La voz de los que disienten/Apuntes sobres l@s jóvenes

Apuntes sobre los / las jóvenes


El proselitismo salvaje

Han sido muchas las personas a las que les ha chocado el que en mi anterior libro apenas haga alusión al tema de la «pesca de menores»; que no hable de la auténtica persecución de los niños y adolescentes que es llevada a cabo en los colegios y clubes de bachilleres regidos por el Opus.

Estoy de acuerdo con que les haya sorprendido esta llamativa ausencia, ya que se trata de un tema clave que preocupa a un montón de padres y madres. Lo que ocurre es que ése era un terreno hacia el que siempre sentí un cierto reparo, pues no me dediqué a ello; nunca estuve en un colegio y jamás formé parte de los llamados clubes de bachilleres y, por tanto, tampoco colaboré en lo de «trabajarme» o engatusar a las niñas de 10, 12 ó 14 años para meterlas en la institución.

No se trata de una frase mía, y por eso cito su procedencia. Recuerdo que, hace ya muchos años, oí decir a una numeraria mayor que la labor de «pesca» con los niños, niñas y adolescentes le parecía como «una especie de perversión de menores». A mí, tal apreciación, de momento, me impactó mucho, pero creo que fue porque en aquella dura frase detecté la expresión gráfica de lo que yo, más o menos, pensaba.

Me han llegado muchas cartas interesantes que tratan este tema. En unas, son los propios interesados, que han sufrido la experiencia de haber sido «pescados» en su adolescencia, los que cuentan sus historias; los autores de otras son padres, tíos, profesores o sacerdotes próximos a las famillas, que denuncian casos tristes, más o menos amargos y hasta definitivamente amargos, que tienen mucho en común. He escogido tres de estas cartas, que pienso resumen bien lo que la totalidad de ellas cuentan.

«Soy un abogado que tiene 43 años. Fui numerario del Opus Dei desde 1974 hasta el 87, es decir, a lo largo de 13 años. Hice la admisión a los 15 y desde los 17 estuve viviendo en diversas residencias.»

La carta tiene un montón de folios, pero sólo voy a seleccionar los párrafos que en este momento interesan para ilustrar el tema que tratamos.

Sólo después de que pasaron varios años desde mi salida, he empezado a ser consciente de tantos errores que comete la Obra. No me resulta ni moral ni ético que a un chico de 15 años, y después de varios meses de un contacto prácticamente diario y exclusivo con una persona bastante mayor que él (a la que, por tanto, respeta y admira), esta última le indique que tiene vocación, diciéndole que le ha tocado la lotería y que por tanto es un. privilegiado. Que el chico pida la admisión, sin conocer realmente a qué se compromete, puesto que será informado de las reglas y obligaciones una vez solicitada la admisión. Es cierto que jurídicamente y hasta que no formulas la oblación no eres miembro de derecho, y puedes «abandonar la nave», pero en el supuesto que te cuento es algo que ni se plantea. No tienes espíritu crítico ni tienes otra visión ni perspectiva diferente. No puedes hablar de tu vocación ni con tus amigos ni con tu familia, etc. [...] Viendo ahora a mis sobrinos que están rondando las edades que yo entonces tenía, me parecería muy cruel que les pasara lo que te explico a ellos.

La segunda carta seleccionada es la de un sacerdote diocesano aragonés, catedrático de Lengua y Literatura, ya jubilado. Escribe largo y tendido y cuenta cosas francamente interesantes que ahora no voy a transcribir. En lo que se refiere a lo que él llama «el acoso del Opus», dice:

Tengo un hermano notario. Cuando cursaba sus estudios universitarios, tenía novia. Hizo Ejercicios en el Miraflores, del Opus Dei, en Zaragoza, con todo su espíritu, y se encontró que el «guía», para manifestar su desprendimiento y disponibilidad, le pidió que escribiese una carta a su novia (hoy su mujer), despidiéndose de ella. Él lo intentó, pero no pudo hacerlo. Le siguieron insistiendo. Y al final, una noche logró escabullirse, sigilosamente, de la casa [...]. En Italia, me dijo un joven cristiano, que me cogió en autostop: «Lo que me sorprende es que se interesan por ti, mientras tienen esperanza de meterte, y si no pueden, te dejan abandonado» [...]. Tengo una hermana en Madrid, a cuya hija, brillantísima en estudios, catequista, pero con vocación de casada, la han llegado a perseguir hasta el colmo: le llamaban por teléfono, y si salía la voz de mi hermana, colgaban. La chica les dijo, entre otras cosas, que ya había hecho Ejercicios, y las del Opus le vinieron a indicar que los tenía que hacer con «ellos», como si los otros no valiesen. Yo les aconsejé, al final, que cortasen en seco [...].

La carta tercera es de un ex numerario y ex sacerdote del Opus Dei (entró en la Obra en los años cincuenta, a los 16 años, y pidió su dimisión en la década de los setenta). Desde la madurez de sus setenta años cumplidos, escribe:

La actitud proselitista y el proceso de integración de nuevos miembros en la Institución es un aspecto que percibí negativamente y como peligroso, desde el principio.

