La fabricación de los santos/Los santos, su culto y su canonización

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¿Qué es un santo?

En la tradición cristiana, un santo es alguien cuya santidad es reconocida como excepcional por otros cristianos. En ese sentido, es necesario que alguien determine que lo es; lo cual no es decir que los hacedores de santos tengan que ser santos ellos mismos, sólo que los cristianos deben ser capaces de reconocer la santidad.

De un modo o de otro, los cristianos han "hecho santos" desde que existe la Iglesia. Al principio, hacer santos era un acto espontáneo de la comunidad cristiana local; hoy en día, se presenta para los católicos romanos como un largo y dificultoso proceso, conducido por funcionarios del Vaticano y regido por normas y procedimientos legales. Cómo y por qué se ha llegado a este estado de cosas es el tema del presente capítulo.

No se puede preguntar "¿Qué es un santo?" sin tener conocimiento de los personajes ya reconocidos como tales. Durante los primeros mil quinientos años y más de la Iglesia, los santos eran personajes difuntos, en torno a los cuales se había formado un culto popular. Por desgracia, en el ámbito occidental la palabra "culto" ha adquirido connotaciones peyorativas, que sugieren un apego irracional, idolátrico y, a menudo, totalitario a algún energúmeno carismático. A ese respecto, vale la pena recordar que el propio cristianismo empezó como un despreciado movimiento "idolátrico" que rendía "culto" o adoración al crucificado Jesús. En efecto, si Jesucristo no hubiese muerto como mártir, tal vez nunca hubiera habido un culto cristiano a los santos.

Para los cristianos primitivos, la extensión del culto a otros personajes además de Jesucristo fue una evolución orgánica de su propia fe y de sus experiencias. Venerados por su santidad, a los santos se los invocaba también por su poder, sobre todo en forma y a través de sus restos mortales. La historia de la producción de santos está, por tanto, íntimamente vinculada a la historia del culto a los santos y sus reliquias. Incluso en su actual forma burocrática, la producción de santos es, como veremos, esencialmente una serie de actos oficiales de la Iglesia por los cuales el papa permite el culto o la veneración pública de los candidatos que han sido propuestos a su juicio. Cómo y por qué el papado consiguió el control del culto a los santos es otro tema de este capítulo.

Incluso de estas breves observaciones se desprende que la canonización implica mucho más que una declaración solemne por parte del papa. En el sentido literal, canonizar significa incluir un nombre en el canon o lista de los santos. A lo largo de los siglos, las comunidades cristianas han compilado numerosas listas de sus santos y mártires. Muchos de esos nombres se han perdido para la historia. La obra más completa que existe sobre los santos, la "Biblioteca Sanctorum", abarca actualmente (en 1989) dieciocho volúmenes y menciona a más de diez mil santos; es decir, muchas veces más que los cuatrocientos que han sido canonizados por los papas. De todos modos, los elencos de santos no eran solamente un método de seguir la pista de los héroes más sagrados de la Iglesia. También cumplían una función litúrgica: ser canonizado significaba ser incluido entre aquellos que se mencionaba de vez en cuando durante la celebración de la misa; y significaba también tener una fiesta en el santoral de la Iglesia, al lado de los días de fiesta de Cristo y de su madre, la más distinguida de todos los santos.

Es imposible tratar en un capítulo -ni siquiera en un libro- la historia y las infinitas dimensiones del tema de los santos. Efectivamente, en los últimos años se ha observado un verdadero renacimiento de los estudios eruditos sobre los santos y sus enseñanzas, dedicados en gran parte a la investigación de las mentalidades y estructuras sociales de las culturas antiguas y medievales. Sin alguna noción de lo que significaban en el pasado los santos para la Iglesia y su gente, es imposible entender los problemas y los procedimientos actuales de la producción de santos.

Lo que sigue es un resumen, necesariamente escueto, de los principales temas, controversias e hitos en la historia de la evolución de los santos y sus cultos. De ningún modo se pretende agotar el tema; se trata tan sólo de mostrar cómo y por qué la producción de santos ha acabado transformándose en un proceso burocrático y altamente racionalizado. De paso, veremos surgir ciertas tensiones; ante todo, entre el santo como ejemplo de virtudes heroicas y el santo como taumaturgo u obrador de milagros. De modo semejante, describiremos la tensión entre la creación popular de santos y los esfuerzos de las autoridades eclesiásticas por encauzar y controlar la proliferación de los santos y los cultos. Tales tensiones continúan existiendo, como demuestra el caso del arzobispo Romero de El Salvador, y su presencia sugiere que a Roma aún le queda por resolver de un modo completamente satisfactorio la cuestión de "quién es un santo".

Entre los críticos del proceso moderno de hacer santos hay cierta tendencia a rechazar ese proceso por demasiado largo y demasiado alejado de las preocupaciones de los católicos de a pie. Tal vez sea cierto; pero las razones de tal estado de cosas hay que buscarlas en la historia. Lo que hallamos en sus orígenes no es un conjunto de fórmulas para decidir a priori qué es un santo, sino una proliferación de personas cuya vida y muerte eran recordadas y veneradas por quienes los conocieron. Y lo que descubrimos es que los procedimientos encaminados a la creación de santos, por muy apriorístico s que hayan llegado a ser, son esfuerzos por prolongar el impulso de los cristianos primitivos de elevar a algunos de entre sus hermanos y hermanas para que gozasen de un reconocimiento y una veneración especiales. En teoría, por lo menos, y en un grado sorprendente también en la práctica, la santidad continúa produciéndose "a los ojos del espectador; y el espectador primordial es la comunidad de los creyentes".

Y es que la historia de la Iglesia es, en gran medida, la historia de sus santos. Incluso se podría decir que la finalidad de la Iglesia es convertir en santos a todos sus miembros, si por santos entendemos aquellos que llegan a ser verdaderos imitadores de Cristo. Así, al menos, lo entendían los primeros cristianos. Y con ellos debemos comenzar.

Los orígenes: la muerte en la vida de los santos

Inicialmente, los cristianos del Nuevo Testamento consideraban "santos" (en griego, "hagioi") a todos los creyentes bautizados. Dado que la mayoría de ellos eran judíos, conceptuaban la santidad como una calidad compartida por la comunidad, no como algo propio de los individuos. Pero, incluso ya entre la primera generación de cristianos, ciertos individuos eran seleccionados para recibir una aclamación especial y no por su piedad o su predicación, sino porque dieron testimonio de su fe al morir por ella. Así fue que, antes de finales del siglo primero, el término "santo" quedó reservado exclusivamente a los mártires (en griego, "martys" significa "testigo"), y el martirio sigue siendo, hasta el día de hoy, el camino más seguro hacia la canonización.

Se podría afirmar con cierta seguridad que el primer santo "canonizado" de la Iglesia fue Esteban, judío converso y diácono que es, según el Nuevo Testamento, el primer mártir del cristianismo. El relato de Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (6-7) sobre el martirio de Esteban es de extrema importancia para entender cómo, en esa fase infantil de la vida de la Iglesia, los demás cristianos de la comunidad de Esteban reconocieron su santidad. El relato está construido de tal manera que la detención, el testimonio de la fe y la muerte de Esteban muestran un paralelo directo con la detención, el testimonio y la muerte de Jesucristo. Igual que Él, Esteban es descrito como autor de milagros y predicador de gran fuerza y, como Jesucristo, suscita la enemistad de los dignatarios y los escribas judíos. Arrestado y llevado ante un tribunal, expone sus creencias en un largo y elocuente discurso. Al final, es conducido a las afueras de la ciudad y lapidado. Muere pidiendo a Dios que perdone a sus verdugos.

La finalidad de ese relato es demostrar que Esteban imitó la pasión y la muerte de Cristo. Puesto que carecemos de otros testimonios de su martirio, no podemos saber hasta qué grado el relato de Lucas es exacto. Pero la exactitud no es lo que importa; lo decisivo es que la comunidad cristiana pudo reconocer como santo a Esteban tan sólo por analogía con la pasión y muerte de Jesucristo. La historia de Esteban es una repetición de la historia de Cristo. Ser un santo significaba, por tanto, no solamente morir "por" Cristo, sino morir como él. O, lo que viene a ser lo mismo, ser un santo significaba que la historia de la propia muerte era recordada y referida igual que lo era la de Cristo.

Se puede decir, pues, que la santidad y el martirio fueron inseparables en la conciencia cristiana desde el principio. Así como Jesucristo obedeció al Padre "hasta la muerte" así el santo era alguien que moría por Cristo; así como el bautismo significaba la incorporación al cuerpo de Cristo, así el martirio significaba morir con Cristo y resucitar a la plenitud de la vida eterna. El martirio sellaba la conformidad total del santo con Cristo. En ese sentido, vale la pena anotar que los dos pilares gemelos de la Iglesia apostólica, los apóstoles Pedro y Pablo, eran venerados como santos no por el liderazgo que ejercieron en las comunidades cristianas, sino porque acabaron muriendo como mártires. Puede que por la misma razón algunos otros de los doce apóstoles primitivos, de cuya muerte no sabemos nada, fuesen recordados también como mártires.

Durante los primeros cuatro siglos de la era cristiana, la persecución por parte de los romanos fue tan intensa que la conversión al cristianismo implicaba efectivamente el riesgo del martirio. En efecto, sufrir y morir como Cristo era una gracia ardorosamente deseada; era el premio codiciado. A principios del siglo II, por ejemplo, el obispo de Antioquía, Ignacio, escribió a cierta gente influyente en Roma, adonde lo llevaban para su ejecución, implorando que no intercedieran por su vida: "Os suplico no me tratéis con inoportuna amabilidad. Dejad que me devoren las fieras, gracias a las cuales llegaré a la presencia de Dios. Yo soy trigo de Dios, y seré molido por los dientes de las fieras para transformarme en el puro pan de Cristo."

Sin embargo, no todos los cristianos que fueron encarcelados, torturados o deportados a las minas imperiales perecieron. A algunos se les negó el martirio a pesar de haber hecho confesión pública de su fe. Aunque sobrevivieran, esos "confesores", como se dio en llamados, eran reverenciados por su público testimonio de la fe y por su disposición a morir por ella. Si se trataba de catecúmenos (es decir, personas que recibían instrucción en la fe, pero que todavía no estaban bautizadas), se los consideraba bautizados "de sangre", en virtud de su disposición a sufrir el martirio por Cristo; si estaban ya bautizados, se les ofrecía los privilegios (incluida la renta) y el rango de clérigos. Algunos confesores eran venerados como santos incluso después de su muerte, a consecuencia de su semejanza con los mártires.

Pero, con la entronización de Constantino como primer emperador cristiano, a principios del siglo IV, la Iglesia entró en una nueva era de relaciones pacíficas con el Estado romano. La era clásica de los mártires tocaba a su fin; nuevos modelos de santidad comenzaron a emerger al lado de los antiguos. Entre aquéllos, el predominante fue el de los solitarios que vivían en ermitas (los llamados "anacoretas") y monjes que iniciaron una nueva forma de imitar a Cristo. Así como él ayunó cuarenta días y cuarenta noches en el desierto, así estos ascetas abandonaron el "mundo" y sus más inocentes placeres, refugiándose en los desiertos de Siria y Egipto. Más precisamente, los ascetas se sometían a un régimen de mortificación de la propia persona y renunciaban voluntariamente a comida, sexo, dinero, ropa y alojamiento cómodos, y a toda forma de compañía humana; especialmente, al matrimonio. Para la Iglesia, el lento "martirio blanco" de los ascetas equivalía virtualmente al inmediato "martirio rojo" de quienes vertían su sangre de hecho.

En resumen, a la pregunta "¿Quién es un santo?", los cristianos de la Antigüedad grecorromana contestaban señalando ejemplos de sufrimiento excepcional. Santos eran aquellos que habían muerto o estaban dispuestos a morir, o bregaban por una muerte lenta "para el mundo" como manera de imitar a Cristo. De todos ellos, era el mártir quien recibía los mayores honores; así sigue siendo, de hecho, hasta el día de hoy. Pero, al hacer extensiva a los vivos la idea de santidad, la Iglesia llegó gradualmente a venerar a las personas por la ejemplaridad de sus vidas no menos que por su muerte.

Con el transcurso del tiempo, los ejemplos de santos reconocidos incluyeron también a misioneros y a obispos que habían dado pruebas de un celo pastoral extraordinario (sobre todo, hacia los pobres), a monarcas cristianos que mostraron extraordinaria solicitud para con sus súbditos, y a apologetas célebres tanto por su defensa intelectual de la fe como por su ascetismo personal. En la Edad Media, la lista se amplió mucho con nombres de fundadores de órdenes religiosas, tanto hombres como mujeres, cuyos votos de pobreza, castidad y obediencia se insertaban en la tradición espiritual de los primitivos ascetas del desierto.

