La vocación sacerdotal en la Obra

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Por E.B.E., 12.12.2004


La contradicción

Si bien ya se ha tocado este tema más de una vez, me pareció interesante aportar un «texto canónico» sobre el asunto.

Para quienes no conozcan mucho esta institución, vale la aclaración: una cosa es la Obra como institución laica y otra es la SSS+ o Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, asociación vinculada íntimamente a la Obra. El tema que trata este artículo es sobre la vocación sacerdotal de los miembros laicos de la Obra, no sobre la de los socios de la SSS+. Esto es importante porque los miembros laicos de la Obra no tienen ninguna relación jurídica con la SSS+ y sus labores de proselitismo apuntan a objetivos distintos: a los laicos por un lado y a los sacerdotes diocesanos por el otro (en el caso de la SSS+). La Obra tiene sus propias labores que denomina: de San Rafael (jóvenes con posible vocación de numerari@ o agregad@), de San Gabriel (labor orientada a todas aquellas personas que, para la Obra, nunca tendrán vocación de numerari@ o agregad@ -de vivir el celibato- sino únicamente de supernumerari@ -para vivir en el matrimonio, generalmente-; en esta labor se incluyen tanto las potenciales vocaciones como quienes ya son supernumerari@s) y por último la labor de San Miguel (orientada a quienes ya son numerari@s y agregad@s).




Es sabido que para ingresar a la Obra como numerario o agregado se requiere claramente no tener vocación sacerdotal.

De hecho, quien presentara una inclinación al sacerdocio se lo ‘clasificaría’ como candidato para el seminario diocesano y próximamente dejaría de estar en la labor de San Rafael. Por supuesto, no tendría ninguna posibilidad para la de San Miguel. Su futuro no estaría en la Obra (aunque podría estarlo para la SSS+, pero ese es un tema aparte).

En resumen, la Obra cuida mucho este “carácter laico” como requisito «sine qua non» para ser miembro.

Pese a lo dicho, el hecho de ingresar a la Obra cambia las reglas del juego. Porque sorpresivamente uno se entera, entonces, que «todos los Numerarios y muchos Agregados están ordinariamente dispuestos (...) a ser sacerdotes, si son invitados por el Padre» (Catecismo de la Obra, 5* ed, n. 44.).

Para que quede claro, no se trata de una «estadística» resultado de una «encuesta» en base a la libre decisión u opinión de sus miembros. Al contrario, se trata de un principio o norma del Catecismo de la Obra que rige la vocación de «todos los numerarios y muchos agregados».

Aquí no se habla de «aquellos que posteriormente descubran un llamado al sacerdocio...» etc. Aquí la Obra dice oficialmente que -en el caso de los numerarios-, «todos» están ordinariamente dispuestos a ser sacerdotes. El cambio es radical.

Lo interesante es que «todos» están dispuestos, aunque «no lo sepan» y de hecho hayan dejado en claro –cuando ingresaron- que «no lo estaban» para nada. ¿Cómo puede ser que, a quien no tenía vocación al sacerdocio, se le imponga semejante compromiso? Es posiblemente porque la Obra tiene una irremediable predisposición por la coacción.

La Obra declara explícitamente que nadie cambia de «estado» cuando ingresa; sin embargo «todos los numerarios y muchos agregados» potencialmente han cambiado de estado, porque «están ordinariamente dispuestos a ordenarse», algo que no es «ordinario» en el resto de los cristianos laicos o «cristianos corrientes».

Es esta una muestra más de cómo la Obra engaña y manipula voluntades: compromete moralmente a las personas sin que den su consentimiento y, más aún, a pesar de haber dado un consentimiento en contrario.

Con el argumento de que la vocación de numerario y agregado implica una «entrega total», la Obra dispone de las personas como quiere y presenta la vocación sacerdotal como parte de esa entrega. Este argumento de la «entrega total» hace posibles muchos imposibles y muchas incoherencias, es el argumento con el cuál más fácilmente la Obra extorsiona y que resulta muy difícil de resistir.




Como en tantos otros casos, lo que era la norma se vuelve la excepción. El acuerdo inicial se tornó en engaño.