El entusiasmo dominante en los socios del Opus Dei, comprensible en parte por vivir en tiempos del fundador, sintiéndose todos un poco cofundadores, y por la espectacular expansión de la Institución a pesar de las exigencias que pedía a sus miembros, daba lugar a precipitarse en dar por seguro que un joven que frecuentaba los medios de formación que ofrecía el Instituto tenía vocación para integrarse en el mismo. A la menor señal de cierto interés por parte del sujeto, se le inducía a dar el paso de solicitar la admisión. Una vez que se comprobaba que reunía ciertos requisitos en relación con determinadas cualidades humanas (tomarse con verdadero interés sus estudios y futuro trabajo profesional, y mostrar cierta disposición a profundizar en su vida religiosa), se le presionaba a «ser generoso y entregarse». Luego, se presentaban las cosas de forma que se perdía la conciencia de encontrarse en una fase de prueba. Se recalcaba, de vez en cuando, que «en el Opus Dei las puertas están muy abiertas para el que se quiera ir», pero tal como se predicaba sobre la generosidad y sobre la infidelidad de «volver la vista atrás» (acomodando un párrafo del Evangelio), el socio quedaba muy culpabilizado a la hora de tener que enfrentarse con dudas vocacionales que le inclinasen a retirarse.

A esto se une que frecuentemente los socios encargados de la dirección espiritual, socios laicos -con la colaboración secundaria de los sacerdotes-, eran muy jóvenes e inexpertos y sin ninguna formación psicológica, deficiencia esta última de la que también adolecían los sacerdotes. Ciertamente que las decisiones importantes las tomaban siempre entre tres -los miembros de los llamados «consejos locales» y con el visto bueno del gobierno central regional-, pero aun con una decisión colegial no se podía evitar caer en decisiones temerarias, mantenidas con mucha seguridad. Dicha seguridad se vivía a partir de un enfoque sobrenaturalista, que dispensaba de la necesidad de experiencia y formación psicológica, partiendo de la teoría de que todo director legítimo del Instituto disponía de la denominada «gracia de estado» para acertar en sus decisiones, que, por tanto, debían ser obedecidas.

Javier Ropero, ingeniero en el I.C.A.I. (Ingenieros Industriales de la Universidad de Comillas) y ex numerario -ingresó en el Opus Dei a los dieciséis años y permaneció hasta los veintidós-, en su libro Hijos en el Opus Dei, resume bien el cómo se lleva a cabo la «pesca» y el «modelado» opusdeísta, es decir, la captación y absorción del adolescente. Ropero se dedica profesionalmente a la investigación en el campo de modelos artificiales del cerebro, pero además lleva años trabajando como voluntario en la Asociación Pro juventud A.I.S. (Asesoramiento e Información sobre Sectas).

La tarea de «pesca» y «modelado» se desarrolla a lo largo de las siguientes etapas:

  1. Selección de los candidatos entre los jóvenes que reúnan las condiciones de tener «cabeza, corazón y buena pinta». Sin embargo, a las mujeres no se les exigen tantos requisitos, porque, como señala el punto 946 de Camino: «ellas no hace falta que sean sabias; basta que sean discretas».
  2. Una vez que el pez ha mordido el anzuelo, se le asigna un director espiritual.
  3. El director espiritual (otro joven poco mayor que el neófito y, por tanto, sin la suficiente madurez) pide que el muchacho se sincere con él. Una vez conocida su programación de partida, se procederá a una remodelación de sus contenidos mentales.
  4. En estas charlas se trata de anular el amor propio del joven para que éste pase a depender del criterio de su director. Gradualmente el muchacho va asimilando las nuevas ideas y, sintiéndose su propio enemigo, empieza a desconfiar de sí mismo,
  5. Esta labor de destrucción del ego del adolescente se completa desde otro frente al considerar su sexualidad como algo sucio y pecaminoso. Como el ser humano constituye una unidad psicosomática, este sentimiento pasa de la sexualidad al cuerpo y del cuerpo al ego, generando en la persona una gran carga de autorrechazo. Este autorrechazo vuelve a conducir a que el joven, desconfiando de sí mismo, se abandone ciegamente al criterio de su director. Cuando el adolescente ingrese en la Obra, este abandono se convertirá en una total y ciega obediencia. Si el primer intento es infructuoso, será el propio director espiritual el que conmine a «dar ese salto en el vacío para caer en los brazos amorosos del padre Dios». Si aun así el muchacho se muestra reticente, se le enviará a hablar con el director del propio centro, que generalmente le pondrá en una disyuntiva, al decirle: «Dios te está llamando ahora. Así pues, elige entre dar un sí o un no a Dios. Él te pedirá cuentas de tu decisión». Ante este ultimátum el adolescente, que ha sido programado en la lealtad y fidelidad al mensaje evangélico, al estar convencido de su miserable condición humana y creer que su única tabla de salvación, Dios, puede desentenderse de él si responde negativamente, no tiene más remedio que dar su «sí».


Una vez que el joven ha decidido incorporarse a la Obra -finaliza Ropero-, el director pondrá en sus manos papel y pluma para que realice formalmente esta petición al Padre. Es entonces cuando se le explica la mayoría de las obligaciones que conlleva su incorporación. Tras el costoso paso de gigante inicial, es difícil que el muchacho se vuelva atrás ante la larga retahíla de normas y costumbres que le irá detallando su director espiritual.

