical desconfianza hacia la razón, hacia la cultura, en una palabra, hacia el progreso humano que jalonaba la historia de la Iglesia católica. Con el tiempo, la Obra había montado toda una organización de censura interna para garantizar la ortodoxia de sus miembros, y los documentos y cartas del Padre contenían cada vez más prohibiciones, más cautelas en relación a la modernidad. Especialmente desagradable le resultaba a Mariano esa continua insistencia en los peligros de la carne para la pureza de la fe. Le parecía una cosa pueril, porque, en su experiencia, avalada por toda la historia de la cristiandad, la gran masa de los cristianos no habían perdido la fe por la fornicación sino, más bien, en el ejercicio de un curioso mecanismo de transferencia y búsqueda de la seguridad psicológica: cuando mayor importancia daban a sus pecados de la carne menos fuerza tenían para rebelarse contra las verdades dogmáticas. Como decía un antropólogo alemán, que Mariano había leído recientemente, daba la impresión de que los eclesiásticos hubieran mantenido su control ideológico sobre los cristianos precisamente a base de probarles constantemente su animalidad, su abyección carnal, gracias a un código moral básicamente construido en torno a la vida sexual.

Pero lo que a Mariano le traía de cabeza era la postura del Padre respecto al Concilio Vaticano. No entendía por qué la Obra no se entusiasmaba, como institución joven y recién llegada a la historia, con esa prueba de vitalidad de la Iglesia que significaba el Concilio. Había sentido verdadera satisfacción al leer algunos de los documentos conciliares y notar cómo se empezaban a abrir paso tantos conceptos positivos y tantas pruebas de que el Evangelio era una auténtica fuerza moral renovadora de la civilización, pese a la secular utilización que el aparato eclesiástico, a lo largo de la historia, había hecho de él para bloquear el progreso humano o legitimar opresiones políticas. Por eso a veces le sacaba de quicio esa especie de presunción con que los superiores de la Obra aludían al Concilio, como a algo muy superado por el espíritu de la Obra y en ocasiones peligroso para la ortodoxia.

Había mantenido algunas discusiones en Pamplona y en las convivencias veraniegas sobre este asunto, pero le habían parado los pies las suficientes veces como para desalentar su ilusión por compartir públicamente esa renovación cristiana. y lo que aún era peor, había empezado a sentirse más inseguro de lo que habitualmente estaba y a construirse una especie de autocensura mental con la que él mismo se asfixiaba.

Por ello, un año antes, había tomado una decisión, fruto de largos soliloquios y una sincera conversación en Madrid sobre su posición intelectual en la Obra. Tal como él se sentía entonces, no sentía el menor interés en formar parte de ese cuadro de filósofos conservadores, seguros y ortodoxos, que giraban alrededor de la Obra y que, en su opinión, se limitaban a seguir traduciendo la filosofía tomista. Tampoco tenía ganas de luchar constantemente contra la ortodoxia, entre otras razones porque el mundo que le rodeaba en Pamplona se mostraba hostil a la modernidad, y él no tenía suficientes amigos entre los pensadores ajenos a lo tradicional como para sentirse arropado en sus elucubraciones.

Contaba, sí, con sus libros y sus revistas y sus ratos de libertad, pero aquel rincón de su intimidad intelectual cada vez tenía menos que ver con lo que hacía cada día y se iba convirtiendo en un "divertimento" bastante costoso en términos de identidad personal. Por otra parte, y mientras no planteara problemas, la Obra era su hogar, un poco elemental e infantil, cierto, pero hogar al fin, y gran parte de las actividades apostólicas que compartía le parecían muy interesantes y atractivas. Le atraía especialmente aquel empeño de llevar la ilusión y el cariño al mundo rural de los curas y los maestros de pueblo que la Obra efectuaba en Navarra y en el que participaba con frecuencia.

La decisión que tomó fue consecuencia de esas vivencias y de nuevos acontecimientos en el apostolado de la Obra. Los superiores de España habían recibido la indicación del Padre de montar una red de colegios como punto de partida del apostolado entre la juventud. Ya no era tan fácil como en los primeros años conseguir vocaciones en la universidad, y había que coger a los niños desde más pequeños. Por otra parte la experiencia del colegio en Bilbao se había revelado como positiva para atraer hacia la Obra a padres y madres de los medios burgueses, y hasta había cola, ahora que la Obra estaba de moda, para pagar las cien mil pesetas del depósito que se exigía como entrada en el flamante colegio de Somosaguas de Madrid.

Era necesario formar gente especializada en pedagogía y administración educativa para dirigir todo aquello. De eso se encargó especialmente la universidad de Navarra.

Mariano, que siempre había alimentado sueños de esa naturaleza y que se había autoconvencido en sus dudas vocacionales a base de pensar en el gran esfuerzo docente de la Obra para ilustrar y dar luces a las grandes masas, consideró que aquello podía salvarle de sus conflictos. Al fin y al cabo la pedagogía, la administración educativa, eran ciencias instrumentales y no parecía haber en ellas conflictos ideológicos graves. Ya estaba harto de que su profesión, su filosofía, le planteara constantes problemas personales. De modo que solicitó especializarse la nueva perspectiva y, a tal fin, eligió una tesis doctoral de organización escolar. Ambas decisiones fueron bien recibidas por los superiores.

Don Teodoro, que había asistido como último asidero espiritual y fraternal a sus luchas, se alegró mucho de la nueva situación.

-Ya verás, Mariano, cómo esta nueva ilusión te renueva y te devuelve esa sonrisa andaluza que has ostentado siempre-le dijo la tarde en que Mariano fue a despedirse de él, camino de Londres.

Los superiores habían autorizado su estancia en la universidad inglesa como medio de adquirir esas nuevas habilidades, ya que en el ambiente universitario gozaba de gran predicamento la tradición pedagógica de las islas británicas. Mariano dedicó horas al inglés, que ya leía discretamente, y a partir de entonces, y durante tres años, simultaneó la docencia navarra con prolongadas estancias en la capital inglesa.

La casa de la Obra en Londres estaba situada en una pequeña calle que daba a Bayswater Road, frente a Hyde Park. Era una de las muchas construcciones idénticas, con cuatro pisos formados por pequeñas habitaciones alrededor de una escalera. Allí vivían y trabajaban los miembros de la Comisión regional. Había pocos mayores ingleses, y todos eran ya sacerdotes. Mariano pasaba prácticamente el día en el Instituto de educación de la universidad y, cuando volvía a casa, era para rezar, ver televisión y participar de la tertulia o alguna reunión piadosa. A medida que su inglés mejoraba, mejoraban también sus relaciones con los colegas universitarios, que, en aquellos meses no lectivos, se dedicaban a escribir, a estudiar y a darse esa buena vida que Mariano diagnosticó como ingrediente sustancial de los humanistas ingleses, gente que sabía pasar una tarde entera en torno a unas jarras de cerveza, hablando de lo divino y de lo humano, y que apreciaban las películas, las obras de teatro y, sobre todo, las mujeres.

Mariano recordaba que, en el segundo de los tres veranos en que repitió la experiencia, había conocido a dos mujeres especialistas en pedagogía pertenecientes al Movimiento de Liberación Femenina, y cómo protestaban contra el machismo del mundo académico, que apenas les dejaba otro lugar que la enseñanza y el cuidado de los niños pequeños, en reproducción literal de su papel doméstico.

