La fabricación de los santos/Santidad y sexualidad

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Como en toda investigación, lo que no sucede es interesante, y las categorías de personas a quienes no se canoniza revelan tanto acerca del proceso de creación de santos como los canonizados. Si uno examina el grupo de santos y santas beatificados o canonizados desde 1588, ciertas categorías destacan por su representación limitada o por su ausencia. Como hemos visto, el número de papas es escaso, y lo mismo vale decir de los cardenales [desde 1588, sólo seis cardenales han sido canonizados]. Hay aproximadamente el doble de hombres que de mujeres, aunque esa proporción se ha modificado en grado significativo en el siglo xx, principalmente porque muchas órdenes religiosas femeninas han defendido con éxito las causas de sus fundadoras.

Pero quienes menos representados están son los laicos. Desde el año 1000 hasta finales de 1987, los papas han celebrado trescientas tres canonizaciones, incluidas las causas colectivas. De esos santos, sólo cincuenta y seis eran laicos y otras veinte, laicas. Además, de los sesenta y tres santos seglares, cuyo estado civil se conoce a ciencia cierta, más de la mitad no se casaron nunca. La mayoría de dichos santos laicos murieron como mártires, individualmente o como miembros de un grupo. De tal escasez de santos casados podría llegarse a la conclusión de que las satisfacciones emocionales y sexuales de un buen matrimonio deben de estar, de alguna manera, reñidas con las virtudes heroicas exigidas a los santos.

¿Qué hay en la vida amorosa del cuerpo que la Iglesia juzga impropio de un santo? Y, en particular, ¿por qué no existen ejemplos de santos felizmente casados?

Virginidad y virtud heroica

La historia del catolicismo manifiesta una profunda ambigüedad hacia la sexualidad humana. A lo largo de esa historia, la Iglesia ha otorgado un valor más alto a la virginidad que al matrimonio, a pesar de que el matrimonio es un sacramento, mientras que la virginidad no lo es. Las raíces de esa ambigüedad se remontan al Nuevo Testamento, pero se ha convertido en un lugar común la acusación de que los escritos de los padres de la Iglesia, de los siglos, III, IV y V, inauguraron una tradición que asocia la sexualidad al pecado; una acusación que, en gran medida, está justificada, pues los hay que fueron abiertamente misóginos: Tertuliano veía en las mujeres "la puerta del diablo", y san Agustín, quien antes de su conversión adquirió profundas experiencias de los placeres pasajeros de la carne, enseñó más tarde que la relación sexual era el medio por el cual el pecado original se transmite de generación en generación.

Pero, como demostraron sobradamente Peter Brown, el historiador más distinguido de la antigüedad cristiana, y otros estudiosos, la tendencia de los padres de la Iglesia a identificar sexo y pecado se presta fácilmente a la exageración y, en todo caso, debería ser entendida en un contexto más amplio de actitudes socioeconómicas; entre ellas, la relación entre "cuerpo y sociedad" en la cultura grecorromana. Al fin y al cabo, la mayoría de los cristianos, e incluso de los clérigos, estaban casados y procreaban, y, en su confrontación con el gnosticismo, herejía cristiana primitiva que condenaba el cuerpo y toda realidad material, la Iglesia afirmó finalmente, como opinión ortodoxa, que el matrimonio es para los cristianos una vocación aceptable, aunque inferior a la virginidad perpetua.

Lo que hoy parece claro es que, para los padres de la Iglesia, se trataba menos de establecer la identificación de sexo y pecado que la identificación positiva de santidad y virginidad. Su cristianismo estaba imbuido de neoplatonismo, que veía en el cuerpo un apéndice díscolo, al que había que someter a fin de liberar la vida superior del intelecto y del espíritu. Agustín, que sabía de qué estaba hablando, señaló la incapacidad de los varones para provocar deliberadamente una erección en el momento deseado -y la incapacidad de reprimida en un momento inoportuno como prueba cómica de que el cuerpo del hombre caído no es digno de confianza como siervo de la voluntad. Para Agustín, el acto mismo de la relación sexual era reprochable porque "en el momento exacto en que se consuma, se suspende toda actividad mental (...). ¿Qué amigo de la sabiduría y de los placeres sagrados no preferiría, si fuese posible, engendrar hijos sin concupiscencia?".

En su amalgama de ideas griegas y bíblicas, los padres creían que la perfección humana residía en recuperar, hasta donde fuese posible, el domino del espíritu sobre la carne, del cual disfrutaban, según creían, Adán y Eva antes de la caída. De cara al futuro, imaginaban la vida en el Paraíso -en donde, con palabras del evangelista Mateo, "ni se casarán ni se darán en casamiento"- como una restauración de la primitiva integridad de Adán. En el presente estado de la naturaleza humana caída, en consecuencia, la virginidad era más idónea que el matrimonio para alcanzar la perfección espiritual, que ellos identificaban con la vocación específica del santo. San Gregorio Niseno lo resume de una forma muy bonita: "Cuanto más exactamente comprendemos las riquezas de la virginidad, tanto más hemos de deplorar la otra vida [el matrimonio] (...) y su pobreza." En otro pasaje agrega: "El matrimonio es, por tanto, el último estadio de nuestra separación de la vida que se llevaba en el Paraíso; el matrimonio (...) es, en consecuencia, lo primero que hay que abandonar; es la primera estación de nuestra partida hacia Cristo."

