Lo que está matando al Opus Dei

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Por Brain, 26 de junio de 2017


Felicito a los miembros del Opus Dei que celebran hoy la festividad de la marcha al cielo del Fundador. Aprovecho para compartir en un día tan especial algunas de mis experiencias personales durante los más de 30 años vividos en el Opus Dei, ocupando cargos de gobierno y formación. Agradeceré que quienes lean estos escritos, sobre todo desde dentro de la Obra, y hayan pasado o estén pasando por las circunstancias que describo, confirmen la veracidad de cuanto expongo, o reprueben su contenido. Sus consideraciones me ayudarán a tener una visión más ponderada de esta compleja realidad.

Conocí la Obra a través de un compañero de clase en la Universidad. La historia de mi pitaje es común y corriente…

Me pescaron por la cabeza. Actividades culturales atractivas en un Colegio Mayor. Amistad con un sacerdote de la Obra realmente preparado, con el que hubo afinidad y comienzo a tener dirección espiritual. Me incorporo a los medios de formación. Asisto a un curso de retiro. En una convivencia de Semana Santa me plantearon la "crisis vocacional". Resistí poco. En el mes de junio ya había pitado, y en septiembre de ese curso académico estaba viviendo en un centro del Opus Dei, a 400 km de la casa de mis padres.

Entrar en la institución me supuso abandonar, entre otros, a mi familia "de sangre". Es duro poner esto por escrito. Pero a la vuelta de los años, así es.

Tras pasar dos años por el centro de estudios, me enviaron a un centro con labor de universitarios. Ahí recibí el primer encargo interno: subdirector de la casa. En realidad era un centro grande y complejo, con varios consejos locales, en fin... algo muy difícil de explicar a quien no haya estado en el Opus Dei. Estas cosas hay que vivirlas para entenderlas.

Al año y medio de terminar la carrera me pidieron que me fuera a vivir a un centro de san Gabriel (para "supernumerarios jóvenes", categoría de miembros de la Obra sobre la que se puede escribir un libro). Pude compatibilizar el ejercicio de mi trabajo profesional con las exigencias de la atención de las labores y las personas de Casa. En estos menesteres me pasé largos años, absorbido por completo.

Nunca trabajé en otras labores internas que no fueran la atención de mis centros, salvo unos años que viví en Roma. Y de los que también hablaré, en su debido momento.

En la Obra me pidieron estar siempre en ciudades distantes más de 500 kilómetros de la mía de origen. Las vacaciones profesionales o los días libres que conseguía los invertía en asistir a curos de formación (el curso anual, el retiro mensual, las convivencias de consejos locales, los cursos de retiro de la labor, etc.). Siempre obedecí.

Con este panorama se comprende fácilmente que durante mi etapa como numerario apenas asistí a reuniones familiares, ni a celebraciones, entierros, ni a atender a mis padres cuando estaban mayores y enfermos. Por no ir, no fui ni a la boda de uno de mis hermanos. Mi familia (la real) nunca entendió este comportamiento. De los más de 40 primos hermanos que somos en la familia, he tenido escasa relación con ellos, a excepción de tres o cuatro con los que coincidía esporádicamente por motivos profesionales. El numerario entregado tenía que estar dispuesto a hacer esto y demostrarlo. Eran las exigencias de la vocación, que había que vivir con "radicalidad".

En los años 80 y 90 los numerarios fuimos protagonistas o actores de una actividad apostólica frenética en la Obra, marcada y dirigida por las indicaciones que nos llegaban de los directores. Era la época de la expansión. Lo que realmente no veíamos es que por una puerta entraban unos y por otra se salían algunos más. De hecho, los números no cuadran. Los numerarios que asistan al curso anual este año comprobarán que hay en la Obra dos vacíos generacionales de numerarios: escasean los universitarios, y cada vez son menos los que están en la franja de entre 30 y 50 años. Se van como anguilas.

Años 80-90 del siglo pasado. Por un lado, tenía que pitar mucha gente, y por otro, había que preparar a los numerarios para marchar a otras regiones donde comenzar la labor. Las metas que marcaban en la delegación, y que llegaban por escrito a cada centro, debían cumplirse a rajatabla (porque esa era la voluntad de Dios, la del "dios" que nos obligaba a estar obsesionados con la estadística, las listas y los números).

Lograr los objetivos se convertía en auténtica neurosis. Los vocales de san Rafael y san Miguel de las delegaciones y comisiones no paraban de tener despachos y reuniones con los consejos locales, revisando listas, listas y más listas. Todos debíamos salir del centro por la mañana habiéndonos respondido en la oración la siguiente pregunta "¿quién me va a pitar hoy?". El "plan apostólico diario" de cada numerario no podía fallar.