Pero, a pesar de que el número iba en aumento y los tipos se diversificaban, el modo en que se categorizaba a los santos se mantuvo sorprendentemente estático. Hasta este siglo, se identificaba a los santos conforme a unas categorías formadas durante los cuatro primeros siglos de la Iglesia. Los santos eran o mártires o confesores. A los confesores, a su vez, se los catalogaba por sexo y estado civil: obispo, sacerdote o monje para los hombres; virgen o viuda para las mujeres. Todos los demás santos (los casados, de hecho) figuraban bajo "Ni virgen ni mártir", rúbrica equivalente a "Ninguno de los mencionados". En la actualidad, los casados se mencionan como tales, pero aún no hay categorías oficiales para los heroicos comerciantes, artistas, eruditos, científicos o políticos cristianos. Lo que sugiere esta tipología no es que la Iglesia, en el proceso de hacer santos, permanezca ciega ante la vocación del candidato en la vida real, pero sí que la idea de santidad continúa identificándose en su raíz con ciertas formas de renuncia que expresan el amor a Cristo. El mártir renuncia a su vida antes que renegar de Cristo; el confesor se proclama dispuesto a morir, y la virgen renuncia a los normales placeres de la vida, especialmente al sexo y a la compañía matrimonial.

Pero, incluso en los siglos de formación de la Iglesia, los cristianos veían en sus santos mucho más que la mera renuncia. Ellos creían que Jesucristo, a través de su vida, muerte y resurrección, había inaugurado una nueva era del reino de Dios. Desde este punto de vista, los santos -y en especial los mártires- eran testigos del surgimiento de ese reino, en el aquí y ahora, contra el cual los poderes de este mundo resultaban operativos. Más aún, el poder del incipiente reino de Cristo se manifestaba en ellos a través de la realización de hazañas milagrosas, la menor de las cuales no era el valor de arrostrar el martirio. En resumen, los santos se distinguían no solamente por su ejemplar imitación de Cristo, sino también por sus poderes taumatúrgicos o milagrosos. Así fue que, desde el semillero del martirio cristiano, brotó a la vida algo que era nuevo en el cuerpo de la Iglesia: el culto de los santos.

El culto de los santos

Una de las creencias de los cristianos primitivos fue la "comunión de los santos". Puesto que su testimonio era perfecto, y por su renuncia total, se creía que los mártires en el instante de su muerte "renacían" a la vida eterna. En ese aspecto, los cristianos eran únicos en cuanto el "dies natalis" en que conmemoraban a sus héroes martirizados no celebraba el natalicio, sino el día de su muerte y renacimiento. Pero los santos en su gloria, según creían los cristianos, no se olvidaban de quienes seguían bregando en la Tierra: entre ellos había una camaradería o comunión que vinculaba a los vivos y a los muertos. Desde el cielo, los mártires, como "amigos de Dios", podían actuar como intermediarios en favor de los suplicantes en la Tierra y, en el transcurso de los primeros tres siglos, los cristianos se dirigían a ellos con creciente frecuencia para implorar protección, valentía, curaciones y otras formas de ayuda material o espiritual. A través de esos milagros de intercesión, la adoración de Cristo llegó a incluir un culto subalterno -y, a veces, competitivo- a los santos.

Al cabo de dos milenios, resulta difícil apreciar la novedad que presentaba el culto cristiano a los mártires muertos y el impacto que causó en la concepción del mundo que tenía la sociedad grecorromana. En palabras de Ernst Bloch, filósofo marxista heterodoxo, "no fue la ética del Sermón de la Montaña lo que capacitó al cristianismo para triunfar sobre el paganismo romano, sino la creencia de que Cristo resucitó de entre los muertos. En una época en que los senadores romanos competían por quién se empapaba la toga con la mayor cantidad de sangre de novillo, creyendo prevenir así la muerte, el cristianismo era competitivo por la vida eterna, no por su moralidad.

Si los cristianos se hubieran limitado a afirmar que sólo Cristo había sobrevivido a la muerte, tal vez su fe no hubiera desplazado al paganismo romano. Lo que impresionaba a los no cristianos, lo que atraía a unos y repelía a otros, era el vibrante culto que la nueva religión rendía a los mártires. En fecha reciente, el historiador Peter Brown dilucidó de manera pormenorizada en qué grado el culto cristiano de los mártires desafiaba los "límites aceptados" que en el mundo grecorromano separaban los ámbitos y los papeles respectivos de los vivos y de los muertos. "De la manera más fidedigna, podemos comprender la notoriedad alcanzada por la Iglesia cristiana -escribe Brown- al escuchar las reacciones paganas ante el culto de los mártires." Como caso paradigmático, cita Brown las fulminaciones del emperador Juliano el Apóstata en el siglo IV: "Vosotros continuáis agregando cada vez más cadáveres nuevos a aquel cadáver viejo (Cristo). Habéis llenado el mundo entero de tumbas y de sepulcros."

El principal lugar de culto de los mártires eran sus tumbas. Después de presenciar la ejecución, los creyentes recogían los restos del mártir, los guardaban en recipientes sellados y los depositaban en las catacumbas o en otras tumbas secretas. Más tarde, en el aniversario de la muerte/ renacimiento del mártir, los amigos y familiares celebraban una reunión litúrgica en torno a los restos. De esa manera, observa Brown, "la tumba y el altar estaban unidos" en un ritual que ofendía en igual grado a judíos devotos y a piadosos paganos.

Hay en ello, desde luego, una paradoja. Los mismos cuerpos que los mártires de tan buena gana sacrificaban -y que los ascetas trataban con disciplinado desprecio-, para las comunidades sobrevivientes de cristianos llegaron a ser "más queridos que las piedras preciosas y más finos que el oro". Su creencia era que el espíritu del santo muerto, aunque se hallaba en el cielo, estaba de algún modo especial presente en sus despojos. Por dondequiera que se veneraban las reliquias de un santo, el cielo y la tierra se encontraban y se entremezclaban de una manera enteramente novedosa para las sociedades occidentales, como atestigua la inscripción en la tumba de san Martín de Tours:

"Aquí yace Martín el obispo, de santa memoria,
Cuya alma está en manos de Dios, mas él está todo aquí,
Presente y manifiesto en milagros de todas clases".

Para los cristianos primitivos, así como más tarde para sus seguidores medievales, los milagros eran acontecimientos cotidianos; formaban parte de una realidad que, aunque distinta de la moderna, no por ello era menos compleja. Para el erudito Agustín, "todas las cosas naturales [estaban] llenas de lo milagroso", y el mundo mismo era "el milagro de los milagros". Resultaba, por tanto, enteramente "natural" que Dios manifestara lo inusual a través de las oraciones dirigidas a los santos o realizadas por éstos. En la actualidad, por el contrario, la Iglesia se muestra mucho más cautelosa en su actitud hacia lo milagroso. Como veremos, el proceso moderno de hacer santos requiere todavía los milagros como señales del "favor divino"; pero no obliga a los católicos a aceptar como materia de fe "sobrenatural" cualquier milagro supuesto como tal, ni siquiera aquellos que se producen en santuarios como Lourdes o que fueron aceptados en apoyo de la causa de un santo. Sin embargo, la "creencia humana" en los milagros continúa siendo característica del catolicismo romano, inclusive el "milagro" de la fe misma. Lo que aquí nos importa comprender es cómo la atribución de sucesos milagrosos, sobre todo en santuarios y en sepulcros de santos, quedó entretejida entre los requisitos de la canonización.

Con el transcurso del tiempo, la unidad de tumba y altar se fue haciendo aún más explícita. A medida que las tumbas de los santos iban convirtiéndose en lugares de peregrinación -y de grandes fiestas-, se construían iglesias sobre ellas para albergar las reliquias y asegurar una celebración más digna de los santos "patronos" de la localidad. De esa manera, las murallas de las ciudades grecorromanas se ensancharon a fin de incorporar los cementerios y los cada vez más elaborados sepulcros de los santos. Un ejemplo notorio es el monte Vaticano, antaño un cementerio de las afueras de Roma, donde se erigió la Basílica de San Pedro sobre la tumba del apóstol. Era inevitable que se produjeran conflictos entre los patrocinadores particulares de los santuarios -que, a menudo, eran mujeres de la nobleza romana convertidas al cristianismo- y los obispos locales. El poder del obispo como autoridad de la Iglesia local sufría, en aquel estadio temprano de la evolución de la Iglesia, la competencia del poder de intercesión del santo sepultado en la localidad. Como ha demostrado Brown, los obispos locales luchaban por asegurarse el control de los santuarios locales y, donde les fue posible, los convirtieron en pilares de su poder eclesiástico. La influencia popular de los santos y de sus tumbas era tal que Brown llega poco menos que a afirmar que la difusión del culto a los santos durante el primer milenio amenazó con transformar la cristiandad en una especie de hinduismo occidental. Lo que sí afirma es lo siguiente:

"Por dondequiera que llegaba el cristianismo durante la Baja Edad Media, llevaba consigo la "presencia" de los santos. Sea en las inimaginables lejanías del norte, en Escocia [...], o en la orilla del desierto, donde Roma, Persia y los árabes se encontraban ante el sepulcro de san Sergio en Resafa [...], o todavía más al este, entre los cristianos nestorianos de Irak, Irán y Asia central, el cristianismo de la antigüedad tardía, en su encuentro con el mundo exterior, era idéntico con sus reliquias y relicarios".

Parecía inevitable que el culto que se rendía a los santos entrara en competencia con la adoración tributada a Dios. En fecha tan temprana como mediados del siglo II, los cristianos eran plenamente conscientes de que la veneración de los santos se exponía a la acusación de idolatría. En el "Martirio de Policarpio", una carta de los cristianos de Esmirna, en el Asia Menor, a los de Filomelión, en Frigia, el autor refiere que el magistrado se negó a entregar los restos calcinados del obispo a los fieles hasta que éstos no "renegaran del Crucificado y adoraran a este hombre" en su lugar. Lo que menos quería alentar el magistrado era la creación de un segundo Cristo. De hecho, es así cómo, por analogía, los cristianos de Esmirna veían a su obispo, y al final lograron rescatar sus huesos de la tumba. Pero la carta que refiere el episodio es de gran interés histórico, entre otros motivos, por el cuidado con que se distingue entre la adoración debida a Cristo y el amor a los mártires como discípulos e imitadores del Señor".

Como los cristianos de Esmirna, los padres de la Iglesia de los siglos III y IV establecían una distinción rigurosa entre la latría o adoración debida a Cristo y la dulía o veneración propia de los santos. Pero esa distinción, aunque bastante plausible en lo abstracto, resultaba a menudo difícil de mantener en la práctica. Los santos eran, después de todo, objeto de devoción popular, y se trabó una viva controversia intelectual sobre la manera adecuada de venerarlos. Por ejemplo, si bien se creía que el cuerpo y la sangre de Cristo estaban materialmente presentes en el vino y en el pan eucarísticos, la imaginación popular atribuía a veces. a los santos una presencia más poderosa todavía en sus tumbas y reliquias. Así los relicarios y las tumbas de los santos se convirtieron en lugares de unas prácticas de culto muy parecidas a aquellas que los paganos tributaran a sus sepulcros sagrados, como es el caso del de Asclepio. Familias cristianas realizaban ayunos ante las tumbas de los santos; algunos practicaban incluso la "incubación", pues pasaban la noche en los santuarios para obtener la protección del santo. Así se inició otra tradición que se prolongaría a través de la Edad Media, la del entierro "ad sanctos" o cerca de las tumbas de los santos; de esa manera, se esperaba que los difuntos gozasen de la protección del santo cuando fuesen llamados ante el tribunal de Dios.

No sólo los cuerpos de los santos, sino también sus prendas de vestir y hasta los instrumentos de su tortura se veneraban como objetos sagrados. Según un testimonio de la época, antes del entierro de san Ambrosio, obispo de Milán, en 397, "una multitud de hombres y mujeres arrojaba sus pañuelos y delantales hacia el cuerpo del santo, en la esperanza de que lo tocaran". Tales "brandea", como se llamaban, eran apreciados como reliquias milagrosas. Desgajadas del cuerpo y guardadas en relicarios ricamente adornados, las reliquias se convirtieron efectivamente en santuarios portátiles para uso tanto público como privado.

