Los hijos del Padre/El diario de Mariano (1953-1958)

LOS HIJOS DEL PADRE


CAPÍTULO 3. EL DIARIO DE MARIANO (1953-1958)


En su habitación del hotel Bayren, después del baño relajante y del reposo subsiguiente, Mariano Anaya deshizo lentamente la maleta. Tras ordenar la ropa en los armarios, dejó encima de la mesa el montón de papeles que siempre le acompañaba: el último libro de Castañeda, aquel "bestseller" americano sobre brujería que devoraban los californianos ilustrados, tres revisas, dos españolas y una francesa, los "papers" de la reciente conferencia sobre educación en el Tercer Mundo a la que había asistido y cuyos documentos aún no había tenido tiempo de leer completos. En una bolsa marrón, a la que él llamaba el cajón de los recuerdos, Mariano llevaba consigo una veintena de pequeñas agendas, algo de lo que no se separaba nunca cuando cruzaba el Atlántico en uno u otro sentido. Aquella bolsa no se apartaba de él, y su contenido jamás se había incorporado ni a la habitación repleta de libros y objetos que tenía alquilada en el barrio madrileño de Argüelles, ni al estudio que compartía con otro español en el campus de la Universidad de Stanford. El cajón de los recuerdos guardaba simplemente la suma de las agendas donde, desde 1953 en adelante, había apuntado su diario acontecer. La costumbre formó parte de su primer adoctrinamiento en el Opus cuando, casi recién "pitado", llegó a Roma. Y aunque las páginas aparecían principalmente llenas de citas, recordatorios y planes, daban también testimonio, en abreviaturas personalísimas, de los pensamientos y propósitos que se le ocurrían en aquellos tres minutos de examen nocturno que todo numerario debe llevar a cabo antes de acostarse.

No sabía cómo, pero, año tras año, había vencido la tentación de tirar la agenda del año anterior. Y cuando dejó la Obra y efectuó aquel apresurado balance de papeles que debía conservar o destruir, las conservó todas. Menos afortunado fue el fichero de papeles espirituales que los superiores del Opus de Perú, intuyendo sin duda su futuro, habían distraído de sus efectos cuando salió de Lima en aquella Navidad del 68. El fichero contenía ideas propias y ajenas, toda su reflexión biográfica desde que, años antes de pertenecer a la Obra, había adquirido la costumbre de sentarse frente a una cuartilla para dar salida a su espontaneidad mediterránea, en prosa o en verso.

Todos los años, durante los ejercicios espirituales, releía el fichero y añadía algo más. Le divertía y a veces le emocionaba leer sus pensamientos a los dieciséis, a los veinte, a los treinta años, desde perspectivas posteriores. Al abandonar la Obra y sufrir aquel vuelco radical de su personalidad, no había tenido ocasión de releerlo a causa de aquel hurto furtivo de los Opus limeños, pero las agendas, aunque menos explícitas, le ponían en contacto con su pasado cuando le apetecía llenar de nostalgia algunas soledades. Pero generalmente estaba lleno de presente y de futuro, de ilusiones nuevas y proyectos originales. En sus cinco años de nueva vida, había abierto todas las puertas que antes no se había atrevido a franquear resueltamente y había profundizado en todos los aspectos de la vida que antes le habían sido menos accesibles. Por eso se sentía como nueva y cotidianamente nacido y se conservaba joven de espíritu, aunque a veces le fallara el cuerpo. Sin embargo, en ciertos momentos peculiares de su estado de ánimo, metía la mano en la bolsa de las agendas y rememoraba alguna etapa de su vida anterior.

Mariano Anaya había abierto los ojos a la vida en la Málaga inmediatamente posterior a la guerra civil. A sus diez años, en 1941, calentaba su cuerpo en los soleados patios del colegio de los maristas, cercano a aquella casa de la calle Carretería, en la Málaga antigua, donde su padre tenía un comercio de ultramarinos y en cuyo piso alto habitaba la familia. Era una familia alegre y jaranera. Mercedes, la madre, una granadina casi gitana, había enredado a Miguel Anaya mientras éste cumplía la "mili". Nada más terminarla, se casaron. Pronto murió su padre y Miguel se hizo cargo del negocio, que en aquel entonces, 1930, era apenas un puesto de higos, altramuces y frutos secos en mitad de lo que más tarde ocuparía el flamante comercio. Poco a poco, con tenacidad, la pareja fue expandiendo su territorio y, al nacer Mariano, alquilaron el piso de arriba. La guerra no les afectó mucho, aunque una bomba que explotó cercana interrumpió el segundo embarazo de Mercedes y, con él, su futura fecundidad. Mariano se crió entre un vecindario de gente vocinglera y cantadora y formó parte de una banda de críos que interrumpían sus horas colegiales para ir a cazar gorriones a la Alameda. Pero lo que le fascinó muy pronto fue el mar. En invierno o en verano, pero sobre todo en las vacaciones de julio a septiembre, se pasaba las horas rondando el Mediterráneo. Si hacía buen tiempo, se bañaba con otros chavales en el puerto.

Con frecuencia le sorprendía la noche persiguiendo cangrejos por entre las rocas, y muchos domingos se quedaba dormido después de comer hasta las tantas, en su orificio roqueño favorito, que había descubierto con otros amigos al cabo de tanta correría. Le llenaba de vida el aire salitroso, el perfume de las algas y cuando, en las tardes de fiesta, los hombres de mar freían espetones y se los comían con pan y sal, siempre conseguía que le invitaran a su festín. Disfrutaba de una libertad casi animal. Sus padres, no demasiado seguros de que la vida escolar fuera buena para su hijo, protegían aquella libertad y disfrutaban viendo disfrutar a la chavalería. En los dos últimos veranos de su segunda enseñanza, había asistido a los campamentos del Frente de Juventudes en Chapas de Marbella y allí, entre los pinos y el mar, había gozado tanto como en Málaga y conocido chicos de otras ciudades y pueblos de Andalucía. Le caían bien los instructores de Falange, sencillos y elementales, con sus consignas de patriotismo y vida dura, y un cura joven que hacía las veces de capellán logró interesarle en la lectura. Mariano se entendía a las mil maravillas con el libro de las mejores poesías de la lengua castellana que el cura le prestó y, un domingo, ganó un concurso de poesía en honor de la Virgen de agosto.

Cuando, en la ceremonia de bajada de bandera, después del toque de corneta, Mariano recitó su verso a la Virgen ante todo el campamento, el corazón se le salía por la boca. El verso empezaba así: "Un travieso querubín / de la corte celestial/ quiso plantar un jardín / de maravillas sin fin / en el valle terrenal. / y con retazos del manto / de nuestra Virgen María, / compuso una sinfonía / de luz, fragancia y encanto / que se llama Andalucía.

Aquella tendencia poética le indujo a una cierta introversión. Aunque continuaba participando en los juegos y correrías de sus amigos, en plena crisis de pubertad, emprendió su camino hacia el mundo interior. Se aficionó a pasar el tiempo solo y a devorar cuantos libros caían en sus manos. En el último curso de bachillerato, un brote de pleuresía le obligó a pasar dos meses en cama, y sus padres le traían libros y más libros. Superado el examen de estado, propuso a su padre ir a Granada a estudiar Filosofía. Los Anaya no entendían de carreras ni de universidades, pero sabían ya, por instinto paternal, que Mariano no iba a continuar encerrado en el portal de los ultramarinos. Pidieron consejo al director de los maristas, y éste favoreció sin la menor vacilación los deseos de Mariano. Había sostenido meses antes una charla con el muchacho en la que había sondeado sus posibilidades de hacerse religioso y, aunque Mariano no se había mostrado muy partidario, algo en su actitud y sus palabras le había hecho pensar que el chico se orientaba de alguna manera hacia la vida espiritual. A la hora de elegir lugar para vivir, también el hermano marista les había orientado hacia una residencia abierta por el Opus en Granada, de la que tenía las mejores referencias. Se hicieron las oportunas gestiones y, en aquel octubre del 51, Mariano aterrizó en el Carmen de las Maravillas, un trozo de historia granadina restaurada por el Opus como centro de actividades apostólicas. La decoración era una mezcla de andalucismo y seriedad castellana, y Mariano se encontró muy bien en los patios y jardines del Carmen. Disfrutaba asimismo de sus clases de filosofía,. literatura y latín.

Durante el primer curso, apenas le dieron los del Opus más instrucciones que las de comportarse como buen cristiano, cosa que él hacía naturalmente y sin esfuerzo, entre otras cosas porque su sensualidad estaba muy contenida y sublimada por su vena poética. Al segundo curso, apareció por el Carmen un cura castellano, don Teodoro, que le entendió muy bien y orientó sus aficiones hacia la mística religiosa. Muchas tardes, encaramado en la verja del carmen entre naranjos y limoneros, con la vega de Granada a sus pies, leía a san Juan de la Cruz, y las palabras del fraile modelaban aquellas extrañas ansias de soledad y ruptura con lo material que se le habían despertado en su última época de colegial. El "Cántico espiritual" le producía especiales desasosiegos y una inquietud similar a la que don Teodoro le explicaba como previa a la unión mística. La figura de Jesús, el deseado del "Cántico", fue tomando fuerza en su vida. Mariano comulgaba con frecuencia diaria y, después de la misa, se quedaba ensimismado en el oratorio, paladeando las palabras de la tradición eucarística: "Adoro te devoto latens Deitas...", o las del fraile castellano: "Ad6nde te escondiste, amado, y me dejaste con gemido. Como el ciervo huiste, habiéndome herido, salí tras ti clamando y eras ido".

La vida introvertida de Mariano, su carencia de amigos y su escasa sociabilidad eran los obstáculos que los directores oponían a don Teodoro cuando éste les animaba a invitar a Mariano a entrar en la Obra. Pero porfiando, don Teodoro lo consiguió, y Mariano apenas puso inconvenientes. La intuición de don Teodoro fue acertada, porque la observancia y docilidad de Mariano se convirtieron en modélicas. Apenas le costaba dar su brazo a torcer y, absorto en sus averiguaciones espirituales, aprendió en seguida a dejarse manejar por los superiores. Incluso hizo algunas amistades en la facultad con propósitos estrictamente apostólicos y, al encargársele que diera un círculo para chicos, sorprendió a todos haciendo una comparación entre los puntos de Camino relativos a la infancia espiritual y la tradición mística española.

A finales de curso, se recibieron en Granada instrucciones para que un miembro de la Obra de esa zona se incorporase el próximo octubre al Colegio romano, y el consejo local de la residencia, que no contaba con mucha gente dispuesta para cambio de vida tan importante, decidió preguntar a Mariano. Accedió sin mayor demora. Aquel verano explicó a sus padres el nuevo plan y les tranquilizó respecto a la continuidad de sus estudios. Mayor tranquilidad recibieron los Anaya del hermano marista, quien se creyó obligado a pintarles la vocación de la Obra con tintes muy positivos. Él apenas sabía nada de ella, pero había escuchado al obispo auxiliar, don Emilio Benavent, un elogio de esta nueva organización, a la que consideraba como la fundación divina para estos tiempos, de la que España, suelo del fundador, debía sentirse orgullosa.

Los Anaya dispusieron el ajuar de Mariano e incluso hicieron dispendios extra para costear su viaje por tren a Roma. Un 10 de septiembre, llegó a Madrid y, en la residencia de la Moncloa, se unió a la expedición de veinticinco numerarios que marcharían dos días después hacia el Colegio romano. Por primera vez sintió Mariano una cierta incomodidad al comprobar que algunos de sus hermanos se asemejaban muy poco al ideal del hombre contemplativo que él se había forjado. Pero, al ver el buen humor imperante, se tranquilizó y achacó su mal pensamiento a ese espiritualismo exagerado que don Teodoro a veces le criticaba.

La expedición atravesó Francia e Italia en vagones de tercera y, en esos dos días de viaje, Mariano apenas hizo otra cosa que leer y rezar. Los de su vagón aprendieron a respetar su silencio y su compostura y esa manera vaga de fijar su atención en los campos y montañas del camino. Al llegar a Roma, era de noche. Les esperaban en la estación con una furgoneta, que hubo de hacer tres viajes hasta el número 73 de la calle Bruno Buozi, el palacete del barrio Parioli, casa central de la Obra y sede del Colegio romano. Se distribuyeron por las habitaciones con literas del tercer piso.

A la mañana siguiente, después de rezar Prima, recibir una plática y oír misa, pasaron a un comedor donde se apretaban más de cien numerarios. Desayunaron e, inmediatamente, los recién llegados pasaron a otra sala. Allí Mariano escuchó de labios de un italiano delgado una explicación sobre lo que significaba venir al Colegio romano, estar cerca del Padre y de la sede del Papa, y la responsabilidad que recaía en ellos de hacer bien sus estudios. En la sala había una amplia mayoría de españoles, pero con ellos se mezclaban algún italiano, dos mejicanos, dos norteamericanos y un alemán.

Les expusieron también el horario, que consistía en ir por la mañana al Ateneo Angélico, donde los dominicos preparaban para los grados eclesiásticos, y, por la tarde, concentrarse en la formación interna.