Aquellas tres estancias en Londres marcaron profundamente a Mariano y le hicieron mucho más tolerante, más inseguro en sus convicciones y, sobre todo, más propicio a las influencias de culturas ajenas a la suya. Conoció algunos clérigos protestantes, varios economistas marxistas y un sinfín de personajes diversos que utilizaban como él el Instituto de educación de la universidad para ampliar estudios durante el verano, participar de los cursillos de renovación pedagógica o simplemente llenar unas horas de las vacaciones en aquella atmósfera universitaria. Mariano pasaba largos ratos en la Biblioteca del Instituto e incluso había conseguido, a partir del primer verano, un cierto status distinguido, que le daba derecho a un pequeño despacho donde podía fumar, cosa prohibida en las salas comunes.

Estudió a fondo los nuevos métodos pedagógicos, y sobre todo las técnicas de administración escolar, que, en aquellos tiempos, procedentes en especial de Estados Unidos, dominaban el mundo de la expansión educativa.

Como él, había otros profesores venidos de todos los países de la Commonwealth inglesa y algunos europeos. Y aunque en la residencia de la Obra el mensaje ideológico era el mismo, Mariano se daba cuenta de que el contexto plural de la vida inglesa hacía que sus hermanos actuaran con mayor moderación en sus apostolados. Todavía se recordaba allí un incidente ocurrido durante una estancia del Padre, en que éste insistía repetidamente en que la Obra abriera un Colegio mayor en Oxford, sin importarle los obstáculos institucionales ni los requisitos previos y calificando de sectarias a las autoridades que se oponían a su prisa. Al final, el Padre tuvo que aceptar la peculiaridad del mundo inglés e incluso, según le dijo a Mariano un cura español que llevaba allí cierto tiempo, excusarse con un intermediario en esas gestiones con quien se había insolentado.

A pesar de su dedicación preferente a los temas pedagógicos, Mariano leía y conversaba de muchas otras cosas. En Londres empezó a interesarse por la política, por la estética e incluso por la sociología, que en la Obra, por mandato expreso del Padre, estaba severamente contraindicada. La sociología era una des mitificación de los valores y convicciones sociales de tal fuerza que, por aquellos años, muchas instituciones confesiona1es, no sólo católicas, la habían desterrado de sus centros docentes. El Padre, alertado por su instinto de ortodoxia, como le dijeron a Mariano, se había dado cuenta del gravísimo peligro para la fe que suponía y había prohibido expresamente la entrada en las casas de la Obra de libros de sociología, sobre todo de sociología religiosa.

Pero Mariano contaba con un permiso de lecturas prohibidas que le concedía mayores libertades. El tal permiso le había traído más de un disgusto pues, si él se mostraba sincero en la confidencia y comentaba en ella que este o aquel libro le habían originado dudas sobre determinadas partes de la doctrina católica, el superior de turno, a poco que fuera celoso, cuestionaba la autorización. Como Mariano, en su madurez, había ya decidido que la fe era una cosa y la teología otra, y como tenía un instinto de curiosidad intelectual muy desarrollado, rechazaba interiormente esas censuras, aunque, a veces, en momentos de depresión, aquella formidable conspiración de ortodoxia apelando a su lealtad filial le podía. Pero en Inglaterra se sentía protegido por la indiferencia y el menor control de los superiores locales, y la especialización pedagógica que venía buscando se transformó en un nuevo paso hacia el vacío de la especulación intelectual sin fronteras. No obstante, los malos ratos comenzaron casi en seguida de su regreso definitivo a España. Porque también su nueva tesis, aparte los aciertos técnicos, reconocidos por los superiores, contenía expresiones que no gustaron a éstos, y pronto volvió a encontrarse en el callejón sin salida del que creía haberse librado al abandonar la especialización filosófica.

De aquella situación le sacó una carta de Roma que le fue comunicada en Madrid y en la que el Padre solicitaba su concurso para organizar ]a nueva universidad de la Obra en América. Se reanimó de golpe. Aceptó en seguida la idea, pasó unos días en Málaga con sus padres y se dispuso a dar el salto hacia una nueva ilusión, eliminadora de pasados conflictos. La Obra valoraba su trabajo. El Padre sabía que él era íntimamente un hombre fiel a su vocación, y todos los claroscuros de conciencia quedaban iluminados por la nueva misión.

El avión de lberia había dejado ya Bogotá. Faltaban tres horas para llegar a Lima, y Mariano se quedó dormido. Despertó justo a tiempo para ponerse el cinturón y escuchar las instrucciones previas al aterrizaje. Eran las once de la mañana, hora de Lima, aunque para su cuerpo fuese siete más tarde. Pero se hllaba completamente despierto, concentrado en su nueva aventura, paladeando cada reacción, cada novedad.

Desde la ventanilla, los arenales de la costa peruana se veían nítidamente. En el aeropuerto le esperaba Eugenio Jiménez, el delegado del Padre en la Comisión regional de la Obra en Perú y dos personas más a las que no conocía. En el camino a la Residencia comprobó que una de ellas era un español y la otra un peruano. La residencia situada en el barrio de Miraflores, una de aquellas prolongaciones de la Lima colonial edificada por la burguesía ciudadana a semejanza de los suburbios norteamericanos. Muchos jardines, chalets variados y, de vez en cuando, un centro comercial o una torre.

Le recibió Vicente Pazos, consiliario de la Obra, al que había visto en Madrid días antes. Después de comer se encerraron en un salón de la casa, antigua y destartalada mansión cedida por un peruano adinerado. Volvieron a hablar de los temas centrales relativos a la nueva fundación. Durante el Concilio Vaticano, el obispo de Piura había interesado al Padre en la creación de una universidad en su diócesis. Piura, al norte del país, a más de mil kilómetros de Lima, era una rica zona agrícola y minera, cuya clase acomodada veía año tras años marchar a sus hijos fuera de la región para cursar estudios superiores. El estado había montado allí escuelas de agronomía y economía, pero bien pronto aquellos centros de escasa calidad técnica se habían convertido en focos de agitación comunista.

Años atrás, el cardenal norteamericano Spellman había donado cierta cantidad de dinero para crear una universidad católica y la familia Romero, formada por terratenientes y comerciantes de origen español, se declaró dispuesta a apoyar la iniciativa con terrenos y dinero. Un supernumerario, decano de la universidad católica de Lima, podía ser el primer rector. Ricardo Rey, que así se llamaba, estaba harto de presenciar la creciente fuerza del estamento estudiantil en las decisiones académicas, cosa que le horrorizaba, pero que el resto de las autoridades de su centro parecían aceptar pasivamente. Por eso quería abandonarlo, y sabía que la nueva universidad de la Obra compartiría su punto de vista.

Mariano, a quien habían proporcionado ya datos en Madrid, había confeccionado un proyecto del futuro centro y una estrategia de desarrollo del mismo, que, por consejo de Navarra, consultó antes con un funcionario español de la Unesco, especialista en Latinoamérica y antiguo miembro de la Obra, llamado Díez Hochtleiner.