Varios de los padres de la Iglesia se opusieron a la veneración de tales reliquias, alegando que suscitaban un tipo de reverencia que debía ser tributado únicamente a Dios. Otros defendían esas prácticas, arguyendo que los cuerpos de los santos estaban santificados y, por extensión, también los objetos que habían tocado. Otros más justificaban el culto de los santos y la veneración de sus reliquias por razones pedagógicas: contribuían a la edificación y elevación espiritual de los creyentes. Finalmente, se impuso la opinión favorable a las reliquias. En 410, el Concilio de Cartago decidió que los obispos locales destruyesen todos los altares erigidos en memoria de los mártires y que no permitiesen la construcción de nuevos santuarios, a menos que contuvieran reliquias o estuvieran situados en lugares notoriamente santificados por la vida o la muerte del santo. Hasta el año 767, el culto de los santos había llegado a ser parte tan esencial del culto cristiano que el Concilio de Nicea decretó que todo altar de iglesia debía contener una "piedra del altar" que albergara las reliquias de un santo. Aún hoy, el Código del Derecho Canónico define un altar como "una tumba que contiene las reliquias de un santo".

Si por una parte los santos estaban presentes en sus restos, por otra eran recordados a través de sus historias. Aparte de la Escritura, la literatura cristiana más popular durante los siglos de formación de la Iglesia fueron los relatos de la pasión y muerte de los mártires. En contadas ocasiones, como el martirio de santa Perpetua y de santa Felicitas, en el siglo III, las Iglesias locales lograron efectivamente conservar e incluir en sus "acta" de los santos la trascripción directa, efectuada por los escribas romanos, del diálogo entre el tribunal y los acusados. Con mayor frecuencia, la comunidad local de creyentes componía las "pasiones" de sus propios mártires, que eran relatos piadosos y altamente estilizados de la pasión y muerte del mártir. Dado que la finalidad de tales historias era la edificación de los creyentes, no menos que la exaltación del santo, se entrelazaban en ellas leyendas y anécdotas milagrosas que dramatizaban la valentía moral y el poder espiritual del santo. Lo que habían sido en realidad, por ejemplo, sumarísimos interrogatorios reglamentarios por parte del tribunal, se transformaba en largos diálogos apócrifos entre el acusado y los acusadores, confeccionados a la manera del relato de Lucas sobre san Esteban. A esos relatos de pasión se agregaban los "libelli" o historias de milagros.

La literatura sobre los santos llegó a incluir también verdaderas biografías completas, aunque éstas eran, medidas con los criterios de la historiografía moderna, meros ejercicios de hagiografía. Entre las más leídas e imitadas contaba la "Vida de Martín de Tours", de Sulpicio Severo, publicada por primera vez en el siglo IV en latín y que contiene una extensa enumeración de curaciones milagrosas y otros prodigios obrados tanto en vida del santo como a título póstumo en el lugar de su tumba. En la actualidad, esos textos se valoran menos por lo que nos cuentan acerca de los temas que tratan -en ese aspecto son históricamente poco fiables- que por cuanto revelan de la actitud de la Iglesia hacia los santos y de las maneras en que la santidad fue percibida, imaginada y transmitida a la posteridad. "Decir que la leyenda ha brotado frondosamente en torno de los santuarios es subrayar simplemente la importancia que el culto de los santos tenía en la vida de los pueblos", observa Hippolyte Delehaye, el mejor estudioso de la hagiografía cristiana que ha tenido este siglo. "La leyenda es el homenaje que la comunidad cristiana rinde a sus santos patronos."

Cabe anotar que no todos los santos eran cristianos; en algunos casos, fueron personajes sacados de los textos. Juan Bautista era sólo uno de los personajes bíblicos precristianos, investidos retroactivamente con la condición de santos (otro fue el anónimo "buen ladrón" que murió con Cristo). Otros, como san Cristóbal (el nombre significa "portador de Cristo"), eran personajes de antiguas leyendas o, como santa Verónica ("verdadera imagen"), fueron confeccionados a partir de la meditación sobre los Evangelios: en este caso, el episodio, narrado por Lucas, de la mujer que, en el camino del Calvario, seca la cara de Cristo con un lienzo en el cual queda impreso, en señal de gratitud, el rostro sangriento. Otros aun, como el arcángel Miguel, ni siquiera eran seres humanos.

En suma, el culto de los santos hacía revivir a los muertos, infundía vida a la leyenda y proporcionaba a cada comunidad de cristianos sus propios santos patronos. Con su crecimiento exuberante, el culto de los santos arraigó por dondequiera que llegara la cristiandad. Al final, los obispos comprendieron que era preciso podar esas vidas, porque saber a quién rezaba la gente era un asunto de gran importancia. No había nada malo en la aclamación popular, pero se comenzaba a entender que el entusiasmo de los creyentes por sus patronos celestiales podía sufrir desengaños. ¿Cómo podían asegurarse las autoridades de la Iglesia de que los santos invocados por la gente eran realmente "amigos de Dios"?

Los mártires no presentaban ningún problema. Su autenticidad como santos se basaba en el hecho de que la comunidad había presenciado su muerte ejemplar. Se creía que el martirio era algo más que un acto de valentía humana; a fin de cuentas, también había no cristianos que morían por nobles causas. Morir por Cristo, en cambio, requería un apoyo sobrenatural. Se creía que sólo el poder de Cristo conseguía, obrando en el mártir, sostenerlo hasta el sangriento final. Incluso los pecados que el santo hubiera cometido quedaban borrados por el martirio, siendo éste lo más elevado que se le podía pedir a un cristiano piadoso. El martirio constituía, en suma, el sacrificio perfecto e implicaba la consecución de la perfección espiritual. Una cosa era, sin embargo, reconocer la santidad de los mártires y otra hacer lo propio para los que no lo eran. ¿Cómo podía saber la Iglesia si alguien que no había sufrido el martirio había perseverado en la fe hasta el final de su vida?

El interrogante se planteó por primera vez, según parece, en relación con los confesores. Como los mártires, los confesores eran reverenciados incluso cuando se hallaban en prisión. Otros cristianos acudían, a veces con gran riesgo para ellos mismos, a socorrerlos. Después se otorgaba a menudo a los supervivientes, como hemos visto, privilegios y posiciones de honor en la comunidad. Pero, al ser humanos, no todos los confesores sobrevivieron a la adulación de la comunidad ni mantuvieron intacta su humildad; en algunos casos, ni siquiera la fe.

Con frecuencia, también a los ascetas se los trataba, mucho antes de morir, con la misma deferencia que solía concederse a los mártires. Del mismo modo que éstos se purificaban por el sufrimiento y la muerte, así, se pensaba que los ascetas se purificaban mediante el rigor de su disciplina espiritual. La analogía es bastante explícita en la "Vida de Antonio" atribuida a Atanasio, que se publicó inmediatamente después de la muerte del santo, en 355, y que permanecería durante siglos como uno de los principales modelos de los textos hagiográficos. En dicha obra, Atanasio describe con gran lujo de detalles los prolongados ayunos, silencios y otros sufrimientos que el ermitaño del desierto soportó voluntariamente. En su celda, escribe Atanasio, Antonio "era martirizado a diario por su conciencia en los conflictos de la fe".

Al huir de la sociedad de ciudades y aldeas en busca de la fría soledad de los desiertos, los ascetas bregaban por aquella pureza del corazón que conocieron, según se creía, Adán y Eva en el Paraíso antes del pecado original. Y como Adán, los ascetas experimentaban las tentaciones de Satanás, a menudo en forma de tentaciones de la carne, y libraban así batallas contra las fuerzas del mal que, se pensaba, dominaban este mundo caído. Pero esos ascetas tampoco estaban tan lejos de la sociedad como para que los creyentes no pudieran dirigirse a ellos en busca de asistencia espiritual o de curación. En una palabra, eran considerados, como los confesores, "santos vivientes", y las historias de sus vidas comenzaron a competir con las de los mártires. La "Vida de Antonio" conmovió tanto a Agustín de Hipona que, al conocerla a través del relato de su amigo Ponticiano, renunció a su deseo de casarse, se convirtió al cristianismo y terminó por vivir en carne propia la santidad.

Pero otra vez se planteaba la pregunta de cómo los creyentes podían saber que el asceta, en la soledad de su celda, no había sucumbido a la tentación. ¿Podían estar seguros de que un "santo viviente" había muerto en perfecta amistad con Dios y era, por tanto, capaz de interceder por ellos?

Resultó que la prueba se hallaba en sus milagros. Aparte de su reputación personal de santidad, los confesores y los ascetas eran juzgados dignos de culto por el número de milagros que obraban póstumamente por intermedio de sus tumbas o de sus reliquias. Agustín tuvo gran influencia al defender la idea de que los milagros eran señales del poder de Dios y pruebas de la santidad de aquellos en cuyo nombre se obraban. Su convicción se vio reforzada tras el descubrimiento, en 415, de los restos de san Esteban en Tierra Santa y su posterior dispersión entre varios santuarios occidentales. Los milagros no tardaron en producirse, y Agustín, deseoso de reafirmar en la fe a los creyentes, tomó nota de ellos. En una ocasión llevó a dar testimonio en la iglesia a un joven que había sido curado poco tiempo atrás por una reliquia de san Esteban y, a continuación, presentó a su hermana, que continuaba padeciendo la misma enfermedad. Éstos y otros ejemplos se citan extensamente en el capítulo final de su obra monumental "La ciudad de Dios", entretejidos en un diálogo de altos vuelos con Platón, Cicerón y Porfirio, como pruebas irrefutables de la resurrección de la carne.

En el siglo V existían, por tanto, varios de los elementos que, finalmente, serían codificados en el procedimiento formal que sigue la Iglesia para la canonización. A los santos se los identificaba como tales en función de 1) su reputación entre la gente, sobre todo la del martirio, 2) las historias y leyendas en que se habían transformado sus vidas, como ejemplos de virtud heroica, y 3) la reputación de obrar milagros, en especial aquellos que se producían póstumamente sobre las tumbas o a través de las reliquias. Aunque no todas las historias se aceptaban sin crítica, habrían de pasar varios siglos más hasta que la Iglesia insistiera en que tales elementos fuesen verificados mediante una investigación sobre la vida y muerte de los santos. Mientras tanto, éstos continuaban siendo objeto de culto, no de investigación. Para la santidad bastaba con que el fallecido fuera recordado, venerado y, ante todo, invocado.

Del siglo VI al X, el culto de los santos se expandió en progresión geométrica. A medida que la fe se difundió entre los godos y los francos y, luego, entre los celtas de las islas Británicas y los eslavos de Europa oriental, los cristianos recién convertidos exigían el reconocimiento de sus propios santos y mártires, que a menudo eran los mismos misioneros a quienes ellos habían dado muerte por predicar la fe. La Iglesia estimulaba a su vez la veneración de reliquias entre los recién bautizados, a fin de fortalecer su fe y prevenidos de la recaída en la adoración de los antiguos ídolos. Los papas se mostraban generosos con los restos de los santos enterrados en los cementerios de Roma, que trataban como tesorería espiritual; muchos visitantes destacados volvían de Roma con el cuerpo de un santo como regalo.

En Oriente, el culto de los santos proliferaba de manera diferente. Puesto que Constantinopla, la "nueva Roma", no podía preciarse de tener mártires propios con los que hacer competencia a Roma, la Iglesia los importaba, tal como sucedió a partir de 356 con los cuerpos de los santos Timoteo, Andrés y Lucas. Así se inició la práctica de la traslación o traslado de las reliquias desde sus tumbas a las iglesias de todo el orbe cristiano. Otra práctica nueva fue la "invención": el descubrimiento y la veneración de reliquias hasta entonces desconocidas, como en el caso antes mencionado del descubrimiento de los huesos de san Esteban en Jerusalén. Primero, en Oriente y, luego, a regañadientes, en Occidente, el traslado y la invención de los cuerpos fueron acompañados del desmembramiento y la distribución de las reliquias. Así como el alma se encontraba totalmente presente en cada parte del cuerpo, así el espíritu del santo estaba, según la creencia popular, poderosamente presente en cada reliquia. Así fue que las reliquias, desgajadas del cuerpo entero y separadas de la tumba, adquirieron poderes mágicos propios.

Inevitablemente, ese tráfico de reliquias alentaba los abusos. Las reliquias eran objeto de venta, falsificación y de luchas cruentas por su posesión, lo cual hizo necesaria la intervención de las autoridades eclesiásticas. Desde el siglo VIII, los papas ordenaron que los restos de los mártires romanos fuesen retirados de las catacumbas y colocados en las iglesias de la ciudad para evitar ulteriores profanaciones y descuidos. Pero el proceso fue lento y carecía de control efectivo. En el siglo siguiente existió incluso una asociación comercial especializada en la localización, venta y exportación de reliquias a todas partes de Europa. Muchos monjes dieron en robar reliquias de otros monasterios: cuanto mejores eran las reliquias guardadas en la tesorería, tanto mayor la fama del convento. En el siglo XII, el comercio de reliquias alcanzó su apogeo cuando los cruzados despojaron Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y Edesa de sus más veneradas reliquias y las trasladaron a las iglesias de Occidente. La demanda de reliquias nunca cesó, y los abusos y el tráfico continuaron hasta que Martín Lutero convirtió las reliquias -y a los santos- en uno de los temas de controversia de la Reforma protestante.

