La vida en Cavabianca: cárcel sin serlo

Por Sinrencordenada, 18/09/2019


Aquí estoy de nuevo sentado delante del ordenador, queriendo contar cosas del Opus Dei. De nuevo insisto que lo hago por varios motivos, pero el más importante quizá es un poco egoísta: es por terapia. Necesito, pasados ya algunos años, contar cosas. Noto que me hace bien. Otros motivos ya son contaros cosas, compartir, debatir… Lo digo por lo siguiente. Me habéis escrito muchos que habéis sufrido bastante, tanto estando dentro como ya fuera. Algunos, y sufro por vosotros, aún estáis con tratamiento psiquiátrico. Por eso quiero daros un consejo: creo que, si escribís cartas a esta página, os puede ayudar a quitaros, un poco al menos, esa tensión interior. Deseo que así sea.

Empiezo a considerar que, para muchos, la salida de la Obra deja secuelas comparables a las que puede tener una víctima de violencia de género. Es una opinión. Pero desde luego, llama la atención la cantidad de personas que salen con ciertas taras, de cualquier tipo. Es digno de estudio y revisión, cuanto menos…

Los numerarios hemos dejado padre, madre, familia, ciudad, empleo, hemos rendido el juicio, obedecido a todos los niveles –en cosas que ni los Estatutos lo piden- y no nos ha pasado nada... Estamos acostumbrados a los cambios, a adaptarnos. Por eso, dejar la institución no puede suponer el desequilibrio que supone a tanta gente. No es que le pase a una abrumadora mayoría, pero sí a demasiada gente… No es normal.

Hoy quiero hablar de una casa donde uno entra con toda la ilusión del mundo, donde va gente con un cierto prestigio y, sobre todo, gente que tiene “la Obra en las venas”: el Colegio Romano, cuya sede se llama Cavabianca. Y me gustaría, enlazando con la idea anterior, que otros que hayáis pasado por allí –no seréis muchos, pero bueno-, contéis vuestras opiniones sobre ese lugar.

Novaliolapena, con el que me he escrito estos días y he conocido un poco en Roma, ha escrito de Villa Tevere. No escribo como él, que es un genio, pero quiero explicar situaciones de la vida de Cavabianca que hacen que sea lo que explico en el título: una cárcel sin serlo. No explicaré cómo funciona: grupos, cargos, encargos, clases, formación, tertulias. Únicamente explicaré cómo se vive allí. Ya el nombre te hace ver lo que es: una cantera donde se pulen las piedras. Y la piedra eres tú. Y te pulen, vaya si te pulen…

Para quien no sepa, Cavabianca es la sede del Colegio Romano, es decir, un lugar donde va gente a estudiar Teología, a empaparse del espíritu del Opus Dei desde bien adentro, cerca del Padre. De allí, muchos se ordenan sacerdotes. Uno va allí propuesto, no lo pide: te animan. Nadie te habla de vocación sacerdotal. Vas, a lo que sea. Objetivo: vivir cerca del Padre.

Uno llega allí, como siempre, “dispuesto a todo”. Pues bien, ese es el resumen de la vida en esa casa: dispuesto a todo. Frases evangélicas como “ocultarse”, “el grano de mostaza que debe morir para dar fruto”, son expresiones que nos repetían mucho, porque era lo que te hacía seguir… Al menos a mí, y a más de uno, ciertamente.

Cavabianca es, fundamentalmente, un lugar donde dejas tu voluntad en el suelo. Punto. No decides nada: sólo tienes que dejarte llevar por un horario que te supone estar siempre activo. Es impresionante cómo han diseñado una casa donde tienen a casi 200 personas (imagino que ahora serán muchos menos) ocupadas siempre. No es fácil, pero lo consiguen. Y menos mal, porque si te sobra tiempo, piensas y te desesperas…