Al día siguiente, Mariano pasó por dirección, como todos, y José Luis Massot, un sacerdote catalán, le comunicó el nombre del numerario al que debía hacer su confidencia semanal, un tal Tomás, vallisoletano, así como su labor en el Colegio romano, consistente en organizar y fichar la biblioteca, junto con tres compañeros. Al final de la conversación, José Luis concluyó bromista:

-Espero que serás el primer gran canonista andaluz.

-¿ Canonista? - preguntó sorprendido Mariano -. En Granada me dijeron que iba a seguir estudiando filosofía o teología.

-Pues no - afirmó más severo José Luis -. La Obra necesita gente con mentalidad jurídica para las labores de dirección y hemos pensado que, si tu carrera civil es ya la filosofía, será mejor que aquí estudies derecho canónico.

Mariano salió del cuarto desconcertado, con una sensación de abatimiento tal que se le derrumbó la ilusión que le había animado. Nunca había gustado de leyes ni de códigos. Al contrario, había soñado que en Roma se fortalecerían su vocación metafísica y su gusto por la mística.

Nada más empezar las clases, y a pesar de que su familiaridad con el latín le permitía seguirlas más fácilmente que la mayoría, se sintió fuera de lugar. Ante un auditorio clerical, veteado por los trajes de calle que vestían los numerarios de la Obra, los frailes dominicos se esforzaban por presentar la Iglesia como una gran organización, estrictamente regulada por normas cuya evolución histórica había sido sabiamente conducida por la providencia. Ante los ojos de Mariano se desplegaba el espectáculo de la cristiandad, con Papas administradores en lucha con los poderes civiles, con las colonizaciones culturales de países nuevos y, sobre todo, con esa insistencia en los ritos litúrgicos, el buen hablar con Dios, que decía un viejo fraile francés. En el diario ir y venir de Bruno Buozzi al Angélico, Mariano comentaba aquellas cosas con los otros numerarios. Sólo Emilio, un filósofo como él, sevillano, compartía prudentemente su decepción.

Tomás, el director espiritual de Mariano, trataba de hacerle ver las ventajas de semejante etapa en su formación y, poco a poco, terminó renunciando a su lucha interior contra el derecho y se acopló al rutinario estudio de las leyes de la Iglesia.

A los pocos días del comienzo del curso, el Padre bajó a la tertulia desde sus habitaciones del tercer piso. Cerca de doscientos numerarios se apiñaban en la sala, la mayoría sentados en el suelo. El Padre llegó acompañado de sus dos custodios, Alvaro del Portillo y Javier Echevarría. Alvaro, además de procurador general de la Obra, era el encargado, según el derecho interno, de corregir las faltas espirituales del Padre. Y Javier, su secretario personal, de corregir las externas. El Padre se sentó, abrazó al que tenía más cercano y comenzó a hablar:

-La vida en la Obra no tiene sentido sin orden, sin jerarquía. Habéis venido aquí a aprender a trabajar juntos, a subordinar vuestra iniciativa a los criterios corporativos, a haceros uno con la cabeza. El Señor os ha llamado para que compongáis esa burocracia interna que es garantía de unidad y de eficacia. Vuestros hermanos, los que cada día salen a la calle en su diario afán de santificarla, se apoyan en vuestro anonimato, en vuestro servicio. En la Obra, los superiores somos servidores de los demás, a quien hemos de proporcionar doctrina, apoyo y consejo a través de la obediencia fraternal que vivimos. Y así como nuestras casas serían cochiqueras, sucios cuarteles o conventos si nuestras hermanas no se entregaran completamente a ese oficio divino de la administración, a esa entrega anónima de la limpieza y la cocina, nuestros apostolados serían veletas sin norte si nosotros no renunciásemos a nuestra aventura personal para garantizar continuidad y dirección a la empresa.

El Padre hablaba con fuerza, con convicción, y todos le escuchaban atentamente. Mariano sentía una cierta satisfacción en conocer al Padre, pero no participaba de ese entusiasmo y esa ceguera admirativa que la mayoría de los numerarios demostraban hacia el fundador. Había aprendido en sus libros de mística que el sendero hacia el Absoluto se caminaba desapegándose de las criaturas, incluso de los guías espirituales, y no tenía ningún interés en que ni el Padre ni nadie ocupara en su corazón un lugar absorbente que detuviera la corriente de fusión con Dios.

A mediados de curso, le llamaron de la Secretaría del Padre para decirle que éste quería verle por la tarde de un día de mayo. Se había ido acostumbrando poco a poco a la vida en el Colegio romano. Tras la rutina de las clases matutinas en el Angélico, asistía a las charlas de formación por las tardes y, sobre todo, pasaba muchas horas en su cargo de la biblioteca. Había encontrado pequeños tesoros de espiritualidad cristiana, que leía con fruición, por ejemplo una colección de místicos orientales en latín que habían regalado recientemente. Como nadie ponía trabas a su afición, leía mucho, e iba componiendo un fichero de frases e ideas preferidas, a las que a veces añadía comentarios. En la confidencia semanal, explicaba a Tomás esas esperanzas de su alma, y el director, que al principio trató de llevarle por caminos más pragmáticos y comunes, terminó por aceptar las aficiones de su dirigido e incluso habló elogiosamente del caso en el Consejo local, cuyo director, José Luis Massot, despachaba habitualmente con don Álvaro para darle cuenta de la marcha del Colegio romano.

Mariano subió puntualmente los escalones que separaban el Colegio romano de la villa del Consejo y fue introducido en una galería, la galería del Fumo, como la llamaban, porque allí iban a fumarse un pitillo entre horas los directores. Estaba amueblada, como todo, con ese estilo sobrio, mezcla de "Remordimiento" castellano y casa de burguesía francesa que imperaba allí. Entró el Padre gritando: "¿Dónde está ese hijo mío de la mística andaluza?" Mariano, confuso, aceptó los abrazos y el beso del Padre y el sillón donde le hizo sentarse a su lado. El Padre empezó a contarle su afición a santa Teresa y a san Juan de la Cruz y cómo en su primera etapa sacerdotal, antes de que el Señor le inspirase la Obra, había sentido el impulso de hacerse carmelita y encerrarse en un convento para cantar las alabanzas de Dios.

-Pero Él no lo ha querido. Ha dispuesto cargar a este burro de noria con una misión en medio del mundo, "nel bell mezzo de la strada", como dicen aquí. Pero entre tanto afán apostólico, lucho por no perder el centro... Ven conmigo. Y dirigiendo a Mariano por entre los pasillos de la villa, le llevó a su oratorio privado y encendió las luces. Colgada del techo encima del altar lucía la famosa Columba, aquella paloma hecha de oro y piedras preciosas, en cuyo buche se abría un pequeño sagrario donde estaba reservado el Sacramento. Después de permanecer en silencio unos segundos, el Padre mostró a Mariano la Columba y le dijo en voz alta:

-Hijo mío, aquí está nuestra razón de vivir. Si amas a Jesús sacramentado y te haces un sagrario viviente, todo irá bien.

Mariano salió conmovido de aquella escena y la impresión le duró mucho tiempo. Había reconocido un aspecto de la personalidad del Padre que le resultaba atractivo, y ése fue su principal asidero durante los ratos más cansados y aburridos de su estancia en Roma.

Los domingos, mientras unos cuantos se dedicaban al deporte en un estadio cercano y otros hacían turismo romano, él se fue construyendo un itinerario de la Roma eclesiástica. que recorría generalmente en compañía de Emilio, el filósofo andaluz. Éste le hacía ver la sucesión de estilos y de organización del culto, mientras Mariano, que se estaba convirtiendo en un experto en liturgia eucarística, curioseaba por los archivos y bibliotecas de las iglesias, merced a la general buena voluntad de los párrocos que los recibían.

En las tertulias del Colegio romano, se comentaban las cartas que cada uno recibía de sus países o ciudades respectivos, generalmente con mención de los últimos "pitajes" o de la expansión de la labor. El 19 de marzo, además de renovar la oblación y festejar al Padre, los numerarios se reunían para hacer la lista de San José, donde cada uno apuntaba los candidatos "pitables" que encomendaría especialmente ese año. Se discutían los nombres y, finalmente, se recitaba una invocación a san José, para terminar rezando las Preces. La falta de comodidades y de dinero hacía que los alumnos del Colegio romano vivieran con gran intensidad esas alegrías apostólicas, ya que apenas había otras. De vez en cuando les pasaban una película, en ocasiones se servía algún postre extra, y repicaba a fiesta cada vez que el Padre les traía unos paquetes de tabaco con los que incrementar la magra ración individual que tenían asignada. El horizonte intelectual de aquella vida se centraba en el estudio, el perfeccionamiento de la docilidad y la sumisión de la inteligencia, algo que el Padre englobaba en la idea de infancia espiritual. Muy pocas veces se hablaba de política o de otro tipo de exigencias culturales, entre otras cosas porque no se recibían periódicos ni revistas, salvo muy esporádicamente. En alguna tertulia, el Padre hablaba de política eclesiástica, generalmente para alabar o criticar a personas e instituciones, y muy pocas veces se permitían conversaciones sobre temas polémicos.

Una tarde asistió a la tertulia Florentino Pérez Embid, que pasaba por Roma y delante del Padre, empezó a contar sucesos y, sobre todo, a exponer sus opiniones sobre la política española. El Padre le interrumpía casi constantemente, tomándolo a broma, aunque al final le consoló diciendo a todos:

-Este hijo mío lo está haciendo muy bien en su servicio a la Iglesia desde la vida pública.

Mariano, absorto en sus soliloquios, no paraba mientes en esos temas, aunque, a fuerza de oírlo repetir, se le iba metiendo en la cabeza la idea de una "élite" intelectual, fermento de la sociedad civil, que, para ejercer su magisterio, debía basarse en una doctrina segura.

Hacia finales de curso, Tomás le indicó la conveniencia de apretar también en la carrera civil. El deseo del Padre era disponer pronto de gente preparada también en el aspecto intelectual, porque los nuevos apostolados lo exigían. Le habló con especial interés de "La actualidad española", una revista que el Padre había encomendado a Antonio Fontán y algunos otros para extender el criterio cristiano en forma amena, y del Estudio general de Navarra, recién abierto, donde hacían falta numerarios para constituir un claustro de profesores seguro y fiable. De acuerdo con esas instrucciones, Mariano se dispuso a acelerar sus estudios de Filosofía y escribió a Granada para preguntar las fechas de los exámenes. Él se había matriculado en segundo antes de salir hacia Roma. Cuando llegó la respuesta, advirtió la incompatibilidad de fechas entre los exámenes del Angélico y los de Granada y, después de pedir consejo, se decidió a dedicar el verano a preparar los exámenes civiles de segundo. No tuvo dificultades para aprobar el canónico en el Angélico. El sistema de enseñanza y de exámenes era pueril y memorista, y apenas se necesitaba otro esfuerzo que la pura retención de datos. Todos los numerarios salieron bien librados del trance y, mientras unos cuantos volvían a España por razones similares a las de Mariano, la mayoría se retiraron a una casa que la Obra poseía en la playa, a continuar las labores de formación interna, en un ambiente menos sofocante que el "ferragosto" romano.

Mariano pasó un verano de estudio intenso. Después de permanecer unos días con sus padres en Málaga, se encerró en el carmen granadino con sus libros de filosofía. Una tarde de septiembre, a mitad de los exámenes, cayó desplomado en el camino de regreso. Dos numerarios que iban con él lo subieron a la casa. En seguida acudió el médico, que diagnosticó agotamiento. A duras penas terminó los exámenes y se marchó a descansar a Málaga, donde sus padres no sabían qué hacer para rega1arle y cuidarle. Los Anaya habían desarrollado un curioso respeto hacia su hijo, al que veían con una aureola de inteligencia y santidad, inalcanzable para ellos. Apenas se atrevían a aquellas ternuras de la niñez. Sobre todo Mercedes se sentía inferior a su hijo. Mariano no se daba mucha cuenta de aquellas tensiones, pero, a lo largo de los días de descanso, tuvo oportunidad de contar a sus padres sus aspiraciones intelectuales en el marco de la Obra Ellos le oían embobados. Desde su rutina malagueña, la nueva vida de Mariano, les parecía una gran ascensión social, a la que estaban dispuestos a cooperar como fuera, en bien de la felicidad del hijo único. Su sencillo catolicismo atizaba tales sentimientos, porque el hermano marista de la infancia del chico les veía de vez en cuando y les ponderaba la importancia de los que él llamaba los nuevos intelectuales católicos, que iban a fundamentar la España de Franco en los mismos ideales colectivos que tuvo en su Siglo de Oro, desterrando para siempre los materialismos de la reciente República. Desde la pequeña propiedad de su comercio, fabricado a base de sudores y largas horas de trabajo, los Anaya habían participado pronto en ese conservadurismo de la naciente clase media que, recién salida de las angustias del proletariado andaluz, deseaba por encima de todo la paz y el orden que permitiese prosperar su comercio, sin preocuparse de mayores complejidades sociales. Las nuevas ambiciones de su hijo les llenaban de orgullo, al ver con qué rapidez un hijo del pueblo podía mezclarse con los verdaderos señores, y no había vecina o cliente antigua que no se viera forzada a escuchar una y otra vez el relato de los éxitos universitarios de Marianito o su incorporación a aquella nueva y misteriosa organización de la Iglesia, que, como decía siempre Mercedes, son como los jesuitas pero sin miedo a enseñar los pantalones.