Obviamente, el culto de los santos, no se limitaba al de sus reliquias. Pero lo que la preocupación por éstas confirma es el triunfo del santo considerado como fuente de poderes milagrosos sobre el santo entendido como ejemplo de la imitación de Cristo. Aunque a los santos se los veneraba por su santidad, se los invocaba por sus poderes. En efecto, a la hora de reconocer a nuevos santos, durante el primer milenio de la cristiandad, los relatos de curaciones milagrosas y de otros poderes taumatúrgicos pesaban más que los testimonios de virtud heroica. Además, los milagros que más se tenían en cuenta eran aquellos que se obraban póstumamente a través de sepulcros y de reliquias, puesto que, en fin de cuentas, también los brujos podían obrar milagros mediante el poder de Satanás, pero solamente los "amigos de Dios" podían interceder en el cielo por los creyentes. en la tierra.

En retrospectiva, podemos ver que la conjunción de altar y tumba, como lo llama Brown, fue un proceso de unificación del poder eclesiástico de los obispos locales con el poder carismático de los santos. La presencia del cuerpo o de los huesos de un santo popular aumentaba enormemente el prestigio de una iglesia local; y, para las diócesis, la presencia de un santuario mayor, sobre todo cuando atraía multitudes de peregrinos, era una bendición para el obispo. No es sorprendente, por tanto, que la historia de la canonización, tal como entendemos ahora este proceso, comenzara con la necesidad de establecer una supervisión de las reliquias y de los santuarios. Sólo una vez asegurado tal control, los obispos empezaron, en un proceso gradual y accidentado, a encarar el problema de la convalidación del culto de nuevos santos.

El desarrollo de la canonización

Conforme a un antiguo axioma de la Iglesia, la regla de la oración es la regla de la fe (lex orandi, lex credendi) o, dicho en otras palabras: para saber en qué creen los cristianos hay que escuchar sus oraciones. Aparte de todo lo demás, la veneración de los santos era un acto litúrgico. A los santos se los recordaba e invocaba, y a ellos se rezaba por dondequiera que se reunieran cristianos en adoración. En tales ocasiones, sus nombres eran leídos en voz alta, como una lista de honor de los bienaventurados. De ahí deriva el significado originario de "canonización": inscribir el nombre de alguien en un canon o lista de santos.

Durante los primeros siglos de nuestra era, tales listas eran numerosas. A las listas de mártires, los llamados "martirologios", siguieron diversos calendarios ordenados que indicaban el nombre y el lugar de entierro de cada santo. Las iglesias locales poseían sus propios calendarios, que reflejaban el canon de la región y a veces eran intercambiados con los de otras iglesias locales. También los monasterios e incluso las naciones tenían santorales propios. No fue hasta el siglo XVII, después de la Reforma protestante, que se estableció un canon universal para la Iglesia entera.

Pero el proceso efectivo de la creación de santos era, como hemos visto, mucho más complejo, imprevisible y, sin duda, más difícil de controlar que la mera compilación de listas. Del siglo V al siglo X, los obispos fueron desempeñando un papel mucho más directo en la supervisión de los cultos emergentes. Antes de agregar un nuevo nombre al calendario local, los obispos insistían en que los solicitantes presentaran informes escritos (las llamadas "vitae") sobre vida, virtudes y muerte del candidato, así como informaciones sobre sus milagros y, en su caso, acerca de su martirio. Los prelados más exigentes pedían además testimonios presenciales, sobre todo tratándose de milagros. Hay que anotar, sin embargo, que esos procedimientos rudimentarios servían más para asegurarse de la reputación de santidad del candidato que para examinar su dignidad o virtud personal. En consecuencia, las "vitae" leídas a los obispos tendían a ser relatos estereotipados y enriquecidos con leyendas y excesos hagiográficos, y los testimonios eran a menudo de tercera mano o meros rumores. (Avanzada ya la Edad Media, la lista de milagros atribuidos a los santos incluía, por ejemplo, varias resurrecciones de muertos.) Una vez obtenida la aprobación del obispo o del sínodo regional, el cuerpo era exhumado y trasladado (la "traslación") a un altar, acto que venía a simbolizar la canonización oficial. Por último, se le asignaba al nuevo santo un día para la celebración litúrgica de su fiesta y se inscribía su nombre en el santoral local. De esa manera informal la canonización se convirtió gradualmente en una función eclesiástica.

Poco a poco, sin embargo, los obispos iban cayendo en la cuenta de que había serias razones para escudriñar con mayor cuidado las vidas de los candidatos antes de otorgarles el beneplácito episcopal. Incluso san Agustín había reconocido el peligro de permitir el culto a los herejes: en su época, los donatistas, que más tarde acabarían condenados por herejes, eran notorios por su pasión por el martirio, llegando en ocasiones a pedir a otros que los mataran. ¿Cómo podía la Iglesia venerar a unos santos cuyo martirio no era auténtico o que renegaban de la fe ortodoxa? Y, en cuanto a los milagros, ¿quién podía saber si no fueron realizados con la ayuda del diablo? Era evidente que hacía falta alguna forma de control de calidad.

Hacia finales del siglo X, había una creciente tendencia a encargar los honores de la canonización a los papas, en virtud de su autoridad suprema. De esa manera, al agregar al culto una especie de sello oficial, se esperaba una mayor probabilidad de que el santo fuese reconocido más allá de la comunidad local. Este parece haber sido el modesto motivo detrás de la canonización del obispo Udalrico (Ulrich) de Augsburgo, en 993, el primer caso autentificado de convalidación papal de un culto. A instancias del sucesor de Udalrico, el papa Juan XV escuchó el informe sobre la vida y milagros del obispo y autorizó el traslado de sus restos. Habrían de pasar, sin embargo, siete siglos más hasta que el entero proceso de creación de santos quedara firmemente sometido al control papal. Para que ello sucediera, debían realizarse previamente dos condiciones históricas: un extraordinario refinamiento de los procedimientos de creación de santos y, por otra parte, la consolidación de la autoridad que el papa ejercía sobre la Iglesia.

Ninguna de las dos se cumplió instantáneamente ni sin conflictos. Como era de esperar, la extensión del control papal sobre el proceso de creación de santos, aun siendo gradual, no fue siempre recibida con entusiasmo al norte de los Alpes. En primer lugar, muchos santos habían muerto hacía largo tiempo y eran objeto de vigorosos cultos locales. ¿Quién era el papa, después de tantos años, para negarles validez? ¿Y cómo podían él o sus legados llevar a cabo una investigación retrospectiva sobre la vida de un santo para decidir si realmente merecía la veneración del pueblo? Y, finalmente, había la inevitable tensión entre la Iglesia del centro -Roma- y las Iglesias de la periferia, que ilustra muy bien un famoso incidente que se produjo en Inglaterra después de la conquista normanda.

En efecto, en 1078 ocupó la sede de Canterbury el arzobispo Lanfranc, un puntilloso italiano enamorado de las costumbres normandas. Lanfranc tendía a tomar a los anglosajones que estaban a su cargo por cristianos rústicos cuyos santos locales eran de dudosa calidad. Conversando con el monje inglés Anselmo, Lanfranc le preguntó que si pensaba que la Santa Sede debía convalidar el culto de un arzobispo anterior de Canterbury, Alphege. Éste era un monje anglosajón, ampliamente venerado como mártir y héroe nacional. En 1011, una horda de daneses merodeadores había ocupado Canterbury y aprisionado a Alphege, exigiendo acto seguido una suma exorbitante de rescate. Alphege se negó y prohibió a la gente que pagara por él. Por ese motivo fue muerto en 1012 a manos de daneses borrachos que blandían los huesos de un buey, con lo cual se convirtió en el primero, aunque no en el último, arzobispo mártir de Canterbury.

A Lanfranc no lo convencían las pruebas de que Alphege hubiera sido asesinado por negarse a abjurar de Cristo, como requería la tradición, y no por motivos puramente políticos. Anselmo, que más tarde sería él mismo canonizado, contestó con la observación de que Juan Bautista tampoco fue asesinado por negarse a abjurar de Cristo y, sin embargo, era considerado un santo de la: Iglesia. Lanfranc se rindió inmediatamente ante la evidencia de tal analogía y autorizó el culto de Alphege sin más investigación.

En el transcurso de las décadas siguientes, la intervención papal en la creación de santos fue haciéndose más pronunciada. Con cada vez mayor frecuencia, los papas exigían pruebas de milagros y virtudes en forma de declaraciones de testigos fiables. En un caso memorable, el papa Urbano II (1088-1099) se negó a canonizar a un abad (Gurloes) hasta que los monjes no le presentaran testigos oculares que atestiguaran haber presenciado los milagros atribuidos al abad. En el siglo siguiente, el papa Alejandro III (1159-1181) reprendió, en una carta al rey Kol de Suecia, a un obispo local por tolerar el culto a un monje que resultó muerto en una pendencia de borrachos, a pesar de que los habitantes del lugar aseguraban que se habían obrado milagros a través de su intercesión. Alejandro observó que los monjes pendencieros no eran el tipo de ejemplo de santidad que la Iglesia deseaba ver imitado por sus fieles.

Alejandro fue el primero de lo que llegaría a ser, con algunas interrupciones, una larga línea de grandes papas juristas medievales que convertirían a la Iglesia católica romana en el primer Estado europeo regido por leyes. Al igual que otras dimensiones de la actividad eclesiástica, la creación de santos vino a colocarse gradualmente bajo la jurisdicción de la Santa Sede y sus juristas. En 1170, Alejandro decretó que nadie podía recibir veneración local sin la autorización papal, cualesquiera fuesen su reputación de santidad o sus milagros. Dicho decreto, sin embargo, no puso fin inmediato a las canonizaciones episcopales ni eliminó la sed popular de nuevos cultos. En 1234, el papa Gregorio IX publicó sus "Decretales", colección de leyes pontificias, en las que afirmó la jurisdicción absoluta del pontífice romano sobre todas las causas de santos, declarándola obligatoria para la Iglesia universal. Dado que los santos eran objeto de devoción de la Iglesia entera, razonaba Gregorio, sólo el papa, con su jurisdicción universal, tenía el derecho de canonizar.

A partir de entonces, el proceso de canonización se volvió cada vez más meticuloso. El reglamento exigía esencialmente la creación de tribunales locales con delegados papales que escuchaban las declaraciones de los testigos que estaban allí para confirmar las virtudes y los milagros del candidato. Estos últimos eran sometidos a un escrutinio particularmente severo. En 1247, por ejemplo, unos cardenales delegados por el papa para informar sobre los milagros de san Edmundo de Abingdon comentaron sardónicamente que, de los santos antiguos, muy pocos habrían llegado a ser canonizados de haber tenido que someterse a examen tan estricto. Al mismo tiempo, la Santa Sede trataba de cortar de raíz los nuevos cultos que brotaban espontáneamente, al prohibir la publicación de libros sobre los milagros o las revelaciones de los santos locales no oficiales, así como la exposición pública de sus imágenes con halo o rayos de luz alrededor de la cabeza.

Aun así, no fue hasta el siglo XIV, con el traslado de la corte papal a Aviñón, que los papas lograron instituir unos métodos bien reglamentados para investigar las vidas de los nuevos candidatos a la santidad. Por muy "prisioneros" que fuesen del puño de terciopelo de los monarcas franceses, los papas de Aviñón (1309-1377) transformaron la curia romana en \ una burocracia eficiente. Gracias a sus reformas canónicas, los procedimientos de canonización adquirieron la forma explícita de un proceso legal en toda regla entre los solicitantes, a los que representaba un procurador oficial o defensor de la causa, y el papa, representado por una nueva especie de funcionario de la curia, el "promotor de la fe", más conocido popularmente como "abogado del diablo". Además, la Santa Sede exigía, antes de tomar en consideración una causa, que el proceso en favor del candidato fuese solicitado mediante cartas de "reyes, príncipes y otras personas prominentes y honradas" (lo cual incluía, obviamente, a los obispos). En otras palabras, la "vox populi" no bastaba para comprobar la reputación de santidad si no recibía el apoyo de las elites de la Iglesia. Los procesos se prolongaban a menudo durante meses y se celebraban localmente. El proceso del ermitaño agustino san Nicolás de Tolentino, por ejemplo, duró desde el 7 de julio hasta el 28 de septiembre de 1325; declararon en él trescientos setenta y un testigos. Resulta poco sorprendente, pues, que entre los años 1200 y 1334 se produjeran sólo veintiséis canonizaciones papales.