Me parece oportuno traer a estas páginas el experimento del psicólogo estadounidense Salomon Asch, en el que a tres personas (un joven voluntario y dos expertos) se les mostraban tres líneas sobre una pantalla y se les pedía que dijeran cuál de, ellas era la más larga. El voluntario que participaba en el experimento no sabía que sus dos acompañantes formaban en realidad parte del equipo de los experimentadores. En todos los casos, la línea más larga resultaba evidente; la respuesta era obvia incluso para alguien con defectos de vista o escasa inteligencia. Tras probar unas cuantas rondas, en que los tres observadores elegían la línea correcta, los dos experimentadores dejaban de elegir la línea más larga y señalaban otra que era claramente más corta. Al principio, el voluntario protestaba y mantenía su elección, pero, ante el asombro de los científicos, no tardaba mucho en sumarse a la opción de los otros dos. El experimento Asch viene a demostrar con cuánta facilidad se puede inducir a las personas a que actúen como otros quieren que lo hagan, y hasta que lleguen a negar la evidencia que tienen ante sus propios ojos. Cuando una persona está por hacer, es fácil manejarla y transformarla en lo que se quiera sin que ésta lo perciba.

No es extraño que muchos de los adolescentes que han pasado por los mencionados procesos de manipulación, al hacerse conscientes de haber sido manipulados y utilizados, sientan desconcierto, dolor, rabia y hasta amargura. Pero uno no puede quedarse ahí, reconcomido, sin más. Hay que buscar soluciones, y encontrarlas. Quienes se dedican a tratar a estas personas que, cuando aún estaban por hacer, fueron tocadas por «debajo de su línea de flotación», cuentan que se trata de una tarea larga y costosa, pero que, por supuesto, vale la pena llevarla a cabo. Éste será nuestro siguiente tema de discusión.

Tal tipo de proselitismo salvaje parece que también se pretende ejercer con los jóvenes seminaristas. La historia que a continuación recojo me la cuenta un ex seminarista del «Bidasoa», seminario sacerdotal de Pamplona al que ya hacemos referencia en otro capítulo, encomendado a los sacerdotes de la Prelatura Opus Dei con el fin de que en él se formen seminaristas de diferentes diócesis españolas, latinoamericanas y filipinas principalmente, qué son enviados por sus obispos para que cursen estudios eclesiásticos de Teología en la Universidad de Navarra. El Bidasoa comenzó su funcionamiento en el curso académico 1988 / 1989 y, pocos años después, sucedió que, a consecuencia de los intereses proselitistas de los sacerdotes del Opus, dos seminaristas españoles de la diócesis castrense fueron motivados a cambiar de obispo y de diócesis: uno de ellos se pasó a una diócesis española, cuyo obispo mantenía muy buenas relaciones con sacerdotes del Opus, y el segundo a una diócesis de un país latinoamericano, de la que en el Bidasoa había varios seminaristas. El entonces obispo castrense de España, José Manuel Estepa Llaurens, puso el grito en el cielo porque, después de haber depositado su confianza en el Seminario Bidasoa, se encontró con la pérdida casi súbita de dos seminaristas «tránsfugas». Monseñor Estepa lanzó oficialmente un «mónitum» al equipo rectoral del Bidasoa por haber permitido ese atropello y así consiguió que ese equipo rectoral prohibiera en adelante a los seminaristas del «Bidasoa», cambiarse de diócesis.

«El comportamiento de monseñor Estepa es comprensible -escribe el autor de la carta a la que nos referimos-, pero hay que reconocer que, al mismo tiempo, es insuficiente.» Cree que los obispos no sólo deberían impedir el proselitismo del Opus cuando ellos son los directamente perjudicados, ya que la mentalidad y la praxis proselitista son, de por sí, siempre reprochables desde los presupuestos del Evangelio, como bien ha recordado el papa Juan Pablo II en el ejercicio de su magisterio. Por eso, le resulta chocante la tibieza con que los obispos españoles reaccionan normalmente ante la actividad proselitista del Opus, que, además de ser de sobra conocida por cientos o miles de familias españolas, está perfectamente planteada en el capítulo titulado «Proselitismo», del libro Camino de san Josemaría. Cuenta entonces que sí le consta, en cambio, que el prestigioso arzobispo de Westminster y cardenal Basel Hume (fallecido en 1999), verdadero líder espiritual del catolicismo inglés, amonestó al Opus Dei en cierta ocasión por excesos proselitistas cometidos en el apostolado con jóvenes británicos; Hume instó a los directores del Opus a que, cuando miembros de la Obra se relacionaran apostólicamente con adolescentes, los padres de éstos fueran debidamente informados para que dieran su consentimiento, o no lo dieran, a que sus hijos recibieran formación en centros de la Obra.

En Alemania la situación llegó a ser más grave. En los años ochenta del siglo XX una campaña periodística bien orquestada desenmascaró ante la opinión pública abundantes facetas del proselitismo del Opus con menores de edad. Las denuncias fueron tan numerosas y tan preocupantes, que incluso los obispos católicos alemanes iniciaron entonces una investigación oficial para ponderar si esa campaña periodística estaba sinceramente fundamentada o era maliciosamente denigradora. Es cierto que un componente anticlerical impulsaba a algunos de aquellos periodistas, pero el grueso de la información por ellos difundida era verdadero. Por eso, la conclusión fue que el Opus Dei en Alemania tuvo que cerrar durante varios años todos los clubes de bachilleres y suspender por completo su apostolado con menores de edad. El Opus de Alemania, si bien recientemente ha reabierto alguno de esos clubes juveniles, todavía no se ha recuperado a fecha de hoy del enorme desprestigio social en el que aquella campaña periodística lo sumió.