Terminada la reunión, llevaron a Mariano al lugar donde viviría, una casa más pequeña, destinada a alojar a compañeros más jóvenes y a estudiantes pensionistas y situada en una edificación similar del mismo barrio. Le asignaron la mejor habitación de la casa, y el director, José Ramón, un coruñés que le conoció en España, le recibió con grandes muestras de alegría.

Apenas pudo dormir aquella noche. Extrañaba el cambio de clima -casi era ya verano y él venía del duro invierno madrileño-, los sonidos que llegaban de los jardines, llenos de pájaros, que poblaban la zona y, sobre todo, tenía la imaginación llena de cosas nuevas.

A partir del día siguiente inició el desarrollo de la operación. Tuvo una primera entrevista con Ricardo Rey y con otro supernumerario, Fernando, que, como arquitecto, trazaría el proyecto de edificación. Eugenio Jiménez, el delegado del Padre y responsable inmediato de la fundación, explicó en detalle la faceta legislativa del proyecto. Debido a la gran expansión demográfica y al crecimiento de las clases medias,

Perú sentía una avidez universal por los centros de enseñanza superior. El gobierno, para ordenar de alguna manera aquello y evitar los abusos de algunas entidades privadas, que únicamente pretendían hacer dinero o mera política, había decidido que sólo mediante una ley votada en el Parlamento se podría crear una nueva universidad. Había, por tanto, que iniciar un recorrido por las dos Cámaras y convencer a senadores y diputados de la viabilidad y conveniencia de la suya.

Días después, Eugenio, Ricardo y Mariano volaron a Piura. Durante las tres horas del viaje no vieron más que costa y más costa arenosa, con la excepción de algunos valles agrícolas originados por los ríos que nacían en la cordillera andina. Especialmente árido era el desierto de Sechura que, con más de trescientos kilómetros de diámetro, terminaba justamente al comienzo del valle del Piura.

Aquel había sido un buen año desde el punto de vista agrícola, como le explicó uno de los hermanos Romero que acudió a recibirlos. Y cuando el año es bueno, la ciudad y la zona prosperan y se alborozan, para compensar los años malos que, con más frecuencia de la deseada, forman el ciclo fatalista de la agricultura piurana. Mariano se encontró en una ciudad de corte colonial cuya plaza, flanqueada por la catedral y el hotel de Turistas, presentaba ese aspecto bullanguero de las ciudades cálidas. Mucha gente, ruido, polvo, y esa multitud de niños harapientos, limpiabotas o mendigos, cuya imagen perseguiría a Mariano mucho tiempo después. Se alojaron en el hotel y, durante tres días, desarrollaron una gran actividad. Les llevaron a los terrenos que la familia Romero había donado, un trozo de desierto al filo de la "Urbanización Norte", donde los agricultores acomodados habían edificado algunas villas de lujo.

Dieron conferencias en el centro cultural y en algunos colegios, e intimaron con los iniciadores del proyecto, con el obispo a la cabeza. Mariano fue el que más gasto de discursos y explicaciones hizo. Se había dado cuenta muy pronto de que Ricardo era hombre de pocos vuelos intelectuales y escasas dotes oratorias, todo lo cual quedaba compensado por su capacidad de organización y su sentido práctico de ingeniero. De modo que multiplicó sus intervenciones y empezó a familiarizarse con esa cortesía y buenas maneras de la sociedad criolla, amiga de la formalidad y la corrección en el decir, que a veces le recordaba el mundo de la burguesía andaluza.

Apenas tenía tiempo de reflexionar ni cuestionar sus propias reacciones, tan prendido se encontraba en el ritmo vertiginoso de los acontecimientos y la gran cantidad de novedades.

De regreso en Lima, y después de un fin de semana en que le llevaron de excursión por las playas cercanas, se dispusieron a iniciar la batalla política.

Por influencia de la ciudadanía local, los senadores y diputados de Piura habían decidido hacer causa común para defender el proyecto, alejándolo así de las luchas partidistas que, en aquel año como en los anteriores, habían desprestigiado y dividido tanto el Parlamento. Pero el gobierno sentía un gran recelo ante las iniciativas culturales sin fundamento técnico. Mariano pudo conocer al presidente Belaúnde y a algunos altos funcionarios merced a la coalición de amigos de la Obra existente en Lima. Desde que, diez años atrás, los dos primeros miembros de la institución arribaron al país, su clientela estuvo garantizada, como le explicaron a Mariano, por el buen número de colegios de curas y monjas españoles que había en Lima. Los alumnos eran hijos de la burguesía ciudadana, y pronto se presentó alguna vocación juvenil.

Conoció también a José Agustín, un abogado y profesor, rico heredero de fundas y predios, quien, con sus amigos más católicos, formaba parte del grupo de peruanos que se agrupaban en torno al Instituto de cultura hispánica y veían en la España del régimen una continuación de la tradición católica en la que ellos habían sido educados. Para su formación tradicional, la Obra era el súmmum de la modernidad, con esas características de eficacia y pragmatismo que la sociedad criolla envidiaba en el vecino anglosajón del norte. José Agustín presidía la sociedad civil titular de las actividades externas de la Obra, que sería la protagonista, como peticionaria formal y persona jurídica interpuesta, de la universidad de Piura. Pero el papel principal en la guerra de influencias lo representaría un español.

Poco a poco, Mariano entró asimismo en el apostolado que la Obra realizaba entre los casados y visitó los hogares de los supernumerarios. El modo de actuación se parecía mucho al utilizado en España. Los supernumerarios eran más aficionados a la comodidad, menos duros consigo mismos que los españoles, y los superiores de la Obra no tenían manera de trastrocar sus amables vidas criollas. Incluso algunos de los numerarios se habían aficionado a la grata hospitalidad de las familias del grupo, y entraban y salían de sus casas, que casi todas las noches se convertían en lugares de encuentro amistoso, convites y copas. Uno de esos hogares pertenecía a Isidoro Reverte, ingeniero español que representaba en Perú los intereses de los Fierro. Como buen conocedor del paño, el grupo financiero español se había puesto en contacto en seguida con los políticos locales, e Isidoro tenía buenos amigos en el Apra, que, como le explicó despacio un día a Mariano, dominaba el Parlamento y tenía mucha influencia en la legislación.

De la mano de Isidoro, Mariano conoció a senadores y diputados apristas, que se convirtieron en valedores principales de la "Operación Piura" en el Congreso legislativo. Durante los meses siguientes, la actividad del grupo promotor de la universidad se centró en tres puntos: planear el campus universitario y mantener vivo el interés piurano con viajes frecuentes a la ciudad, negociar las ayudas financieras y tratar con los políticos la aprobación de la ley.

Mariano se dedicó principalmente a este último aspecto y llegó a ser muy conocido en los pasillos del Parlamento. Concedió diversas entrevistas de prensa y, en una de ellas, hubo de hacer frente a las pesquisas de un periodista joven y muy perspicaz, que planteaba la "Operación Piura" como una coalición Apra-Opus para favorecer los intereses imperialistas de los Estados Unidos, citando a ciertos financieros norteamericanos que habían prometido su ayuda. Mariano sabía menos que él de la cuestión y tuvo que preguntar luego en casa de qué se trataba. En realidad habría de pasar tiempo antes de que averiguase algo de lo que, a la larga, quedaría incluido en la urdimbre de sus futuros problemas en Perú. La zona de Piura contenía reservas petrolíferas pertenecientes a la Standard Oil Company, que controlaba la producción y distribución del carburante en el país. Los ánimos políticos estaban muy alterados en aquellos días porque, desde la izquierda, se acusaba al gobierno Belaúnde de entreguismo. El Apra no había tomado partido declarado. Para entonces, eran ya notorias sus relaciones con el capitalismo norteamericano, pese a su nunca arriada bandera populista y reivindicatoria.