A pesar de esas medidas, el período comprendido entre 1200 y 1500 asistió a la más amplia difusión del culto de los santos en toda la historia de la Iglesia occidental. Cada ciudad y cada pueblo veneraba a su propio santo patrón, y el ascenso de las órdenes mendicantes agregaba nuevos nombres a las listas. Frente a una situación cada vez más anárquica, el papado introdujo una nueva distinción: de entonces en adelante, tenían derecho a ser llamados "saneti" (santos) solamente aquellos que hubieran sido canonizados por el papa, mientras que los que eran venerados sólo localmente o por determinadas órdenes religiosas recibían el nombre de "beati" (beatos). Se toleraban así los cultos locales y se reservaba, sin embargo, el reconocimiento oficial a aquellos siervos de Dios cuyas vidas y virtudes ofrecían, a los ojos de los hacedores de santos pontificios, los mejores ejemplos a la cristiandad entera. Esta distinción, que parece haber sido motivada, en su origen, por consideraciones prácticas, suscitó pronto un debate teológico de cierta envergadura y que continúa hasta el día de hoy: ¿es la solemne declaración de santidad -la canonización- un acto infalible del papa? Los juristas canónicos tienden a negarlo, mientras que los teólogos, en general, responden afirmativamente. Más adelante, volveremos sobre el tema con mayor detalle; pero en un punto reinaba unanimidad entre los teólogos medievales. La beatificación no incluía ninguna garantía de que el siervo de Dios se hallaba realmente en el Paraíso, mientras que la canonización sí lo implicaba, con cierta probabilidad o con toda certeza, según el parecer de cada teólogo. Al final, la beatificación fue incorporada en el procedimiento de canonización, y comenzó el debate teológico acerca de la infalibilidad de las decisiones de beatificación.

Los santos y lo sobrenatural: las transformaciones medievales

El poder de canonizar implicaba inevitablemente el poder de decidir el significado de la santidad. A medida que la canonización se convertía en prerrogativa papal, surgieron nuevos modelos de santidad que no sólo reflejaban los valores y las prioridades de Roma, sino que también transformaban la imagen del santo. Basándose en un examen riguroso de todos los procesos de canonización realizados entre 1181 y 1431, incluidos muchos que fueron rechazados, el medievalista francés André Vauchez ha logrado establecer las siguientes líneas generales del cambio de los modelos de santidad oficialmente aprobados.

Antes de 1270, la santidad se concedía a una amplia y variopinta gama de candidatos: obispos que ejemplificaron el empleo justo de la autoridad y de la riqueza; legos que trabajaron en pro de la justicia social; penitentes cuya conversión y arrepentimiento de su anterior vida pecaminosa suministraban a los creyentes de a pie ejemplos listos para emular; reformadores monásticos y, ante todo, los mediterráneos fundadores de nuevas órdenes mendicantes, como Domingo de Guzmán y Francisco de Asís.

Hacia finales del siglo, sin embargo, el número y la variedad de personas aceptadas para la investigación formal por parte de la curia romana empezó a decrecer, proceso que reflejaba tanto las prerrogativas del papado como los intereses de sus clientes, particularmente las órdenes religiosas y las casas reales predilectas de los pontífices. Vauchez descubrió que, en el transcurso de la Edad Media, los reyes piadosos y los obispos dotados de sensibilidad pastoral, "que habían monopolizado la atención de los creyentes, no ofrecían ya, a los ojos de los papas y de los "grandes clérigos" de su entorno, los modelos idóneos que había que proponer a la Iglesia universal". También los mártires perdieron el favor de Roma. Aunque a la Iglesia no le faltaban príncipes y misioneros, peregrinos e incluso niños que vertieron su sangre durante los siglos XIII y XIV, muy pocos de ellos fueron canonizados. Esos pocos, como el arzobispo Thomas Becket de Canterbury (canonizado en 1173) y el arzobispo Estanislao de Cracovia (canonizado en 1253), recibieron tal honor por haber muerto en defensa de los derechos de la Iglesia. Vauchez conjetura que los candidatos posteriores fueron rechazados por los papas porque sus cultos populares estaban viciados por pasiones de índole más bien política y secular; como en el caso del arzobispo Alphege, no estaba claro a los ojos de Roma que las víctimas hubieran muerto exclusivamente por su fe. En efecto, Vauchez observa que, "entre 1254 y 1481, no se canonizó a ningún siervo de Dios que hubiera sufrido una muerte violenta", y concluye que, hacia finales de la Edad Media, "de la identificación de santidad y martirio no quedaba ya sino el recuerdo".

Según se infiere a partir de las causas que tuvieron éxito, lo que interesaba a los hacedores de santos papales eran candidatos cuya virtud no se prestara a ninguna confusión con los logros meramente humanos. En general, favorecieron a aquellos siervos de Dios que abrazaron formas radicales de pobreza, castidad y obediencia: sendas de renuncia que distinguían la vida "religiosa" de la de los legos. Varios de los canonizados eran fundadores de órdenes o de movimientos religiosos, a través de los cuales sus ideales personales se institucionalizaron y se perpetuaron; no pocos de ellos fueron, además, místicos y visionarios. El santo paradigmático del siglo XII era, por consiguiente, según observa Vauchez, Francisco de Asís, ampliamente venerado como un "alter Christus", entre otras razones porque fue la primera persona que recibió en su cuerpo los "stigmata" (estigmas) o heridas cruciformes de Cristo. Francisco fue canonizado rápidamente, a los dos años de su muerte, en 1228 [Es interesante observar que los estigmas de san Francisco son el único fenómeno de esa clase al que se le asignó una fiesta litúrgica propia, el 17 de septiembre]. Su hermana espiritual, Clara de Asís, monja contemplativa y fundadora de las Hermanas Menores o Clarisas Pobres, impresionó a Inocencio IV de tal manera que por poco la canonizó en su lecho de muerte en 1253; fue preciso disuadido de permitir que en su entierro se cantara el Oficio de Vírgenes, como si estuviera ya canonizada. Dos años después, Clara fue debidamente declarada santa por el sucesor de Inocencio.

Otro modelo favorito era el clérigo erudito, como santo Domingo, canonizado en 1234, y su ilustre descendiente espiritual santo Tomás de Aquino, canonizado en 1323, a los cuarenta y nueve años de su muerte. (Es típico que los eruditos, incluso los teólogos, tardan más en ser canonizados, como tendremos ocasión de precisar en el capítulo 12.) Este modelo reflejaba en parte el ascenso y la creciente influencia de las grandes universidades medievales y de los dominicos mismos; en parte, reflejaba también la preferencia de los papas por los clérigos de noble origen que se distinguían por su devoción a la vida intelectual y espiritual. En resumen, la tendencia principal de las canonizaciones era el abandono de los bienhechores públicos (reyes y obispos amables) en favor de los ascetas que renunciaban al mundo y de los defensores intelectuales de la fe; muchos de ellos, gratificados también con extraordinarias experiencias místicas.

Pero, si hemos de creer a Vauchez, los santos predilectos de Roma no gozaban de mucha popularidad entre los cristianos de a pie (en este punto, como en todos los demás, san Francisco de Asís constituye la excepción). En primer lugar, a la gran masa de los creyentes no les interesaban los santos como ejemplos morales, sino como patronos espirituales que protegían a la población de plagas y de tormentas. En segundo lugar, las virtudes morales, ascéticas e intelectuales, ejemplificadas por los santos canonizados por el papa, no eran fáciles de cultivar fuera de monasterios y conventos. El hecho de que muchos de esos nuevos santos hubieran fundado órdenes religiosas sólo subrayaba la creciente convicción de las altas esferas eclesiásticas de que la vida religiosa era la vía privilegiada, si no la única, a la santidad. No sorprende en absoluto, pues, el extraordinario éxito que tuvieron las órdenes religiosas, al promover a sus propios miembros como candidatos a la canonización. Para ser exactos, desde la Edad Media hasta la actualidad han sido canonizados relativamente pocos católicos que no hubieran hecho votos públicos o privados [muchos santos y beatos pertenecían a órdenes religiosas, como los franciscanos o los dominicos, en calidad de "terciarios" o miembros de las "órdenes terceras", después de sacerdotes y religiosas. Los terciarios hacen votos privados y tienen directores espirituales, pero continúan viviendo en el mundo y pueden casarse] de pobreza y castidad, y casi ninguno, salvo los mártires, que no contara con el apoyo de órdenes religiosas.

La dinámica subyacente a las canonizaciones papales apuntaba a presentar a los creyentes unas vidas dignas de ser imitadas, no a unos santos que se invocaran para pedir milagros y otros favores. A ese respecto, la división entre los santos oficiales y los santos locales o populares reflejaba la creciente tensión que existía dentro de la Iglesia entre el santo como ejemplo de virtudes y el santo como taumaturgo o milagrero. A partir de la década de 1230, escribe Vauchez, "los predicadores difundían la idea de que la gloria de los santos residía en sus vidas y no en sus milagros". El problema no estaba en que las elites ilustradas de la cristiandad no creyesen en los milagros. "Cuando un dolor de muelas lo hacía sufrir o una enfermedad grave amenazaba su vida, hasta el más sobrio teólogo invocaba a sus protectores celestiales -observa Vauchez-, igual que el campesino preocupado por su cosecha o el pescador en peligro en alta mar." El punto en que las elites discrepaban de las masas era la importancia de los milagros para la santidad. Donde éstas consideraban los milagros signos privilegiados de la presencia de la santidad, aquéllas los contemplaban como "efectos de una conducta moral y una vida espiritual que sólo a la Iglesia incumbía juzgar".

En suma, el desarrollo de la canonización como proceso papal implicó un desplazamiento del acento desde la preocupación popular por los milagros hacia la preocupación de las elites por la virtud. Las pruebas de milagros continuaban ciertamente siendo necesarias para verificar la reputación de santidad del candidato, pero sólo un riguroso examen de su vida podía demostrar la presencia de la virtud. En el transcurso de la Edad Media, sin embargo, la mera "presencia" de la virtud dejó de ser suficiente. El papa Inocencio IV (1243-1259) declaró que la santidad requería una vida de "virtud continua e ininterrumpida", o sea, la perfección. Si bien los pecadores reformados seguían siendo canonizables, se prefería a los candidatos cuyas vidas enteras se aproximaban a lo impecable. A los funcionarios que compilaban los informes sobre los candidatos a la canonización no les bastaba, por tanto, la demostración de la virtud, a menos que ésta fuese además "heroica". Así, los criterios papales de santidad se hicieron cada vez más exigentes, y las "vitae" de los siervos de Dios se volvieron cada vez más idealizadas y estilizadas. Por un lado, desaparecían los defectos; por el otro, las virtudes de fe, esperanza y caridad se acrecentaban con relatos de dones sobrenaturales y de prodigios de disciplina moral. De esa manera se restituyó a la santidad, paradójicamente, lo milagroso; sólo que no eran ya las historias de curaciones póstumas lo que contaba, sino las asombrosas hazañas de "atletismo" moral y espiritual que el santo hubiera realizado durante su vida. De este modo, observa Vauchez, el estudio de los procedimientos canónicos "nos permite ver cómo una vida humana se transformaba en la "vita" de un santo".

Tales transformaciones eran ya evidentes en el siglo XIII. Al defender la causa de san Antonio de Padua (1195-1231), cada uno de los sucesivos biógrafos se sentía autorizado a superar a sus precursores mediante la atribución de nuevos milagros o de ulteriores perfecciones al célebre predicador italiano. Como documenta Vauchez, la transformación de las vidas en textos hagiográficos revela un énfasis creciente en la vida contemplativa frente a la vida práctica, en el recogimiento frente al compromiso con el mundo y en la vida interior frente a la exterior; todo ello condujo a que se terminara por redefinir la santidad como "un estado de vacío interior tan grande que el alma puede recibir el don de Dios y la infusión del Espíritu Santo". Incluso las vidas de obispos activistas eran transformadas en "vitae" de monjes, como fue el caso de santo Tomás de Cantalupo (canonizado en 1320), al que las biografías atribuyen un amor tan profundo a la pobreza y la castidad que, siendo obispo de Hereford, se negaba a bañarse o a abrazar a sus hermanas carnales.

