La potestad de jurisdicción y su ejercicio en el Opus Dei

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Autor: Líbero, 18 de junio de 2008


1. El pasado 2 de junio, Ottokar nos informaba de los esfuerzos del Opus para contrarrestar el imparable “destape” de la estafa que suponen los doctorados del Fundador. Sin embargo, me consta que ya hay gente que de forma profesional se está encargando del asunto: es decir, de restablecer la verdad –que es una y única, la realidad– y a la que no tenemos ningún miedo, sino todo lo contrario, porque solamente ella nos hará más libres. Por eso no voy a tratar, de momento, la publicación de Studia et Documenta –que con el paso del tiempo, a lo peor, tendremos que llamarla Studia Fraudulenta– y sí de un tema que considero de particular importancia.

Pero antes quisiera recordar que el pasado dia 13 hemos celebrado el santo de nuestro querido amigo Antonio Petit, que tanto nos ha ayudado y nos sigue ayudando desde el cielo para que resplandezca la verdad: a él dedico este estudio, como en su día lo hice con el relato de su vida, como Homenaje, y os animo a que sigáis difundiendo ese texto publicado en abril de 2007, pues hasta hoy ha registrado la friolera de 9.200 entradas. Y ahora a lo que os decía.

Con frecuencia se habla de la figura de la Prelatura personal y de lo que significa en el derecho canónico, pero puedo asegurar que ni siquiera en el Opus hay más de 5 personas que puedan explicar con un mínimo de coherencia en qué consiste su propia Prelatura. Fuera de ella, pocos se interesan por un asunto así, porque es algo “muy complicado”, técnico, y suele decirse que, si está aprobado, bien aprobado está.

Para aclarar un poco el panorama y con el fin de que pueda entenderse, tanto por expertos como por profanos, redacto este escrito, advirtiendo ya que será conveniente leer algunos pasajes un par o tres de veces. Lo siento; no puede evitarse...


2. Desde el inicio de la Iglesia, ésta cuenta con una potestad transmitida por su Fundador a los apóstoles y sus sucesores los obispos, con el fin de garantizar la adecuada administración de los medios necesarios y suficientes para la salvación: sacramentos y predicación de la Palabra. Esta potestad, transmitida en plenitud mediante el sacramento del orden en su grado más alto, episcopado, tiene dos dimensiones: una teológica, por así decir, que ordinariamente se denomina “de orden”, y otra canónica, que se conoce como potestad “de jurisdicción”.

Los dos aspectos de la potestad, orden y jurisdicción, se refieren a aspectos distintos de la vida eclesial, pero residen en la misma autoridad. Desde la segunda mitad del siglo XII, esos aspectos se han separado a veces en su ejercicio práctico, como si fuesen realidades no ya distinguibles, sino ontológicamente separables, e incluso independientes. Por eso la canonística y la teología posterior han debatido cómo se transmite el “poder” en la Iglesia: si por el orden o por la jurisdicción, y también qué es el “poder”, tendiendo a identificarlo más con la jurisdicción (régimen) que con el orden, mimetizando en esto la Iglesia con el poder mundano.

En todo caso, y es lo que ahora importa, el Concilio Vaticano II supera estas discusiones al presentar de modo indubitado una visión unitaria de la sacra potestas, como participación en el único munus de Cristo. Para la explicación de los contenidos se ha usado la distinción “trimembre” entre munus santificandi, docendi, regendi, en paralelo a las condiciones de Cristo como Sacerdote, Profeta y Rey, pero subrayando sobre todo la unidad. Por eso hoy apenas se discute que orden y jurisdicción deban ir unidos, aunque se acepte que algunos fieles puedan participar de alguna “potestad de jurisdicción” (más bien, cooperar con ella) sin tener el orden: el CIC-83 alude a esto aceptando esa posibilidad en algunos casos ad norman iuris.