Mariano, una vez repuesto, volvió a iniciar el viaje hacia Roma, donde le esperaba una sorpresa. A los pocos días de llegar, don José Luis Massot le llamó a Dirección y le invitó a sentarse:

-Mariano -le dijo -, el Padre me ha encargado que te pregunte si quieres ser sacerdote. Como sabes, el sacerdocio en casa constituye un servicio a nuestros hermanos, una vocación sobreañadida, que sólo el Padre discierne y que no está en nuestras manos solicitar. Haz oración y pide luces al Señor en estos días. Contéstame cuando quieras.

Mariano salió confuso de la entrevista. El sacerdocio suponía para él una aspiración creciente, a medida que su afición litúrgica y su devoción eucarística aumentaban, pero Tomás, su director, le había sermoneado durante todo el curso anterior sobre la necesidad de contar con buenos profesionales de la enseñanza, de tal modo que ya se había acostumbrado a la idea de olvidar aquella aspiración. Y de repente, como una respuesta a sus soliloquios, esta invitación del Padre. Corrió a decírselo a Tomás.

Ambos salieron a pasear por las calles del Parioli y, cruzando el parque de Villa Borghese, llegaron a una Via Veneto que resplandecía bajo el sol otoñal, llena de tráfico, de turistas, de vida romana. Por excepción, ya que habitualmente no lo hacían, se sentaron en un café, frente a la embajada americana. Tomás concluyó de explicarle lo que durante el paseo había iniciado.

-Y como en la Obra hay que estar pendientes de las indicaciones del Padre, por muy seguros que nos sintamos de un determinado criterio, lo cambiamos con gusto cuando el superior nos lo sugiere. Basta que el Padre lo haya dicho, para que dejes de pensar en un futuro docente y pienses en el sacerdocio... Aunque estoy seguro de que no te faltarán oportunidades de enseñar, y pronto.

Tomás transmitía a Mariano una seguridad psicológica que le permitía olvidar sus dudas apenas hablaba con él. Por otra parte, el ejercicio de la renuncia del yo, que constituía la sustancia de la formación en el Colegio romano, empezaba a convertirse en una parte instintiva de su carácter. Arropado en su certeza, Mariano dejó vagar su mirada por la multitud que les rodeaba en aquella mañana luminosa, y sintió una indefinible sensación de ternura. Por un instante le vino a la memoria una frase de la última meditación que había oído al Padre: "Al ver a la multitud, no veáis rostros; ved almas, almas necesitadas de vuestro trabajo apostólico."

De regreso a Bruno Buozzi, confió a Tomás que lo único que le asustaba un poco era el pensar que el sacerdocio podía arrebatarle ese sosiego en que él tanto se complacía y que le permitía ahondar en sus aficiones intelectuales y místicas. Con su característica seguridad, Tomás le contestó que en la obediencia encontraría el mejor guía de progreso espiritual, y que no se calentara la cabeza con futuribles.

Los meses siguientes fueron un maratón de estudio, donde apenas quedaba tiempo para el reposo intelectual.

En ese curso, se había comprometido consigo mismo a terminar Filosofía en Granada, al mismo tiempo que seguiría el segundo de Canónico en Roma. Con el visto bueno de Tomás, se fabricó un horario donde cada asignatura tenía su tiempo.

Su joven cuerpo, robustecido por el descanso malagueño, apenas daba señales de vida en aquellas largas horas frente a los libros, con un crucifijo como todo consuelo y la luz de Roma entrando por una ventana grande que iluminaba su lugar favorito de estudio. Mariano era puro intelecto. Aunque distraía algo su imaginación con los paseos matutinos al Angélico, siete u ocho horas de estudio diario le sumergían en otro mundo, el mundo de las ideas, de los dogmas, de las largas argumentaciones. Los libros correspondientes a las asignaturas españolas eran todos manuales de filosofía escolástica, que él complementaba con autores seguros, recomendados por el director de estudios del Colegio romano. Poco a poco, su instintivo platonismo, que había nacido como una consecuencia de sus aficiones poéticas y místicas, iba siendo sustituido por esa coraza mental del sistema aristotélico-tomista, eje de la formación de la Iglesia y del que la Obra no se apartaba un ápice. Básicamente coincidentes los criterios del Colegio romano con los programas de filosofía de Granada, Mariano llegó a manejar con gran soltura ese modo de entender la vida, tan sencillo y compacto, que proporcionaba la filosofía perenne. Y aunque de vez en cuanto permitía a su imaginación divagar al hilo de un pensamiento menos seguro o más atrevido, como el de los místicos orientales o las divagaciones de algún filósofo marginal, la espina dorsal de su pensamiento se fortalecía.

Una mañana, mientras Emilio y él volvían juntos, como de costumbre, de las clases del Angélico, se mofaba aquél de un dominico que les había puesto en guardia respecto a la lectura directa de filósofos no católicos.

-No sé qué nos va a pasar - comentaba jocoso Emilio - por estudiar directamente la racionalidad subjetiva de Descartes o los postulados a priori; de Kant, en vez de conocerlos a través de un manual compuesto por un autor de segunda categoría. Creo que las autoridades eclesiásticas se equivocan al darnos una visión de segunda mano de los pensadores no católicos, como si los católicos, apoyados en nuestra fe, no fuéramos capaces de separar el trigo de la paja. ¿Qué otra cosa hizo santo Tomás sino construir su sistema sobre el armazón intelectual de un filósofo como Aristóteles, que teológicamente era politeísta?

-Yo creo que esa restricción se entiende en términos pastorales - arguyó Mariano -. No hay ninguna necesidad, al adoctrinar a la masa de los fieles, de matizar tanto. Al fin y al cabo, el noventa por ciento de los católicos jamás en su vida se plantearán opciones intelectuales profundas, y está claro que tampoco el noventa por ciento de los sacerdotes lo van a hacer. El cura de mi parroquia se pasa la vida sosteniendo la fe de sus feligreses, impulsándolos a frecuentar los sacramentos e iluminado sus dudas morales, consolándolos en sus desgracias. No me parece bien, por ejemplo, que, al hablarles de la libre decisión al elegir el pecado, tuviera que matizar todos los aspectos filosóficos del libre albedrío, que, como tú sabes, termina convirtiéndose en un enigma intelectual, con la doble concurrencia de la acción humana y la causalidad divina. Otra cosa es que tú y yo, que vamos camino de convertimos en intelectuales, conozcamos los argumentos del adversario, e incluso nos sirvamos del progreso científico de toda la humanidad para edificar una visión cristiana de la vida. Es probable que nos toque estar presentes, de alguna forma, en las controversias doctrinales de esta época y que, como el Padre dice, nos corresponda un papel importante en la defensa de la fe contra los nuevos modernismos. Por eso, en casa, podemos leer libros prohibidos con permiso del Padre. Pero te digo una cosa, Emilio, y es que, a pesar de todos esos argumentos, yo sigo pensando que la razón principal de nuestra adhesión interior a la fe es inexplicable, que es un misterio, y que todas las lógicas formales son incapaces de sustituir esa sensación indefinible que nos proporciona media hora de oración o los diez minutos de acción de gracias después de comulgar.

-Bueno -dijo Emilio-, puestas así las cosas, estoy de acuerdo contigo. Pero yo me refiero más bien a participar de las satisfacciones intelectuales que proporciona la lectura. Tengo la impresión de que, en la Iglesia, a nadie le preocupa los peligros de la mediocridad resultante de una vida sin aspiraciones intelectuales, y que todas son medidas para evitar los malos autores, con el resultado de que el católico medio termina por desconfiar del mundo cultural en general y dedicarse a menesteres prácticos. Si la gente sintiese la mitad de curiosidad por los temas universales que siente por los temas biográficos, novelísticos o deportivos, otro gallo nos cantara en España. Y parte de la culpa corresponde a la Iglesia, con su insistencia en la ortodoxia del pensamiento.

Aquella tarde después de la tertulia de la comida, Felipe, un numerario catalán bastante serio, se llevó aparte a Mariano y, con todos los síntomas externos de una corrección fraterna, criticó su continuo ir y venir con Emilio, con el que parecía emparejarse siempre. Mariano recibió en silencio y sin contestar, como estaba mandado, la corrección y, como aquel día le correspondía la confidencia, abrió su corazón dolorido a Tomás.

-Ya sabes -le dijo éste- que en casa hemos de evitar hasta la apariencia de una amistad particular y que las capillitas van contra la unidad de la Obra. Tenemos que ser amigos de todos.

-Pero, Tomás, Emilio y yo tenemos cantidad de cosas en común, la filosofía, el origen andaluz, tantas cosas que es imposible no simpatizar.

-Nadie discute eso, Mariano, pero el problema es que nuestra libertad interior está hecha de renuncias. ¿No comprendes que a lo mejor dentro de unos meses habrás de separarte de Emilio y no volverle a ver más? Tu corazón debe estar dispuesto a amar a los que vivan contigo ahora, sin apegarse al pasado.

A Mariano le dolió aquello, pero comprendió que Tomás tenía razón. Emilio y él dejaron de acompañarse con tanta frecuencia, aunque no por ello renunciaron a sus charlas, que, extrañamente, le parecieron a Mariano más sabrosas, menos rutinarias, desde aquella corrección fraterna.

En sus tardes de estudio, todo el panorama de la filosofía perenne se abría ante sus ojos. Aprendió a memorizar las grandes claves del realismo cristiano que habrían de servirle, como decía un autor tomista, para encontrar respuesta inmediata a sus eventuales dudas, como una segunda naturaleza. Especialmente fácil empezó a ser para él la conciencia de la causalidad divina. Con los ojos de la fe, nada de lo que ocurría dejaba de tener sentido sobrenatural. Dios, que se ocupa de los pájaros y de los lirios del campo, estaba detrás de cada suceso, y cada suceso tenía una finalidad en el plan creador. Años antes, había estado obsesionado con el problema del mal, del dolor. Ahora había resuelto aquel enigma de la vida merced al infalible recurso a la causalidad divina. De esta manera, el mundo y la historia formaban un todo inteligible, compacto, donde el hombre se sentía criatura y colaborador de Dios. Una tarde, el Padre les habló de esa cooperación.

-Cuando vosotros -les dijo-, como ingenieros, sacáis de las entrañas de la tierra los metales nobles y ponéis en marcha industrias que hacen más llevadera la vida en común, estáis cooperando a la Obra de Dios. Cuando, como arquitectos, mejoráis la calidad de las ciudades, cooperáis a la Obra de Dios. Pero cuando, como legisladores, imponéis el espíritu cristiano en las leyes de la propiedad, del matrimonio y de la educación, aún cooperáis más porque, así como en los dos primeros casos trabajáis con material inerme, en el segundo lo hacéis con voluntades libres, que deben dar gloria a Dios observando sus leyes paternales.

Mariano había advertido que, entre los numerarios del Colegio romano, había bastantes inclinados a la práctica del derecho, especialmente como organizadores. Una vez le había explicado Tomás que lo que más necesitaba la Iglesia en realidad era gente con sentido del mando, del gobierno, de la administración. Que muchos de la Obra, después de aquella formación canónica, estarían bien dispuestos a ocupar puestos de responsabilidad en la Iglesia y en el Estado, ya que el Padre pensaba que les esperaba la gran tarea de reanimar y vivificar tantas instituciones civiles y eclesiásticas osificadas por falta de líderes bien motivados.

Aquella cuestión de la organización, aun comprendiéndola, no hacía demasiado feliz a Mariano. La particular utopía con que soñaba de vez en cuando, dentro de la Obra, era una utopía de ilustración. Sentía la ilusión de proporcionar a los hombres doctrina, educación. Había visto demasiadas miserias en su Málaga natal, fruto del abandono escolar, de la falta de atención. Estaba seguro de que la Obra llevaría a muchos millones de seres, con la luz de la fe, una ilusión de saber, e incluso pensaba que, coronando aquel sueño de ilustración cristiana, surgiría una nueva generación de intelectuales y místicos cristianos, que llevarían más lejos las intuiciones y las vivencias de la espiritualidad anterior.

Algunas veces hablaba con los numerarios de otros países de estos temas. Un chileno que había llegado aquel año, precedido de fama de poeta, se mostraba particularmente de acuerdo con él. Mariano descubrió pronto la especial sensibilidad de los sudamericanos, que en seguida llenaron el Colegio romano de canciones y poesías. En muy poco tiempo intimó con ellas y aprendió a valorar sus peculiares modos de hablar el castellano y esa especie de melancolía que se traducía en sus discursos. La Obra había conseguido vocaciones a través de los colegios de frailes españoles instalados en Lima, Caracas, Santiago, Bogotá... Generalmente, el sacerdote de la Obra que llegaba de España se convertía en capellán del colegio, con la posibilidad de encarrilar así a los chicos más piadosos hacia la Obra. Casi todas las órdenes, a excepción quizá de los jesuitas, habían recibido bien a aquellos sacerdotes que traían de España un mensaje espiritual recio y moderno, precisamente lo que ellos echaban en falta en aquellas burguesías ciudadanas, cuyos hijos, engreídos hasta no poder más por las mamás, se iban convirtiendo en golfos consumistas, sin más ilusión que heredar el poder, la riqueza y sobre todo la buena vida del papá. A Roma llegaron algunos ejemplares típicos de tal civilización, y aquel de quien el Padre se sentía más orgulloso era Juanito Larrea, hijo del embajador ecuatoriano en la Santa Sede, al que todos profetizaban un gran futuro político.