Mariano visitó los campos petrolíferos y entró en contacto con algunos ingenieros norteamericanos en aquellas excursiones alrededor de Piura que cada cierto tiempo realizaban para hacer propaganda de la universidad. Muy poco a poco, empezó a darse cuenta de por dónde iban los tiros. En una reunión pública celebrada en un sindicato, los obreros, dejando de lado sus explicaciones sobre pedagogía u organización del futuro centro, le preguntaron insistentemente sobre los lazos de dependencia de la nueva universidad, algo que en aquel momento no supo relacionar con el gran impulso anticolonialista que circulaba entre el pueblo. Una tarde advirtió algo de ello cuando, al visitar Talara, ciudad costera, averiguó que era necesario un permiso de la Standard Oil para entrar en determinadas zonas y que aquel procedimiento sublevaba el patriotismo de los peruanos.

Pero su dedicación a la meta principal y lo complicado de los muchos asuntos que llevaba entre manos apenas le dejaban tiempo para reflexionar sobre todo aquello, y sólo más tarde comprendió y analizó muchas de las cosas a las que entonces había prestado una atención superficial.

A los cuatro meses del comienzo de esas actividades, se programó un acto simbólico. El grupo promotor de la universidad sería recibido por el Padre en Roma. Mariano y Eugenio ]iménez les acompañaron. Al regreso, ambos, juntamente con Ricardo Rey, harían algunas gestiones en Estados Unidos.

Realizar ese viaje para visitar a monseñor Escrivá constituía la ilusión de todos los supernumerarios. Los superiores de la Obra esperaban que el encuentro calentase el ánimo de todo aquel grupo, pero la estancia en Roma resultó menos fructífera de lo previsto. El Padre, según supo Mariano, estaba muy ocupado con las cosas del Vaticano y apenas pudo dedicarles unos minutos, en los que tampoco se mostró demasiado elocuente. Eugenio tuvo que dedicar mucho tiempo y paciencia a consolar a algunos de los supernumerarios, que esperaban algo más. El problema se resolvió con la visita subsiguiente a la universidad de Navarra, donde sí fueron muy atendidos y agasajados y donde vieron por sus propios ojos aquella primera realización universitaria de la Obra que ellos debían reproducir en Perú.

A la vuelta, Mariano, Eugenio y Ricardo pasaron por la costa este de Estados Unidos. El Manhattan de los rascacielos y el Washington de los edificios públicos tuvieron para los viajeros atenciones inesperadas. Un numerario, Manolo Barturen, les había conseguido una entrevista nada menos que con el vicepresidente del gobierno. Humphrey los recibió en las torres del Waldorf Astoria de Nueva York y comentó muy elogiosamente la iniciativa de la Obra de cooperar al desarrollo latinoamericano. Sus buenos oficios y los de otros amigos influyentes les abrieron también algunas puertas del Departamento de Estado, y sostuvieron varias conversaciones con funcionarios de la Ayuda exterior. Nada sustancial consiguieron entonces, aunque, al regresar a Lima, recibieron la visita de un representante de inversiones americanas con propósitos filantrópicos. Según se enteró Mariano, era costumbre de la burguesía latinoamericana invertir sus ahorros en dólares para protegerse de la inflación nacional. Agentes de compañías norteamericanas recorrían las ciudades importantes del cono sur ofreciendo sus servicios al efecto. A veces eran perseguidos por los gobiernos, que pretendían así evitar la constante evasión de capitales, pero, en general, sus actividades quedaban impunes. Lo que quería el agente en cuestión, que representaba a la I.O.S., quizá la más famosa compañía mundial de depósitos, era anunciarles que el proyecto de la universidad de Piura había sido seleccionado como beneficiario de una ayuda de 25.000 dólares en la periódica actividad filantrópica que esa compañía, como otras, ejercía en los países clientes. Les anunció una visita posterior y aprovechó la ocasión para hacer propaganda de sus servicios.

El grupo promotor de la universidad quedó muy satisfecho con la aportación, que venía a unirse a tantas otras en trámite. El proyecto universitario se beneficiaba de un privilegio fiscal entonces vigente, gracias al cual cualquier donación recibida podía ser considerada como gasto deducible, al triple de su valor, por la empresa donante. Así se consiguieron materiales de construcción, muebles y ayudas en metálico.

El problema principal seguía siendo la autorización parlamentaria. Después de un informe del gobierno, las Cámaras habían incluido el proyecto de ley en su agenda, y Mariano, a los pocos meses de su estancia en Lima, había aprendido ya a intuir los vaivenes del proceso.

En junio se dio un paso verdaderamente importante con la introducción de la discusión en el calendario parlamentario. Los ánimos políticos estaban muy exaltados con el asunto de la renovación del contrato de concesión petrolífera a la Standard Oil. En los periódicos menos simpatizantes con el gobierno se temían cláusulas ocultas que consumaran la virtual dominación, por unos años más, de la multinacional norteamericana sobre la energía nacional.

El Parlamento hervía de comentarios cuando el presidente viajó a Talara y firmó el convenio de concesión. Bien pronto se denunció la existencia de un acuerdo complementario secreto. El caso de la página 11, como se conocía el tema, por haber desaparecido supuestamente esa hoja del borrador del contrato oficial, comenzó a conmover la opinión pública. Mientras tanto, una última presión de toda la representación parlamentaria piurana, que había sido convencida sobre la eficacia del grupo promotor por la actividad de los últimos meses, logró la aprobación de la ley autorizando la universidad, primero en la Cámara de diputados y luego en el Senado.

En el mes de julio la Obra abría su primera residencia en Piura. Una mañana de agosto, mientras Mariano escuchaba la radio en la residencia después del desayuno, quedó sorprendido por un comunicado. El general Velasco Alvarado había dado un golpe de estado, expulsando del país al presidente Belaúnde y suprimiendo la actividad parlamentaria. La ley de autorización de la universidad de Piura había sido la última en recibir la sanción del disuelto Congreso.

Los días posteriores fueron de gran excitación nacional. El general Velasco, en una alocución inmediatamente posterior, informaba al país de la ocupación "manu militari" de las instalaciones de la Standard Oil y proclamaba la fecha como "Día de la dignidad nacional". Su voz ronca dejaba transparentar una emoción especial, y a Mariano le daba la impresión de estar escuchando a un hombre convencido de su misión histórica. En un primer momento, nadie esperaba del golpe de estado mayores cambios que los típicos en la política de vaivén normal en aquellos días. En Perú, el golpe militar significaba un recurso tradicional de la oligarquía para frenar la presión creciente de las clases populares. Durante una inmediata estancia en Lima, Mariano escuchó los comentarios de los supernumerarios y amigos de la Obra, un tanto desconcertados. Aquel golpe no encajaba en la tradición anterior. El general Velasco, a quien algunos llamaban desdeñosamente el cholo de CastilIa para aludir a su humilde nacimiento en una barriada de Piura, empezaba a desorientarles. Hablaba de ruptura con el coloso del norte, nombraba colaboradores de notoria ideología izquierdista, atendía reclamaciones y viejos agravios populares.