No se trata de que algunos hayan descubierto su vocación sacerdotal «tardíamente». De hecho, el catecismo de la Obra dice claramente que no puede llamarse «vocación tardía» el caso de quienes se ordenan ya mayores, porque desde un principio están «todos los numerarios y muchos agregados» dispuestos a ordenarse.

Esto quiere decir que, por un lado, «todos los numerarios y muchos agregados» se incorporaron a la Obra teniendo clara conciencia de que no tenían vocación al sacerdocio, pero una vez "adentro" debían estar dispuestos a ordenarse si eran «invitados por el Padre».

La Obra cambia las condiciones contractuales: lo que era un requisito para entrar (no tener vocación al sacerdocio), una vez adentro se vuelve un impedimento para permanecer (al menos con "buenas disposiciones").

El texto eliminado entre paréntesis dice "—con plena libertad, para aceptar o no esa llamada—" dando así a entender que tal llamada es un hecho y que puede o no ser aceptada. En ningún momento el texto pone en duda la "llamada". Es parte del lenguaje coactivo dar por hecho la «llamada» y pasar por encima de la conciencia de las personas. Es que «la llamada» no surge en la conciencia del candidato sino de una decisión de quienes gobiernan: ellos «deciden» quién tiene vocación y quién no (para todo).

Es la voluntad de poder: la Obra busca constantemente imponer su voluntad, busca la hegemonía, la preeminencia, la supremacía.

Por eso, para el caso de los numerarios, habla de «todos», porque así lo decidió la Obra. La vocación al sacerdocio -«esa llamada»- está implícita en cada numerario (aunque se entere por sorpresa), cosa impensable y contradictoria con los requisitos para inicialmente «tener vocación» de numerario o agregado.

Como en el caso de la vocación a la Obra, la doctrina oficial aquí también habla de "libertad" para aceptar o no el llamado. Sin embargo, tenemos experiencia sobrada de la coacción para aceptar el llamado de la Obra, por lo cual no es de extrañar la coacción para el llamado al sacerdocio, más cuando una persona ha dado un dramático testimonio de ello (cfr. el interesantísimo artículo de Antonio Pérez Tenessa en el diario El Pais). Es muy impresionante leer ese artículo y contrastarlo con lo que el mismo fundador decía: «rezad también con el fin de que nadie en Casa sienta coacción de ningún género, para venir al sacerdocio» (Meditaciones, V, pág. 482).

Los textos oficiales y del fundador muchas veces dicen exactamente lo contrario de lo que se hace. Pero no siempre, porque otras tantas veces, esos textos son sinceros y dicen lo que en la práctica se hace. Es por ello que en los textos abundan las contradicciones, la oposición entre una doctrina que defiende la libertad y otra que la somete hasta esclavizarla. Lo importante es comprobar quién vence en ese combate. Y por lo vivido y testimoniado por tantas personas, en la Obra la libertad siempre pierde. Por lo cual esas contradicciones parece más bien una manipulación planificada.

Hay que reconocer que la ingeniería jurídica y mental de la Obra es bastante complicada, por sus excepciones y contradicciones, porque no responde a una lógica clara.

La lógica detrás de la contradicción

La contradicción señalada en este artículo no parece inocente o una simple «esquizofrenia».

De hecho no creo que exista ninguna esquizofrenia en muchos de sus niveles donde la Obra manifiesta contradicciones. La característica de la Obra y de su fundador es la planificación anticipada de absolutamente todo, por lo cual hablar de «errores» es muy difícil.

Se trata más bien de otra cosa, de un doble estándar premeditado. Hay toda una elaboración y justificación alrededor de semejante actitud incoherente.

Se trata de un mecanismo perverso que quita derechos e impone deberes (mecanismo que la Obra aplica en todos sus ámbitos). Es un mecanismo que actúa a nuestras espaldas, ocultamente, sin que nos demos cuenta.

A los derechos se los "entrega" (renuncia) o se los deja en la puerta, pero nadie que entre a la Obra ha de portar consigo sus derechos, porque esto va contra el clima de sometimiento y entrega absoluta que la Obra demanda.