Según se puede comprobar, obispos católicos de distintos países europeos han constatado en varias ocasiones claros excesos de la actividad proselitista del Opus y los han denunciado debidamente. Pero se ha tratado casi siempre de una denuncia parcial con guante blanco, que no va al fondo de la cuestión, sino que únicamente parchea problemas puntuales; así, por ejemplo, si en Alemania no hubiera tenido lugar aquella campaña periodística anti-Opus en los años ochenta, los obispos alemanes no se habrían tomado la molestia de investigar cómo era la vida interna de la Obra.

El ex seminarista del Bidasoa concluye diciendo: «Creo que los católicos estamos en nuestro legítimo derecho de exigir a los obispos que se esfuercen por erradicar del Opus Dei -y de otras instituciones similares- el proselitismo que todavía practican para captar nuevos miembros y el fanatismo religioso con el que forman "cristianamente" (?) sus espíritus».

Varias de las cartas recibidas unen el tema del proselitismo de menores con el de los derechos humanos. Elijo una de ellas.

Después de contarme sus experiencias de casi 17 años como numerario del Opus Dei, me dice que en la actualidad, lo que le preocupa de aquel mundo que vivió son dos cuestiones que le siguen pareciendo importantes: la «caza» de los menores y, sobre todo, los derechos humanos en el interior de aquel extraño mundo. A él le pescaron a los 15 años, pero ya hace más de veinte que está fuera y se siente del todo «curado» y muy metido en otras cosas. Abogado y economista, trabaja en su propio despacho pero consigue sacar tiempo para colaborar con Amnistía Internacional y también lleva casos relacionados con inmigración. Tal vez por todo esto está especialmente sensibilizado con el tema de los derechos humanos y comenta recordando viejos tiempos: «Ahora me parece imposible, pero es que era así. Los directores podían hacer contigo absolutamente lo que quisieran. Es que uno no era del todo consciente de lo que se traía entre manos ni de dónde estaba metido».

Me recuerda entonces que siempre nos dejaron claro, desde el principio, que nosotros íbamos a entregarlo todo pero que no teníamos derecho a nada: «Y lo más sorprendente es que aquellas expresiones tampoco nos chocaban en exceso. También es cierto que eran otros tiempos en los que la expresión "derechos humanos" no estaba tan generalizada como hoy, y menos sus aplicaciones prácticas».

Uno se ponía en manos de la institución para que ella te convirtiera en una buena herramienta para la «misión»: éramos, teníamos que ser, «instrumentos en manos de Dios», «como barro en manos del alfarero»; había que «hacerse Opus Dei», «carne para nutrir el Opus Dei». Pero entrados en el siglo XXI, la Obra ya no puede olvidar que la persona o «miembro» -que es como ahora se llama- por muy Opus Dei que sea, sigue, debe seguir, conservando su personalidad y sus derechos como ser humano, como ciudadano y como miembro de la Iglesia. Los fieles de la prelatura son, deben seguir siendo, seres humanos, ciudadanos y católicos.

En la actualidad, un fiel de la prelatura, en caso de tener con la misma problemas serios, no tiene a quién recurrir contra la propia prelatura. Un triste testimonio nos lo ofrece Ana Azanza, quien se defiene como «numeraria hasta la exageración» (op. cit., p. 358). Muy vapuleada e indefensa ante tanto vapuleo, escribe con una decepción, dureza y amargura que impresionan: «Este es el Opus Dei de verdad: "te cogemos en la ternura de tus 16 años, hacemos que sacrifiques unas ilusiones normales de adolescente en nombre de una llamada divina, te hacemos a nuestra imagen y semejanza, te emocionamos con el apostolado, con un mensaje espiritual, te llenamos de ideales el corazón y la cabeza, hacemos que no mires más que por nosotros, que incluso pierdas las más elementales precauciones en cuanto a la protección de tus derechos que en todas las congregaciones religiosas se respetan, y cuando ya estás en el punto en que darías la vida si fuera preciso por eso; te lo quitamos todo de golpe, porque has osado descubrir los defectos del Opus Dei y no te has callado. Nos has traicionado.»

En otra página de su extenso trabajo, Ana Azanza expone la necesidad de tomar medidas concretas (op. cit., p. 283): «¿Por qué no se abre una investigación -sugiere- a raíz de todas las denuncias de ex miembros? Ya que pertenecen a la estructura jerárquica de la Iglesia lo menos que podía hacer la jerarquía era interesarse por los casos de corrupción en una de sus instituciones o grupos».

En busca de soluciones

«Soñaba reiteradamente que me perseguían, y me despertaba alterada y con taquicardia [...]», escribe una historiadora catalana. «Durante varios años viví asustada, pensando que me tenía que pasar algo malo [...]», dice una farmacéutica de Ciudad Real. «Yo he conocido a varios/as ex numerarios que han tenido que pasar por tratamiento psiquiátrico, y aun así, sigo sin verles del todo bien», me comenta un médico psiquiatra, que nunca fue de la Obra, a diferencia de muchas personas de su entorno más próximo.