En la mayoría de los casos, los padres de la Iglesia no hacían sino justificar teológicamente las prácticas ascéticas ya evidentes entre los ermitaños individuales y los grupos de vírgenes consagrados de ambos sexos. De todas maneras, lo que los eruditos padres escribían para su círculo, bastante limitado, de colegas cultos causaba consecuencias menores que el concepto que las propias comunidades cristianas primitivas tenían de las virtudes de un santo. Eran, al fin y al cabo, los mismos siglos que vieron el auge del culto de los santos como rasgo distintivo del cristianismo y, en los santos -casi siempre célibes-, era en quienes tanto los eruditos como los iletrados buscaban modelos de perfección humana (y cristiana).

Como hemos visto en el capítulo 2, las nociones cristianas de la santidad se identificaron, desde los más remotos orígenes de la Iglesia, con la renuncia: renuncia a la vida, en el caso de los mártires, y al "mundo" en general y a "la carne" en particular en el caso de los ascetas. Pero abrazar la virginidad no significaba simplemente rehuir la carne, así como abrazar el martirio no significaba rehuir la vida; era también abrirse plenamente al poder transformador del emergente reino de Dios y a la esperada vida en el cielo. Había virtud en un casto matrimonio cristiano, pero solamente en la virginidad -tanto de las mujeres como de los hombres- se hallaba la virtud heroica del santo.

Una y otra vez se repite ese mensaje en los innumerables santos, cuyas historias y leyendas han catequizado a los creyentes a lo largo de los siglos de modo mucho más poderoso que los escritos de los obispos y de los teólogos eruditos. Entre las leyendas de santos más antiguas, más populares y más duraderas se hallan las de las vírgenes mártires como Águeda, Lucía o Inés, jóvenes esposas de Cristo que fueron desnudadas, mutiladas de diversas maneras, encerradas en prostíbulos y, finalmente, muertas en defensa de su pureza sexual. Si bien esas leyendas datan de los siglos IV y V, fueron repetidas, embellecidas y celebradas durante toda la Edad Media (notablemente, en la popular colección de Jacobo de Vorágine, "La leyenda de oro") y continúan funcionando como modelos de santidad cristiana hasta el día de hoy, como veremos, aunque a Águeda, a Lucía y a Inés no se las considere ya personajes históricos; en efecto, se siguen honrando con días de fiesta los nombres de esas mujeres y de numerosas otras vírgenes mártires, y, hasta que se reformó en la década de 1960 la liturgia católica, se las recordaba a diario en el canon de la misa.

Entre los santos masculinos de la misma cosecha, una historia típica es la de Alejo, un joven de buena familia que, deseoso de ayudar a los pobres, abandona a su mujer el día de la boda y lleva durante diecisiete años una vida errante de mendigo. Llamado por una visión a regresar a la casa paterna, Alejo se instala en un cuarto bajo la escalera. Durante el resto de su vida trabaja como humilde portero, sin que lo reconozcan ni su padre ni la mujer a la que abandonó, y cobra fama de ser hombre sabio y piadoso. La leyenda varía en los detalles y algunas de esas variantes insisten más en su pobreza y otras, en su sabiduría o en su servicio a los pobres. Lo que no ha cambiado a lo largo de los siglos ni varía entre las diversas versiones de la leyenda es su rechazo del matrimonio.

Lo decisivo es una vez más que, si a los santos se los conoce por sus historias, es también a través de sus historias como se reconoce y se comprende la santidad. Así pues, si la Iglesia ha canonizado a pocas personas casadas, una de las razones es que faltan, incluso hoy en día, historias emocionantes de santos casados que igualaran a aquellos personajes del cristianismo primitivo, cuyas leyendas encarnan el prejuicio contra el matrimonio y la sexualidad humana. Es cierto que la hagiografía misma no es ya lo que fue, cuando las historias de los santos eran, como las de las vírgenes mártires, productos de ricas tradiciones orales y comunitarias y estaban pensadas para edificar e instruir; pero, ni siquiera en la literatura laica, las virtudes cotidianas de la vida doméstica jamás han inspirado leyendas o mitos, a menos que exceptuemos la transformación del Ulises errante en el cornudo don Nadie de James Joyce, Leopold Bloom.

Aun así, la singular capacidad de la Iglesia para hacer santos es la capacidad de transformar vidas en historias. Ahora que la Iglesia ya no enseña que el matrimonio es inferior a la virginidad o al celibato consagrado como camino a la santidad, podría ofrecer unos santos cuyas vidas encarnasen las virtudes del matrimonio cristiano. Cabría suponer, incluso, que las virtudes necesarias para mantener la fidelidad vitalicia que se espera de los católicos casados se han convertido, ante la amplia difusión de la infidelidad y del divorcio en las modernas sociedades laicas, en algo no menos "heroico" que las virtudes exigidas a las monjas y a los sacerdotes célibes. ¿Cómo es posible, entonces, que, en un momento en que la Iglesia está creando más santos y beatos que nunca, haya entre ellos tan pocas personas casadas?