Las casas de retiros había que llenarlas con asistentes en número suficiente para que no quedaran plazas desiertas en ninguna actividad.

No cuento nada desconocido para quienes hayan vivido como numerarios en esta época del Opus Dei. Cualquier numerario que rememore su vida en un centro en esos años los recordará como de un no parar, con un activismo extenuante. Se imitaba "el no parar de nuestro Padre".

Ya a principios de los noventa se notaron los primeros síntomas de este modelo de conducta. La explosión de alegría y de audacia apostólica que se desató en la Obra con la aprobación de 1982, trajo también como consecuencia los primeros trastornos psicológicos generalizados entre numerarios. A la gente no se le podía exigir más de lo que debía dar.

Como director local, y por tanto encargado de impartir la dirección espiritual en nombre del Opus Dei, recibía periódicamente la charla fraterna de mis “hermanos”, conforme al reparto que al inicio de cada curso planificábamos en el consejo local, o nos indicaban desde la delegación. Al formar parte de consejos locales, pero con más profundidad cuando me nombraron director por primera vez, noté “algo rato” en la vida de muchos numerarios del Opus Dei que me llamaba poderosamente la atención. Era un “algo raro” que no sabía exactamente describir pero que estaba generalizado.

Traté de tener buen espíritu y compartí mis inquietudes con los directores correspondientes en muchas ocasiones, explicándoles las señales que veía. No era espíritu crítico por mi parte. Se trataba de constatar un hecho, que quizás yo magnificaba en mi interior, por inexperiencia.

Una primera cuestión sorprendentemente llamativa de ese "algo raro" era el “aislamiento” vital de los numerarios residentes en los centros con quienes compartí casa. A pesar de los días, horas, trato, tertulias, etc…, éramos unos perfectos desconocidos los unos para los otros. Los 3 ó 4 miembros de los consejos locales sí que teníamos cierto conocimiento del mundo interior, las preocupaciones o los problemas de cada numerario, porque –muy a pesar de lo que se diga y en honor a la verdad-, en las reuniones de los consejos locales, especialmente en la “reunión de San Miguel”, se despachaba uno por uno sobre aspectos personales íntimos de la vida interior de los numerarios, de sus luchas y dificultades. “La dirección espiritual la imparte el Opus Dei”, estaba escrito, y escrito a fuego. Era una máxima inamovible. Procurábamos vivirla en grado heroico. Para gobernar bien, hay que tener información. El director local debe saberlo todo de todos.

Había un termómetro en cada centro para medir cómo se vivía la caridad. El termómetro era el número de correcciones fraternas mensuales que nos hacíamos. Quedaban convenientemente reflejadas y anotadas. Lo paradójico de todo esto es que en mis centros, conforme al termómetro, se practicaba la caridad porque se hacían muchas correcciones fraternas, pero entre personas que apenas se conocían.

Tuve la suerte de vivir, salvo alguna rara excepción, con personas muy educadas. La buena educación, el trato elegante y amable, junto a un número mensual aceptable de cof entre los numerarios posicionaban bien ante la delegación a los centros por los que pasé.

La explicación del otro asunto "algo raro" que me alarmaba merece una aclaración previa. En la distribución habitual de los centros de numerarios, al menos es mi experiencia, era normal encontrarse con tres o cuatro sacerdotes residiendo. Uno, formaba parte del consejo local. Se dedicaba habitualmente a la labor del centro. Los otros dos o tres, tenían destinos en otras labores (ya fuera la sección femenina o los sacerdotes seculares). En alguna temporada me tocó vivir en un centro donde se sumaba al “equipo clerical” alguno, o algunos, sacerdotes enfermos (habitualmente por agotamiento, cansancio u otras afecciones psicológicas que por respeto a los interesados y al secreto de oficio no conviene explicitar).

Los sacerdotes numerarios dedicados a otras labores eran en nuestros centros como los huéspedes de un hotel. Salían temprano por las mañanas y regresaban a casa para la cena. Los fines de semana no solían estar, bien por la atención de sus labores, o bien porque iban a predicar convivencias, cursos de retiro, etc… Recuerdo que un año me dijeron en la delegación que hiciera la charla fraterna con uno de estos sacerdotes. Organizarme para ser puntual fue una quimera. No se podía contar con ellos para nada, porque el poco tiempo libre que les quedaba lo utilizaban para descansar o hacer algún deporte.