Los relativamente pocos legos y legas que obtuvieron la canonización eran adaptados a las pautas monásticas y místicas por procedimientos semejantes. San Elzear de Sabran, por ejemplo, fue un conde provenzal y el único varón lego canonizado en el siglo XIV. Además de sus visiones y revelaciones, su espíritu contemplativo descollaba por su matrimonio, que renunció deliberadamente a consumar durante veinticinco años. La virtud de Elzear era más que igualada por la de su esposa, la beata Delfina de Puimichel, santa Brígida de Suecia y santa Catalina de Siena, todas ellas célebres vírgenes y místicas, y las únicas mujeres legas [en realidad, Brígida fundó una orden de religiosas y llevaba una vida monástica en Roma. Catalina era terciaria y vivía en una celda dentro del domicilio paterno] canonizadas durante los siglos XIV y XV.

Sería difícil sobrevalorar el impacto que esos nuevos modelos aprobados por los papas tuvieron sobre las nociones posteriores de santidad. A través de ellos, ésta llegó a identificarse permanentemente, aunque no de modo exclusivo, con la "intensidad" y la "interioridad" de la vida espiritual, unidas al rechazo del matrimonio y de la vida doméstica. Así fue que, si bien un Francisco, un Domingo o una Clara eran considerados inimitables en su particularidad, a través de la canonización esos personajes se convertían en los modelos conformes a los cuales otros santos modelaban conscientemente sus vidas, o bien, lo cual a menudo venía a ser lo mismo, en los modelos en que se apoyaban los biógrafos para construir sus "vitae". En los siglos siguientes, más de una "vita" de un siervo de Dios estaba escrita de forma que se reconociera al candidato como otro Francisco, otra Brígida u otra Catalina de Siena.

A finales de la Edad Media, el culto de los santos se caracterizaba, en consecuencia, por una paradoja. Por un lado, se amplió la brecha entre los santos oficiales, canonizados por el papa, y los santos locales y populares, no oficiales; por el otro lado, había una convergencia entre las representaciones populares de la santidad y las de las elites: ambos veían en las señales de lo sobrenatural pruebas de santidad, aunque interpretaban esas señales de manera muy diferente. De todos modos, el santo era visto como alguien a quien Dios había predestinado a una vida que rebasaba las capacidades de los mortales, salvo de unas pocas almas cristianas. Aun así los humildes pecadores tenían motivos de esperanza: según la enseñanza de la Iglesia, los pocos perfectos habían producido, con su tenaz abnegación, un "tesoro" o unos méritos vicarios de los cuales podían beneficiarse las masas espiritualmente débiles. Era esa economía espiritual la que desafió, en su momento debido, un monje alemán atormentado por la conciencia. En nombre de un Evangelio más puro, Martín Lutero rechazó tanto a los "atletas" espirituales favorecidos por Roma como a los patronos espirituales milagrero s invocados por el creyente común.

La reforma y la victoria de los juristas

En retrospectiva, la "burocratización de la santidad", como la llamó un estudioso católico contemporáneo, era inevitable y necesaria. El impulso de multiplicar el número de santos no surgía de la jerarquía, sino de los creyentes, que recurrían a sus patronos celestiales en busca de ayuda para la satisfacción de una amplia variedad de necesidades. La cristiandad medieval era efectivamente en gran medida una cultura de los santos. Cada ciudad y cada pueblo tenía su santo patrono y cada iglesia, sus reliquias. Los países tenían también sus patronos, como san Jorge para Inglaterra o san Patricio para Irlanda. Cada oficio veneraba a un patrono y, al adoptar con el bautismo el nombre de un santo, todo cristiano tenía un abogado en el Paraíso. Los santos curaban enfermedades y protegían a los creyentes contra desgracias y espíritus malignos; también castigaban a los pecadores. Los creyentes no sólo rezaban a los santos, sino que además juraban por ellos. A medida que se multiplicaba el número de santos, lo hacían también las fiestas en su honor y las peregrinaciones a sus santuarios. Para quienes sabían leer, las vidas de los santos eran los "best-sellers" medievales, pleno equivalente de la narrativa de ficción moderna; para los analfabetos, había imágenes y estatuas e iconografía de todas clases.

En resumen, en vísperas de la Reforma protestante, Europa era una sociedad empapada de santos, de sus pertrechos y doctrinas. Era, según nos recuerda el historiador holandés Johan Huizinga, una sociedad en la que "los excesos y abusos eran resultado de una extrema familiaridad con lo sagrado (...). Una parte demasiado grande de la fe viva. se había cristalizado en la veneración de los santos, lo cual hizo brotar un anhelo vehemente de algo más espiritual". Desde principios del siglo XIV se habían levantado ya las voces de reformadores fracasados, como el checo Juan Hus, contra el promiscuo culto de los santos; ahora, se escuchaban las mismas críticas de boca de Martín Lutero y de Juan Calvino: toda la Europa protestante les prestó atención.

Las causas de la Reforma protestante fueron ciertamente múltiples, pero el efecto más palpable que tuvo sobre los creyentes comunes fue el colapso de las estructuras espirituales mediadoras que representaba el culto de los santos. De un día para otro, las reliquias y las estatuas desaparecieron de los santuarios reformados. El púlpito reemplazó el altar, las palabras a las imágenes, el oído a la vista, el símbolo se limitó a ser meramente símbolo. Escribe Huizinga: "La Reforma atacaba el culto de los santos, y en ninguna parte de los territorios en litigio halló la menor resistencia. En fuerte contraste con la creencia en la brujería y en la demonología, que conservaron plenamente su terreno en los países protestantes, tanto en el clero como entre los legos, los santos cayeron sin que nadie diera un golpe en su defensa."

De todos los reformadores protestantes, la reacción de Lutero frente a los santos era la más interesante y la más complicada. Su decisión de hacerse monje fue precipitada por una tempestad, durante la cual rezó a santa Ana e hizo votos de entrar en un convento si sobrevivía. Pero, finalmente, perdió la fe en el poder de los santos... y en sus reliquias. En 1520 publicó un panfleto anónimo en el que parodiaba la colección de reliquias del arzobispo de Maguncia, entre las cuales enumeraba "un pedacito del cuerno izquierdo de Moisés, tres llamas de la zarza de Moisés del monte Sinaí, dos plumas y un huevo del Espíritu Santo" y cosas por el estilo. Pero el catálogo auténtico de las reliquias del arzobispo era ya de por sí su propia parodia: entre otros objetos sagrados incluía un pedazo de tierra del sitio en donde Cristo enseñó el padrenuestro, una de las monedas de plata que cobró Judas por traicionar a Jesucristo y restos del maná que recibieron los israelitas en el desierto.

Lutero tenía también objeciones teológicas más serias. Como algunos de los primeros padres de la Iglesia, consideraba el culto de los santos pagano e idolátrico; rechazaba la mediación de los santos al igual que rechazaba la mediación de los sacerdotes; creía que un santo no poseía más gracia que cualquier otro cristiano; argumentó que, puesto que los cristianos se justifican sólo por la fe, no podían salvarse por méritos propios, ni mucho menos por los que recibían mediante oraciones de la "tesorería" de los santos; y, finalmente, protestaba contra la magnificación legendaria de las historias de santos, tal como habían sido transmitidas por la tradición, aunque apreciaba aquellas que le parecían auténticas. "Después de la Sagrada Escritura, no hay ciertamente ningún libro más provechoso para los cristianos que las vidas de los santos, sobre todo cuando son auténticas y no han sido adulteradas", escribió".

La respuesta de Roma fue ambigua. Por un lado, el Concilio de Trento (1545-1563) reafirmó vigorosamente el culto de los santos y de sus reliquias, declarando que "sólo hombres de mentalidad irreligiosa niegan que los santos, que gozan de eternta bienaventuranza en el Paraíso, deban ser invocados". Por otro lado, empujó a la Iglesia hacia la reforma. Numerosos nombres fueron eliminados de los rebosantes santorales, dejando sitio para adiciones posteriores. La reforma detallada de los procedimientos llegó en 1588, cuando el papa Sixto V creó la Congregación de Ritos y encargó a sus funcionarios la responsabilidad de preparar las canonizaciones papales y de verificar la autenticidad de las reliquias. Pero no fue hasta el pontificado de Urbano VIII (1623-1644) que el papado obtuvo por fin el control completo de la creación de santos. En una serie de decretos papales, Urbano definió los procedimientos canónicos por los que habían de regirse las beatificaciones y las canonizaciones. Una de esas decisiones merece especial atención. El papa prohibió estrictamente cualquier forma de veneración pública -incluida la publicación de libros de milagros o revelaciones, atribuidos a un supuesto santo- hasta que la persona en cuestión no hubiera sido beatificada o canonizada por solemne declaración papal. Hizo, sin embargo, una excepción importante para los casos de aquellos santos de cuyos cultos era demostrable que habían existido "desde tiempos inmemoriales" o que podían justificarse "por la fuerza de cuanto los padres o santos han escrito, con la antigua y consciente aquiescencia de la Sede Apostólica (Roma) o de los obispos locales".

En consecuencia, quedaron sólo dos caminos hacia la santidad: uno, la estrecha puerta delantera del procedimiento formal y papal, y otro, la puerta trasera, aún más angosta, de la beatificación o la canonización "equipolentes" (equivalentes) para aquellos cultos que, en el momento del decreto de Urbano, tenían ya por lo menos un siglo de práctica. El segundo camino era, de hecho, una especie de edicto de tolerancia para los cultos locales populares y de antigua raigambre, con lo cual se paliaba un poco el impacto del decreto. Desde entonces, cualquier exhibición no autorizada del culto a una persona, previo a su beatificación o canonización, descalificaba automáticamente al candidato para la canonización. Los creyentes todavía podían reunirse ante la tumba del difunto y rezar por favores divinos, y también podían ofrecerle devociones privadas en sus casas; pero ya no podían invocar o venerar al difunto en las iglesias sin perjudicar seriamente sus posibilidades de canonización.

Había hablado Roma, y todo lo que quedaba por hacer era organizar y codificar los reglamentos romanos para la creación de santos. Lo que había sido un reconocimiento espontáneo por parte de la comunidad local se convirtió en una investigación retroactiva, conducida por hombres que no conocieron personalmente al siervo de Dios. Lo que antaño había sido un proceso populista quedó en manos de los juristas canónicos residentes en Roma. Pero el derecho canónico se parece, como veremos, al derecho consuetudinario ("common law") británico y estadounidense, en cuanto se basa en antecedentes, no en deducciones derivadas de principios abstractos. En materia de creación de santos, este breve resumen atestigua que los antecedentes se remontan, de una u otra forma, al Nuevo Testamento. Hubo de pasar otro siglo hasta que Prospero Lambertini, un brillante especialista en derecho canónico, que ascendió desde las filas de la Congregación de Ritos hasta convertirse en el papa Benedicto XIV, se propuso la tarea de revisar y clarificar la teoría y práctica eclesiásticas de la creación de santos. Los cinco volúmenes de su extensa y magistral obra "De Servorum" Dei beatificatione et Beatorum canonizatione " ("Sobre la beatificación de los siervos de Dios y la canonización de los beatos"), publicados entre 1734 y 1738, son aún en la actualidad el texto básico sobre el tema.

En los siglos siguientes, los refinamientos del proceso de creación de santos se debieron mayormente a influencias exteriores. La evolución de la historia como ciencia crítica, por ejemplo, afectó gradualmente la manera en que la Congregación manejaba los textos, aunque tuvo, como veremos, un efecto menos visible sobre la redacción de las "vitae". Y, lo que es más importante, la evolución de la medicina científica redujo en grado considerable el número y la variedad de "favores divinos" aceptables como milagros. Pero la "ciencia" decisiva seguía siendo el derecho canónico con sus exigencias. La prueba fundamental la seguían constituyendo los testimonios presenciales; el objetivo principal era comprobar el martirio o las virtudes heroicas. Incluso el término técnico usado por la Iglesia, "processus" o proceso, tiene claras connotaciones jurídicas. En consecuencia, si el propósito de la canonización papal, tal como se formó en la era moderna, fue el de alcanzar la verdad teológica -de saber si el candidato estaba realmente con Dios en e! Paraíso- tanto la forma como, lo cual es más importante, el espíritu del proceso eran judiciales.