Bien pronto se vio que se trataba, por vez primera, de una verdadera asunción militar del cambio. Se supo que mandos militares habían sido lentamente adoctrinados por intelectuales y líderes políticos contra su tradicional papel conservador y estimulados a tomar en sus manos la tarea de devolver la soberanía al pueblo peruano y de aportar la tan deseada distribución de la riqueza. El gobierno militar nombró asesores y les hizo redactar leyes revolucionarias. Las autoridades de la Obra compartían los temores de su clientela, mayoritariamente burguesa. Y no se sintieron demasiado tranquilas cuando el cardenal de Lima y la conferencia episcopal avalaron la revolución, meses después del golpe.

Había demasiados eclesiásticos jóvenes en obras sociales y pocos en la administración de sacramentos, a juicio de monseñor Orbegozo, un numerario que había arribado a Perú como sacerdote, que había accedido al obispado y dispensaba su amistad a los hacendados del norte del país, donde tenía su diócesis.

-La Iglesia peruana -pontificaba ante sus amigos y amigas de la burguesía mirafloriana una noche en que cenaba con Mariano en casa de un beneficiario de la Obra- está peligrosamente cerca de avalar el nuevo estado de cosas, del mismo modo que antes no supo sino legitimar la oligarquía. Lo difícil, pero lo necesario, era la neutralidad política y el puro apostolado evangélico.

En el camino de vuelta a la casa, Mariano trató de discutir con él esa idea, con poco éxito, porque Orbegozo tenía una bien probada fama de hombre seguro de sí mismo y de poco amigo de dar su brazo a torcer.

Días después, el gobierno revolucionario publicó un texto legal sobre la cuestión universitaria y, al enumerar los centros reconocidos, incluyó ya a la universidad de Piura. Todos respiraron tranquilos, y Mariano regresó a Piura para planear en detalle los cursos y las asignaturas del primer año, que se pensaba inaugurar, con edificio nuevo, en la próxima apertura académica de abril del 68.

Su vida en los meses siguientes fue más tranquila. Piura, casi al lado del ecuador geográfico, tenía unos amaneceres violentos, y a las doce de la mañana el sol era abrasador. La actividad ciudadana empezaba muy temprano y, a mediodía, la gente regresaba del campo o de sus ocupaciones a refrescarse y dormir la siesta. Los piuranos habían aprendido el ritmo pausado de la civilización del sur y tenían un modo amable de convivir. Por ello y por la riqueza relativa de la ciudad, le habían nacido a ésta grandes barriadas suburbiales, donde se amontonaban en míseras viviendas sucesivas oleadas de emigrantes venidos de todas partes, en especial de la cercana serranía. El contraste entre riqueza y pobreza, lujo y miseria, quedaba sin embargo atenuado por la bondad del clima y por aquellos tiempo empezaba a debilitarse, gracias a que la expansión de la ciudad había creado muchos empleos administrativos, originando así una pujante clase media.

Mariano se encontró a gusto en ese nuevo ambiente donde, por vez primera desde su llegada a Perú, tenía tiempo incluso de estudiar. José Ramón, el coruñés, otros dos numerarios y Mariano componían la dotación de la nueva residencia, a la que pronto atrajeron amigos para escuchar el mensaje de la Obra. Lo que descomponía un tanto a Mariano eran las continuas invitaciones a la intensa vida nocturna piurana. El calor diurno animaba a las familias a una alegre jarana vespertina, donde se bebía y se conversaba hasta altas horas de la noche. Mariano no tenía hábito de trasnochar, pero bien pronto tuvo que acostumbrarse. Poco a poco, los de la Obra introdujeron la siesta en su plan de vida y, para mantenerse en forma física, Mariano y José Ramón se inscribieron en un club cercano, donde jugaban al tenis y se chapuzaban durante las horas de mayor canícula. El periódico local, propiedad de uno de los benefactores de la universidad, les abrió sus páginas, y Mariano contó en ellas, en larga relación de artículos, todo lo que suponía el nuevo proyecto. Se habían adjudicado las obras de la universidad, y un rito obligado de todas las tardes consistía en ir a ver subir los muros del primer edificio.

Mariano preparaba los textos y las asignaturas del área de humanidades, que, con un primer curso de ingeniería, serían los dos primeros núcleos de la universidad. A tal fin, trató de familiarizarse con los estudios de secundaria y visitó la mayoría de los colegios. Le impresionaron las grandes unidades escolares del Estado, que albergaban a miles de niños, expresión plástica de la demografía de un país joven como Perú, la mitad de cuya población tiene edades inferiores a veinticinco años y crece a un ritmo superior al tres por ciento anual. Los salesianos y los jesuitas mantenían colegios para la burguesía y la clase media, y el padre Ramón, el joven director del último, un español acriollado, fue transmitiéndole su experiencia. Mariano se aficionó a charlar con él, en contra de ciertas cautelas de los superiores, que no veían bien aquella intimidad con los antagonistas eclesiásticos de la Obra. También intimó con un joven pastor protestante norteamericano, licenciado en filosofía por Berkeley, y con diversos intelectuales y líderes políticos locales. En largas charlas, discutían los asuntos del país, la enseñanza, el futuro de la zona. Los hombres de letras, y en especial los profesores de la universidad estatal, habían acogido con entusiasmo la revolución velasquista y ponían en ella sus esperanzas, por tanto tiempo frustradas, de igualdad, de progreso, de libertad, en contrapartida a los temores de los hacendados locales.

La reforma agraria, primera de las acometidas por el nuevo gobierno, estaba en boca de todo el mundo, y resultaba una experiencia muy curiosa visitar un día al patriarca Romero, dueño de fundos, y al siguiente, a uno de aquellos intelectuales progresistas. El temor del viejo a las expropiaciones rompía su visión paternalista de una sociedad rural, en la que el terrateniente era director, capitalista y jefe del clan.

-La gente está hecha para obedecer -le decía a Mariano-, y ya verá usted cómo, cuando se encuentren dueños de la tierra, van a acabar peleándose los unos con los otros.

El viejo Romero combinaba una filosofía pesimista con apelaciones nostálgicas a su duro pasado, hecho de laboriosos esfuerzos por cultivar aquellos arenales, baldíos cuando él los adquirió. Mariano, sin embargo, se sentía fascinado por el espectáculo de la reivindicación popular, muchas veces retórica, pero cargada de acentos conmovedores. Un día, comentando con el negro Juan, que cuidaba las pistas del. club de tenis, aquellas novedades, le preguntó si no sería más fructífero para todos obligar a los propietarios a obedecer las leyes laborales, en vez de suprimir su propiedad.

-Usted es muy joven, doctor, y no conoce esto. Pero nosotros sabemos de antiguo que el rico no se baja del caballo por su pie. Hay que voltearlo a la fuerza- le contestó.