Mariano se sentía menos cómodo con los norteamericanos, casi todos más altos que la media. Los encontraba bastante pueriles, pues, aunque sabían más matemáticas y latín que la mayoría, sus reacciones emocionales eran muy primarias. Una tarde de domingo en que habían preparado una fiesta para el Padre con ocasión de una celebración de la Virgen, uno de ellos hizo una parodia de la fiesta española de los toros, que, aunque divirtió al Padre y a otros muchos, molestó a los escasos andaluces y aficionados verdaderos que allí había. El Padre distinguía con su predilección externa a algunos de aquellos Dick, Tom y Jim, que, además, se tomaban muy en serio la observancia de los minúsculos detalles de la vida en el Colegio romano. Nunca se olvidaban de cerrar las ventanas a la hora fijada, ni de dejar las sillas y ceniceros en su sitio después de cada tertulia y jamás cometían una falta de puntualidad.

Corrían tiempos de influencia norteamericana en el mundo, por eso eran especialmente bien vistos en el Vaticano. Rino, un español de mediana edad que trabajaba en la burocracia eclesiástica con dos o tres más de la Obra, había comentado una vez con Mariano y algunos otros, durante un paseo por la Via de la Consolazione, que el cardenal Spellman tenía vara alta con el Papa y que los clérigos norteamericanos, más que ningún otro, sentían especialmente la vocación anticomunista que tanto ponderaba la Iglesia, quizá porque les había tocado pertenecer a la nación líder de la civilización occidental. Además, las colectas de los católicos norteamericanos llenaban las arcas del pontífice, que con aquella ayuda, sostenía la mayoría de las obras apostólicas.

Una tarde de primavera, dos José Luis Massot se dirigió al Colegio romano en pleno para hablarles de las inminentes elecciones políticas italianas. Vino a decirles, o al menos eso entendió Mariano, que constituía un deber para los católicos apoyar a la democracia cristiana, y que el Padre había querido colaborar con los obispos italianos en aquella fecha. Para ello, los numerarios recibirían una serie de carteles que pegarían en las paredes de la ciudad, y procurarían apoyar, en la medida de sus posibilidades, al partido cristiano. La parte más importante de la acción quedó reservada a los italianos, que ya tenían casa en las principales ciudades del país y entre los cuales se contaban algunos familiares de gente importante. Mariano se divirtió en aquel trance y, durante unos días, con otros dos, repartió propaganda electoral por la calle. El triunfo de la democracia cristiana fue celebrado también en el Colegio romano, y el Padre, en la meditación de la tarde, habló de nuevo de su responsabilidad como líderes cristianos, aunque insistió una y otra vez en que "lo nuestro es más el trabajo discreto y oscuro de dirección y dar doctrina que la presencia activa en los comicios".

Al irse acercando el fin de curso, Mariano intensificó sus estudios, e incluso consiguió permiso para no ir algunas mañanas al Angélico. A su alrededor se había forjado una aureola de intelectualidad y espiritualidad que se reflejaba incluso en las bromas autorizadas de los días de fiesta. En aquellos Reyes, había recibido un tarjetón donde se le representaba sentado en una nube y leyendo dos libros a la vez, uno llamado "Metafísica de la abstracci6n etérea" y el otro "Introducci6n a la teología bizantina". Esas bromas, cuidadosamente controladas por Dirección, eran la máxima crítica permitida contra un numerario, ya que se prohibían expresamente las puyas en público, debiendo resolverse cualquier crítica a través de la corrección fraterna. Mariano se daba cuenta de que tal modo de organizar la convivencia, completamente distinto a la vida universitaria granadina, proporcionaba una gran seguridad psicológica. Uno podía conducirse así naturalmente, sin temor a las burlas de los colegas. Recordaba la crueldad con que un compañero de Granada había comentado en público una confesión que Mariano le había hecho en un momento de confianza, relacionada con sus aspiraciones profundas de plenitud. Por unos días, impulsados por la broma del compañero, toda la clase le llamó el ángel estreñido, aludiendo a su confianza traicionada relativa a la repugnancia que a veces sentía ante sus funciones digestivas.

En Roma, el clima de confianza era precisamente lo contrario, y a veces los superiores tenían que corregirles por excesiva espontaneidad y puerilidad. Mariano experimentaba una especial sensación de tradición eclesiástica en aquel círculo semanal en que el director, después de comentar el evangelio y algún punto del espíritu de la Obra, daba permiso para que los asistentes se acusaran en público de sus faltas, rodilla en tierra, tras lo cual imponía castigos, siempre bastante leves, a la vez que hacía admoniciones generales sobre el comportamiento de todos. A Mariano le parecía estar reviviendo la tradición cisterciense, que conocía por los libros de historia de la religión de la biblioteca.

Con notable facilidad, obtuvo la licenciatura en Canónico con "Summa cum laude", y partió rápidamente en dirección a Granada, a fin de examinarse allí de un buen número de asignaturas de Filosofía. Fue recibido con gran júbilo por don Teodoro, el sacerdote a quien debía su vocación, que veía confirmarse sus esperanzas al desarrollarse la personalidad de su protegido. Estaba muy seguro de sí mismo el estudiante y consiguió matrícula de honor en todas las asignaturas a las que se presentó. Dejó cinco para septiembre y marchó unos días a la Málaga de sus padres. Allí le esperaba una pequeña sorpresa. Otro malagueño de la Obra, mayor que él, se presentó en su casa procedente de Madrid para decirle que debería quedarse aquel verano allí con objeto de cuidar de tres vocaciones jóvenes que no habían logrado escapar de sus familias durante las vacaciones.

Se trataba de Paco y Pepe Luque, dos hijos de un médico malagueño, que estudiaban respectivamente Medicina y Derecho en Madrid, y de Rafael Montesinos, un estudiante de industriales. El numerario venido de la capital le trajo instrucciones de la Comisión, así como una semblanza de los chicos.

-Son muy majos -le comentó -, pero están recién "pitados", y ya sabes tú lo que es el veraneo en Málaga.

Mariano se tomó muy en serio su cargo. Nada más reunir a los chicos, trazaron un plan de vida riguroso, que comprendía estudio, una hora de playa y mucha tertulia.

Se reunía con ellos a última hora de la mañana y se iban a una esquina de los Baños del Carmen, donde no había gente, especialmente chicas, algo que se recomendaba mucho en la Obra. Se bañaban, jugaban al fútbol con algunos amigos y expulsaban así del cuerpo las tensiones juveniles. A Mariano le preocupaba especialmente Pepe, porque era muy enamoradizo y había tenido novia en Málaga antes de entrar en la Obra. En la confidencia, que celebraban casi diariamente, Pepe le contaba sus apuros por escurrir el bulto cuando se topaba con su novia por la calle y las bromas de sus amigos al respecto. Pero el susto mayor se lo proporcionó Rafael cuando una noche se presentó medio llorando en su casa. Aquella tarde, varios compañeros le habían encerrado con una puta en una habitación del chalet que sus padres poseían en la playa.

Mariano le consoló como pudo, recordándole el episodio similar de la vida de santo Tomás de Aquino. La lucha de aquellos jóvenes numerarios por conservar la pureza le parecía excesiva. Él había entendido en seguida el criterio de la Obra de que el sexto mandamiento ocupaba simplemente el sexto lugar y de que nunca pasaba nada mientras se permaneciese absorto e ilusionado en el trabajo y fortalecido por la oración y la mortificación. Había logrado sublimar sus apetitos sexuales y sus querencias sentimentales y, apenas sentía la tentación, se escabullía de ella con un ágil reflejo. Por eso te molestaba que aquellos chicos perdieran tanto tiempo con el asunto.

Por las tardes salían a pasear. Recorrían los alrededores de Málaga, hacían la oración en el puerto, y Mariano les contaba cosas del Padre y de la vida en el Colegio romano. Así pasaron los dos meses de verano y, cuando acompañó hasta el tren de Madrid a los chicos, se sintió contento. Los Anaya habían disfrutado viendo a su hijo tan buscado por los hijos de gente importante, e incluso un día ofrecieron una merienda, a base de los ricos frutos secos de la tienda, a toda la pandilla. En los exámenes de septiembre Mariano volvió a repetir el éxito de junio y toda la residencia del Albaicín celebró su licenciatura en Filosofía, y la de otro numerario en Derecho, con una comida extraordinaria, a la que siguió una larga tertulia de canciones y chistes andaluces. Al filo del atardecer, don Teodoro presidió la oración en el oratorio, hablándoles del sentido de responsabilidad respecto al Padre y de la unión fraternal, simbolizada por los naipes de una baraja, que, aunque débiles por separado, se apoyan mutuamente.

-"El hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad amurallada"-les añadió, comentando este versículo del Antiguo Testamento.

A finales de septiembre llegó a Granada Juan, el vocal de San Miguel de la Comisión de la Obra en España. En la Comisión, como en el Consejo general, existían una serie de cargos que Mariano había aprendido de memoria en el catecismo de la Obra. Los vocales de San Miguel, San Gabriel, y San Rafael ayudaban al Consiliario a tramitar y resolver las cuestiones relacionadas con los numerarios, los supernumerarios y el apostolado entre la juventud. respectivamente. Juan traía la relación de encargos y destinos para los numerarios de Granada y, a poco de llegar, se encerró con Mariano en la Dirección del Albaicín.

-Le hemos pedido al Padre -empezó diciéndole -que se retrase un poco tu ordenación sacerdotal, porque te necesitamos en Pamplona. La asignatura de Filosofía está sin cubrir y hace falta un numerario de confianza para ella. Además, en Pamplona hay ya mucha labor preparada entre los chicos, y hemos pensado que tú puedes participar en ella. Nos acaban de contestar afirmativamente de Roma, y espero que vayas con alegría a tu trabajo, aunque esto suponga aplazar la ordenación, para la que me figuro que ya te habías preparado.

Mariano se quedó un tanto sorprendido ante la noticia, pero, acostumbrado a ver la voluntad de Dios en las decisiones de los superiores, se limitó a contestar a Juan con un: "Estoy dispuesto." Aquella tarde en la oración reafirmó su voto de obediencia ante el Sagrario y le dijo a Jesús sacramentado que dispusiera de él como conviniera a los intereses superiores. Fortalecido interiormente, se preparó a viajar a Pamplona. Pero antes pasó unos días en Málaga, donde explicó a sus padres las novedades. No les había dicho nada respecto al sacerdocio, de modo que la perspectiva de que el hijo fuera profesor de universidad les supo a gloria. Mercedes insistió en comprarle ropa más seria y, del brazo de Mariano, se paseó orgullosa por las tiendas de la calle, renovando el vestuario del flamante profesor.

En los primeros días de octubre de 1956, Mariano llegaba a la capital navarra. Al bajar del tren, que invertía ocho horas en hacer el recorrido desde Madrid, eran las diez de la noche y llovía.

En la estación encontró a Emilio, el filósofo andaluz compañero de clase en el Angélico, que le estaba esperando. Sintió una gran alegría y escuchó a Emilio relatarle las novedades. Estaba en Pamplona para tomar parte en el obligatorio curso de verano y le habían encargado, como estudiante del último curso de Filosofía, que ayudase a Mariano a organizar la asignatura antes de volver a Roma.

Mientras caminaban hacia la residencia de Aralar, Emilio le explicó que, como todavía no se les permitía dar títulos, los alumnos iban a examinarse a Zaragoza y tenían que seguir los programas y los textos de allí. En Filosofía no había problemas, porque tanto los planes de estudio como las tendencias de los profesores zaragozanos eran sólidos y seguros y se podía mantener la filosofía tomista en toda su pureza. Los alumnos de Pamplona eran principalmente hijos de amigos de la Obra, que los mandaban allí para asegurar su formación cristiana y evitarles la universidad oficial en esa época de la vida tan proclive a las influencias. Había también gente de la región, en su mayoría muchachas y aquellos que no habían querido matricularse en Derecho o Medicina.

Al llegar a la residencia, un doble piso en una casa de la parte nueva de Pamplona, todo el mundo dormía. Emilio lo llevó en silencio al oratorio y, acto seguido, le enseñó su cama, en un cuarto que ocupaba ya un compañero. Mariano se durmió en seguida y, a la mañana siguiente, se dirigió con Emilio a la sede del Estudio general.