La creación de santos en "el año del laicado"

La cuestión del matrimonio y su relación con la santidad surgió en octubre de 1987 en Roma, con ocasión de un Sínodo Mundial de Obispos, convocado por el papa Juan Pablo II, a fin de discutir el papel del laicado en la Iglesia y en el mundo. El tema no figuraba en el orden del día, que se ocupaba ante todo de la función que los legos desempeñan como cristianos en la sociedad, pero estaba en la mente de algunos obispos, que se preguntaban en voz alta por qué la Iglesia ha encontrado a tan pocos hombres y mujeres casados dignos de veneración como beatos y santos. En su calidad de prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, el cardenal Palazzini se anticipó a las críticas. En una ocasión anterior, en 1980, había tratado de defender la escasez de santos casados alegando que todos los santos provenían de alguna familia y que, por tanto, "se honraba a sus padres al honrados a ellos". En esa ocasión, el cardenal trató de anticiparse a las críticas demostrando a los obispos que la congregación no alberga ninguna clase de prejuicio contra las causas de legos. Ordenó a monseñor Sarno, responsable oficial de localizar causas, que le confeccionara una lista de las causas de laicos en las que la congregación hubiera estado trabajando durante el último año. Sarno presentó a diecisiete candidatos, de los que cuatro habían sido casados. Lo importante no fueron, sin embargo, las palabras que dirigió Palazzini a los obispos, sino lo que hizo la congregación.

El sínodo fue el remate de un período de doce meses que Juan Pablo II había declarado "el año del laicado". Para honrar la ocasión, la congregación trabajó a lo largo de más de dos años para ofrecerle al papa una variedad de ejemplos de una santidad laica susceptible de beatificación o de canonización durante los meses que los obispos deliberarían en Roma. Los postuladores ejercieron presión en favor de sus causas, los obispos intentaron la persuasión en apoyo de candidatos locales. Había más de quince candidatos listos para ser tenidos en consideración por el papa, más que domingos en octubre para celebrarlos. En efecto, algunos funcionarios temían que el papa pudiera excederse y desleír así la individualidad de cada nuevo santo o beato. Al final, se eligieron tres candidatos para la beatificación y dos para la conización (uno era una causa de grupo); y el conjunto de sus biografías decía más acerca de la actitud de la Iglesia frente al matrimonio, la sexualidad y la santidad que todos los aburridos discursos del sínodo sobre la vocación de santidad del laicado.

El 4 de octubre, el primer domingo del sínodo, los obispos se reunieron en la basílica de San Pedro para asistir a la beatificación de tres mártires legos. Puesto que uno de los temas pnncipales del sínodo era el papel de los movimientos laicos, tales como la Acción Católica italiana, el trío de los nuevos beatos fue escogido evidentemente en su función de ejemplos de la santidad que puede alcanzarse trabajando "en el mundo" a través de tales organizaciones. "Los tres son laicos, son jóvenes Y son mártires", subrayó el papa en su homilía" y juntos constituían nada menos que "un signo profético de la Iglesia del tercer milenio".

Lo que el papa no mencionó es que ninguno de los tres era casado. Solamente uno, el único varón que había entre ellos, Marcel Callo, el valiente joven francés que murió en Mauthausen, había tenido por lo menos la intención de casarse. El papa señaló que Callo había dejado atrás a "una prometida a la que amaba tierna y castamente", aunque no lo estaba beatificando por su castidad, sino por el coraje que mostró como catequista. Y la castidad era precisamente el tema de las otras historias de mártires. Ambas eran jóvenes mujeres italianas que murieron por resistirse a ser violadas. Antonia Messina, de veinticinco años, había abandonado prematuramente la escuela y vivía en su casa paterna, en Cerdeña, cuando sufrió el asalto fatal de un "joven campesino" mientras recogía leña para hacer pan. El papa la alabó por defender "la beatitud de la pureza". Pierinia Morosini, de veintiséis años, trabajaba en una hilandería de algodón de la región de Bergamo. Quiso hacerse monja, pero, visto que la familia necesitaba sus ingresos, se conformó con los votos privados de pobreza, castidad y obediencia, siguiendo el consejo de su director espiritual. De esa manera, observó el papa, Pierinia descubrió que "podía convertirse en santa sin entrar en un convento". Pierinia salió de su región natal sólo una vez, en abril de 1947, cuando visitó Roma para asistir a la beatificación de Maria Goretti, la moderna mártir italiana de la castidad. Diez años después, Pierinia murió, tal como había esperado, en idéntica defensa de la virtud. Era otra vez la historia de Águeda, de Lucía y de Inés.