La propiedad de la vocación

Si la Obra necesita vocaciones al sacerdocio, ¿por qué rechaza las que espontáneamente se presentan para ingresar a la Obra? ¿Por qué, en cambio, se la asigna a quienes ni siquiera se la plantearon o incluso no se identificaron con ella desde un principio?

Está claro que no tiene que ver con el aspecto laical (como parecía y se argumentaba inicialmente) ya que «todos los numerarios y muchos agregados» están llamados al sacerdocio (aunque no lo sepan). ¿Entonces, cuál es la razón de este proceder?

Al poner como requisito la ausencia de vocación al sacerdocio, la Obra desarticula toda posibilidad de «exigencia» o derecho por parte de cualquier miembro agregado o numerario a ser aceptada su posible llamada al sacerdocio.

Por un lado, se le impone a quien no la tiene, y por otro se le quita a quien la tiene. El tema es que ninguno sienta su llamada al sacerdocio como propia sino como concedida por la Obra.

Porque quien manifiesta una vocación y muestra aptitudes para llevarla a cabo se gana un derecho. Y en la Obra la vocación es «concedida», nunca «reconocida» porque esto otorgaría derechos, algo contrario al «espíritu» de la institución. Por eso la Obra puede un día «otorgar» la vocación y al otro «retirarla» (esa es la metáfora de la dispensa: «devolver» la vocación como si fuera propiedad de la Obra). En la Opus Dei se juega con las personas, poniendo y sacando vocaciones, otorgando y retirando dones sobrenaturales, como si se tratara de un experimento que no termina de salir bien.

En la Obra nadie tiene propiamente derechos sino que todo es «concedido» por la misma institución (con ánimo de «recuperarlo», parafraseando al fundador). Lo que hace a la vocación a la Obra, está todo diseñado para que la propiedad de tal vocación pertenezca y sea retenida por la institución.

Así como para ingresar, uno debe «ser llamado por la Obra», del mismo modo para ser sacerdote uno debe «ser llamado por el Padre», y no me refiero a la frase del Evangelio, Juan 6, 44 (de todos modos, en la Obra «el llamado del Padre-Prelado» está íntimamente ligado a la voluntad de Dios, lo cual de alguna manera la Obra se arroga la autoridad de llamar en nombre de Dios, como si se tratara de la misma situación de Juan 6, 44).

Ningún numerario puede presentarse al seminario de la Prelatura para ordenarse sacerdote: sin la «invitación» del Padre, la entrada no está permitida.

Es un sacerdocio originado en la «llamada del Padre» (esto es, del Prelado) y orientado a servir a los fines de la Obra. Por eso no es extraño que la salida de la Obra, para un sacerdote numerario, implique una crisis de su misma vocación sacerdotal (distinto es el caso de los sacerdotes diocesanos que ingresaron a la SSS+ y egresaron: el origen de su vocación es muy diferente).

Si bien «el sacerdocio es lo más grande que Dios puede dar a un alma» (del fundador, Meditaciones V, pág. 479), la vocación a la Obra está por encima, a tal punto que –dice el fundador- «para nosotros, el sacerdocio es una circunstancia, un accidente» porque «la vocación de sacerdotes y laicos es la misma» (ibídem anterior). Veo muy difícil encontrar un modo de «explicar» esa afirmación o de «contextualizarla» teológicamente: en realidad esa afirmación inevitablemente manifiesta lo que su literalidad indica. Más aún cuando tal literalidad se corresponde con la práctica de la vida misma: a nadie en la Obra se le «reconoce» su vocación sacerdotal sino que se le «concede» a modo de «accidente». En la Obra el sacerdocio es realmente un «accidente» por cómo está subordinado a otros valores.

Ni siquiera de la vocación profesional ha dicho el fundador que sea «un accidente», al contrario, le ha asignado la función de «quicio» (posiblemente porque la vocación profesional hace –al menos en la teoría- a la vocación a la Obra y, en cambio, la vocación sacerdotal no).