La ciudad de Pamplona, envuelta en una suave neblina otoñal, le produjo una primera impresión de tristeza. Sus lugares anteriores, Málaga, Granada y Roma, se hallaban en el paralelo del sol y el calor, su segunda naturaleza. El otoño de Pamplona era frío para su sensibilidad, hasta el punto de que casi tiritaba. La sede principal del Estudio general se encontraba en el casco antiguo y formaba parte de una larga serie de construcciones de piedra, veteadas de musgo y de hiedra. El edificio en cuestión, un antiguo caserón burocrático de la Diputación navarra, cedido al efecto, tenía un patio con sabor medieval y una serie de salones destartalados, que los de la Obra iban acondicionando poco a poco, a medida de las necesidades docentes y administrativas. Mariano pasó al despacho de don Ismael, que le esperaba. Ismael Sánchez Bella suponía toda una institución para los jóvenes de la Obra. El Padre lo había hecho llamar de Argentina, adonde había llevado junto con otros la semilla de la Obra, porque, a juicio de los entendidos, poseía el empuje gestor y el entusiasmo contagioso necesarios para poner en marcha la universidad de la Obra. Recibió a Mariano con un abrazo y un "Pax" jubiloso, y le dijo:

-¡Te esperábamos con impaciencia! Te necesitamos para muchas cosas. Ya verás como no tendrás tiempo de aburrirte.

Le entregó una lista de los alumnos de filosofía con sus respectivas fichas, que acostumbraban a rellenar los de la Obra que los enviaban, dando sus impresiones sobre el muchacho.

-No son muchos y creo que no tendrás problemas con ellos -le comentó-. Cinco por lo menos son ya de casa, entre chicos y chicas, y no sé a quién he oído decir que hay varios "pitables" entre ellos. Habla con Rafa, el secretario, para los trámites administrativos y pásate por aquí a las siete de esta tarde, porque vamos a celebrar un claustro.

Mariano dedicó el resto de la mañana a recorrer, en compañía de Emilio, las instalaciones. Media hora antes de comer regresaron a la residencia. Después de la tertulia del mediodía, tuvo ocasión de hablar con el director, el mismo Rafa secretario del Estudio general. Los numerarios de la Obra en Pamplona tenían que simultanear cargos docentes, administrativos y apostólicos, y a Rafa le había correspondido ser secretario del Estudio general y director de la residencia Aralar, además de explicar derecho natural. Rafa le puso al corriente.

-De los veinte chicos que hay en Aralar, la mayoría son andaluces y madrileños. Muy vagos, con costumbres de niños mimados, que se te van de tasca en seguida y se juntan, no se sabe cómo, con lo peor de Pamplona. Pero algunos compensan tanto esfuerzo. Fíjate en Ramón y Juan, que son muy "pitables". Además, estamos empezando a "tratar" a los mayores del colegio de los escolapios, aquí al lado. Tú te encargarás este año de organizar los círculos de San Rafael y también de montar las actividades culturales de la residencia, que por ahora se reducen a una conferencia al mes y un concierto de música clásica los domingos, con discos que trae Víctor, un supernumerario pamplonés muy aficionado.

A media tarde, Rafa y Mariano regresaron a la Cámara de Comptos, como se llamaba la sede del Estudio general, y entraron con los otros profesores, alrededor de la quincena, en la sala de reuniones. La mayoría eran numerarios, aunque había también algún supernumerario. Por entonces el criterio estribaba, como explicó Ismael, en que el profesorado perteneciera en su conjunto a la casa y poco a poco permitía la entrada a gente segura, de prestigio profesional.

-Claro que -bromeó- otra solución sería que viniesen los de fuera y "pitasen" en seguida.

Sin embargo, el motivo de la reunión era una discusión de las notas de septiembre. Había bastantes reclamaciones de padres amigos, porque los suspensos en Zaragoza no habían disminuido. Además de presionar sobre los chicos, Ismael quería que todos los profesores del Estudio entablaran amistad con los correspondientes profesores titulares de la universidad principal, para así poder influir más en los resultados finales. Explicó sucintamente el procedimiento.

-Hay que contar con los numerarios de Zaragoza, y sobre todo con Pepe Orlandís y José Manuel Casas, que conocen a todo el mundo.

Los citados eran numerarios ya mayores, catedráticos de universidad, que llevaban ya tiempo en Zaragoza y habían sido requeridos para cooperar desde allí a la consolidación del Estudio general de Navarra. Mientras hablaba Ismael, los demás profesores callaban. La convicción que reflejaban sus palabras y ademanes resultaba contagiosa, y Mariano experimentó la sensación de una solidaridad institucional que, mientras caminaba luego solo por la ciudad, iba paladeando. Aquella escena le recordó algo. Un pasaje de la historia de la orden dominica, cuando san Alberto Magno había recibido el encargo papal de consolidar la universidad parisina. Según e! relato, el monje, con unos cuantos de los suyos, había logrado en poco tiempo el favor del rey y el obispo, merced al esfuerzo y el tesón de sus compañeros dominicos, entre los que se contaba Tomás de Aquino. Unos días después, ya empezadas las clases, confió a Ismael semejantes pensamientos, y el rector aprovechó la ocasión para dirigirle un largo discurso sobre el futuro de! Estudio general.

-El Padre quiere que Pamplona se transforme en un foco de irradiación cultural y espiritual, como aquellas universidades mayores de la cristiandad. Pero, a diferencia de entonces, el mundo exterior es menos creyente y está siendo dominado por la ciencia progresista, descendiente directa de la herejía modernista. Gracias a la paz de Franco y a la tradición espiritual vasca, el norte de España es aún un lugar no inficionado por el progresismo, esa nueva herejía que comienza a calar incluso en la Iglesia. La fe sencilla del pueblo navarro es el mejor caldo de cultivo de nuestros planes. Aquí los juristas aprenderán a respetar la ley natural, emanación de la ley divina, que se ha hecho carne en las costumbres y en el respeto a la autoridad del pueblo vasco. Aquí los filósofos comprenderán que el verdadero sentido de la filosofía es ser fiel a su papel de sierva de la teología, para traducir en lenguaje comprensible y en raciocinio sencillo las hondas verdades y los misterios sublimes de la revelación. Los médicos dedicarán sus mejores esfuerzos a entender que una enfermedad es también un signo de la voluntad de Dios y sabrán explicar a sus pacientes que el cuerpo debe estar siempre subordinado al espíritu. Desde Pamplona -continuaba encendido Ismael-, irradiaremos el mensaje de la Obra a Sudamérica, donde hay tantas familias sedientas de buena doctrina, que empiezan ya a mandarnos a sus hijos para que los eduquemos aquí. Y todo ello hemos de hacerlo, como quiere el Padre, con espíritu sacerdotal y mentalidad laica. Espíritu sacerdotal para ver almas en nuestros alumnos, en nuestros amigos, y mentalidad laica para no caer en los errores de las órdenes religiosas que terminaron separadas del pueblo fiel. Por eso, hemos de vestir bien, vivir en casas con apariencia externa de familia burguesa, aunque, como dice el Padre, un diplomático de la Obra lleve el cilicio debajo del chaqué y en nuestras casas se viva en un orden y una obediencia que para sí quisieran los religiosos más observantes.

Mariano aprendió a contagiarse de ese optimismo, y acudía a él apenas tenía algún problema. Su primera desilusión fue motivada por el escaso interés de los alumnos frente a la filosofía. La mayor parte de los matriculados en su clase eran, como le dijo Emilio antes de regresar a Roma, "desechos de tienta". Sus padres habían renunciado a que estudiaran una carrera importante y lo más que habían conseguido era que los del Opus se hicieran cargo de ellos por unos años. Claro que estaban los de casa, siempre dispuestos a aprender, pero no excesivamente dotados de esa chispa de genio que Mariano sabía ya descubrir en el futuro cultivador de la abstracción filosófica. Sólo, entre los estudiantes navarros, una chica, Begoña Urruzola, presentaba síntomas de poseer una buena cabeza. Desde los primeros días, se le acercó a pedirle alguna aclaración después de clase y sugerencias para posibles lecturas de ampliación. Mariano la atendía siempre con esa mezcla de cortesía y frialdad de rigor en los profesores numerarios, "para que no se hagan ilusiones", como decía en broma Ismael. Pero una tarde Rata, el director de Aralar, le llamó a su cuarto y le contó que se había enterado de una charla que tuvo lugar en la cafetería Iruña, típico lugar de reunión vespertina de los estudiantes, donde habían corrido ciertas bromas sobre él y Begoña.

-Estoy seguro -le dijo Rafa - que tú no has dado la menor ocasión para estos comentarios, pero, dado este ambiente provinciano y el prestigio corporativo, te aconsejo que tomes más precauciones.

A Mariano le sentó mal aquel incidente, porque se sentía íntimamente inocente y seguro. Sin embargo, al domingo siguiente, en que le correspondía retiro espiritual, dedicó la mayor parte del tiempo de silencio a examinarse sobre ello y, a fuerza de introspección, encontró que, junto a las razones pedagógicas y de satisfacción intelectual que motivaban sus atenciones a Begoña, la única alumna digna de tal nombre, había algo indefinible relacionado con el sexo. Y como no quería bromas con lo que hasta ahora había sido capaz de sublimar fácilmente, decidió cortar por lo sano. A partir de entonces, rehuía la mirada de la chica en clase y adoptaba una postura tan adusta ante sus requerimientos que, al cabo de un tiempo, ella dejó de formularle preguntas. Con Víctor, el supernumerario pamplonés amigo de la música, descubrió las riquezas monumentales y los lugares típicos de la ciudad y conoció, también de su mano, a algunos intelectuales locales, como a un profesor de instituto, antiguo seminarista, que le colocaba grandes discursos sobre sus aficiones a la lógica matemática, y a don Joaquín, el prócer carlista, que reunía los jueves en su vieja casona de la calle Estafeta a lo que él llamaba la intelectualidad del Reino y que consistía en dos canónigos de la catedral, licenciados por Roma, y un grupo variable de políticos y propietarios agrícolas. Allí descubrió Mariano muchas cosas, que, años más tarde, englobaría bajo el título de sociología del carlismo.

-Ustedes -le decía don Joaquín - han venido a tiempo para continuar la gran tradición cultural de Balmes, Donoso y Vázquez de Mella, esa tradición que está en la raíz del alma noble de España y que el modernismo, los ecos de una Europa materialista, han intentado tantas veces destruir. Una y mil veces usaré mi influencia en la diputación, en el ayuntamiento, donde sea, para hacer posible ese propósito de monseñor Escrivá, que yo mismo le escuché exponer en Madrid hace unos años. Lo que más me gustó de lo que dijo fue aquello de dar liebre por gato, es decir, vestir la ortodoxia y la tradición con un ropaje moderno, accesible a la juventud, y así, aceptando lo accesorio de los cambios en el progreso científico y técnico, mantener intacta e incontaminada esa filosofía de la vida que hemos heredado y por la que tantos hemos dado vidas y haciendas en esta guerra y en las pasadas.

La práctica imbricación de ideales espirituales y políticos que aquellas convicciones reflejaban impresionó a Mariano, que, por primera vez, se topaba con tipos humanos muy alejados de su arquetipo mediterráneo. Para él, platónico instintivo, heredero de un talante soñador, propiciado por soles de siglos, que siente una cierta desazón cuando de estar muy seguro se trata y alberga por ello, en sus profundidades emocionales, un cierto escepticismo acerca de toda aventura humana excesivamente segura de sí misma, todo aquello resultaba una novedad. Desde su vertiente mística ilustrada, no se tomaba demasiado en serio otras actividades externas que aquel sueño pedagógico que tantas veces le rondaba la cabeza y que él veía como un gran resurgimiento cultural y una civilización de las masas por vía de la persuasión y un cierto despotismo ilustrado. Pero ni siquiera en los momentos más duros de su adoctrinamiento romano había aceptado la necesidad de la alianza entre el altar, la espada y la inteligencia, en un remedo de aquellas aventuras bélicas de la pasada cristiandad, que, para él, eran simplemente deficiencias, exabruptos de la historia. Sin duda Dios debía de reírse, con una buena risa mediterránea, de todas aquellas magnificaciones inútiles de su mensaje, aunque permitiese, desde el fondo de ese misterio nuclear de la libertad humana, tragedias y malos pasos de sus propios incondicionales.

Se iba acomodando paulatinamente a los fríos, a las lluvias y a las nieves de Pamplona. Algún domingo, en plan de apostolado, acompañaba a los chicos de la residencia a cortas excursiones por los montes que rodeaban la ciudad y, poco a poco, empezó a sentir y valorar la belleza de los mil matices de verde, de las arboledas de robles y castaños, de los riachuelos roqueros y de los caseríos, a veces escondidos en un repecho de montaña. Aquello parecía sentarle bien físicamente, y su endeble contextura empezó a endurecerse con el clima, los paseos y aquella dieta navarra que incluía buenos platos de huevos y chorizo, regados con vino rojo, aun a la hora del desayuno. Como le decía en broma don Teodoro, que de Granada había sido trasladado a Pamplona casi al mismo tiempo que él, "las chicas de la Obra han entendido literalmente el mensaje del Padre de que ellas son responsables, a través de la cocina, del fervor espiritual y la madurez intelectual de nuestros estudiantes. ¡Y hay que ver cómo se esmeran!".

Algún tiempo más tarde, después de muchas presiones del nuncio Antoniutti, el gobierno español acordó dar validez civil a los títulos académicos de la universidad de Navarra, siempre que entre los profesores hubiera un determinado porcentaje de catedráticos.