De Álava he recibido varias cartas muy largas, hablando del mismo tema. El autor es un chico de 33 años que tiene una consulta de «medicinas alternativas», y en la primera de sus misivas se presenta así: «Ya sé que no nos conocemos, pero sí conozco tu libro Ser mujer en el Opus Dei. Soy más joven que tú, y también fui miembro numerario. Quería saludarte y felicitarte por haber crecido. Aún no lo he leído del todo, pero por lo que he visto, pareces mucho más recuperada que la gran mayoría de los ex miembros que me han tocado cerca. De todos y todas los que conozco que han pasado por lo mismo que nosotros, un altísimo porcentaje permanecen con una seria tara psicológica, y alguno demasiado cerca de mí [...]». El joven me habla entonces, largo y tendido, de dos casos concretos; el primero es el de un hermano suyo, y el segundo, de un amigo al que conocía desde la infancia, cuando comenzaron a frecuentar juntos un club de bachilleres de los muchos que la Obra tiene.

Son llamativos los datos que Javier Ropero, conocedor del tema que tratamos, aporta en su libro Hijos en el Opus Dei. Ropero afirma que, aproximadamente, siete de cada diez jóvenes que ingresan en la Obra la abandonan al cabo de unos años. De ellos, una alta proporción no querrán oír hablar más de religión, otros querrán recuperar el «tiempo perdido» entregándose a la diversión o a la promiscuidad; sólo unos pocos asumirán conscientemente la laboriosa o incluso dolorosa tarea de su reconstrucción personal, que puede llegar a durar años. Algunos de estos últimos acudirán al psiquiatra o intentarán asesorarse por personas de confianza. Otros buscarán una orientación a través de lecturas de libros de filosofía, religión o psicología.

Ropero insiste en que todos deberíamos esforzarnos por conocer el contenido de nuestra programación, nuestro «software», e intentar actualizarla responsabilizándonos de la creación de nuestro propio mundo interior. Aplicando esta idea al caso del Opus Dei, toda persona que se acerque a esta institución, e incluso aquella que ya pertenece a la misma, debería conocer de antemano en qué consiste la ideología opusdeísta para incorporarla o no, libremente, a su particular «software». En otro caso, estos contenidos ideológicos se irán introduciendo subrepticiamente, sin que el individuo lo desee, de manera paulatina y sutil, en su universo mental. Estas ideas rígidas y estereotipadas que, a su vez, bloquean al individuo impidiéndole acceder a otras fuentes de información, provocan en la persona tensión, angustia e incluso afecciones que exigen tratamiento psiquiátrico.

El mismo Ropero advierte a los ex numerarios de la posibilidad de sufrir una serie de fobias que, para volver a la normalidad, han de ir superando con paciencia y calma. «La fobia a marcharse -insiste- es un mecanismo útil antes de que el muchacho abandone la institución. Sin embargo, otras fobias quedan latentes en el subconsciente del joven aunque éste ya haya salido del Opus Dei.» En este sentido, el ex miembro habrá de asumir que, aunque sus ideas y actitudes externas vayan cambiando, su ser más íntimo conserva otros muchos modos de conducta implantados en su yo profundo por la Obra. Por ejemplo, «la santa intransigencia», aprendida allí dentro, la aplicará a adoptar nuevos fanatismos ideológicos y a la crítica destructiva; el llamado «plan de vida» lo realizará viviendo una vida excesivamente organizada y reglamentada; dicotomizar la realidad en bien y mal le impedirá ver los variados matices de la existencia; el haberse asesorado siempre por su director espiritual le dificultará la toma inmediata de decisiones; el desprecio hacia sí mismo vivido en la institución le impedirá adoptar actitudes de gratificación y enriquecimiento personal; el «afán de prestigio» le hará valorar a las personas por lo que ostentan y no por lo que son; su antigua represión sexual le llevará a confundir la cordialidad con la insinuación en el trato con el sexo opuesto; utilizará las técnicas de persuasión psicológica aprendidas en el Opus con sus amistades o con su pareja; su anterior «rechazo a lo instintivo» le dificultará el trato espontáneo y afectuoso; el haber estado examinando su conducta diariamente hará que continúe haciéndolo de forma compulsiva, etc. «Este panorama -finaliza Ropero-, aparentemente tan sombrío, sólo se soluciona con tres actitudes: asumir la propia programación por deplorable que sea, autocomprensión y paciencia.» Ser paciente consigo mismo es especialmente importante, porque el pensamiento del ex miembro irá muy por delante de sus sentimientos y emociones; pensará de una manera nueva, pero seguirá sintiendo según la programación opusdeísta.

Además de recomendar el aprendizaje y la práctica de la relajación, una terapia que Ropero, como experto, aconseja al ex miembro para facilitar su proceso de integración con la realidad, le propone que anote en un diario lo que vaya circulando por su cabeza en relación con el hecho de haber pertenecido al Opus Dei. Esto representará para él un desahogo y, posteriormente, un medio de constatar que existe una evolución en sus actitudes, permitiendo, además, realizar un seguimiento más distanciado de las mismas.