Se aficionó a presenciar aquellas largas contiendas sobre el futuro de la economía peruana, y de la mano de Jorge, un viejo sindicalista que les había ayudado en los primeros pasos de la instalación de la casa, fue palpando las tensiones que desde tiempo inmemorial crecían soterradas en aquellas tierras, la lucha de clases campesina, que, como una vez le explicó un ingeniero agrónomo, puede ser la más sangrienta de todas. Luego, en la residencia, relataba aquellos encuentros, pero los otros numerarios no se mostraban en absoluto interesados en escucharle. Estaban básicamente preocupados por preparar la inauguración y asentar el apostolado de la Obra entre aquellas familias pudientes que les habían acogido con tanto calor. Ya funcionaba un círculo de San Rafael para sus hijos y se confeccionaban las listas de los futuros alumnos. Mariano, sin embargo, se encontraba en un estado de ánimo peculiar. Sentía un natural agradecimiento por aquellos amables benefactores de la nueva institución universitaria, y lo pasaba bien en su compañía. Pero toda su formación intelectual, su curiosidad, le empujaban continuamente a hacerse cuestión de lo que presenciaba.

Fue a pasar las Navidades a Lima, y su nueva actitud no pasó desapercibida. Le empezaron a gastar bromas en la residencia por aquel interés nuevo que le había nacido por Perú. "Pero es que vosotros no parecéis daros cuenta de que están pasando cosas, de que la historia se desarrolla ante nuestras propias narices, y que es importante", les decía sin éxito. Los superiores de la Obra hubieran preferido que no variase el anterior estado de cosas, pero, sustancialmente -se temían- el general Velasco iba derecho al socialismo. Meses antes había pasado por allí un numerario que vivía en Chile y se había declarado asustado por lo que planeaba Allende. Una tarde, Mariano fue a pasear con un ingeniero con el que había simpatizado particularmente. Julio había sido aprista militante, y ahora se acercaba a la Obra con ánimo de remendar su sentido religioso y resolver sus problemas afectivos.

-Lo que no puedo entender, Mariano, es que la Obra predique el mensaje evangélico y al mismo tiempo cuente entre su clientela a la gente más reaccionaria de Lima. Yo no estoy muy seguro de la revolución, pero basta abrir los ojos para darse cuenta de que este país está controlado por unas cuantas familias y que la gente del pueblo, ni siquiera la clase media, soportará más tal control oligárquico.

Mariano trató de defender el apostolado de la Obra, pero Julio no le dejó:

-Fíjate si os veo anticuados que hasta mis antiguos enemigos, los jesuitas de la Católica, me parecen modernos al lado vuestro. Y voy a participar en un seminario organizado por ellos en que distintos profesionales vamos a discutir la situación actual con los documentos del Vaticano II y de la conferencia de Medellín.

Si algo había que sacase de quicio a los de la Obra era nombrar la conferencia de Medellín, donde algunos obispos latinoamericanos habían cuestionado la posición de la Iglesia en la sociedad sudamericana, alentando así las nuevas actitudes de una gran parte del clero joven.

Pero el suceso más importante en su biografía le ocurrió días después de las vacaciones. Se había reunido todo el equipo promotor y se daba cuenta de la marcha de las gestiones. El consiliario de la Obra dio lectura a un documento por el que el Padre encarecía la ortodoxia religiosa de la nueva universidad y prohibía que sacerdotes ajenos a la Obra intervinieran en ella.

-Como sabéis -les dijo-, el Padre ha aceptado nuestra petición de ser canciller de la universidad de Piura.

Mariano les hizo ver que, en aquel momento de ardor nacionalista, no se vería con buenos ojos que un extranjero no residente en el país recibiera tal nombramiento. Pero su comentario fue ignorado, e incluso notó un especial brillo beligerante en los ojos del consiliario. Cuando se empezaron a discutir las asignaturas y los textos, Mariano presentó su propuesta, que incluía un curso de análisis social.

Les explicó que era muy importante que los universitarios tomaran conciencia de 10 que estaba pasando en el pafs, y que la universidad no podía permanecer de espaldas al asunto.

-Así actúan las demás - concluyó.

Su propuesta indignó a la mayoría, y en especial a Eugenio, que le previno de los peligros de la sociología, como enseñaba el Padre, y le vino a decir que se empezaba por ahí y se terminaba enseñando marxismo.

-¿Pero bueno! -se insolentó Mariano-. ¿Vosotros creéis que podemos pasarnos la vida ignorando lo que ocurre a nuestro alrededor? ¿Creéis que podemos montar un centro de enseñanza para cultivar la filosofía tomista, rodeado de barriadas donde malviven miles de personas?

Siguió así en su perorata, encendido de cólera, sacando fuera todo lo que en aquellos meses se le había acumulado dentro. Los demás lo escuchaban en silencio, asustados, pero al final Eugenio sentenció:

-Pues si así piensas, no hay sitio para ti en esta universidad.

Se disolvió la reunión, y Mariano se alejó de la residencia, caminando sin rumbo. No acababa de creer en la última frase. Él había sido elegido por el Padre para fundar la universidad, estaba dando lo mejor de su ilusión para ponerla en marcha, y ahora resultaba que una preocupación de ortodoxia de los superiores podía situarle literalmente fuera de juego. ¿Sería verdad que la Obra no era sino una institución medieval, con sólo los suficientes símbolos de modernidad para no asustar a los capitalistas, como le dijo una vez Julio? ¿Sería posible que a los superiores no les importara nada la sinceridad, excepto para enterarse en detalle de las veces que uno había sentido tentaciones contra la pureza? Y en particular, como se temía constantemente, ¿sería necesario que para seguir en la Obra tuviese que mentir a los demás y, sobre todo, mentirse a sí mismo?

Regresó a su residencia limeña y se dirigió directamente a su cuarto, tumbándose en la cama. No pasó por el oratorio porque, desde hada unas semanas, ni siquiera le consolaba la vida interior.

Empezaba a acostumbrarse a resolver sus conflictos a base de neutralizarlos con la pura acción, el ir y venir de las gestiones, y tenía miedo de quedarse a solas consigo mismo mucho rato porque estaba seguro de que tomaría una decisión que luego a lo largo se reprocharía. Y lo malo era que no había llegado a entablar verdadera amistad con nadie de la Obra en Perú para sincerarse por completo. De ahí a la depresión, a la neurosis no había más que un paso, le había dicho una vez un psiquiatra inglés cuando, años atrás, había comentado con él en Londres los problemas de identidad de grupo. "El precio que hay que pagar por pertenecer a una organización confesional y mantener la estabilidad psicológica es renunciar a pensar por cuenta propia. Si se quiere mantener una actitud crítica, una de dos, o te transformas en un cínico o vas de neurosis en neurosis.. Por eso, la gente tiende a alejarse de esos tinglados, que bastante difícil es ya el juego de la identidad propia en la familia, en el trabajo..."

Ahora, en Perú, trataba de aferrarse a la solidaridad afectiva de la Obra, a las tareas en común, para compensar aquella disociación ideológica. Pero las cosas habían llegado a un punto en que no sabía qué hacer.

Al día siguiente, solicitó ver al consiliario, quien, al recibirle, trató de restar importancia al asunto:

-Necesitas descanso. ¿Por qué no te vas unos días a Piura?