Estos sacerdotes eran unos perfectos desconocidos para el resto de los residentes; y los residentes unos perfectos desconocidos para ellos.

Recuerdo que nos llegaban de vez en cuando desde la delegación alguna indicación para recordarles en los medios de formación, de forma delicada, que no podían estar viviendo como en una pensión. Más de un caso he visto en el que el sacerdote de turno sólo sabía de la vida de sus “hermanos” numerarios el nombre y los dos apellidos, pero absolutamente nada de sus familias, trabajos, etc…

Guardo un grato recuerdo de estos sacerdotes “de pata libre”, salvo de un par de ellos. Un año llegó a vivir al centro uno que no olvidaré en la vida. Había ocupado un cargo en una delegación. Pasó por Roma algunos meses y se ordenó. Se dedicaba a sus labores, pero en el poco tiempo que estaba en la casa asumía, quizás inconscientemente, el papel de director en la sombra. Había mandado mucho y le encantaba mandar. Era el palico de la gaita en las tertulias, solía dar consejos sin pedírselos, e incluso periódicamente venía a decirme lo que se debía y no se debía hacer en el centro, a su juicio, y lo que él hacía y no hacía cuando era director. La vida con este hombre fue un calvario para mí y para el resto de residentes.

Un numerario particularmente simpático, quizás harto de las impertinencias de este sacerdote sabelotodo, en una ocasión le espetó en público durante una tertulia: “Vd. es como el maestro Liendre, que de nada sabe pero que de todo entiende”. Ni que decir tiene que aquella noche, el sacerdote en cuestión, vino a manifestarme su enfado por la falta de respeto o criterio de aquel numerario. En realidad, a ese numerario no le faltaba razón a su comentario. Le hizo en público la corrección fraterna que todos estábamos deseando que recibiera en privado. Creo que hoy día ese sacerdote es director de una delegación. ¡Pobre delegación!

Continúo con el paréntesis. Al grupo clerical, solía sumarse el grupo de “oficiales de la delegación o de la comisión”. Lo que he vivido personalmente han sido 1 o 2 de media por centro con personas en esa, para mí, extraña situación “laboral”. A estos numerarios, lógicamente, se les reducía bastante su círculo de amistades, que era casi nulo. Sus encargos apostólicos se centraban en recibir charlas de supernumerarios e impartir medios de formación. De su trabajo, no contaban nada. Las tertulias del centro, cuando sólo estaban ellos, que acudían puntualmente a almorzar cada mediodía, se convertían en diálogos de mudos o conversaciones insulsas sobre el tiempo y las últimas noticias intrascendentes de la prensa. Para evitar las tertulias, veíamos el telediario.

Un sacerdote del centro, observador y agudo, me comentó en una ocasión que veía dos problemas en ese grupo de numerarios que trabajaban full time en tareas internas. El primero, que estaban perdiendo poco a poco la secularidad, por no tener un trabajo profesional en el mundo real; y el segundo, que habían pasado de ser los “aristócratas del amor en el mundo”, a convertirse en los “burócratas del amor en el mundo”, luchando por encarnar a la perfección "el criterio" adecuado a cada momento.

Precisamente esta era la segunda inquietud que compartía yo con mis directores, gracias a que ese buen sacerdote me abrió los ojos.

Las dos realidades descritas, de falta de fraternidad, caridad, cariño, amor auténtico o como se le quiera denominar, y la burocratización de la caridad, eran a mi entender un virus cancerígeno que se había incubado en el Opus Dei entre los numerarios durante los últimos 30 años.

La pérdida de vocaciones, el descenso de los pitajes, junto con el aumento de las estructuras apostólicas hicieron que la prelatura movilizara recursos humanos para atender todas esas "empresas" y labores. Los resultados de aquel método no han sido todo lo exitosos que se esperaba. Los directores de la comisión podrán opinar, porque tienen todos los datos estadísticos. Parece que las labores no han crecido al ritmo deseado, pero sin embargo el número de numerarios dedicados a tareas internas se ha multiplicado.

Como comentaba al principio, cuando salí de la casa de mis padres para irme a vivir a un centro, corté los lazos afectivos con mi familia de sangre. Durante mi pertenencia al Opus Dei he rezado mucho por ellos, de la misma manera que recé mucho por las familias de las personas que convivieron conmigo. Mi cariño, o amor a la familia, se fue haciendo poco a poco tan sobrenatural, que se desnaturalizó por completo. Hoy, soy un perfecto desconocido para mis hermanos. No digamos para las cuñadas, sobrinos, etc...