Ahora bien, esa afirmación ¿es simplemente un desacierto teológico? Creo que tiene un sentido que va más allá de la rigurosidad teológica: se trata de no darle al sacerdocio una dignidad autónoma de la vocación a la Obra, a la cual debe estar sujeto. Se trata de que la vocación sacerdotal esté subordinada al gobierno de la Obra y que sea éste quien la «administre».

El sacerdocio, en la Opus Dei, no es propiamente una vocación sino «una función» que se asigna (por eso “no existe” previamente al ingreso a la Obra).

Si el sacerdocio –que imprime carácter- es un accidente, ¡cuál será la dignidad de «la sustancia» que le da sustento! No resulta muy difícil deducir que la vocación a la Obra está por encima de la dignidad de ese sacramento. Es por esto que la vocación sacerdotal cobra sentido -en la Opus Dei- a través de «la sustancia» que es la vocación a la Obra y sin ella «ese accidente» pierde su referente (no sólo como metáfora filosófica, también como identidad psicológica).

Pienso en el refrán «a mar revuelto ganancia de pescadores» y creo que la confusión que la Obra genera le es funcional a ella misma. De hecho es imposible coordinar las distintas afirmaciones que se encuentran en las enseñanzas oficiales de manera tal que formen un cuerpo coherente. En este caso, en medio de la exaltación de la vocación sacerdotal, la Obra introduce de manera equívoca y ambigua la idea de la superioridad de la vocación a la Obra por encima de un sacramento que imprime carácter.

Lo dicho sobre «el origen de la llamada» explica, asimismo, la falta de conocimiento que tiene la mayoría de las personas cuando ingresan a la Obra (ya sea como numerari@s, agregad@s, supernumerari@s): es que su ingreso no fue iniciativa propia. Más bien fue la Obra quien «les descubrió» la vocación y «los llamó», mediante el uso –generalmente- de un activísimo proselitismo. Y la respuesta a esa llamada siempre ha sido «de pura confianza» pero sin saber cabalmente de qué se trataba aquello (¿quien leyó, acaso, los estatutos antes de ingresar a la Obra? Nadie, porque ni aún hoy los miembros pueden leerlos, salvo quien sepa latín). Y la Obra inspiraba confianza porque todo lo hacía y lo decía en nombre de Dios, usando su nombre (de ahí la gravedad que supone la defraudación que sufren los miembros de esta institución).




Una vez consagrada, la vocación sacerdotal no puede ser «retirar» por la Obra, pero esto no le impide arrogarse el derecho de «otorgarla». Por eso se la «concede» a quien ella decide aunque no se la «reconoce» a nadie.

No hay nadie que haya venido a la Obra con una vocación sacerdotal previa, porque no se permite y, además, porque todos los sacerdotes le deben su vocación al fundador: «recé tanto, que puedo afirmar que todos los sacerdotes del Opus Dei son hijos de mi oración» (del fundador, Meditaciones V, pág. 476). Es una afirmación que pesa demasiado.

En la Obra nadie se ordena porque «quiere» sino porque «debe».

Quien «quiera» ordenarse, no podrá ingresar a la Obra -como numerario o agregado- y quien ingrese «deberá» estar dispuesto a ordenarse. He aquí la alienación personal más profunda, el despojo del propio yo y de la propia identidad, de la propiedad de sí mismo: se aliena tanto el que niega una vocación que tiene como el que recibe por imposición una que no tiene.

Porque así como «los derechos se han convertido, con la llamada, en deberes» (cfr. libro Meditaciones IV, pág. 583), el llamado al sacerdocio pasa a ser una «imposición universal» y es «la Obra» la que se arroga el derecho y el privilegio de seleccionar explícitamente a quienes ella quiera sean sacerdotes («el llamado del Padre»), de la misma manera que selecciona a sus directores.

Para no inventar groseramente la vocación sacerdotal de manera caprichosa, la Obra declara entonces que «todos» los numerarios están dispuestos -en razón de su «entrega total» más que de una llamada íntima de Dios- a ordenarse y la Obra es la que "selecciona" quién se ordena y quién no.



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