Éstas fueron las tres primeras personas que Juan Pablo II eligió para ejemplificar la santidad de los laicos católicos en vísperas del tercer milenio de la cristiandad. Y, por si los padres del sínodo no hubieran aún comprendido el significado más amplio de esas vidas breves y limitadas, el papa ensalzó a los nuevos beatos como "jóvenes y valientes ciudadanos de la Iglesia y del mundo, hermanos de una nueva humanidad, constructores libres y no violentos de una sociedad plenamente humana (...). Los cristianos del siglo IV habrían entendido perfectamente lo que quería decir.

El domingo 18 de octubre, los padres del sínodo se reunieron de nuevo ante la basílica de San Pedro, ésta vez para asistir a la canonización colectiva del beato Lorenzo Ruiz y sus compañeros, dieciséis hombres y mujeres de ocho países, que fueron martirizados por los japoneses en el siglo XVII. Según el calendario litúrgico era el día del Domund, así que la finalidad de la celebración debía ser, en principio, la de presentar a unos nuevos santos que ejemplificaran el verdadero espíritu de la evangelización cristiana. Sin embargo, lo que esa canonización tenía que ver precisamente con la santidad de los laicos no resultó del todo transparente; todos los mártires estaban vinculados a la Orden de los Dominicos y la canonización era, a todas luces, un tributo a dicha orden religiosa. Nueve eran sacerdotes, dos eran frailes y las dos mujeres eran terciarias dominicas; y, de los tres legos, dos eran catequistas solteros, reclutados por los dominicos, y ninguno de esos dos resistió la tortura japonesa (uno delató la condición de sacerdote de un compañero, el otro renegó de la fe), aunque más tarde recobraron el ánimo y abrazaron el martirio por la fe.

Quien me llamó la atención fue Lorenzo Ruiz. La causa se identificaba con su nombre y era su imagen la que dominaba el retrato de grupo oficial que colgaba de la entrada de la basílica. ¿Por qué se otorgaba tan singular trato de favor a Ruiz, que era también catequista? En todo el relato del horrendo martirio que sufrió el grupo, no había nada que indicara que él hubiera sido más heroico que los otros. Pero era el primer filipino canonizado -hecho que el papa no dejó de recalcar ante las legiones de filipinos que se agolpaban en la plaza abarrotada de gente- y, además, el único miembro del grupo que estaba casado. Y no sólo eso, sino que era padre de tres hijos: un "pater familias", como decía el folleto de canonización. Sólo que a Ruiz se le canonizaba como misionero y mártir, no como devoto marido y padre; y el conciso bosquejo biográfico publicado en "L'Osservatore Romano" decía incluso que, de hecho, abandonó a su mujer y a sus hijos para acompañar a los dominicos en su fatídica expedición misionera.

El último domingo del sínodo, Juan Pablo II canonizó a otro santo laico, el beato Giuseppe Moscati, un renombrado médico de Nápoles, fallecido en 1927 tras atender a sus pacientes. Moscati fue el primer católico laico canonizado individualmente desde 1968 y uno de los pocos santos canonizados en este siglo que habían sobresalido en una carrera seglar: médico jefe de su hospital, profesor universitario de medicina humana y de química fisiológica y mentor ejemplar de enfermeras y de estudiantes de medicina. Según señaló el papa en su homilía, Moscati gozaba de envidiable fama, por ocuparse tanto de las almas de los pacientes como de sus cuerpos, y destacaba por una singular ausencia de toda presunción. Me pareció que era exactamente lo que Juan Pablo II había dicho a menudo que los católicos debían buscar en un santo laico: un hombre que combina la fe con la competencia profesional y el celo de "colaborar con el plan de creación y redención de Dios". Pero, como casi todos los laicos no mártires que el papa ha canonizado, Moscati no se casó nunca; hizo voto de castidad a la edad de diecisiete años y organizó su vida como un monje célibe.

La semana siguiente al sínodo, me dirigí a la habitación de Gumpel, a fin de discutir las decisiones de la congregación. Durante meses, él y otros hacedores de santos me habían hablado de la prioridad que Juan Pablo II daba a las causas de laicos. Comenté que la congregación había dispuesto de tres años para presentar a unos candidatos, adecuados para ser beatificados o canonizados durante un sínodo dedicado exclusivamente al laicado, y que, al final, la congregación presentaba a dos vírgenes víctimas de violaciones, a un joven mártir que nunca tuvo ocasión de casarse, a un soltero vitalicio y a un hombre que abandonó a su mujer y a sus hijos para hacerse misionero.

-El mensaje no podría ser más obvio -añadí-; si se trata de santidad, el sexo continúa siendo algo que hay que evitar y el celibato es preferible al matrimonio. ¿Para qué sirve tanto hablar de la santidad del matrimonio si la congregación no es capaz de presentar ni un solo ejemplo de un santo piadoso y felizmente casado?

Gumpel me miró con unos ojos que delataban que estaba resuelto a defender lo indefendible.

-En el pasado -me recordó-, la Iglesia antigua y medieval no veía a las personas casadas como candidatos a la santidad, aunque hubo excepciones. La castidad consagrada se consideraba un estado más perfecto, como el martirio. No solamente la congregación lo veía así, sino toda la cultura de la Iglesia.