Resumo mis años dentro de la Obra como los de una vida, no ya sin amor, sino sin caridad. Me desviví por ayudar a muchos numerarios y hacerles crecer humana y profesionalmente. Aguanté carros y carretas. Creo que nunca fui un director “oficialista”, ni mucho menos tirano. Cometí errores en las tareas de gobierno o de dirección espiritual. Son cientos y son inconfesables.

En tanto tiempo en la Obra imaginaréis cuántos numerarios he visto marcharse. Con los que viví mantengo una amistad sincera que curiosamente comenzó a fraguarse cuando dejaron la Obra.

Ya explicaré en otro escrito, quizás coincidiendo con la próxima fiesta A, el porqué de mi salida del Opus Dei, que tiene mucho que ver con la meditación de la carta del Padre (q.e.p.d) de 2 de octubre de 2011.

Aquel documento, a mi juicio, es el peor error estratégico que cometió la cúpula del Opus Dei en un momento muy delicado de la institución, y enfadó a muchos numerarios. El mensaje que se transmitió fue de inestabilidad institucional. No se puede escribir un documento plagado de falsedades, como es esa carta, dirigido a la "aristocracia de la inteligencia".

La dirección espiritual siempre había estado ligada al gobierno en la Obra. Ese era uno de los pilares esenciales que sostenían todo el entramado de la labor. Gobierno y dirección espiritual están intrínsecamente unidos en el Opus Dei. Las disertaciones intelectuales de la carta del Padre de octubre de 2011 no son más que raras piruetas en el aire apelando a un lenguaje ininteligible para la mayoría de los lectores, queriendo justificar lo injustificable.

Puedo asegurar sin temor a equivocarme que más del 95 por ciento de los supernumerarios que leyeron esa carta no la entendieron. Ni les importaba. Pero a muchos numerarios nos olió mal, bastante mal.

El cambio tan repentino, y por motivos desconocidos, no ya en el método, sino de algo mollar en la institución, desató las alarmas. En mi caso, fue la gota que colmó el vaso de la paciencia. Aquella carta me hizo un gran daño y un gran bien. Su contenido era un mensaje confuso, que lejos de transmitir seguridad o tranquilidad, nos ponía en alerta a los miembros de la Obra de que algo grave estaba ocurriendo en/con el Opus Dei. Nadie nos habló claro. Las explicaciones de esa carta en las convivencias de consejos locales y cursos anuales eran vagas e imprecisas, sujetas siempre al correspondiente guion venido de Roma.

La carta del Prelado me confirmó en mi tres sospechas: a) los directores del Opus Dei son capaces de defender una cosa y su contraria, sin respeto alguno por la primacía de la persona sobre la institución; b) los directores locales habíamos sido utilizados durante décadas como instrumentos para pisotear la libertad de conciencia y la dignidad de las personas; y c) los numerarios vivíamos en un mundo artificial en el que se había sustituido el amor a Dios por el amor a unas santas reglas institucionales que podían cambiarse de la noche a la mañana sin explicación alguna.

Se quiera o no reconocer, la carta del Padre de octubre de 2011 provocó una profunda división interna entre miembros de la Obra.

Ahora vivo la era post-Opus Dei, en la que esto que me he atrevido a publicar lo he meditado muchas veces a la luz de unas palabras de San Juan Pablo II: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”.

Pasé 3 décadas en el Opus Dei creyendo erróneamente buscar a Dios en la vida ordinaria. La maraña de normas, costumbres, praxis, notas, avisos y criterios lo impidieron. Vivir eso que se llama el “espíritu” del Opus Dei me llevó a una vida privada de sentido.

Perdí a mi familia muy joven, en mi época universitaria, por hacerme del Opus Dei. La institución a la que serví me alejó de los míos; durante los largos años de entrega al Opus Dei jamás sentí la Obra como mi familia, o que fuera una verdadera familia sobrenatural. Ahora enfilo ya la última etapa que me queda en esta tierra. A mi edad, y en estas circunstancias, tampoco tendré la oportunidad de descubrir el amor formando una familia humana. Dios sabe más.

Me queda la esperanza de que al rendir cuentas al Señor me acoja por haber actuado en todo ese tiempo de buena fe, a pesar de que mi entrega al Opus Dei, humanamente, me ha destruido.

Directores del Opus Dei, que sabéis bien quién soy: rezad por mí. Yo os encomiendo a diario para que se haga la luz en la institución y no haya más vidas rotas, ni más personas engañadas.



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