Con ese motivo, se procedió desde Madrid a enrolar a cuantos, pertenecientes a la Obra o no, aceptaran trasladarse de sus universidades civiles a Pamplona. El proceso comprendía un examen detallado de las tendencias ideológicas de los candidatos. Para los alumnos suponía una gran ventaja no tener que examinarse en Zaragoza. De ahí que al rector Sánchez Bella se le diera carta blanca y una cierta capacidad de negociación económica para atraer a quienes hicieran posible tal libertad. Los dos fichajes más notorios fueron los del médico Ortiz de Landázuri y el romanista Alvaro d'Ors, ambos supernumerarios de confianza. A su vez, Mariano fue comisionado por el rector para buscar filósofos importables a Pamplona. Con tal motivo, y aprovechando las vacaciones de Semana Santa, viajó a Madrid y le fue permitido el acceso a los ficheros de la Obra, donde figuraban las listas y las circunstancias de los socios numerarios, de los supernumerarios y de los amigos cooperadores. El joven sacerdote encargado del registro le ayudó en la tarea y le presentó a don Jesús Arellano, catedrático de filosofía, numerario mayor, que ejercía en Sevilla y era el principal protagonista de esa operación de selección. Mariano sabía ya que la filosofía española era muy ortodoxa, puesto que el Ministerio de Educación, al adjudicar las cátedras, tenía buen cuidado en impedir el acceso a ellas a quienes no se adherían a los postulados de la filosofía perenne. La vigilancia ministerial se había hecho más dura desde el episodio de aquel año, en que, por culpa de la debilidad del ministro Ruiz Jiménez, gente de izquierda e intelectuales no franquistas habían fraguado una especie de conspiración universitaria, que había terminado a tiros por las calles de Madrid y con la destitución por el Generalísimo de Ruiz Jiménez y el ministro del Movimiento.

Un día, Mariano fue invitado a quedarse a merendar en Diego de León, la casa central de la Obra, y allí presenció una animada conversación al respecto entre numerarios importantes. Estaban presentes Rafael Calvo Serer, Florentino Pérez Embid, Antonio Fontán, Laureano López Rodó y Jesús Arellano, con el que había venido. Sin intervenir, les oía quejarse de la traición de Joaquinito -como llamaban al ministro- a los ideales del dieciocho de julio y de la necesidad de oponerse a los intentos de secularización de la tradición española. Y si bien el tono y las maneras eran modernas, a Mariano le recordaban la tertulia pamplonesa de don Joaquín, el prócer carlista. Aunque se sentía básicamente de acuerdo con el fondo de la cuestión, experimentó un cierto desasosiego ante la contundencia de la posición ideológica de sus hermanos mayores, especialmente cuando, aun en tono de broma, uno de ellos habló de la necesidad de establecer la inquisición.

Aquella noche, paseando por la madrileña calle de Serrano con otro profesor de Pamplona que había venido con la misma misión que él, aunque para la facultad de Medicina, hablaron del tema. El médico le contó que su padre, médico también, había sido amigo de don Gregorio Marañón y le relató las experiencias comunes de los intelectuales de la República. Mariano tenía escaso conocimiento de aquellos episodios de una historia aún reciente, porque en el colegio le habían pintado todo lo relativo a la guerra civil con los simplificadores tonos del rojo y el azul, y él no había tenido ni el tiempo ni la inclinación para analizar intelectualmente el asunto. Según el médico, y en esto coincidía con lo que Mariano acababa de oír en Diego de León, habían sido los intelectuales quienes prendieron el odio de la lucha de clases que condujo a la guerra y quienes, en sus dudas académicas, no supieron distinguir el plano de ]a especulación científica, donde cabía una moderada modernización a la europea, del plano de la doctrina popular, que, debido a la ignorancia masiva de los españoles, no debió manipularse.

-España -le decía muy seguro su interlocutor- es un país apasionado y radical, que necesita autoridad, líderes y un fiel seguimiento del catolicismo, única garantía de orden y concierto social. La Institución Libre de Enseñanza quiso desconocerlo, y por eso pasó lo que pasó. Y ahora el Padre nos pide que seamos de nuevo levadura en la masa, a fin de que no vuelva a producirse una tragedia semejante.

Al volver a Pamplona, Mariano llevaba consigo un nuevo propósito: redactar su tesis doctoral. En Madrid le habían insistido en ello, como una estrategia paralela a la contratación de catedráticos para Pamplona. Porque así como, inmediatamente después de la guerra, las cátedras sirvieron como cauce a la expansión apostólica de la Obra por provincias al ingresar un numerario en la universidad respectiva, y las becas del Consejo Superior de investigaciones científicas consiguieron un efecto similar respecto al extranjero, había ahora un motivo suplementario: la autonomía docente de Pamplona. Don Laureano, desde su doble posición como jefe de estudios para la región española de la Obra y como alto cargo en el Consejo de investigaciones, planeaba todo el movimiento de acceso a las oposiciones, especialmente la posibilidad de nombrar tribunales amigos para que los de casa no tropezaran con dificultades.

Mariano aceptó complacido la idea y, a medida que avanzaba el curso, comenzó a darle vueltas al asunto.

También le llegó la noticia de que pasaría aquel verano en la universidad de La Rábida, como subdirector del centro móvil que se organizaba allí cada verano para atender a los numerarios asistentes y a los chicos de San Rafael, a los que se pretendía "tratar" con esa ocasión. La perspectiva le ilusionó verdaderamente, pues, aunque se había casi acostumbrado a los rigores navarros y aunque la primavera norteña era francamente bonita, con la floración de los bosques y los prados, a medida que se acercaba el verano sentía la llamada del mar.

Un tema que había quedado como entre paréntesis era el de su proyectada ordenación sacerdotal. No le habían vuelto a hablar de ello, y él, con ese instintivo acatamiento de la voluntad de Dios que había desarrollado, logró dejar de considerarlo, ilusionado como estaba con las perspectivas intelectuales.

Después de acompañar a Zaragoza a sus alumnos, que no salieron demasiado malparados del trance de los exámenes y de una fugaz visita a Málaga, llegó por fin a La Rábida. Mucho había oído hablar de aquel feudo de don Vicente Rodríguez Casado, flamante rector del cotarro, cuya habilidad para conseguir permisos y dineros para sostenerlo era notoria.

-Hola, chaval -le dijo don Vicente, a quien encontró bañando su inmenso cuerpo en la playa-. Aquí los andaluces estamos en mayoría y tenemos que enseñar a vivir a los demás.

La gran humanidad y la simpatía de don Vicente eran contagiosas. Había organizado una especie de relajación en el modelo de curso anual de la Obra. Treinta o cuarenta estudiantes, españoles y sudamericanos, seguían cursos de historia, literatura, arte, disfrutaban de las delicias del lugar, comían todo lo que querían y, de noche, por grupos o en común, organizaban veladas de cine, montaban tertulias o cantaban. El tiempo pasaba allí muy deprisa. Mientras tanto, los de la Obra se afanaban por reclutar adictos entre las mejores cabezas presentes.

Durante aquella grata temporada, Mariano se debatía entre posturas contradictorias. Como subdirector del centro, se pasaba el día persiguiendo a los numerarios, generalmente jóvenes, para que cumplieran las normas, estudiaran algo y no olvidaran su labor de apostolado. Por otro lado, sentía las mismas tentaciones que ellos de hacer el lagarto bajo el agradable sol y disfrutar de esas vacaciones. Había gente interesante entre los sudamericanos, especialmente dos peruanos muy ceremoniosos, que se sabían mil y una anécdotas de la conquista española y deleitaban a todos con sus historias de Cuzco, Arequipa y Lima, que, como ellos explicaban, fue capital del Virreinato por pura equivocación de Pizarro.

Don Vicente incorporó a Mariano a las tertulias con los invitados, profesores que venían a La Rábida a pronunciar sus conferencias y luego se enredaban en discusiones políticas y académicas. Allí se familiarizó con esa confianza, característica de la gente mayor de la Obra, en la vigencia del modelo tradicional español. Por no llevarle la contraria a don Vicente o a Jesús Arellano, que les visitaba con frecuencia desde Sevilla, los conferenciantes ajenos asentían a todas aquellas magnificaciones del verdadero espíritu español. Una noche tras otra, entre copa y copa de buen vino jerezano y tapas de jamón y queso, se trazaban esquemas imperiales del destino español, que concluían en una mal disimulada propaganda de la Obra. Todos se hacían lenguas de la colección Rialp, en que, bajo la dirección de Rafael Calvo, iban apareciendo, uno tras otro, los autores más preclaros del pensamiento español tradicional.

Sin embargo, la dureza de aquella ortodoxia quedaba dulcificada por el contexto mediterráneo de las reuniones. Allí, a diferencia de los recientes episodios de Madrid y Pamplona, Mariano veía más humanizadas las estrategias y menos arriscadas las posiciones ideológicas.

Conversando sobre sus lecturas en relación a la tesis doctoral, quedó más o menos definido el tema. Mariano estaba empeñado en hacer una tesis erudita, sobre las relaciones entre la naturaleza y la gracia en la patrística. Todos le alabaron el gusto, pero le recomendaron que incorporase al esquema un capítulo donde pudiera introducir la idea de la infancia espiritual, que el Padre desarrollaba en Camino y que, según Arellano, tenía profundas implicaciones filosóficas.

De regreso a Pamplona, vio incrementados sus deberes lectivos con dos cursos de filosofía en vez de uno, aunque le trasladaron a una casa de mayores donde todos los habitantes pertenecían a la Obra y no había aquel trajín de Aralar, con tanto estudiante díscolo y tanta pérdida de tiempo. En la casa nueva, otro piso del ensanche de Pamplona, vivían ocho profesores, presididos por José Javier, un navarro de edad algo superior a la media y que a su condición de profesor de civil unía la de notario. José Javier era muy espiritual, y Mariano simpatizó con él, aunque sus opiniones presentaban esa sencillez y rotundidad que tanto incomodaba a su ánimo mediterráneo. José Javier había sido uno de los primeros de la Obra en Madrid después de la guerra y sentía por el Padre una fidelidad perruna. Conocía bien a la gente de las clases pudientes, como él decía, y sus buenos oficios en la diputación o entre los caciques locales resultaban muy valiosos para la universidad. En diversas ocasiones, Mariano le oyó contar anécdotas sobre cómo se consiguieron las subvenciones de la diputación y los terrenos del ayuntamiento para el futuro campus. Le impresionaba la seguridad con que José Javier veía la marcha de la institución.

Empezó también a familiarizarse con lo que se llamaba la labor de San Gabriel, es decir, el apostolado entre los matrimonios, en el cual representaban un gran papel las mujeres. Siempre le había parecido acertado el criterio del Padre en cuya virtud existía una absoluta separación de sexos a la hora del apostolado, no sólo por razones de precaución sentimental y sexual, sino porque compartía los prejuicios tradicionales del intelectual católico respecto a las funciones y habilidades de la mujer, actitud que sólo había depuesto momentáneamente con ocasión del caso de Begoña Urruzola. Sin embargo, oyendo hablar a don Teodoro y otros sacerdotes de la complicidad de las mujeres en relación al apostolado entre sus maridos, comprendió el porqué de aquella dedicación tan grande de los curas a la Sección femenina. Era una actividad doblemente productiva. Porque si, por una parte, "pitaban" chicas y sirvientas para velar por la buena administración de las casas, por otra, las casadas que se incorporaban recibían consejo y estímulo para atraerse a sus maridos, que terminaban por encontrarse un cura del Opus invitado a comer cada cierto tiempo. En ese ambiente casero, entraban también los numerarios, y muy pronto no hubo familia pamplonesa de alguna importancia económica y social que no recibiese a los de la Obra. Mariano empezó a cobrar fama de listo entre aquellas personas, cuyos problemas teológicos, como con sorna decía José Javier, no pasaban de la cintura para arriba. Las meriendas a base de chocolate y los copiosos almuerzos de caza y buen vino eran ocasión propicia para la tertulia espiritual y Mariano no tardó en descubrir que, como decía el Padre, para el hombre casado la vocación empieza en la cocina de una esposa fiel.

Sólo una vez, por ausencia temporal de otro numerario, había bajado Mariano al incipiente barrio industrial de la ciudad, donde, en casa de un obrero de la Obra, se iniciaba la labor de oblatos. Tal y como había oído Mariano en Roma, el Padre había ordenado que, tan pronto como estuviese asentada la labor entre las clases pudientes, se procediese con tiento a buscar vocaciones entre los obreros ejemplares en su oficio, que fueran semillero de buen comportamiento social. En la "Instrucción de San Gabriel", uno de los documentos básicos que, con el catecismo, se estudiaban en la Obra, se hablaba del apostolado entre los obreros, "que habían de tener la ilusión de dar gloria a Dios desde su sitio, sin apetecer cambiar la situación donde la providencia los había puesto". José Javier le había explicado que el obrero navarro, casi recién llegado del campo, sólo tenía vicios animales y que, con la tradición de la influencia eclesiástica en la región, no habían sido contaminados por las ideas perniciosas de los cinturones industriales de Madrid, Barcelona o Bilbao.