-A mí me parece -repliqué- que tampoco en el siglo xx ha cambiado mucho la cultura de la Iglesia. Cuando usted o yo éramos jóvenes, y seguramente cuando el papa lo fue, el estado del sacerdote o de la monja se consideraba todavía más grato a Dios que el matrimonio.

Le recordé que, en 1954, el papa Pío XII publicó una encíclica, "Sacra Virginitas", en la que reiteraba la tradicional enseñanza católica de que el celibato es una vocación superior al matrimonio.

-Y, si tomamos en serio los discursos de beatificación del papa actual -agregué-, él espera que sea ésta la cultura con la que la Iglesia entre en el tercer milenio.

El hacedor de santos jesuita dijo que no podía hablar en nombre del papa, pero que, de la falta de santos casados, no era responsable la congregación, sino el propio laicado católico.

-Todos lamentamos no tener más candidatos casados. Pero, como usted sabe, las causas se basan en la reputación de santidad, y hasta que los laicos católicos no tengan una apreciación plena y total del matrimonio como camino de santidad, la gente, cuando vea a unas personas casadas, no será capaz ni de imaginarlas como santos. Mientras eso no suceda, no podrá haber "fama sanctitatis" ni, por consiguiente, causas de gente casada enviadas a Roma.

Desde luego que tenía razón. Si los laicos mismos no asocian la santidad al matrimonio, la congregación no puede hacerlo por ellos. Hasta ahí, no hallaba motivo alguno para dudar del deseo de la congregación de beatificar a más santos seglares; en ese sentido, el hecho de que todos fuesen clérigos y célibes no me parecía motivo para sospechar que albergaran algún prejuicio oculto contra los candidatos casados. Por otra parte, no encontré ninguna prueba de que la nueva y más ilustrada concepción que del matrimonio se había formado la Iglesia hubiera afectado en modo alguno los criterios por los que la congregación valora el amor sexual y la intimidad en las vidas de los pocos candidatos casados cuyas causas han llegado a Roma.

Dado que nadie ha sido jamás beatificado ni canonizado precisamente por ser un cónyuge cristiano ejemplar, es obvio que ser un matrimonio santo, por sí solo, no basta para asegurar el éxito de una causa. Por otra parte, hay fuertes indicios de que un mal matrimonio, soportado con paciencia, puede hacer avanzar a una causa un buen trecho en el camino hacia el reconocimiento de la virtud heroica. En 1988, por ejemplo, Juan Pablo II viajó a Madagascar, donde beatificó a Victoria Rasoamanavivo (1848-1894) por el papel singular que desempeñó en la preservación y la transmisión de la fe durante un período de persecución política en que el clero católico había sido expulsado del país. Uno de los argumentos en favor de la virtud heroica de Victoria fue la paciencia con la que aguantó la vida desordenada de su rnarido. Victoria era hija de una familia real, y él era hijo del primer ministro. Su casamiento lo concertaron los padres, y, pese a los arranques de cólera a que la ebriedad arrastraba a su marido, Victoria se negó, como católica, a divorciarse de él. "He dado mi vida a este hombre -decía, según las fuentes históricas- y,"a través de él, a Dios." Victoria tenía toda la razón moral para abandonar a su marido, ni siquiera la Iglesia podría habérselo, reprochado; pero, si lo hubiera hecho, queda pendiente la cuestión de si los hacedores de santos habrían juzgado su virtud lo bastante heroica.

Como es lógico, una persona que no honrara sus votos conyugales no sería un candidato muy prometedor a la santidad. Pero ¿qué sucede con las viudas o con las mujeres que abandonan a sus maridos para entrar en religión? ¿Las exime ese segundo voto -la "vocación superior"- de las obligaciones contraídas con el primero?

Entre las fundadoras de órdenes religiosas, esos casos son más frecuentes de lo que se pudiera pensar, y varias causas recientes indican que las reacciones de los hacedores de santos no siempre son uniformes. El padre Beaudoin está trabajando en la causa de una monja argentina, Catalina María Rodríguez (1823-1896), casada durante quince años con un coronel del ejército. Tras la muerte del marido, y siendo sus hijos ya adultos, fundó una Congregación de religiosas. Pero la documentación enviada por el obispo local se centraba exclusivamente en su vida de monja. Se suponía, evidentemente, que sus votos de pobreza, castidad y obediencia eran lo que más contaba a la hora de demostrar su virtud heroica. En este caso, la congregación le pidió al postulador que se remontara más atrás y presentara pruebas de virtud de los años en que Catalina fue esposa y madre. En el momento en que escribo estas líneas, la monja colaboradora de la causa continúa todavía rastreando los archivos en busca de información sobre la vida desconocida de Catalina Rodríguez.

En otras causas recientes, sin embargo, el juicio fue diferente. La candidata en cuestión llevaba sólo dos años de casada cuando hizo, con el permiso del marido, un voto de castidad perpetua, abandonó la casa y fundó una orden de religiosas. El matrimonio no tenía;hijos y al marido, claro está, no se le permitió casarse de nuevo. Tras la muerte de la fundadora, las monjas la propusieron para la beatificación.