Éste es también el fondo de la discusión posterior al Concilio Vaticano II de si los laicos pueden o no tener oficios eclesiásticos, cuya solución exige previamente aclarar de qué “oficios” se está hablando, pues no todo es igual de radical en la organización eclesiástica histórica de la Iglesia, que nunca fue algo inmutable ni estrictamente espiritual. Cuanto más se espiritualice la estructura eclesiástica, centrándose en su estricta misión espiritual, tanto más unívoca y clara se hace la respuesta de este tema. La supresión de las “órdenes menores” por Pablo VI en 1972, por ejemplo, fue una certera decisión que ayudó a ir centrando la acción de la clerecía en su estricta función espiritual.


3. El ámbito natural en el que se ejercita la sacra potestas en la Iglesia latina suelen ser las diócesis, entendiendo por tal un conjunto de fieles delimitados por el domicilio en un territorio o por su condición o lengua (por ejemplo, los católicos de lengua española que viven en Suiza), que son presididos por un obispo como pastor ordinario propio, asistido por un grupo de sacerdotes, que forman su presbiterio. Éstos son, por tanto, los elementos esenciales de toda diócesis: obispo, como pastor proprio, presbiterio que ayuda al obispo, y pueblo.

Cuando por circunstancias especiales no puede erigirse una diócesis, porque faltan o no se han desarrollado del todo alguno de esos elementos, entonces el derecho canónico ha ideado figuras análogas que tienden a ir configurando la realidad como diócesis: es decir, siempre con vistas a que en un futuro más o menos lejano pueda erigirse una diócesis, que es el prototipo de Iglesia particular. Según el derecho canónico vigente, estas figuras son: la Abadía territorial, la Prelatura territorial, el Vicariato apostólico, la Administración apostólica y la Prefectura apostólica (can. 368 CIC). En todas estas estructuras, que se asimilan a la diócesis, su jerarca cuida de la “pastoral común”: es decir, de proveer todos los medios necesarios y suficientes para la salvación, a los que ya nos hemos referido más arriba. De ahí la analogía y la asimilación de figuras, que una eclesiología eucarística de comunión permite englobar teológicamente bajo la noción amplia y difusa de “Iglesia particular”.


4. Todo lo que desborda esa pastoral común porque excede lo que es suficiente y necesario para la salvación —es decir, todo lo que los fieles quieren y pueden hacer a más a más, en sus ámbitos privativos de libertad personal— no puede ser vinculado con ese “poder institucional” de la Iglesia. Es decir, probablemente “podría”, pero no debe y nunca lo ha hecho porque sería exigir “jurídicamente” más de lo que Jesucristo dejó establecido en la Ley Nueva del Evangelio, que es “ley de libertad”. No se impide que los fieles se alejen al desierto, o que emprendan modos de vida cristiana más duros, pero no se les puede exigir que lo hagan con ese poder que Cristo transmitió a la Iglesia, porque sería desvirtuar la naturaleza primigenia de ese “poder”, que es servicio a la libertad de los hijos de Dios.

Es así como surgió todo el fenómeno asociativo en la Iglesia: es decir, personas que por propia iniciativa desean llevar un régimen de vida exigente se asocian con otras para facilitar la consecución de ese fin, pero siempre de un modo reglado, con unos Estatutos previamente aprobados o revisados por la Iglesia, que es quien discierne sobre la bondad del carisma y garantiza la comunión de esas otras “autoridades” que rigen esa asociación o, de otro modo, “gobiernan” sobre aspectos de la vida de sus fieles mediante los que expresan su fe.

En estos casos el “poder para gobernar” no proviene de la Iglesia sino de los propios fieles que se asocian, cuando voluntariamente se unen a la asociación y deciden someter libremente a esa autoridad aspectos que el Señor dejó a su libre disposición y no quiso atar bajo el “poder institucional”, que he comentado. Esta potestad que se ejerce por voluntario sometimiento de los fieles se la conoce desde siglos con el nombre de “potestad dominativa” y una de sus más características expresiones son los Institutos de Vida Consagrada (las Órdenes y Congregaciones religiosas, para entendernos).