Sacando fuerzas de flaqueza, le contestó:

-Mira, Vicente, me siento muy impresionado por todo lo que estoy viviendo aquí y creo que necesito quitarme de en medio algún tiempo. Como volver a España es caro e incómodo y, de aquí a la inauguración de la universidad en abril no me necesitáis demasiado tiempo, he pensado en una estancia en la universidad de Harvard. Allí dan unos cursos de administración educativa que me interesan para mi tesis, y el vivir en la residencia no será difícil de arreglar.

El consiliario prometió darle una contestación rápida. Al día siguiente le confirmó su aceptación y le dio una carta para el director de la residencia de Boston.

Mariano llegó una mañana de febrero al aeropuerto de Boston y se dirigió a la residencia que la Obra tenía en Cambridge. Se trataba de un chalet con jardín a quinientos metros de la plaza central de la universidad y a escasamente diez minutos de la Escuela de educación.

Había conocido superficialmente en Pamplona a Carl Schmitt, el director, un filósofo de su misma edad, que presidía a una docena de numerarios jóvenes que estaban haciendo allí los estudios internos. Algunos iban también a clase en la universidad, aunque, según pudo comprobar Mariano en seguida, existían en la residencia bastantes prejuicios contra la enseñanza harvardiana y, en especial, contra los nuevos modos de comportamiento de la juventud.

Mariano se zambulló en la Escuela de educación, donde le permitieron incorporarse a unos cuantos cursos y seminarios, y apenas fue molestado en la residencia. Supuso que la carta del consiliario peruano contenía recomendaciones sobre su necesidad de descanso y sosiego.

Poco a poco, al interesarse en las actividades universitarias, se le fueron alejando los recuerdos del reciente pasado. Hacía excursiones por New Eng1and con los chicos de la residencia y se familiarizó con una de las zonas más prósperas de la costa este de Estados Unidos. En Boston había además un sinfín de actividades culturales, y aunque se hallaba bastante a solas consigo mismo, recompuso sus nervios y encontró de nuevo gusto en la oración y en la especulación intelectual sin fronteras. Sin embargo, se decía a sí mismo con frecuencia, su peculiar situación no tenía fácil arreglo. Un cura mejicano que habitaba en la residencia, de los primeros de la Obra en su país, le recomendó que tratara de alejarse de aquellas actividades corporativas que le resultaban conflictivas y solicitara, como habían hecho otros, vivir tranquilamente en una universidad civil. Le puso el ejemplo de un numerario mayor, profesor de física en el MIT, que había solucionado así sus problemas.

-¡Hombre, para ese viaje no necesito alforjas!- repuso Mariano-. Yo no entiendo la vocación si tengo que pasarme la vida separando mi actividad en compartimientos estancos. Y no he entrado en la Obra para convertirme en un profesor célibe, que vive sus manías de espaldas a la realidad. Yo quiero, y eso me dijeron al ingresar, llevar un mensaje de doctrina y esperanza a un gran número de personas en medio del mundo, sin pedir les que renuncien a sus ilusiones humanas y, sobre todo, a su raciocinio. Y me temo que sea difícil, ahora que el Padre está haciendo una apuesta tan fuerte contra la modernidad. Pero, en fin, ya me estoy hartando de hacerme cuestión constantemente de todo. Cualquier día voy a explotar.

Aquella conversación encrespó más que tranquilizó a Mariano. Sin embargo, el golpe de gracia en su estancia americana lo constituyó un documento que se recibió del Padre puntualizando la doctrina papal sobre la píldora. Mariano había conocido en la Escuela de educación a un cura de origen italiano que preparaba una tesis histórica. El cura, con quien alguna vez almorzara en la cafetería, le había relatado su estancia reciente en Roma, donde había oído todos los chismes eclesiásticos sobre la confección de la "Humanae Vitae". Sin sospechar la identidad de Mariano, le dijo que se comentaba mucho cómo, después de que la mayoría de los expertos habían votado a favor de la admisión de la píldora, el fundador del Opus había tenido una entrevista con el Papa, al que había amenazado con los castigos del cielo. Como resultado, el Papa había aceptado el voto negativo de la minoría. A Escrivá se le había sugerido que no volviese a aparecer más por el Vaticano.

Transmitió a Carl Schmitt la historia, que se negó a creerla, aunque le dio a leer el papel que el Padre había mandado sobre el control de la natalidad. El documento, según lo iba leyendo, le pareció extremadamente duro. Ponía a los confesores y directivos de la Obra en la situación de negar los sacramentos y el tradicional consuelo cristiano al pecador, algo que rebasaba incluso los términos de la encíclica papal. Mariano acababa de leer un largo artículo en una revista católica americana, escrito por un sacerdote, que se dolía de la dureza y la incomprensión vaticana respecto a la vida afectiva y sexual y en el que contaba su experiencia y la de otros sacerdotes, que habían decidido no hostigar inútilmente a las parejas que obraran de acuerdo con su conciencia en el tema. La diferencia entre el tono comprensivo y la profundidad psicológica del autor del artículo y el exabrupto de Escrivá se le hacía bien patente y, guiado por aquel instinto de contradicción que se le estaba desarrollando tan agudamente, escribió una carta al Padre sobre el asunto. No la franqueó, a la espera de hacerlo desde Perú, y a partir de entonces, casi todos los días le añadía algo, hasta que se convirtió, a finales de marzo, en un memorial de más de cincuenta páginas, donde ponía por escrito sus críticas a la postura doctrinal de la Obra.

A los pocos días, regresó a Lima. Antes había recibido información de que la universidad de Stanford, en California, solicitaba profesores bilingües de educación, por tiempo limitado, para sus programas latinoamericanos. Guardó la documentación entre sus papeles, sin hacerse demasiada cuestión del por qué.

A su llegada, todos los miembros de la Obra estaban enfebrecidos con la próxima inauguración de la universidad. El dueño de una compañía de aviación había regalado unos cuantos pasajes al mes en el vuelo Lima-Piura, y el equipo promotor iba y venía ultimando los detalles. Al llegar a la ciudad norteña, Mariano sintió el hormigueo de la responsabilidad al ver terminado ya aquel primer edificio, en cuyo diseño pedagógico había intervenido y que empezaba a llenarse de muebles y de gente. Se habían abierto dos residencias más, una para la Sección femenina y otra para estudiantes, porque algunos limeños cercanos a la Obra habían visto el cielo abierto al poder alejar a sus hijos de las universidades de la capital y ponerlos en manos de la institución. Mariano llegó a tiempo de participar en los exámenes de admisión, en que se seleccionarían cien de entre cerca de quinientos candidatos. Acababan de llegar dos numerarios más de España para completar el cuadro de profesores, y toda aquella excitación volvió a liberarle de su desasosiego interior. Al llegar el día de la inauguración, cientos de invitados se congregaron primero en el palacio arzobispal, donde se ofició una misa solemne, y por la tarde en el flamante nuevo edificio. Representantes de los diferentes estamentos ciudadanos se agruparon en torno al consiliario de la Obra, que suplía la ausencia del gran canciller. El rector pronunció un discurso vibrante y se cantó el himno nacional. Desde días antes, la Prensa, la radio y la televisión local habían subrayado la importancia de la fecha, y el propio presidente Velasco, hijo predilecto de Piura, mandó un mensaje de congratulación. Por la noche, en diferentes sitios, los miembros de la Obra y sus amigos festejaron el éxito, y un grupo de estudiantes inició la tradición de rondar con música a la esposa e hijas del rector.