Cuando la causa llegó a Roma, uno de los asesores teológicos, quien pidió guardar el anonimato, dado que las discusiones de los casos son secretas, se lamentó de que la documentación era incompleta.

-Toda la "positio" se centraba en su vida como monja, así que pedí una explicación de qué valor tenían aquellos dos años que estuvo casada. ¿Por qué no tuvo ningún hijo? Argumenté que, si el matrimonio no funcionaba bien, quizás había algún problema moral o psicológico que debiéramos examinar.

-¿Y el postulador le dio una respuesta satisfactoria? -pregunté.

-No. Pero a los otros asesores les pareció extraño que yo, como sacerdote y miembro de una orden religiosa, cuestionara la decisión de abandonar al marido. Su postura era que aquella mujer había decidido al cabo de dos años consagrarse enteramente a Dios y, como el marido se mostró de acuerdo, no existía ningún motivo para investigar el matrimonio. Tuve que someterme a la decisión de la mayoría.

En ese caso se suponía, pues, que los detalles del matrimonio de la mujer no tenían consecuencia alguna al juzgar la virtud heroica de la candidata; quizá porque el matrimonio duró tan poco y, con toda seguridad, porque fue reemplazado por una "vocación superior". Que el "amor de Dios" deba prevalecer sobre el amor conyugal es un principio que la Iglesia ha honrado desde los siglos más remotos; pero, al continuar beatificando a tales mujeres como ejemplos de virtud heroica, la Iglesia esta claramente reforzando su antiquísima preferencia por la virginidad frente al matrimonio. ¿Cómo, si no, se explica un caso tan reciente como el de Benedicta Cambiagio Frassinello (1791-1858), beatificada por Juan Pablo II el 10 de mayo de 1987? Esta italiana quijotesca estuvo casada durante dos años y, luego, tomó el hábito con el consentimiento de su marido. Otros dos años después, sin embargo, abandonó el convento y se unió de nuevo con su esposo; aunque esta vez renovó el voto de castidad, una vez más con la aprobación del marido. Desde entonces, vivieron como hermanos, dedicándose a cuidar huérfanos y niños abandonados.

Pese al elevado prestigio que la Iglesia atribuye al matrimonio, de la elección de las personas que lleva a los altares resultaría difícil concluir que el matrimonio es una forma de vida propia de un santo. Cualquiera que mirara a los santos en busca de instrucciones sobre la virtud heroica diría que lo mejor es evitar la intimidad sexual o, cuando menos, soportarla para procrear hijos. No tienen la culpa de esto solamente los laicos; los hacedores de santos tienen el poder de aceptar o rechazar a los candidatos por el ejemplo que dan a los creyentes. Ésta es, efectivamente, una de las condiciones para aceptar una causa; pero, hasta ahora, no han mostrado ninguna inclinación .a sacar ventaja de tal posibilidad.

Pero ¿qué sucedería si el papa canonizase a una pareja casada? ¿No le proporcionaría eso la oportunidad de hacer algo que ningún otro papa ha hecho antes; es decir, exaltar el matrimonio como camino de santidad y acallar la sospecha de que la Iglesia sigue desconfiando de la sexualidad humana?

"Dos en una carne": un caso que servirá de prueba

Es probable que Juan Pablo II tenga esa oportunidad. Por primera vez en cuatrocientos años, la congregación está procesando una causa conjunta de dos cónyuges. Los candidatos Son Louis y Azélie Guérin Martin, cuya reputación de santidad se debe a la de su hija más joven, santa Teresa de Lisieux, la monja carmelita que murió a los veinticuatro años.

Inmediatamente antes de su muerte, en 1897, Teresa concluyó su breve autobiografía, "La vida de un alma", en la que evocaba los detalles mundanales de su vida familiar y su breve vida de monja. El mensaje espiritual de Teresa era sencillo: cualquiera puede convertirse en santo si realiza por el amor de Cristo los actos más insignificantes y humildes. Pero lo que cautivó la imaginación de sus lectores católicos más románticos fue la manera en que esa monja infantil dramatizó aquel mensaje con su alegre aceptación de una muerte temprana y dolorosa a causa de una tuberculosis.

"La vida de un alma", de Teresa, editada por su hermana Pauline y publicada por la comunidad, se convirtió inmediatamente en un éxito entre el público católico. A los dos años de su muerte, Teresa era objeto de un culto extraordinariamente poderoso que le granjeó fama mundial como obradora de milagros. Pío X, bajo cuyo pontificado se inició la causa, proclamó a Teresa "la más grande de los santos modernos". Desde su muerte hasta su canonización no pasaron más de veintiocho años, un tiempo récord para un proceso moderno.