El proceso moderno: el santo como producto de un sistema

En 1917, el reglamento formal para la creación de santos fue incorporado al Código de Derecho Canónico. Para quienes no eran estudiosos del derecho canónico o no leían latín, el entero proceso fue expuesto pormenorizadamente por un clérigo católico británico, Canon Macken, en un libro publicado en 1910. Como los santos que produce, el sistema había adquirido, a lo largo de cuatro siglos de refinamiento, una cierta reputación hagiográfica propia por la precisión jurídica que mostraba en el descubrimiento y la verificación de los santos auténticos. Macken declara:

"La "fiera luz que bate un trono" no es nada en comparación con esta investigación sumamente cuidadosa y elaborada. Todos los procedimientos se llevan a cabo con un esmero y una formalidad mucho mayores que en los más importantes pleitos judiciales. La historia de una jurisprudencia secular no puede ofrecemos nada que se parezca ni aproximadamente a la extremada circunspección que se observa en esas investigaciones(...) En los procesos de canonización, todo se reduce a ciencia exacta. Los procedimientos legales de las naciones civilizadas se basan en gran medida en los métodos establecidos de la Iglesia. Pero en ninguna otra parte hallamos la misma severa regularidad y estricta disciplina que se practica en esos exámenes. En todas las fases se observa un máximo de diligencia y precisión, y, mirando e! asunto desde un punto de vista puramente humano, es preciso admitir que, si existe alguna institución, algún método de investigación conocido que sea capaz de alcanzar e! pleno conocimiento de la verdad, entonces el procedimiento sereno y reflexivo de la Iglesia es el que con mayor derecho puede aspirar a tal distinción. El gran objetivo de todas las investigaciones, desde el principio hasta el fin, es excluir toda posibilidad de error o engaño y asegurar que la verdad reluzca en todo su esplendor".

Actualmente, el proceso de creación de santos continúa inspirando un temor reverencial, debido ante todo al hecho de que es poco comprendido. Así, en fecha tan reciente como 1985, el autor de un estudio popular sobre el Vaticano pudo escribir: "El misterio de la santidad y e! proceso canónico, con todas sus dimensiones espirituales de intercesión divina, reliquias y milagros, es probablemente el mayor enigma de la Iglesia aparte de la misa misma." Por desgracia, el "enigma" que describe a continuación no correspondía ya al sistema utilizado por la Iglesia. Dos años antes, los procedimientos por los que se hacen los santos habían cambiado drásticamente. Algunas de las formalidades jurídicas continuaban siendo ciertamente las mismas, pero la dinámica subyacente había sufrido un cambio de orientación.

A fin de apreciar la importancia de ese giro, es preciso comprender el contexto jurídico en que se produjo. En la Iglesia de Roma, nada cambia jamás por entero y, así, muchas de aquellas estructuras y prácticas jurídicas permanecen intactas. Lo que sigue es una descripción del sistema de creación de santos, con toda su "circunspección", tal como existía aún en fecha tan reciente como 1982. Sólo después de ver cómo el sistema había funcionado durante la mayor parte del siglo XX podremos apreciar la profunda y poco comprendida revolución que se ha producido en la creación de santos durante lo que va del pontificado de Juan Pablo II.

Durante el antiguo régimen canónico, al igual que en el curso del nuevo, el sistema apuntaba a hallar respuestas a los siguientes interrogantes generales:

-¿Goza el candidato de la reputación de haber muerto como mártir o de haber practicado las virtudes cristianas en grado heroico?

-Como prueba de tal reputación, ¿invoca la gente la intercesión del candidato ante Dios al rezar por favores divinos?

-¿Qué mensaje o ejemplo particular aportaría a la Iglesia la canonización del candidato?

-¿Está la reputación de martirio o de virtudes extraordinarias del candidato basada en hechos?

-Por el contrario, ¿hay algo en la vida o en los escritos del candidato que presente un obstáculo a su canonización? Específicamente, ¿ha escrito, enseñado o defendido opiniones heterodoxas o contrarias a la fe o a la moral católicas?

-¿Hay entre los signos divinos atribuidos a la intercesión del candidato algunos que sean inexplicables para la razón humana y que constituyan, por tanto, potenciales milagros?

-¿Hay alguna razón pastoral por la que el candidato no debiera ser beatificado en este momento?

-¿Después de la beatificación del candidato, se han producido gracias a su intercesión otros milagros que pudieran ser interpretados como señales divinas de que el beato es digno de canonización?

-¿Hay alguna razón pastoral por la que el beato no debiera ser canonizado, o no en el momento presente?

En la práctica, el proceso de creación de santos involucraba -y todavía involucra- una gran variedad de procedimientos, destrezas y participantes: promoción, financiación y publicidad por parte de quienes consideran santo al candidato; tribunales de investigación de parte del obispo o de los obispos locales; procedimientos administrativos por parte de los funcionarios de la congregación; estudios y análisis por asesores expertos; disputas entre el promotor de la fe (el "abogado del diablo") y el abogado de la causa; consultas con los cardenales de la congregación. Pero, en todo momento, únicamente las decisiones del papa tienen fuerza de obligación; él sólo posee el poder de declarar a un candidato merecedor de beatificación o canonización.

Bajo el antiguo sistema jurídico, una causa de éxito pasaba por las siguientes fases típicas:

Fase prejurídica

Hasta 1917, el derecho canónico exigía que pasaran por lo menos cincuenta años desde la muerte del candidato antes de que sus virtudes o martirio pudieran discutirse formalmente en Roma. Se trataba así de asegurar que la reputación de santidad de que gozaba el candidato era duradera y no meramente una fase de celebridad pasajera. Incluso ahora, suprimida la regla de los cincuenta años, se exhorta a los obispos a distinguir con sumo cuidado entre una auténtica reputación de santidad, manifiesta en oraciones y otros actos devotos ofrecidos al difunto, y una reputación estimulada por los medios de comunicación y la "opinión pública". (Esa cautela frente a la prensa no es precisamente nueva: la primera advertencia, por parte de la congregación de no tomarse demasiado en serio las reputaciones divulgadas por los medios de comunicación, data de 1878.)

Durante esa fase se permiten, sin embargo, una serie de actividades extraoficiales. Primero, un individuo o un grupo reconocido por la Iglesia puede anticiparse al proceso con la organización de una campaña de apoyo económico y espiritual al candidato potencial, como hemos visto ya en el caso del cardenal Cooke. En la práctica, esos "impulsores" de una causa suelen ser miembros de alguna orden religiosa, dado que sólo ellos tienen los recursos, los conocimientos necesarios y, a menudo, un interés institucional en llevar el proceso hasta el final. Normalmente se forma una hermandad, se hacen colectas de dinero, se solicitan informaciones sobre favores divinos, se publica un boletín, se imprimen tarjetas de oraciones y, con no poca frecuencia, se publica una biografía piadosa. Esa es, en efecto, una fase de promoción, encaminada a alentar la devoción privada y a convencer al obispo o al juez eclesiástico responsable de la diócesis, en donde murió el candidato, de la existencia de una genuina y persistente reputación de santidad. Por último, los iniciadores se convierten en "el solicitante" del proceso cuando piden formalmente al obispo la apertura de un proceso oficial.

Fase informativa

Si el obispo local decide que el candidato posee los méritos suficientes, inicia el Proceso Ordinario. El propósito de ese proceso es suministrar a la congregación los materiales suficientes para que sus funcionarios puedan determinar si el candidato merece un proceso formal. A tal fin, el obispo convoca un tribunal o corte de investigación. Los jueces citan a testigos que declaren tanto en favor como en contra del candidato, que de ahí en adelante es llamado "el siervo de Dios". En caso de ser necesario, las sesiones se celebran en cualquier sitio en donde haya vivido el siervo de Dios. El fin de ese procedimiento de investigación es doble: primero, establecer si el candidato goza de una sólida reputación de santidad y, segundo, reunir los testimonios preliminares aptos para comprobar si tal reputación se halla corroborada por los hechos. El testimonio original es transcrito por acta notarial, sellada y conservada en el archivo de la diócesis. Unas copias selladas (hasta 1982 se necesitaba todavía un permiso especial de la congregación para presentar copias mecanografiadas en lugar de copias escritas a mano) se remiten a Roma por un mensajero especial del Vaticano.

El obispo local debe confirmar que el siervo de Dios no es objeto de culto público; esto es, hay que comprobar que el candidato no se ha convertido, con el paso del tiempo, en objeto de veneración pública. Esa exigencia, formal, pero necesaria, se remonta a las reformas del papa Urbano VIII, que prohibió, como hemos visto, el culto de los santos no oficialmente canonizados por el papa.

Juicio de ortodoxia

Es un proceso concomitante, el obispo nombra unos funcionarios encargados de recoger los escritos publicados del candidato; al final, se reúnen también cartas y otros escritos inéditos. Los documentos se envían a Roma, donde en el pasado eran examinados por censores teológicos, que rastreaban eventuales enseñanzas u opiniones heterodoxas; hoy, los censores no intervienen ya, pero los exámenes continúan realizándose. Obviamente, cuanto más haya escrito el candidato, tanto más se prolonga el examen. Y no menos obvio es que, cuanto más osado haya sido su intelecto en materia de fe, con tanto más rigor serán escudriñadas sus obras. Como regla general, los disidentes de la enseñanza oficial de la Iglesia son rechazados sin más rodeos. Aunque la congregación no cuenta con ninguna estadística sobre los motivos de rechazo de las causas, los que trabajan allí confirman que el hecho de no haber superado ese examen de pureza doctrinaria es la razón más frecuente por la que ciertas causas han sido canceladas o suspendidas indefinidamente.

Los promotores de una causa bloqueada tienen, sin embargo, una oportunidad de refutar los cargos de heterodoxia imputados a su candidato. La Compañía de San Sulpicio, por ejemplo, logró desmentir hace poco la acusación de herejía que pesaba sobre su fundador, el padre Jean-Jacques Olier, fallecido en 1657. Los sulpicianos, como se llaman, son especialistas en organizar seminarios en todo el mundo y, a través de ellos, los escritos de Olier sobre lo espiritual han adquirido influencia internacional. Pero, en el siglo XIX un jesuita descubrió un libro, atribuido a Olier, que contenía opiniones heterodoxas acerca de la Virgen María. Se añadió el volumen al Índice de Libros Prohibidos del Vaticano y se suspendió la causa de Olier. Más tarde, en los años cincuenta, unos estudiosos sulpicianos descubrieron que Olier no era el autor del volumen ofensivo y presentaron pruebas de que sus enseñanzas respecto de la Virgen eran ortodoxas. El proceso se ha reabierto hace poco.

Desde 1940, los candidatos deben superar otro examen adicional. A título de revisión preventiva, todos los siervos de Dios deben recibir de Roma el "nihil obstat", la declaración de que no hay "nada reprochable" acerca de ellos en las actas del Vaticano. En la práctica, con ello se alude a las actas de la Congregación para la Doctrina de la Fe, encargada de la defensa de la fe y la moral, o de otra cualquiera de las nueve congregaciones (la Congregación para los Obispos, para el Clero, etcétera) que pueda tener motivos para contar con datos acerca del candidato. La razón de ese procedimiento reside en la posibilidad de que una o varias congregaciones puedan hallarse en posesión de informaciones privilegiadas relativas a los escritos o a la conducta moral del candidato, que acaso pudieran influir sobre el seguimiento de la causa. En un caso famoso, la causa fue suspendida inmediatamente cuando se descubrió que el Vaticano tenía pruebas concluyentes de que el candidato, sacerdote y fundador de una orden religiosa, contaba con todo un historial de acoso sexual a niños, y por lo visto, jamás se arrepintió de sus actos. De todas formas; raras veces se encuentra algo objetable; desde 1979, por ejemplo, sólo hubo una causa que no obtuvo el "nihil obstat".

La fase romana

Es aquí donde empieza la verdadera deliberación. En cuanto los informes del obispo local llegan a la congregación, se asigna la responsabilidad de la causa a un postulador residente en Roma. Hay unos doscientos veintiocho postuladores adscritos a la congregación; la mayoría de ellos, sacerdotes pertenecientes a órdenes religiosas. La tarea del postulador consiste en representar a los solicitantes de la causa; es el solicitante quien le paga, a menos que se trate de un caso de caridad. El solicitante paga también los servicios de un abogado defensor, elegido por el postulador entre una docena aproximada de juristas canónicos, clérigos y legos, especializados y en posesión de un permiso de la Santa Sede para ocuparse de las causas de los santos.

A partir de los materiales suministrados por el obispo local, el abogado prepara un resumen, encaminado a demostrar a los jueces de la congregación que la causa debe ser iniciada oficialmente. En el resumen, el abogado arguye que existe una verdadera reputación de santidad y que la causa ofrece pruebas suficientes para justificar un examen más detenido de las virtudes o del martirio del siervo de Dios.

A continuación, se entabla una dialéctica escrita en la que el promotor de la fe, o "abogado del diablo", propone objeciones al resumen del abogado defensor y éste replica. Ese intercambio suele repetirse varias veces y, a menudo, transcurren años o incluso décadas antes que todas las diferencias entre el abogado de la causa y el promotor de la fe hayan quedado satisfactoriamente resueltas. Finalmente, se prepara un volumen impreso, llamado "positio", que contiene todo el material desarrollado hasta el momento, incluidos los argumentos del promotor de la fe y del abogado. La "positio" la estudian los cardenales y los prelados oficiales (el prefecto; el secretario, el subsecretario y, si es necesario, el jefe de la sección histórica) de la congregación, que pronuncian su sentencia en una reunión formal celebrada en el Palacio Apostólico. Como en el veredicto de un jurado de instrucción, un juicio positivo implica que hay buenas razones para iniciar el proceso (processus).