Sin embargo, Anselmo, que así se llamaba el oblato obrero, le explicó aquella tarde que algunos sacerdotes y seminaristas navarros estaban difundiendo ideas comunistas desde el confesionario, e incluso un cierto clérigo, don Lucio, pronunciaba sermones muy confusos, de los que ya se había dado parte al gobierno civil.

Mariano, después de presidir el círculo para los obreros amigos de Anselmo, aceptó su invitación de tomar unos vasos en un bar de al lado y quedó impresionado por un ambiente y unos modos de hablar que hasta entonces le habían sido desconocidos, perdidos ya en las profundidades de su memoria los recuerdos de su primera infancia malagueña. Los conflictos de la modernización industrial y los problemas obreros consiguientes le cogían completamente desprevenido. De regreso a la residencia, iba pensando si aquel mundo intelectual en que él centraba sus ilusiones no sería una quimera del espíritu, ajena a la verdadera vida de los hombres.

José Javier, el director, estaba leyendo en su cuarto y aceptó de buen grado entrar en las disquisiciones de Mariano.

-Desde luego -le dijo-, los hombres de letras siempre corremos el riesgo de quedarnos en la luna. Por eso yo me paso mucho tiempo escuchando a la gente sencilla, en mis excursiones por los pueblos de Navarra. Pero la dificultad está en la ciudad y la industria. Si pudiésemos encontrar la fórmula para espiritualizar el capitalismo y para que los patronos se comportasen con los obreros como en esas grandes familias agrícolas, quizá se podrían evitar la deshumanización y los conflictos.

-De acuerdo, José Javier. Pero mi impresión es que la cosa va muy despacio y, mientras, por inercia o por abulia, los responsables se atraen las iras de los trabajadores.

-¡Vaya, ya hemos topado con el problema de la debilidad humana...! Como los ricos no se muestren a la altura de su responsabilidad, volverán los conflictos del 36. Por eso nuestra labor resulta más urgente y por eso quiere el Padre que lleguemos a todos los centros del poder social. Pero no con teologías largas y filosofías metafísicas, como llegáis algunos -añadió con sorna-, sino con la clara y sencilla doctrina del libre albedrío y los Novísimos.

-¡Hombre, eso tampoco! - se mosqueó Mariano-. Por mucho que quieras simplificar, en una visión completa de la vida no puedes renunciar a hacerte cargo de la complejidad del ser humano y de la facilidad de caer en una mecanización del comportamiento. Precisamente la gran novedad del Renacimiento, que los cristianos no hemos sabido todavía asumir por completo, consiste en quitarle a la existencia humana ese carácter de mero símbolo de la realidad ultraterrena, donde no hay lugar más que para la repetición de un comportamiento consuetudinario y lanzarla al optimismo de una creación en que el hombre es protagonista, con Dios, del progreso material e intelectual, en una aventura lineal y no en el círculo cerrado anterior.

-¿Ves cómo no se os puede dar confianza? -repuso José Javier-. En cuanto se os deja, montáis unas argumentaciones que sólo sirven para complicarle la vida a la gente común. Tú dame doctrina moral clara y terminante y guárdate tus elucubraciones para los círculos intelectuales. No es que me parezca mal ese nivel de especulación. Es que con frecuencia se convierte en caldo de cultivo para el disentimiento moral. Porque esas cosas son disputables en el plano filosófico, pero al precio de que no influyan en la seguridad que hemos de poner en las normas de comportamiento.

-O sea, que volvemos a Platón.

Y dejando a José Javier con la boca abierta, Mariano salió del cuarto con un gesto de precipitada contrariedad.

Durante los días siguientes se sintió incómodo consigo mismo. Una turbulencia de ideas luchaba en su mente y, por primera vez, empezó a analizar su vocación. Hasta entonces, en el ambiente universitario granadino, en el clima intenso de Roma, había conseguido mantener su atención dentro de un contexto intelectual donde, a lo más, se le planteaban conflictos de enfoque, como los suscitados por los numerarios mayores de Madrid y La Rábida. Incluso en Pamplona, su medio ambiente favorecía la tranquilidad para la meditación y, si algo a su alrededor resultaba chocante, lo evitaba o se lo evitaban, con esa particular sensibilidad con que la Obra, a través de las normas y costumbres, aislaba a sus miembros de zonas y episodios conflictivos. Pero ahora, no sabía si por el clima norteño, por el tipo humano predominante entre sus amigos y conocidos navarros o por esas primeras experiencias en la sociedad pamplonesa, incluyendo aquella visita al mundo obrero, se sentía desasosegado. Una tarde en que su desasosiego se hizo mayor, fue a hablar con don Teodoro, su gran amigo desde Granada, con el que tantas veces se había confesado y sincerado. Don Teodoro, de quien todos decían que era un gran conocedor de la naturaleza humana y que, por su larga experiencia de la vida antes de entrar en la Obra, gozaba de la confianza de los superiores, oyó en silencio sus lamentaciones. Al cabo de un rato le interrumpió:

-Escucha, Mariano, nada de lo que me estás diciendo tiene importancia. Por mucho que tú y yo y todos los nuestros, incluso el Padre, abracemos una ideal tan ambicioso de transformación del mundo, hemos de conservar esa seguridad de nuestros místicos, que tanto te gustan, de que el reino de Dios no es de este mundo. La historia de la predicación del Evangelio es, en cierto sentido, la historia de un fracaso constante, porque parece como si el misterio de la libertad y también, ¿por qué no?, el "misterium iniquitatis", no fuera compatible con esa ansia de perfectibilidad humana que significa el cristianismo. Y más aún si nos ponemos a discutir el tema, más controvertido, de la estrategia de la evangelización, en el que no sólo dentro de la Iglesia, sino dentro de cada uno de nosotros, los criterios son con frecuencia contradictorios. La Obra, por boca del Padre, ha adoptado un camino de presencia activa en la sociedad, mucho más complicado, por ejemplo, que la fórmula carmelitana de nuestros santa Teresa y san Juan de la Cruz. Y probablemente la única fórmula para que lo nuestro funcione consista en una gran fidelidad al carisma del Padre. Pero seguridades, certezas, no las tiene nadie, ni siquiera el mismo Padre. Creo que ahora que empiezas a participar en un mundo más amplio que el universitario, te son aún más necesarias las precauciones de nuestras constituciones, que tienden a preservar la calidad de tu vida contemplativa y, querámoslo o no, la condición sacerdotal de nuestra vocación, que en los numerarios significa una radical indiferencia hacia las cosas terrenales, por muy metidos que en ellas estemos.

-¡Pero, don Teodoro -arguyó Mariano-, ahí está precisamente el conflicto! A medida que nos convirtamos en protagonistas de cualquier actividad, no podremos dejar de ilusionarnos con nuestras opciones y de convertirlas casi en recetas infalibles. Y cuando, como quiere el Padre, influyamos para que la legislación sobre educación sea cristiana, no podemos evitar traducir a fórmulas concretas una interpretación peculiar de la educación, que puede ser distinta y aun contraria a la que sostengan otros cristianos. Pero, sobre todo, lo que más me incomoda es que, a nivel especulativo, podremos disentir de otros grupos y que, mientras disentimos, el mundo va por su cuenta y no espera a que intelectuales y políticos nos pongamos de acuerdo. Con lo cual, lo más propio de la vocación de la Obra, que es esa transformación social, lleva en sí misma la contradicción de una renuncia esencial a mezclamos de corazón en los conflictos humanos..., por lo menos mientras la vocación de numerario no imponga ese despegue y esa indiferencia de la que usted me habla.

-Te estás convirtiendo en un racionalista -le dijo con una amplia sonrisa don Teodoro-. ¿A dónde ha ido a parar aquel místico de las soledades mediterráneas que yo conocí y que aceptaba sin racionalizarlo el misterio de la acción divina? Mira, Mariano, mi único consejo, si es que has venido a pedírmelo, o mi consuelo, que es lo que en realidad buscamos cuando nos hallamos intranquilos, es que no te dejes impresionar por los primeros conflictos que encuentres en tus vivencias adultas en la Obra. Según parece, estás a punto de que te concedan la fidelidad, ese punto final el capítulo transitorio de tu entrega con el que sellas una decisión firme de darte por completo. Aférrate a esa fidelidad y acepta con ella la sumisión de la inteligencia, que es la principal de las sumisiones para gente como tú, y procura encontrar en la vida de piedad ese sosiego diario a nuestros conflictos, internos y externos. Con ello no vas a dejar de tenerlos, pero sí te sentirás anclado en la seguridad de la fe y de la filiación divina, lo único que verdaderamente importa para que tú y yo recorramos el corto camino que Dios nos tiene destinado. Sin certezas, sin garantías racionales. Sólo con esa desnuda seguridad de la abnegación propia.

Mariano procuró poner en práctica los consejos de don Teodoro. La principal estrategia, la más aconsejada en la Obra, consistió en abrumarse de trabajo. En aquellos tiempos fundacionales de la universidad de Navarra, había mucho que hacer y, si uno estaba cerca de Ismael, le caían encima un encargo tras otro. Mariano pasaba toda la mañana en el Museo de Navarra, donde se daban las enseñanzas de Filosofía y Letras, y empezó a actuar prácticamente como secretario de la facultad. Había que ocuparse de mil y un detalles de la administración de ésta, que, aunque pequeña, presentaba en embrión todos los problemas de una grande. Cada vez le quedaba menos tiempo para estudiar, pues la tarde, reservada para ello, iba siendo progresivamente invadida por los encargos académicos. Y de vez en cuando por encargos apostólicos. No obstante, mantenía lo que él llamaba las dos horas sagradas, desde el final de la tertulia del mediodía hasta aproximadamente las cuatro y media o las cinco, en que sacaba sus libros y sus ficheros y se consagraba bien a preparar las clases, bien a componer el armazón de su tesis.

En esas dos horas, con el cilicio apretado al muslo y un paquete de bisontes a su lado, abandonaba las circunstancias de su jornada diaria y retornaba a ese mundo de la especulación intelectual que le parecía su gran esperanza. Con el tiempo, y después de conseguir los oportunos permisos internos, se había empezado a familiarizar con los grandes filósofos occidentales no incluidos en la tradición eclesiástica. Tenía obras de Kant, de Hegel, de Husserl, y luchaba con ellos cada día desde sus certezas metafísicas. Era un ejercicio de imaginación que le dejaba extenuado, pero que le compensaba de la rutina de su tarea cotidiana. Por un instinto de ortodoxia y una elemental aversión al escándalo, sus clases de la mañana constituían un modelo de claridad y procuraba, como una vez le dijo un ex seminarista petulante, "escamotear los problemas ante su juvenil audiencia". En verdad, a él no le hubiera importado exponer en público todas sus incertidumbres lógicas, todas las lagunas de interpretaci6n que a solas encontraba, y, desde luego, le hubiera gustado mucho provocar una confrontación con cualquier Kant o Hegel redivivo, pero guardaba muy presentes las instrucciones recibidas de dar doctrina segura y, sobre todo, tenía la amarga impresi6n de que ninguno de los alumnos deseaba ir más allá de una cierta memorización de los autores y los problemas fundamentales de la filosofía occidental. A veces pensaba si no sería antipedagógico incluir la filosofía en los primeros años de carrera, cuando la gente apenas posee capacidad de abstracción ni experiencia personal de donde partir. Pero se consolaba con la apelación a la ortodoxia, ya que, según tantas veces le recordaba Ismael, "de lo que se trata es de que los chicos respiren el buen realismo cristiano que lleva diez siglos fundamentando la fe católica, y no de sembrar en ellos dudas o vacilaciones metódicas".

Casi sin darse cuenta, iba abriendo una fosa entre su metodología personal durante aquellas dos horas de estudio y el modo más seguro y clásico en que daba sus clases. Pero ese conflicto, que alguna vez le inquietaba, dejaba de hacerlo en cuanto invocaba su ascética y renunciaba ante el Sagrario a la tentación de la inteligencia. Allí sí que se encontraba seguro.

Por encima de sus especulaciones y sus aficiones, incluso al margen de las tareas y encargos apostólicos, la vida contemplativa, aquellas dos medias horas de oración al día, le serenaban y le sumergían en un acto de fe desnuda, donde todo se le antojaba pura gratuidad divina y donde se calmaban, incluso físicamente, los pulsos de su corazón. Su fe era una especie de instinto de identidad radical frente a cualquier otra circunstancia. Se había convertido en una segunda naturaleza y descansaba en vivencias muy sencillas que venían de muy lejos, de los silencios frente al Mediterráneo, de las soledades en el carmen granadino. Ni siquiera la vocación a la Obra la había modificado sustancial mente. Todavía se emocionaba con la desnudez de los versos de Juan de la Cruz y se le hacía corta la acción de gracias después de comulgar. Aquella querencia por el misterio era una adhesión suprema de su espíritu, que además siempre le dejaba insatisfecho. Doblemente insatisfecho, porque sabía que sólo la muerte colmaría aquel deseo y porque sabía también que nada de lo que hiciese en la tierra tendría verdaderamente ninguna. relación con su real naturaleza de criatura inmortal.