La autobiografía sirvió también de publicidad para sus padres. Ella consideraba santos a ambos, especialmente al padre, por quien sentía profundo afecto. Es evidente que Teresa era la hija favorita del padre y que le correspondía con igualmente ciega adoración. Él la llamaba "mi pequeña reina" y ella, a su vez, "mi rey". Cuando Louis Martin sufrió una depresión mental, después de que ella entrara en el convento, Teresa lo vio como una forma de "crucifixión" y, al aproximarse su propia muerte, a menudo se dirigía a Dios en sus oraciones llamándolo "papá". Tras la publicación de "La vida de un alma", se fue desarrollando un culto menor en torno a Louis Martin y, probablemente a través de él, también en torno a su mujer. El papa Benedicto XV alabó a Louis Martin como "verdadero modelo de un padre cristiano". Varias décadas después, Pío XII afirmó, en el discurso inaugural de la basílica de Lisieux, consagrada a santa Teresa, que ella, "como hija de un cristiano maravilloso, conoció encima de las rodillas de su padre los tesoros de la indulgencia y la compasión contenidos en el corazón de Dios". el Cabe anotar que entre los católicos hay un impulso popular a atribuir santidad a los padres de los santos, impulso que se remonta a la Iglesia primitiva y su actitud hacia los personajes bíblicos. Santa Ana, la por lo demás desconocida madre de María, es un caso clásico, así como santa Isabel, la madre de san Juan Bautista; y, efectivamente, de no ser porque el hijo les salió tan bien, María y José tampoco serían venerados como santos. Pero, a diferencia de esos personajes bíblicos, la reputación de santidad de los Martin tiene que sobrevivir al proceso de canonización moderno. Su causa conjunta fue introducida formalmente en 1974 Y encomendada a la sección histórica. La "positio" se completó en 1989, pero, como aún no había sido juzgada por los asesores, el relator, monseñor Papa, no podía permitirme analizar el texto. De todos modos, varios funcionarios de la congregación estaban dispuestos a discutir la causa y los nuevos problemas que plantea.

Al ser el primer proceso moderno de un matrimonio, la causa de los Martin les plantea a los hacedores de santos un interrogante singular: tratándose de una causa conjunta, ¿es preciso que se halle heroicamente virtuosos a ambos padres? Los únicos precedentes recientes al respecto son las causas colectivas de los mártires. En estos casos, sin embargo, la congregación puede eliminar fácilmente a uno o a varios candidatos de los que falten pruebas, sin perjuicio alguno de la causa; pero, en el caso de los Martin, se propone a ambos como unidad conyugal y, al eliminar a uno de los dos, se destruiría el ejemplo de paternidad cristiana que la Iglesia desea promover. Por otra parte, si uno de los cónyuges no llegara a ser declarado heroicamente virtuoso, ¿bastaría ese hecho por sí solo para cerrarle al otro el acceso a la santidad?

A juzgar por la manera de tratar la causa, la congregación no ha resuelto el tema y mantiene las opciones abiertas. El "lndex ac status causarum", por ejemplo, no menciona juntos a los Martin. Aunque ambos fueron introducidos oficialmente el mismo día, cada uno lleva un número de protocolo individual y Zelie, como la llamaban, figura por separado bajo su nombre de soltera. Cada "positio" forma un documento separado, pero las dos están encuadernadas en un mismo tomo y serán juzgadas juntas. Entre los funcionarios de la congregación reina cierta confusión ante la pregunta de si la suerte de cada cónyuge depende de la del otro.

Consideré que la persona idónea para aclarar tales dudas era el prefecto de la congregación. Cuando le planteé el tema una tarde al cardenal Palazzini en su despacho, admitió que "técnicamente los dos candidatos sí que son separables", pero subrayó que la causa misma es indivisible. Dada la concepción católica del matrimonio como unión íntima de dos personas -"dos en una came"-, Palazzini opinaba que una causa que proponía a dos cónyuges en cuanto cónyuges requería que ambos fuesen hallados heroicamente virtuosos: "Si uno de los cónyuges falla, habría que preguntarse si hubo amor y apoyo suficientes para beatificar al otro."

Pero el padre Gumpel no opina lo mismo. En principio, rechaza la suposición de que, si uno de los dos cónyuges es hallado indigno de ser beatificado, el otro quede automáticamente descalificado:

-No es convincente decir que, si uno de los cónyuges falla, el otro debe fallar también porque los dos son responsables del matrimonio. Por ejemplo, si el marido no se portó como es debido, hemos de preguntamos si ello se debía a la frialdad de la mujer o, tal vez, a una religiosidad mal entendida que le impidió responder sexualmente en un estado de vida en el que se esperaba que se entregara. Aunque, por supuesto, es posible que resulte que ése no era el caso.

Mi presentimiento personal es que se impondrá la opinión de Palazzini. El fin que se persigue con la causa del matrimonio Martin parece que no es celebrar las virtudes del compañerismo conyugal, sino recalcar las obligaciones de los padres católicos. "A los Martin se los está promoviendo por la educación que dieron a sus hijos", afirma el padre Beaudoin, y, en ese sentido, no habrá padres que sean más católicos que ellos. Aparte de Teresa, los Martin tuvieron ocho hijos más, cuatro de los cuales murieron en la primera infancia y las cuatro hijas sobrevivientes se hicieron monjas. Una de ellas, Pauline, llegó a madre superiora del convento; en opinión de Beaudoin, era "posiblemente más santa que santa Teresa".