No voy a valorar cómo estaba yo viviendo allí. No es relevante. Únicamente daré datos objetivos y reales de cómo se vive allí -al menos hasta hace casi diez años-, con anécdotas y datos concretos. No quiero que la gente de la Obra que me lea note ningún resentimiento, porque no lo hay: fui al Colegio Romano porque quise, viví bien (tardé meses en acoplarme, pero lo conseguí) y me fui de allí con pena. Eso sí, cuando luego viví en otro centro, pensé: “madre mía, menudo lugar… Esa vida no es normal, porque es duro… pero es nada menos que el Colegio Romano”. ¡¡Hasta lo llegué a justificar!! Estoy convencido de que todos pensábamos lo mismo, alguno lo decía en bajito, pero nos ayudábamos -pienso-, a sobrellevar esa vida complicada. Te considerabas, y aceptabas ser, un “grano de mostaza”. Cuando luego alguien se iba al Colegio Romano, yo rezaba por ellos, para que no sufrieran. Tal cual.

Debo decir que siempre me he considerado y he procurado vivir como un buen numerario en medio del mundo. Apostólico, sin entrar en temas de listas y datos, buena persona, sencillo, pero en mi trabajo tenía amigas, compañeras con las que tomaba café, charlaba, hacia un poco de apostolado, y eso no me suponía ninguna incoherencia interior: no soy infiel por tomar un café con una compañera de trabajo. Yo quería ser santo en medio del mundo y había cosas que no comprendía, así que las hacia sin, de verdad, ninguna sensación de hacer algo mal. Sobre todo era eso: podía tener alguna amiga, con las que hasta hacia apostolado. Un sacerdote diocesano lo hacía, ¿por qué era malo para mí? Tomar un café con una compañera de trabajo, es normal: si en la oficina éramos cuatro personas, nos salíamos al café en parejas, y a veces salía con un compañero, y otras con una compañera. Lo normal. Hacer otra cosa era absurdo. Ni yo iba a intimar con ella ni ella conmigo. Sabían que era numerario y punto, se me respeta, y yo respetaba: no tenía que huir de nadie. Yo amé esa institución hasta el fondo, pero las rarezas nunca me fueron…

Vuelvo a Cavabianca, perdón.

Cavabianca es como un gran portaviones, donde uno no deja de ser una pequeña pieza. Una casa enorme, que no se puede visitar por nadie (qué natural: dile a una madre que viene a ver a tu hijo desde otro continente y que no puede ver su name="_GoBack" casa), con mucha gente, amplia, cómoda, bonita, limpia… Pero portaviones. Allí tienes que hacer lo que te digan, y punto. Al principio te preguntan tus habilidades y luego te ponen encargos para trabajar. Por ejemplo, yo estaba en jardines, en limpiezas de calles y zonas interiores… Millones de hojas de árboles son las que recogí a lo largo de esos años. Millones. Y así estábamos un buen grupo de buenos universitarios de todo el mundo: barriendo, con ropa usada que coges de un almacén (tal cual). Barrer hojas un sábado de lluvia, con un chico de Kenia, uno de Ecuador, un español, es muy bonito, muy “Benetton”, pero luego piensas: ¿no se pueden comprar unas máquinas que barren, y luego una máquina que recoja? No, no se puede. Si fuera así, ¿qué hacen esas personas los sábados por la mañana? Deben estar ocupados.

Y uno vuelve a pensar: ¿qué hago yo aquí? No es fácil contestar a eso…

Una cosa fundamental en Cavabianca es el horario. El cumplimiento del horario está por encima de cualquier cosa. Recuerdo una anécdota pequeña que me enfadó mucho. Un día, justo antes de comenzar la tertulia de la noche, tras acabar el telediario (que se ve grabado y, por cierto, si es preciso se corta) estaba jugando Rafa Nadal (grandísimo tenista) un partido que ya acababa. Último saque. Sacaba Nadal para ganar y, de repente, el subdirector (el responsable de cada grupo) apagó la televisión. Al decirle yo que por qué apagaba, me dijo que era ya la hora de la tertulia. Y todavía me miraba con cara de “no entiendo la pregunta”. Le pedimos que dejara un minuto la televisión y nos dijo que no: es la hora de la tertulia y punto. Varios no hicimos ni un gesto en toda la tertulia: teníamos un rebote importante. ¿No puedes esperar medio minuto? No: el horario hay que cumplirlo. Por cierto, ganó Nadal.