Entre otros consejos prácticos, cabe destacar el que el -ex numerario, asesorado por personas de confianza; incluya entre sus actividades la de la ayuda al necesitado, llámese enfermo, disminuido, indigente, drogadicto, sectario, etc. Esto contribuirá a acelerar su proceso de maduración y llenará su vida de sentido. El vivir con una motivación de servicio a los demás es una de las características definitorias de los individuos más plenamente humanos y realizados. Igualmente importante viene a ser la recomendación de que el ex socio amplíe el círculo de sus amistades incorporándose a actividades lúdicas, deportivas o humanitarias, sin atarse temporalmente a otra persona; el comprometerse prematuramente en una relación de tipo matrimonial sin haber evolucionado psicológicamente dentro de su nueva condición, conduce a desequilibrios importantes en la relación de pareja y, con cierta frecuencia, a la posterior ruptura.

Se trata de asumir conscientemente la propia evolución, de llegar a valorar la propia vida y la de los demás, dando verdadero sentido a la libertad, al respeto y al amor.

Los hijos del Opus

«Todavía más que la directora y el director espiritual, era mi propia familia de sangre -sobre todo mi madre- la que me acorralaba», dice una ex numeraria catalana, en la actualidad felizmente casada y madre de cuatro hijos. Me cuenta que el mismo año en que su madre se quedó embarazada de ella, se hizo supernumeraria del Opus Dei. Como algunos años más tarde supo por boca de su propia progenitora, desde el momento de su nacimiento ya la ofreció a su Dios como numeraria, y en consecuencia, desde su más tierna infancia, fue teledirigida hacia el objetivo deseado. Bueno, no sólo era ella la ofrecida, sino también el resto de los hermanos que iban naciendo.

Pasó el tiempo y, cumplidos los catorce años, tal como era de esperar, «pitó» como asociada numeraria. Recién acabado el bachillerato, dejó a su familia y pasó a vivir en una casa de la Obra. Todo su entorno militaba en las filas de la Institución: padres, tías y, después de ella, sus hermanos, que también iban ingresando en incesante goteo.

Me cuenta que, ya desde un principio, ella no se encontraba cómoda allí, a pesar de ser todo tan conocido, es más, de no conocer otra cosa -ni mejor ni peor: ninguna-. Pasado algún tiempo, el panorama fue empeorando, hasta el punto de llegar a manifestar su deseo de marcharse: «no quería seguir allí dentro», dice rotunda.

Ante su postura más o menos decidida, las presiones fueron múltiples para disuadirla de lo que ella debía considerar como meras tentaciones, y nadie, absolutamente nadie la ayudaba a dar un paso en la dirección que deseaba tomar.

Recuerda con horror aquella larga etapa en la que se sintió tratada primero como chiflada, y después, ante su insistencia y ante la negativa de dar su brazo a torcer, como si fuera la personificación del mismísimo demonio.

Pero, como no hay mal que cien años dure, aquellos horribles tiempos pasaron y las aguas han vuelto a su cauce. En la actualidad, su marido e hijos son su gran factor de equilibrio, y del resto de sus relaciones familiares dice que, desde su salida de la Obra, ya nunca han sido buenas, sobre todo con su madre, que siempre fue la más dura y rígida con ella; como si por su culpa no hubiera podido ser fiel a la ofrenda que, desde el momento de su concepción, ella había hecho a su Dios.

Me cuenta también que desde hace algún tiempo forma parte del grupo «Dones per l'Església», y esto ha venido a ser, cara a su familia opusiana, la gota de agua que desborda el vaso. Ellos consideran que exclusivamente la Obra es la que está en la más pura verdad, y piensan que un grupo crítico como éste no sólo es poco ortodoxo, sino escandaloso y, por tanto, condenable.

Historias como la presente son cada vez más numerosas en el crecido mundo interno del Opus Dei. Los hijos de los supernumerarios forman la segunda generación y nacen ya dentro de la estructura de la realidad adoptada por sus padres. Son aquellos individuos que asimilan desde que nacen una determinada estructura de la realidad como si fuese la única posible; la asimilan y la interiorizan.

Y tratando el tema que tratamos, me parece interesante el traer a estas páginas lo que C. Lewis Coser llamó «instituciones totales» o «instituciones voraces» y sus efectos. La voracidad de una institución viene expresada, según Coser, por los elementos siguientes: primero, se trata de grupos que exigen de sus miembros una adhesión absoluta, con la clara pretensión de abarcar toda su personalidad dentro de un círculo cerrado de relaciones. En segundo lugar, son grupos o asociaciones que piden de sus miembros una lealtad incondicional. Finalmente, elaboran todo un sistema de barreras simbólicas que impiden que el individuo miembro entre en contacto con grupos e instituciones que contradigan sus postulados. Resumiendo: lealtad absoluta y adhesión total.

La tendencia actual de las instituciones sociales es la de exigir únicamente un compromiso relativo de la persona. Sin embargo, la sociedad moderna continúa generando grupos que, contradiciendo las tendencias imperantes, demandan la adhesión absoluta de sus miembros y pretenden hacer coincidir todos los ámbitos o círculos de acción en uno solo. Son este tipo de instituciones a las que Coser llama «voraces o ávidas»[1].