Por tanto, en la Iglesia tenemos: De un lado, las diócesis o las Iglesias particulares, a las que se pertenece no por un acto voluntario sino por ser cristiano “aquí”, en este lugar o condición; estas “estructuras” disponen de todos los medios necesarios y abundantes para la salvación, desde el bautismo hasta el funeral pasando por la primera Comunión, la boda, etc. De otro, las asociaciones e institutos de vida consagrada en general, donde muchos fieles suelen encontrar un “plus” de vinculación intensiva, que a nadie puede exigirse institucionalmente en la pastoral ordinaria y, por tanto, sólamente se aplica a partir de un acto de sometimiento voluntario. No es infrecuente que, teológicamente, se hable entonces de “vocación” (la llamada de Dios a ese tipo de vida exigente) o de “misión” (el carisma personal o colectivo que mueve a actuar tal realidad) para comprender esas realidades como un aspecto de la dinámica exitencial de la fe.


5. Cuando se plantea el problema de las Prelaturas personales y el Opus Dei, hay que tener muy presente que una cosa es la figura de las Prelaturas personales, tal como están reguladas por el Código de 1983 (cann. 294-297), y otra es la Prelatura personal del “Opus Dei”, que tiene unas características tan particulares que no encajan debidamente en la figura perfilada por el Código.

En efecto, la figura del Código está pensada como una institución con “poder” a modo de Asociación, ya que se rige por unos Estatutos –como las asociaciones– y consta de presbíteros y diáconos (can. 294), por lo que no se contempla el pueblo, al menos como elemento esencial. En el can. 296 se añade, para mayor claridad, que los laicos pueden dedicarse a las obras apostólicas de la Prelatura personal mediante acuerdos establecidos con la Prelatura, y remite a los Estatutos para determinar el contenido de esos acuerdos.

Esto no sucede ni ha sucedido nunca antes en ninguna de las estructuras pertenecientes a la jerarquía y que hemos enumerado con anterioridad (can. 368 CIC). Por si fuera poco, una estructura jerárquica tiene como finalidad única la pastoral común de los fieles, mientras que las Prelaturas personales se crean –así se dice en el can. 294– con el fin de “promover una conveniente distribución de los presbíteros o de llevar a cabo peculiares obras pastorales o misionales en favor de varias regiones o diversos grupos sociales”.


6. Pasando a contemplar la figura de la única Prelatura personal actualmente existente, la Prelatura personal del “Opus Dei”, nos encontramos con que, según su derecho particular, ha sido erigida ad peculiarem operam pastoralem perficiendam sub regimine proprii Praelati (n. 1 §1) sin más explicaciones: “para cumplir una peculiar obra pastoral, bajo el régimen del proprio Prelado”. Y precisa el n. 1 §2 respecto de los laicos que vocatione divina moti, vinculo iuridico incorporationis speciali ratione Praelaturae devinciuntur, es decir: “movidos por una vocación divina se dedican a la Prelatura por un motivo específico con un vínculo jurídico de incorporación”. Según esos Estatutos, por tanto, el Opus Dei no tiene como finalidad la pastoral común de todos los fieles –requisito inexcusable de las “estructuras jerárquicas” de la Iglesia– y además los laicos se vinculan al Opus con un vínculo jurídico que se contrae movido por una vocación particular, y en consecuencia con una espiritualidad propia.

¿Desde cuándo se pertenece a una estructura jerárquica por vocación particular? O, ¿desde cuándo una estructura jerárquica tiene su propia espiritualidad? Esto solamente se ha dado y sólo puede darse en el marco de un fenómeno eclesial de tipo asociativo. Fue Ioseph Ratzinger quien, en los debates de los esquemas para la reforma del Codex iuris canonici de 1917, presentó un voto particular a fin de que la Prelatura personal fuese eliminada del Libro II, donde se regulaban las estructuras jerárquicas de la Iglesia, porque su inclusión en ese apartado significaba una “corrupción teológica de la noción de Iglesia particular”. Sus argumentos de entonces son exactamente los mismos que aquí se están exponiendo (cf. Acta et documenta Pontificiae Commissionis CIC recognoscendo. Congregatio plenaria: Diebus 20-29 octobris 1981 habita, Vaticano 1991, pp.376-417).