En las vacaciones de Semana Santa de aquel curso del 57-58, Mariano marchó con otros diez numerarios a hacer ejercicios espirituales en el colegio Gazte1ueta de Bilbao, aquel primer éxito de la Obra entre la burguesía vasca. El viaje en coche le proporcionó una nueva oportunidad de recrearse en la geografía norteña, más civilizada y humana que las arideces mediterráneas. Siempre que había vascos se cantaba y en aquella tertulia de comienzo de los ejercicios se formó casi un orfeón. La mezcla de llaneza y timidez que Mariano había ido detectando en el pueblo vasco llegaba a una curiosa sublimación en los vascos de la Obra. Eran gente segura de sí misma, como si la Obra fuera una cosa descubierta por ellos y que les perteneciera más que a los demás. Les gustaban sin embargo las bromas pueriles, como cuando Jesús Urteaga, ante el regocijo general, amenazaba con el puño al colegio de los jesuitas que se adivinaba a lo lejos y decía: "¡Rendíos!" Todo ello compatible con los largos silencios y las caras serias. Aunque Mariano tomaba las naturales precauciones para no generalizar, aquellos vascos hermanos suyos no le caían del todo bien. Uno de los curas ilustrados de la tertulia carlista de don Victor le dijo una vez que aquella espontaneidad era una manera de luchar contra una innata timidez, y que la vasca es una raza radicalmente insegura de sí misma, incrustada como se halla entre dos civilizaciones, la francesa y la castellana, que nunca había logrado asimilar por entero. Los de la Obra eran en su gran mayoría hijos de la clase media burguesa, y en aquellos días andaban muy ilusionados con la Escuela de Ingenieros, que, como un apéndice tecnológico de la universidad de Navarra, funcionaba, naturalmente, en San Sebastián. Allí se había repetido aquel continuo ir y venir de los numerarios y numerarias por las casas de los pudientes de la zona, hasta lograr un buen montón de apoyos oficiales y privados.

Mariano no llevaba especiales cargas de conciencia a aquellos ejercicios. Había zanjado momentáneamente sus conflictos interiores y, quizá como compensación inconsciente, deseaba abrirse a nuevas experiencias ajenas a su mundo. Por ello charló mucho con uno de los encargados de la Escuela de Ingenieros, un chiflado del progreso técnico que se pasaba la vida denostando a los humanistas y criticando a los capitalistas.

-Fíjate, Mariano -le dijo una tarde paseando por la ría de Bilbao-, todo este desarrollo industrial es puro colonialismo tecnológico. Aquí sólo hay patentes extranjeras, capital extranjero, y el que hay nacional está en manos de una minoría de paletos que sólo aspira a cortar el cupón para mantener una especie de mimetismo anglo-francés en sus casas de Las Arenas. La primera generación industrial, aquellos hombres duros del mineral, ennoblecidos por la monarquía, no han encontrado todavía sucesores que den un nuevo paso adelante. Nosotros en la escuela estamos tratando de convencerles para que gasten dinero en investigación, iniciando así una nueva etapa de la industria vasca. Pero que si quieres... Me temo que en España, como no haya imposición del estado, va a ser difícil el desarrollo. Fíjate en la noticia del año, el Sputnik ruso, el primer ingenio espacial. ¿ Te figuras a la Rusia anterior al capitalismo de Estado metida en una tal aventura?

Lo del Sputnik, según estaba averiguando Mariano, traía muy entusiasmados a los ingenieros, hasta el punto de que en cierto momento de la tertulia, durante el último día de ejercicios, habían hecho reaccionar al director, que hubo de recordar a los presentes el carácter materialista del comunismo ruso. El otro tema que rondaba por los pasillos de Gaztelueta, sobre todo en labios de los mayores, era el nombramiento de Laureano López Rodó como alto cargo del gobierno, al lado del almirante Carrero Blanco, para llevar a cabo la reforma de la administración del estado.

-Laureano es muy capaz de poner todo boca abajo -decía con sorna uno de ellos.

-Quizá sea éste el punto de partida de la modernización de España -comentó con Mariano el ingeniero anticapitalista-. Con un hombre disciplinado, bien intencionado, deseoso de hacer cosas de acuerdo con el espíritu de la Obra, la maquinaria estatal puede empezar a funcionar y a zarandear a estos capitalistas de chicha y nabo.

Aquellos días en Bilbao le sentaron bien. Al volver a Pamplona, dio un buen empujón a su tesis y, de acuerdo con las instrucciones, mandó los dos primeros capítulos a la censura de la Obra en Madrid. Un mes después, José Javier, el director de la casa, le llamó a su despacho.

-Tengo buenas noticias de Madrid. Te han concedido la fidelidad, de modo que hemos de ir preparando la ceremonia. Como tantas veces se nos ha dicho, la fidelidad es el punto final de un proceso de prueba, la consumación de ese deseo nuestro de no mirar más hacia atrás y, cuando se nos concede, es porque los superiores se han convencido de nuestra sinceridad. ¿ Estás contento?

Mariano, que todas las semanas celebraba su confidencia con José Javier y le había abierto honestamente su corazón en cada una de ellas, no sentía sin embargo esa afinidad natural que le unía a otros, a don Teodoro, por ejemplo. Sin emrbargo, se había tomado muy en serio la sencilla idea del catecismo de que la apertura del corazón al superior era de naturaleza sobrenatural, no un movimiento de simpatía o camaradería humana, y con José Javier, como con cualquier otro de los directores que había tenido, obraba en consecuencia. Incluso, para no dar demasiada lata, no pormenorizaba aquellos combates intelectuales que libraba consigo mismo y a los que, en una especie de lenguaje convencional, José Javier y él llamaban sencilla y jocosamente su "lucha cultural". La confidencia semanal no sólo no le costaba ningún esfuerzo, sino que se había convertido en una especie de catarsis periódica, como la confesión, donde siempre encontraba consuelo. A los que recibían la confidencia les resultaba muy fácil tomársela en serio, porque se encontraban en presencia de un auténtico ejercicio de humildad y autonegación, de modo que, a pesar de todos los problemas de comunicación o de disparidad de personalidades, Mariano había llegado a la conclusión de que aquella práctica constituía una magnífica característica del espíritu de la Obra y una gran garantía de paz interior para el que la efectuase bien.

Además, se estaba dando cuenta de que, en ese reparto del ejercicio de la obediencia en la Obra, la confidencia era el menos rígido, el más solidario. Así, lo que el director decía en el círculo, comentando una orden venida de Madrid y que podía sentar mal a algunos, se dulcificaba luego en la confidencia personal. Recordaba, por ejemplo, aquella vez en Granada en que el director, durante el círculo semanal, había ponderado muy enérgicamente, como parte importante del voto de pobreza, la necesidad de que cuadrara mensualmente la cuenta de gastos. Mariano siempre se hacía un lío con dicha cuenta y, aunque gastaba poco dinero, menos habilidad tenía aún para apuntado. Al tratar el tema en la confidencia, el mismo director que, en términos generales se había mostrado tan estricto, comprendió y disculpó los fallos de Mariano y le aconsejó no darle demasiada importancia al asunto.

-Hay una pequeña cuestión que hemos de tratar -continuó José Javier-. De Madrid dicen en otra nota que los primeros capítulos de tu tesis presentan algunos problemas doctrinales y que no sigas adelante hasta que no llegue Alfredo, que vendrá pronto a pasar unos días en Pamplona, y charles con él.

Mariano sabía que Alfredo era un sacerdote que disfrutaba de la confianza del Padre y por ello desempeñaba un cargo muy peculiar en la Comisión. Era el director espiritual, lo cual implicaba la elaboración de material para la predicación y el apostolado, así como la censura de los escritos. Se encargaba, además, de las relaciones con los obispos y del control de la labor entre los sacerdotes diocesanos.

Hacía pocos años que ésta había comenzado, y Mariano recordaba que en Roma le habían contado aquella anécdota ya legendaria del Padre. Por lo visto, comentando éste con Alvaro del Portillo durante un viaje en tren la creciente desorientación del clero y los muchos abandonos de que Roma era testigo, se preguntaba cómo podría la Obra, básicamente cosa de laicos, estar presente en el mundo sacerdotal sin abandonar su naturaleza propia, inspirada por Dios. Después de sumirse ambos en la oración, el Padre dijo en voz alta: "¡Caben!" Y procedió a explicarle a Alvaro una fórmula jurídica según la cual los sacerdotes, sin abandonar la natural obediencia al obispo y la incardinación a una diócesis, podrían entrar en la Obra y participar en esa fraternidad. Aquello había puesto en marcha una política de visitas a 100 sacerdotes, principalmente rurales, en la que desempeñaban un cierto papel las sirvientas de la Obra, que presentaban el cura de la Obra al párroco de su pueblo y propiciaban los contactos. Ya había habido vocaciones entre el clero castellano, gallego y andaluz, y en las convivencias, los sacerdotes de la Obra, muy ufanos, contaban anécdotas sobre esa labor que Mariano escuchaba con simpatía. Le agradaba especialmente aquel esfuerzo por ayudar al clero rural a mantener viva su ilusión doctrinal, sugiriéndoles libros y reuniones de grupo para mitigar su a veces trágica soledad. Alfredo venía a Pamplona, terminó diciéndole José Javier, precisamente para alentar esas actividades.

A su llegada, una semana después, les presentaron. Mariano le había visto una sola vez, pero había oído hablar de su agudeza intelectual y de la claridad de su doctrina. Se mostró afable con él, aunque algo distante, y en un monólogo de unos veinte minutos le vino a decir que el tema de su tesis, las relaciones entre la naturaleza y la gracia en las obras de los Padres de la Iglesia, no era para alguien como él, aun joven y sin experiencia, sino para que lo desarrollase una persona de mayor edad. Le demostró su debilidad con argumentos tomados de los capítulos de su tesis, demostrándole así que los había leído despacio y poniendo de relieve algunas afirmaciones casi heréticas que Mariano hacía en el texto.

-Además -concluyó Alfredo-, no veo cómo podrías incluir en una tesis tan histórica la doctrina del Padre. Y ya sabes que debemos difundirla en todos nuestros escritos.

Mariano intentó argumentar contra la hipótesis de Alfredo, pero se veía que éste no estaba dispuesto a aceptar contradicciones a su papel decisorio. Cortésmente, Alfredo le sugirió dos o tres temas, haciendo hincapié en que las tesis de filosofía de los numerarios, como las de teología, eran especialmente vigiladas por los superiores, como debía comprender Mariano.

Todo su instinto de libertad intelectual se le vino a éste a las mejillas, en un arrebol de ira que su interlocutor debió de notar, porque cambió de tema, elogiando la labor pedagógica de Mariano en la universidad, donde "me han dicho que explicas muy bien".

Allí terminó el encuentro. Horas después Mariano acudió desconsolado a José Javier. Tras haberle permitido desahogarse, e incluso dejar escapar una lágrima furtiva de rabia, éste le dijo serenamente:

-Ésta es la cruz de la inteligencia de la que nos habla el Padre. Sería contradictorio que, estando a punto de pronunciar tu fidelidad a la Obra, mantuvieses al mismo tiempo una actitud de rebeldía intelectual contra tus superiores. Este verano, en esta misma habitación, nos decía el Padre a unos cuantos que la disponibilidad interior de un hijo suyo debe ser tal que, si es químico y está seguro de que con cinco minutos más de investigación va a descubrir la piedra filosofal y el superior le dice que lo deje y se dedique a otra cosa, lo deja con el corazón libre y gozoso. A todos nos parece que nuestras ideas son las mejores, pero en casa tenemos la suerte de contar con un guía seguro para saber si son o no acertadas y, sobre todo, si van a dar gloria a Dios. No te tomes tan en serio el asunto de la tesis. Dentro de unos días celebraremos tu fidelidad y, luego, buscas otro tema y santas pascuas. Quiero verte alegre y tranquilo, como tú eres. y dándole una palmada en la espalda, le despidió.

Mariano ensayó mil trucos para recuperar su equilibrio anterior. Volvió a charlar con don Teodoro, dio grandes paseos en solitario por los verdes alrededores de la ciudad y buscó el consuelo en la oración. Pero se encontraba frío, como si una tristeza interior le calase hasta los huesos. Sentía algo así como una expropiación de su pensamiento, de su raciocinio, llevada a cabo por quien debiera ser su mejor aliado en la lucha espiritual, algo de lo que no tenía experiencia anterior. Poco a poco, en medio de esa aridez interior, fueron surgiendo las frases mágicas de san Juan de la Cruz en "La noche oscura del alma", aquellas que hablaban del vacío creador, del despego absoluto de sus mejores certezas, del abismo en que el alma debe sumergirse para no guardar ni una sola atadura de amor propio. "Sufre si quieres gozar, baja si quieres subir, muere si quieres vivir". Mariano se repetía una y otra vez aquellas paradojas a lo divino del fraile carmelita y, lentamente, recuperó una fría tranquilidad, la del que no debe esperar nada para recibirlo todo.

Una noche en que el turno de vela le tuvo ante el Santísimo una larga hora al filo de la madrugada, Mariano le habló a la Eucaristía en voz alta. Estaba solo en el oratorio y, entre lágrimas, prometió la entrega de la inteligencia y no guiarse por otro patrón que la voluntad de los superiores. Con los nervios rotos, pero al fin en paz, aquella noche Mariano Anaya, numerario del Opus Dei, se durmió profundamente.


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