Las instituciones voraces, para separar a sus miembros de los extraños, se suelen limitar a erigir entre ellos barreras simbólicas en lugar de barreras físicas, y a la hora de reclutar a sus miembros no hacen uso de la fuerza física. La afiliación se hace de manera «voluntaria», y sus miembros se someten también voluntariamente a las exigencias de lealtad y dedicación que pide el grupo. Esta adhesión ha de ser absoluta e incondicional. El «nosotros» de este tipo de grupos implica una distinción radical con los «otros»; en este sentido se puede afirmar que las instituciones voraces son siempre exclusivas, es decir,- que excluyen, que distinguen entre los que pertenecen al grupo y los que no.

Si al hablar de la Obra podemos decir de ella que es una «institución voraz», es porque se trata de una institución que aglutina todas las esferas en las que se mueve y en las que participa cualquier persona, en nuestra sociedad, en una sola: la de miembro numerario, supernumerario, etc. Esta categoría exige asimilar «un» modelo como si fuese «el» modelo.

El tema del Opus Dei como «institución voraz» ha sido ampliamente desarrollado por la socióloga Esther Fernández Mostaza en su libro Els fills de l'Opus (Barcelona, Editorial Mediterránea, 2003). Esther Fernández Mostaza también demuestra en su trabajo cómo el Opus Dei de hoy puede definirse como un movimiento religioso dentro de la Iglesia católica, que evoluciona hacia la eclesialidad, después de un primer impulso de cierta tendencia renovadora, sin provocar ruptura pero con un alto grado de sectarismo.

Max Weber ya afirmaba que la pasión extraordinaria de un movimiento carismático difícilmente perdura más allá de la primera generación. El llamado carisma acaba rutinizándose, es decir, pierde buena parte de su radicalidad y queda finalmente reintegrado en las estructuras de la sociedad. Después de los profetas vienen los papas, y después de los revolucionarios los funcionarios. Las antiguas costumbres vuelven a reafirmarse, y el orden creado por la revolución carismática comienza a parecerse cada vez más a l'ancien régime.

Cualquier nuevo movimiento religioso en un principio se suele oponer a lo ya establecido, pero con el paso del tiempo se expone irremediablemente a un proceso de rutinización de su propio sectarismo y, por tanto, se verá sometido a una creciente dominación de la eclesialidad, convirtiéndose progresivamente en cuerpo eclesiástico. Fernández Mostaza vaticina que su alternativa será desaparecer o evolucionar hacia lo establecido. Este proceso de rutinización, que irá convirtiendo a un grupo con fuertes elementos sectarios en cuerpo eclesiástico, tiene un ejemplo claro en la figura de la Obra: Prelatura Personal, canonización del fundador, etc. La mencionada socióloga concluye diciendo que «el Opus Dei hoy es una pequeña iglesia dentro de otra más grande».

Y volviendo al tema que tratábamos, ¿por qué hay individuos que acceden voluntariamente a participar de las exigencias de una institución que pide todo de ellos y en todas las esferas de la vida social? Erich Fromm, que ha tratado a fondo esta cuestión, dice que se trata de personas cuya estructura de carácter es «receptiva». Una persona es «receptiva» o «aceptadora» cuando siente que el origen de todo bien viene de fuera, y cree que la única manera de conseguir eso que desea es recibirlo de ese origen exterior. Son personas que en el campo del amor, por ejemplo, se «dejan atrapar» por cualquiera que les dé amor o algo que se le parezca (ser querido es más importante que querer). En el campo del pensamiento, si son personas inteligentes, son los mejores oyentes (desean recibir ideas y orientaciones y el ser dejados al propio arbitrio les paraliza). Si son personas religiosas, tienen un concepto de Dios según el cual lo esperan todo de É1 y nada de su propia actividad. En las relaciones con las otras personas o con las instituciones actúan de forma parecida: siempre van a la busca de un «auxiliador mágico».

En cuanto a la relación con su «nodriza», una vez encontrada, ejercen con ella una lealtad total, en parte por agradecimiento, pero también por temor a poder perderla algún día. Como necesitan que les tiendan muchas manos para sentirse seguras, son leales a sus dependencias. Siempre dicen «sí» y les resulta muy difícil decir «no»: el resultado es la parálisis de las capacidades críticas y cada vez se hacen más dependientes de otros. Siempre necesitan protección. El tipo receptivo se siente perdido si se encuentra solo y está convencido de que no puede hacer nada sin ayuda.

A las personas «receptivas» o «aceptadoras» les va como anillo al dedo este tipo de asociaciones ávidas o voraces, y desean ser acaparadas por ellas. El problema serio surge cuando esas personas desean lo mismo para todos los individuos de su entorno (en el caso concreto de los supernumerarios del Opus Dei, ellos desean que sus hijos repitan su misma historia, y ponen todos los medios a su alcance para conseguirlo), cuando es posible que éstos no tengan ese carácter receptivo o aceptador.

Las instituciones voraces precisan de individuos que acepten de buen grado intercambiar la libertad de tomar decisiones (y, consecuentemente, asumir responsabilidad) por la tranquilidad de saber qué se ha de hacer, llegando al extremo de querer actuar en conformidad con el modelo prescrito por la misma institución. El individuo delega en esta institución el ejercicio de actuar libremente a cambio de la seguridad que proporciona habitar un mundo lleno de coherencias: todo se encuentra pautado y todo está prescrito. Así se intercambia libertad por seguridad; la libertad de decidir, por la seguridad de saber cómo se ha de actuar.