En su momento no se atendieron las “razones” de Ratzinger, pero tampoco nadie pudo rebatirlas: los esquemas se mantuvieron como Alvaro del Portillo deseaba, más por la habilidad de su “política” que por la fuerza de sus razones. Y así, en la última revisión que hizo personalmente Juan Pablo II, éste atendió a las razones teológicas de Ratzinger y puso las Prelaturas personales donde están en la actualidad, es decir, justo antes de las Asociaciones. Por tanto: este cambio de ubicación sistemática no fue un asunto menor, de diletantismo académico, sino algo muy debatido y meditado: fue la consecuencia de una madura reflexión teológica que precedió a la decisión del supremo Legislador.


7. Sin embargo, desde la aprobación del CIC-1983, la generalidad de los canonistas del Opus Dei se han empeñado en una especie de cruzada para sostener que la prelatura personal es una “estructura jerárquica”. Esto ha sido así por decisión de su proprio Prelado, que promovió e impulsó esa “campaña” y fue quien sostuvo esta tesis en los debates para la reforma del Código de 1917. Y de igual modo continúa haciendo su actual sucesor. Además, a los propios fieles de la prelatura personal se les inculca que ésa es la idea doctrinalmente correcta, de modo que el punto de vista discrepante es el proprio de “personas equivocadas” (cf. su Catecismo interno 7ª edición), aunque entre ellas pueda estar el mismísimo Papa. No se acepta la discusión ni la discrepancia sobre este tema.

Si las cosas fueran como estas personan dicen, nos encontraríamos entonces con una institución que, teniendo el poder jurisdiccional de la Iglesia, semejante al de un obispo sobre sus fieles, podría además vincular a esos fieles con esa potestad en todo lo que nada tiene que ver con la pastoral común sino que es de su libre decisión. En definitiva, estamos ante una institución que tiene, supuestamente, el mayor “poder sobre personas” jamás acumulado por nadie en la Iglesia: potestad de orden, potestad de jurisdicción y potestad dominativa juntas en una sola persona y respecto a todas las materias. Ésta es la base de facto desde la que se consigue a la postre el sometimiento de las conciencias, invocando para ello el nombre de Dios: una vocación divina. Pero, ¡qué lejos queda todo esto de los “imperativos” divinos!: es tan obvio que sólo no lo ven quienes, en su cerril obcecación, no desean verlo.

Las consecuencias que se derivan de todo lo dicho hasta aquí son enormes y muy variadas, pero no es éste el momento para detallarlas. Sin embargo, los Estatutos del Opus Dei aprobados por la Sede Apostólica dicen: Potestas regiminis qua gaudet Praelatus est plena in foro tum externo tum interno in sacerdotes Praelaturae incardinatos; in laicos vero Praelaturae incorporatos haec potestas ea est tantum quae spectat finem peculiarem eiusdem Praelaturae (n. 125 §2). O sea: “el Prelado goza de potestad de régimen plena tanto en fuero externo como en el interno respecto de los sacerdotes incardinados en la Prelatura, pero con respecto a los laicos solamente se extiende a aquello que se refiere al fin peculiar de la Prelatura”. Más claro, agua. Y sin embargo, en la práctica, el Opus Dei se comporta con todos sus miembros como si fuera una Iglesia particular, no siéndolo, y al mismo tiempo reclama una exigencia —en relación con lo que es propio de la Prelatura— mucho mayor de lo que cualquier Instituto de Vida Consagrada puede exigir a sus súbditos. La realidad es que esas “exigencias” carecen de todo fundamento canónico, son arbitrarias, pues se ejercen fuera de todo control, y además resultan lesivas de los más elementales derechos de la persona. No obstante no olvidemos nunca que “donde actúa el Espíritu de Dios, se promueve la libertad”.