Mariano sabía que llegaría el momento en que tendría que plantearse su continuidad en la empresa. Él había ostentado el título de prorrector 'ad tempus' de la universidad, algo que aludía a su posición de cofundador y gestor en los tiempos iniciales. El Padre le había indicado que debería permanecer en Perú tanto tiempo como se le necesitase para ponerla en marcha, y él no estaba muy seguro de lo que deseaba hacer. Instintivamente, sabía que, si se quedaba y se consagraba a las tareas universitarias, iría salvando su conflicto, sin mayores problemas. La vuelta a España le llevaría, estaba seguro, a un inmediato esclarecimiento de su situación en la Obra, algo que le causaba cierto miedo. Pero días después resolvieron por él la cuestión.

-Se ha recibido una nota de Roma -le dijo el consiliario- en la cual se te indica que te vayas a España.

-Pero ¿irme del todo, o cómo...? -preguntó.

-La nota no dice más. Supongo que al llegar a Madrid te lo aclararán. A nosotros sólo nos corresponde obedecer-concluyó el consiliario -, aunque nos gustaría que te quedaras más tiempo para consolidar la Universidad. A pesar de tu manera de pensar -terminó confesándo1e-, has sido el principal instrumento en esta fundación.

Mariano sintió un ramalazo de ira subirle a la cara y dijo casi gritando:

-¿De modo que sólo se trata de mi eficiencia? ¿Es que no puedo conseguir que nadie en la Obra se comporte como si fuera mi familia?

Mientras bajaba las escaleras hacia la puerta de la calle, iba diciendo en voz alta: "¡No lo entiendo, no lo entiendo!"

Ya en su residencia, se dirigió al oratorio y se quedó un rato sentado frente al altar. Se fue tranquilizando, mientras repetía una y otra vez, casi sin darse cuenta. "Señor, ¿qué pretendes de mí?"

Al día siguiente, más calmado, sostuvo una conversación con Eugenio, durante la cual trató de averiguar más datos acerca de la decisión. No obtuvo ningún éxito, de manera que se dirigió a la oficina de Iberia y reservó un pasaje para España. Se dio luego un paseo por la plaza Bolívar y subió por el Jirón de la Unión hasta la plaza de Armas. Iba despidiéndose de las calles que, durante su época limeña, habían sido testigos de sus visitas al Congreso, a los organismos oficiales, a las casas de los amigos influyentes. Sintió una cierta pena y una indefinible sensación de tristeza. Le dio la impresión de que no formaba parte de aquello, pero tampoco estaba seguro de pertenecer a ningún otro lugar.

Se había encariñado con Perú, en él había tenido vivencias importantes y, sobre todo, la conciencia de su protagonista de algo que, con todas sus ambivalencias, se convertiría en un fragmento de la historia de aquel país.

Su aventura peruana, apretada de acontecimientos en un período relativamente corto, había dilatado igualmente sus horizontes vitales. Ya no volvería a ser, aunque quisiera, un académico convencional, mero testigo del comportamiento ajeno. Compartir los espasmos de libertad de un pueblo joven, asistir a los gritos de rebelión de quienes se sentían oprimidos por otros más fuertes, había sido una experiencia importante. En España, no le cabía duda, su pertenencia a la Obra le marcaba como miembro más o menos activo de la clase dominante. Cuando pensaba en España desde su nueva conciencia, se daba cuenta de que los españoles que podrían entender y compartir aquellas vivencias se encontraban justamente en el bando de enfrente, formando parte de aquella heterodoxia que la gente mayor de la Obra tantas veces le había enseñado a reconocer. Por eso, en aquel momento, se sentía apátrida en el peor sentido de la palabra. Su patria espiritual, la Obra, le iba marginando lentamente de su seno a fuerza de no reconocer aquella renovación que se producía en él. Y daba igual el sitio: Madrid, Pamplona, Lima o Boston. Las residencias de la Obra, con su énfasis en la observancia del mensaje de Escrivá, un mensaje cada vez más vuelto de espaldas a la modernidad, le asfixiaban. Pero tenía la impresión de que en España sería peor. Hacía ya más de un año que faltaba del país, pero se lo imaginaba. Por lo menos en América, gracias a la pluralidad institucional de la vida anglosajona o al calor revolucionario del Perú contemporáneo, un numerario intelectual como él encontraba un contrapunto a la presión de la casa en el lenguaje de la calle.

Pero en España, donde tanta gente identificaba a la Obra con la supervivencia del franquismo y donde años de censura habían reducido el diálogo social a un cuchicheo arriesgado, se temía lo peor.

Por una presión sentimental del consiliario, había renunciado a mandar al Padre aquel memorial que había ido confeccionando con sus dudas y sus críticas. "En el archivo de Roma ya hay bastante mierda", le había dicho Vicente Pazos, en una especie de petición fraternal de no aumentar innecesariamente las cargas del Padre.

No se resistió a la petición porque tenía la sensación de que, más pronto o más tarde, con aquellos argumentos o con otros, tendría que plantearse la crisis, ahora que volvía a España.

Con ese ánimo tomó el avión. La mayoría de sus amigos supernumerarios, parte del equipo promotor y hasta el propio rector Rey creían que su alejamiento sería temporal y, en el aeropuerto, media docena de ellos le porfiaron mucho para que no les dejara solos con el lío y volviera pronto. Al fin y al cabo, había encarnado desde su llegada la nueva fundación de la Obra en el país y había sido, en muchas ocasiones, el sostén de sus desánimos.

Otra razón de que se doliese de aquel exabrupto de Eugenio, cuando le negó, por razones doctrinales, un puesto en aquello que sentía tan hijo suyo, paternidad que nadie, salvo los superiores de la Obra, desconocía.

Todavía tenía cercano el recuerdo de aquella condecoración que había recibido en la embajada de España, fruto de la gestión de unos amigos, y a cuyo acto, al que el embajador invitó a personalidades del mundo intelectual y académico peruano, no quiso asistir nadie de la Obra. Incluso le acusaron entonces de culto a la personalidad, apoyados en la teoría de que las cosas de la Obra pertenecen a todos y nadie en particular debe apropiarse de una partícula de gloria humana. Pero a Mariano le fue humanamente imposible desairar aquella distinción que premiaba la labor de un español en beneficio de Perú y de la que, en el fondo, se sentía satisfecho.

Aquella anécdota, igual que su discusión con el consiliario cuando éste pretendió que los artículos del periódico que Mariano escribía los firmara un peruano perteneciente a la Obra, le vinieron a la memoria mientras el avión despegaba.

Era de noche, y quedaban diecisiete horas de vuelo. El cansancio de las últimas horas le rindió, y un par de vasos de vino que bebió en la cena aflojaron sus tensiones hasta que sobrevino el sueño.


Capítulo anterior Índice del libro Capítulo siguiente
Los insomnios de Antonio (1958-1967) Los hijos del Padre La huída