Las personas que no son especialmente «receptivas» o «aceptadoras», por el contrario, suelen encajar mal -o, mejor, no encajan- en este tipo de asociaciones ávidas o voraces. Un claro e ilustrativo ejemplo es el caso de un profesor universitario que dejó de ser numerario del Opus Dei poco antes del año 2000, después de haber militado en sus filas durante algo más de tres lustros. Me cuenta que uno de sus principales «caballos de batalla» allí dentro era la tutela permanente, el tener que consultarlo todo y tener que actuar siempre según las directrices del director de turno, y me adjunta un escrito titulado «Sobre la praxis de la obediencia», que entregó a sus superiores poco tiempo antes de presentar su carta de dimisión. Del mismo extraigo lo que me parece más sustancioso:

El modo en que se vive la obediencia en la Obra no me parece que responda a lo que debería ser nuestro «espíritu». Sobre este tema hay mucha praxis y poca intelección, y como me parece que se trata de un punto capital, lo expongo muy técnicamente, aprovechando cosas que llevo ya años escribiendo.

El número 88 de nuestro derecho particular, tras establecer que hemos de obedecer al Papa, explica que «todos los fieles de la prelatura han de obedecer humildemente al Prelado y a las demás autoridades de la Prelatura en todo aquello que pertenece al fin peculiar del Opus Dei». Fin que está expuesto en el n.° 2 y es de todos conocido: santidad mediante el ejercicio de las virtudes cristianas en medio del mundo y el apostolado, especialmente entre los intelectuales. El párrafo tercero del mismo número 88 especifica lo que no es materia de la obediencia: «En lo que se refiere a la actividad profesional y a las doctrinas sociales, políticas, etc., cada fiel de la Prelatura -ciertamente dentro de los límites de la doctrina católica de fe y costumbres- goza de la misma plena libertad que los demás ciudadanos católicos. Además, las autoridades de la Prelatura, en estas materias, deben abstenerse absolutamente incluso de dar consejos. [...] Por eso, la Prelatura no hace suyas las actividades profesionales, sociales, políticas, económicas, etc. de ningún fiel suyo en absoluto».

El problema que inmediatamente se plantea es cómo compaginar esas afirmaciones tan rotundas con la praxis habitual de que un numerario debe consultar todo tipo de cuestiones relativas a sus actividades profesionales, sociales, económicas, etc. Y además se añade que se ha de obedecer en todo lo que se diga, con tal de que no sea pecado.

Ejemplifico algunas de esas cuestiones que se deben consultar con ejemplos que atañen, sobre todo, a mi profesión, pues es, al fin y al cabo, lo que mejor conozco. En concreto, está establecido que se ha de consultar cualquier viaje o estancia en otra ciudad, visitar un museo, asistir a un congreso, etc. Igualmente, hay que consultar los libros, periódicos, etc., que uno juzga que ha de leer por su profesión o intereses culturales. Me parece claro que no se puede decir que un miembro de la Obra goza de la misma libertad que los demás católicos, puesto que éstos no necesitan consultar sus lecturas profesionales, ni están sometidos a prohibiciones formales como son todas las referentes a lo que no se puede leer.

En rigor, si se debe obedecer en todas estas materias y en muchas otras, pertenecientes a diferentes ámbitos sociales y económicos, la responsabilidad no es del que realiza la acción, sino del que la manda.

Ciertamente se aduce que, en todas esas cosas, se ha de obedecer en cuanto afectan a la vida interior o al apostolado. El problema que surge es cómo entender ese «afectar a la vida interior o el apostolado». Si se considera que toda acción humana es siempre una acción moral y, por tanto, afecta a la vida interior, resultaría que toda acción (incluso la actuación política) de suyo sería objeto de obediencia.

Por eso, considero que ese «afectar a la vida interior o al apostolado» hay que entenderlo en un sentido mucho más estricto y técnico que como suele entenderse. Pienso que, si no se toman las cosas en ese estricto sentido, un típico razonamiento podría ser: ¿acaso no se van a derivar daños morales de que gobierne un partido de ideología socialista?; por tanto, se puede -e incluso se debe- mandar en materia de votación política.

Todo esto no obsta, evidentemente, para que, en uso de su legítima libertad, un miembro de la Obra quiera -¿o deba?- pedir consejo sobre alguna materia, pero luego debería hacer lo que él juzgue más oportuno y no simplemente seguir «mecánicamente» el consejo, como si la responsabilidad no fuera suya, sino de los directores.

Nótese que con todo esto no quiero decir que una persona de la Obra tenga, por ejemplo, en su profesión, un coto cerrado, donde nadie pueda entrar, sino que él es el responsable de sus decisiones. No se trata, pues, de que alguien tenga que mejorar su vida de piedad para que los directores puedan entrar en ese campo, sino que objetivamente él es responsable ante Dios y cuanto más santo sea mejor sabrá él decidir, sin necesidad de injerencias extrañas.

Referencias

  1. C. L. COSER, Las instituciones voraces, México, FCE, 1974.