Vives pendiente del reloj, de estar en cada momento donde hay que estar. Debes estar en cada momento en donde te piden. La oración de la tarde todos juntos, el Rosario todos juntos, las clases… Las visitas en Villa Tevere, que te llegan en un papel. Hasta el deporte está organizado. Tú te apuntas al fútbol y ya te dice a qué hora es el partido. Si va un amigo tuyo a Roma, como me pasó, con su mujer un fin de semana entero, sólo puedes estar un rato con él. ¿Por qué? Pues porque tienes cosas que hacer: tienes que estar en el jardín el sábado por la mañana y en el coro en la tarde. En medio del mundo, vaya.

Otra vez vinieron mis padres. Les pedí que organizaran el viaje la semana después de Semana Santa (tras el UNIV), porque no hay clases y podía estar con ellos con calma, sin perder clases ni nada charlas ni nada. Era una semana de encargos, estudiar un poco y ya está… Mis encargos eran jardín y cosas de mantenimiento de la casa: tareas donde éramos muchas personas, con lo que para nada era yo necesario… Ingenuo de mí. Unos días antes, ya con el hotel reservado y todo, mi subdirector mi pidió “un informe de lo que iba a hacer con mis padres”. Como si estuviera yo en tercer grado, vaya… Lo hice, y veía a mis padres -si no recuerdo mal- cada día (eran cinco días los que iban a pasar conmigo). Venían a verme: ¿no iba a estar con ellos? Me llamó el subdirector asustado: “¿les vas a ver cada día?”. Bueno, sí, claro, pensé yo… “Van a pensar que tienes mucho tiempo libre”. Bueno, contesté, son de la Obra y vienen a verme en vacaciones para poder estar con ellos: no creo que reviente el jardín de Cavabianca si, en vez de 40, están 39 personas durante tres mañanas en todo el año… Pues no, no puede ser. Algún día puedes, pero otros deberías comer en casa para hacer vida de familia aquí, porque ésta es tu familia. ¿En serio? En un comedor de 100 personas -el otro comedor es más pequeño, para unos 80-, en una tertulia de 35 personas, ¿¿¿¿hago falta yo????Pues sí soy necesario. Estuve ratos sueltos con mis padres. Ellos son tremendamente buenos y comprenden lo incomprensible. Pero al irse, mi madre me dijo que gastaron mucho dinero en ese viaje porque era temporada alta en Roma, y apenas estuve con ellos. De saber lo que era, hubiesen venido en otra época del año. El disgusto fue grande, y les pedí perdón. Ellos entendían que era lo que había, que no decidía yo lo que había pasado. Al comentar en la charla mi disgusto y el comentario de mis padres, la respuesta fue la de siempre: “lo ofreces”.

Son pequeñas, muy pequeñas anécdotas, pero se nota que bajas la cabeza hasta el mismísimo suelo…

Luego está el control que hay sobre cada uno. Sí, sí, control. No sólo con el horario, que ya es límite. Con todo. Lo que lees, lo que escribes… Al llegar, te asignan un correo electrónico para ti, personal. Es falso: el subdirector lo revisa. Te dicen que pasa por él, que lo miran así un poquito… Mentira: imagino que te dicen eso para que de algún modo des el consentimiento y luego no puedas denunciar un delito de violación de la intimidad. El subdirector de cada grupo dedicaba muchos ratos al día a leer el correo de cada uno: quién escribe, qué te cuenta. Recuerdo que una de mis hermanas tenía una dirección de correo que era como de broma. Al escribir correos a la familia, que es una familia numerosa, me preguntaron que quién era ese nombre… Mi hermana, por favor, es mi hermana. Es decir, que mi querido subdirector miraba cada remitente…. Una vez pedí oraciones por los 35 numerarios que se iban a ordenar sacerdotes en unos días. Envié el correo y en la tarde me dice mi subdirector: “no son 35, son 33, presta atención a las cosas. Borra el correo, envíalo de nuevo pero no te inventes datos”. Puf puf: qué exagerado, ¿no?