Una vez aceptado el veredicto por la congregación, se le notifica al papa, quien emite un decreto de introducción, salvo que tenga a: su vez razones para denegado. La manera en que lo hace es significativa. Se supone que, si la causa ha resistido al examen hasta ese punto, cuenta con buenas posibilidades de éxito; pero, aun así, muchas fracasan. En consecuencia, para subrayar el hecho de que en esa fase la causa ha recibido únicamente la aprobación administrativa del papa, éste no firma el decreto con su nombre pontificio, papa Juan Pablo II, sino que emplea solamente su nombre de pila: "Placet Carolos" ("Karol acepta").

Una vez se ha instruido la causa, pasa a la jurisdicción de la Santa Sede; se la llama entonces un "proceso apostólico". El promotor de la fe o sus asistentes elaboran otra serie de preguntas, destinadas a obtener informaciones específicas sobre las virtudes o el martirio del siervo de Dios. Esas preguntas se remiten a la diócesis local, donde un nuevo tribunal, esta vez integrado por jueces delegados por la Santa Sede, vuelve a interrogar a los testigos aún vivos. Los jueces tienen también la posibilidad de requerir declaraciones de testigos nuevos y, en caso de necesidad, éstos pueden incluso ser trasladados a Roma para contestar a las preguntas.

De hecho, el proceso apostólico es una versión más estricta del proceso ordinario. Su objetivo es demostrar que la reputación de santidad o de martirio del candidato está basada en hechos reales. Cuando los testimonios están completos, la documentación se envía a la congregación, donde se traduce el material a una de las lenguas oficiales. (Hasta este siglo, sólo había una lengua oficial, el latín. Gradualmente, se añadieron el italiano, el español, el francés y el inglés, conforme al creciente número de causas provinientes de países en donde se hablan dichas lenguas.) Después, los documentos los examinan el subsecretario y su equipo, para comprobar que todas las formalidades y los protocolos jurídicos han sido observados con precisión. Al concluir este proceso, la Santa Sede emite un decreto sobre la validez del mismo, con lo que garantiza su uso legítimo.

Como paso siguiente, el postulador y su abogado preparan otro documento, llamado "informativo", que resume de manera sistemática los argumentos en favor de la virtud o del martirio. A ese documento se agrega un sumario de las declaraciones de los testigos, especificadas con relación a los argumentos que se trata de demostrar. Tras estudiarlo, el promotor de la fe hace sus objeciones a la causa y el abogado le contesta con la ayuda del . postulador. Ese intercambio de argumentos se imprime, y la entera colección de documentos se somete al estudio y al juicio de los funcionarios de la congregación y al de sus asesores teológicos. Las dificultades y reservas resultantes de esa reunión son recogidas como nuevas objeciones del promotor de la fe y, por segunda vez, le responde el abogado defensor. Este intercambio forma la base de una segunda reunión y de un segundo juicio, que incluye esta vez a los cardenales de la congregación. El mismo proceso se repite después por tercera vez, pero en presencia del papa. Si se dictamina que el siervo de Dios practicó las virtudes cristianas en grado heroico o que murió como mártir, se le otorga entonces el título de "venerable".

La sección histórica

En 1930, el papa Pío XI instituyó una sección histórica, especializada en causas antiguas y en ciertos problemas que el proceso puramente jurídico no era capaz de resolver. En primer lugar, las causas para las cuales no quedan ya testigos presenciales vivos se asignan a esa sección para su examen histórico; las decisiones sobre la virtud o el martirio se toman en esos casos mayormente a partir de pruebas históricas. En segundo lugar, muchas otras causas se remiten a la sección histórica cuando algún punto controvertido requiere un examen de archivos u otra clase de investigación histórica. En tercer lugar, los miembros de la sección histórica investigan, en muy raras ocasiones, las llamadas causas antiguas para verificar la existencia, origen y continuidad del culto a ciertos personajes considerados santos, la mayoría de los cuales vivieron mucho antes de que se instituyera la canonización pontificia. Tales personajes pueden recibir, a discreción del papa, un decreto de beatificación o de canonización "equivalentes" [El "lndex ac Status Causarum" (edición de 1988) contiene trescientos sesenta y nueve nombres cuyos cultos han sido confirmados. Entre los más recientes que recibieron la canonización equivalente, se halla Inés de Bohemia, declarada santa por el papa Juan Pablo II el 12 de noviembre de 1989, a los setecientos siete años de su muerte, y justo a tiempo para ser invocada por los católicos romanos de Checoslovaquia durante su revuelta contra el Gobierno comunista de la nación].

Examen del cadáver

A veces se exhuma, previamente a la beatificación, el cadáver del candidato para su identificación por el obispo local. Si se descubre que el cadáver no es el del siervo de Dios, la causa continúa, pero deben cesar las oraciones y otras muestras privadas de devoción ante la tumba. El examen se realiza únicamente para fines de identificación, aunque, si resulta que el cuerpo no se ha corrompido, tal descubrimiento puede aumentar el interés y el apoyo que recibe la causa. Cuando se enterró, por ejemplo, en 1860 al obispo John Neumann, el cadáver no fue embalsamado. Un mes después, se abrió subrepticiamente la tumba y se halló el cuerpo aún intacto, y la noticia se difundió por toda Filadelfia. Su sepulcro se convirtió en una especie de santuario, las oraciones dirigidas a él se multiplicaron, y de esa manera, se divulgó la reputación de su santidad.

A diferencia de algunas otras Iglesias cristianas, ante todo la Rusa ortodoxa, la Iglesia católica romana no considera un cuerpo incorrupto como señal de santidad. Los funcionarios de la Iglesia creen que los factores ambientales bastan para explicar tales anomalías. Pero eso no ha sido siempre el caso. Durante siglos, se creyó que los cadáveres de los santos despedían un aroma dulce -el llamado "olor de santidad"- y la incorrupción se tomaba por indicio de favor divino. Esta tradición continúa influyendo en los creyentes, aunque no en los funcionarios de la congregación. Hay, por ejemplo, el caso de Pier Giorgio Frassati, un atlético joven de Turín que murió de poliomelitis en 1925, a la edad de sólo veinticuatro años. Era graduado universitario, excelente esquiador y montañista, y, como hijo del fundador de "La Stampa", uno de los periódicos más poderosos de Italia, tenía dinero. Su reputación de santo se basaba en la caridad: Pier Giorgio decidió dar calladamente su dinero a los pobres. Lo que hizo su causa todavía más intrigante eran los rumores que comenzaron a circular después de su muerte, divulgados principalmente por fascistas hostiles a la reputación antifascista de la familia Frassati. Algunos afirmaban que el joven Pier Giorgio había mantenido relaciones ilícitas con una mujer; otros decían que fue enterrado vivo. Las habladurías eran tan persistentes que la causa quedó suspendida durante varias décadas. Pero cuando se realizó finalmente la autopsia -por motivos médicos, se dijo-, su rostro, asombrosamente bien conservado, apareció en perfecta serenidad. Incluso los ojos estaban, según los observadores, intactos, claros y luminosos. Poco después, la causa se reactivó y Frassati fue finalmente beatificado el 20 de mayo de 1990.

Procesos de milagros

Todo el trabajo realizado hasta este punto es, a los ojos de la Iglesia, el producto de la investigación y del juicio humanos, rigurosos pero no obstante, falibles. Lo que hace falta para la beatificación y la canonización son "señales divinas" que confirmen el juicio de la Iglesia respecto a la virtud o el martirio del siervo de Dios. La Iglesia toma por tal señal divina un milagro obrado por intercesión del candidato. Pero el proceso por el cual se comprueban los milagros es tan rigurosamente jurídico como las investigaciones sobre el martirio y las virtudes heroicas.

El proceso de milagros debe establecer: a) que Dios ha realizado verdaderamente un milagro -casi siempre la curación de una enfermedad- y b) que el milagro se obró por intercesión del siervo de Dios.

De manera semejante al proceso ordinario, el obispo de la diócesis, en donde ocurrió el milagro alegado, reúne las pruebas y toma acta notarial de los testimonios; si los datos lo justifican, envía dichos materiales a Roma, donde se imprimen como "positio". En la congregación se celebran varias reuniones para discutir, refutar y defender las pruebas; a menudo, se busca información adicional. Esta vez, el caso lo estudia un equipo de médicos especialistas, cuya tarea consiste en determinar que la curación no ha podido producirse por medios naturales. Una vez emitido el juicio correspondiente, se traspasa la documentación a un equipo de asesores teológicos para que decidan si el milagro alegado se realizó efectivamente mediante oraciones al siervo de Dios y no, por ejemplo, mediante oraciones simultáneas dirigidas a otro santo ya establecido. Al final, los dictámenes de los asesores circulan a través de la congregación y, en caso de decisión favorable de los cardenales, el papa certifica la aceptación del milagro mediante un decreto formal.

Como veremos en el capítulo 8, el número de milagros requeridos para la beatificación y la canonización ha disminuido con el transcurso de los años. Hasta hace poco, la regla eran dos milagros para la beatificación y otros dos, obrados después de la beatificación, para la canonización, si la causa se basaba en la virtud. En el caso de los mártires, los últimos papas han eximido generalmente las causas de la obligación de comprobar milagros para la beatificación, considerando que el último sacrificio es de por sí suficiente para merecer el título de beato. A los no mártires se les sigue exigiendo, sin embargo, dos milagros para la canonización. Evidentemente, el proceso debe repetirse para cada milagro.

Beatificación

Previamente a la beatificación, se celebra una reunión general de los cardenales de la congregación con el papa, a fin de decidir si es posible iniciar sin riesgo la beatificación del siervo de Dios. La reunión guarda una forma altamente ceremoniosa, pero su objetivo es real. En los casos de personajes controvertidos, tales como ciertos papas (véase capítulo 10) o mártires que murieron a manos de Gobiernos que aún siguen en el poder (véase capítulo 4), el papa puede efectivamente decidir que, pese a los méritos del siervo de Dios, la beatificación es, por el momento, "inoportuna". Si el dictamen es positivo, el papa emite un decreto a tal efecto y se fija un día para la ceremonia.

Durante la ceremonia de beatificación se promulga un auto apostólico, en el cual el papa declara que el siervo de Dios debe ser venerado como uno de los beatos de la Iglesia. Tal veneración se limita, sin embargo, a una diócesis local, a un región delimitada, a un país o a los miembros de una determinada orden religiosa. A ese propósito, la Santa Sede autoriza una oración especial para el beato y una misa en su honor. Al llegar a este punto, el candidato ha superado ya la parte más difícil del camino hacia la canonización. Pero la última meta le queda aún por alcanzar. El papa simboliza ese hecho al no oficiar personalmente en la solemne misa pontificia con que concluye la ceremonia de beatificación, sino que, después de la misa, se dirige a la basílica para venerar al recién beatificado.

Canonización

Después de la beatificación, la causa queda parada hasta que se presenten -si es que se presentan- adicionales señales divinas, en cuyo caso todo el proceso de milagros se repite. Las fichas activas de la congregación contienen a varios centenares de beatos, algunos de ellos muertos hace siglos, a quienes les faltan los milagros finales, posbeatificatorios, que la Iglesia exige como signos necesarios de que Dios sigue obrando a través de la intercesión del candidato. Cuando el último milagro exigido ha sido examinado y aceptado, el papa emite una bula de canonización en la que declara que el candidato debe ser venerado (ya no se trata de un mero permiso) como santo por toda la Iglesia universal. Esta vez el papa preside personalmente la solemne ceremonia en la basílica de San Pedro, expresando con ello que la declaración de santidad se halla respaldada por la plena autoridad del pontificado. En dicha declaración, el papa resume la vida del santo y explica brevemente qué ejemplo y qué mensaje aporta aquél a la Iglesia.

Éste es, en esencia, el proceso por el cual la Iglesia católica romana ha hecho santos durante los últimos cuatro siglos. Desde la preparación de las tarjetas de oraciones hasta la declaración final del papa, todas las investigaciones se llevan a cabo bajo la guía de la "ciencia exacta" de un sistema legal, del que "se puede afirmar con cierto grado de certeza que es el más antiguo y, con toda seguridad, el más universal que existe en el mundo". Era el sistema que yo esperaba encontrar cuando me dirigí, en otoño de 1987, por primera vez a Roma para observar cómo los hacedores de santos llegan, en las palabras de Canon Macken, "al pleno conocimiento de la verdad". Lo que encontré fue algo diferente.


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