Recuerdo también que, recién llegado, cuando falleció Juan Pablo II, yo fui elaborando un documento contando mis recuerdos de esos días tan importantes, con el funeral, el conclave, la fumata en que salió Benedicto XVI, para luego enviar a las familias de mi antigua labor, del colegio en que trabajé, mis amistades… Mi intención era buena. Fueron muchos ratos con mi PDA y teclado escribiendo entre clase y clase… Pero bueno tenía tiempo, vaya: ratos sueltos. Eran momentos únicos y los quería escribir y compartir… Al final, lo envié… Respuesta en la tarde: ese correo supone que me sobra mucho tiempo… Y yo: “bueno, con el teclado, entre clase y clase, cuento cosas bonitas, pido oraciones. Me apetecía”… Nada, que no es apropiado. Ante mi cara de estupefacción, la misma respuesta: lo ofreces. Mi cabeza con esas cosas era una olla a presión.

¿Internet? Ningún acceso. Esta información es de hace unos diez años, repito. Me gustaría saber si ha habido cambios. Había un ordenador que se podía usar, pero te tenías que apuntar para pedir hora (no por reservar, sino para saber quién se conectaba y así controlar bien el historial). Y, obviamente, mirabas internet con otra persona, no vaya a ser que perdieras el tiempo o miraras algo inapropiado... Confianza ciega en las personas, vaya.

Con el tiempo, internet fue mejorando y entró en Cavabianca la conexión WIFI, con el fin de que los subdirectores pudieran usar el trabajo de correo y alguna cosa más desde sus despachos-habitación. Pero atentos a cómo era. Las personas de mantenimiento de la casa iban por los túneles que hay por debajo (no busquéis cosas raras, que es por limpieza y temas de tuberías) y se ponían justo debajo de la habitación del subdirector, y daban señal exclusivamente a ese punto. Tenía internet desde su mesa, no a dos metros de ella. Por favor, señores: si desde la sede central del Opus Dei se tiene esa confianza en las personas que viven nada menos que en el colegio romano y tienen cargos de gobierno allí, ¿qué será del resto del mundo? Me llamaba la atención viviendo allí, me sorprendía después de irme, y ahora me da verdadera vergüenza. Yo puedo comprender muchas cosas, pero la desconfianza por sistema ante todos, me da lástima. Y seguro que los directores centrales daban el visto bueno o harían lo mismo…

Por concluir la idea. Si desconfías en un numerario del colegio romano, dime tú lo que piensas de la naturaleza humana: naturaleza “caída caidísima”.

La vida allí era como un tobogán: te dejabas llevar cada día. Mi equilibrio mental se conseguía porque hice buenas amistades (seguro que hasta era de mal espíritu pero era una necesidad) entre algunos pocos numerarios. De lo contrario, mi cabeza hubiera reventado dentro. Y por cierto, ayudaba muchísimo la labor de las numerarias auxiliares, que te daban sorpresas en las comidas de vez en cuando para que estés mejor: eran compensaciones de verdad. Unas santas, vaya.

Hay mil pequeños detalles que son absurdos, pero ya decidías no darle importancia. Por ejemplo, los coches no tenían radio, así podías rezar en los trayectos. ¿Por pobreza? No, porque al comprar una nos decían que por quitar la radio nos iban a cobrar más… Pues nos cobraron, pero no teníamos radio. O ibas a merendar con manga larga, sin que saliera la administración. O estar en el oratorio con manga larga, aun estando 30 personas en el oratorio a las 6 de la tarde, con calor… No pensar, no pensar.

Al final, qué sucede: que eres una persona que haces lo que te dicen, que vives como te dicen, que ofreces hasta lo que es “inofrecible” -palabra que me he inventado-”. Robotizado quedas. Te acostumbras a vivir en una cárcel, porque lo es de verdad.



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