Sea cual sea el fin que se persigue con la causa de los Martin, su vida matrimonial merece escrutinio por cuanto revela acerca de la actitud de la Iglesia hacia el matrimonio y la sexualidad humana. ¿Esos cónyuges del siglo XIX son realmente personajes a los que los católicos contemporáneos pueden tomar por modelos de santidad en el matrimonio?

Por lo publicado hasta la fecha sobre los Martin, se sabe que el sexo fue un problema serio al principio de su matrimonio. La primera ambición de Zelie era hacerse monja como su hermana mayor, Elise, pero su solicitud de admisión fue rechazada. Siguiendo un consejo de la Virgen María, según cuenta la leyenda, Zelie se dedicó a bordar encajes y desarrolló tal habilidad que acabó estableciendo un negocio lucrativo. También para Louis el matrimonio era decididamente una segunda opción. A los veintitrés años, siendo un joven soñador, intentó entrar en un monasterio agustino y fue rechazado por falta de cultura; ante todo, por no saber latín. Se hizo relojero y, tras vivir durante diez años como soltero, se casó con Zelie. Pero, el mismo día de la boda, Zelie huyó al convento de su hermana y declaró entre sollozos, ante las rejas del monasterio, que todavía seguía deseando vivir como monja.

Y así vivió durante los diez primeros meses de su matrimonio. Los Martin no tuvieron relaciones sexuales, aunque del material publicado no resulta claro si la idea era de Zelie, de Louis o un arreglo acordado por consenso mutuo. Lo que sí sabemos es que Louis estaba dispuesto a formalizar su mutua virginidad estableciendo un matrimonio "josefita", es decir, una unión vitalicia no consumada, a semejanza del matrimonio de María y José. Louis halló la justificación teológica de tal arreglo en un pasaje de un libro de teología católica que copió para Zelie, y lo guardó entre sus papeles durante el resto de su vida. En dicho pasaje se citaban precedentes entre los santos (como santa Cecilia y su esposo, Valeriano, personajes legendarios ambos) y se reiteraba la tradicional convicción católica de que un matrimonio sin sexo es superior a un matrimonio normal porque "representa más perfectamente la unión casta y enteramente espiritual entre Jesucristo y su Iglesia".

Los Martin abandonaron la idea del celibato conyugal a Instancias de un sacerdote que los persuadió para considerar su matrimonio como un llamamiento a procrear hijos para mayor gloria de Dios. Un mes después, Zelie estaba encinta del primero de los nueve hijos a los que daría a luz durante los trece años siguientes. A todas las hijas les dieron el nombre dedicatorio de María, y a los hijos varones, el de José. Louis y Zelie esperaban que por lo menos uno de los chicos se hiciera sacerdote misionero. En lugar de ello, tuvieron como hijas a cinco monjas enclaustradas, entre ellas Teresa, quien -por la alquimia de las atribuciones- sería declarada póstumamente la santa patrona de los misioneros [Teresa deseaba ser misionera en ultramar, pero se consideró que su salud era demasiado delicada, Su condición de patrona de los misioneros se debe a la correspondencia que mantuvo desde el convento con dos sacerdotes misioneros].

En el hogar de los Martin reinaba, en todos los sentidos, una atmósfera impregnada de religión, "parecida a la de un convento", según uno de los biógrafos más recientes de Teresa. Zelie presidía la vida de la casa como una afectuosa madre superiora y puso particular esmero en enseñar a sus hijos cómo se hace un riguroso examen de conciencia. Louis gustaba de llevar a los niños de paseo por todas las iglesias de la localidad. Las tardes de domingo les leía en voz alta partes de un libro que explicaba las fiestas litúrgicas de la Iglesia. Si del matrimonio se hablaba raras veces, era porque la vida religiosa era considerada siempre la vocación preferible.

También la vida social de los Martin estaba estructurada en torno a la Iglesia. Los padres iban a misa cada mañana; Zelie era terciaria franciscana y su marido participaba activamente en, por lo menos, cuatro grupos de la Iglesia. Como miembros de la burguesía provinciana, los Martin podían permitirse proteger a sus hijos de las influencias seculares exteriores. Las casas en las que vivían eran grandes y confortables; había criados y, cuando hacía falta, tutores privados. Hacia 1870, Louis había acumulado, al parecer, una pequeña fortuna. Al año siguiente, vendió su negocio de relojería a un sobrino y se dedicó a la jardinería, a la pesca y a hacer frecuentes visitas a las iglesias. En 1887, llevó a Teresa y a Celine consigo a un gran viaje por Europa, que incluyó una memorable visita a la basílica de San Pedro, donde Teresa importunó al papa pidiendo permiso para entrar en un convento antes de la edad habitual. Alentada por Louis, Zelie continuaba en casa haciendo encajes y cuidando a los hijos cuando no estaban en la escuela.

Cuando Zelie murió de cáncer en 1877, los Martin habían vivido juntos sólo diecinueve años; ella tenía cuarenta y cinco años y él cincuenta y cinco. Sin cuestionar la presunta santidad individual de cada uno, hay que preguntarse si su experiencia como padres fue lo bastante profunda y variada para recomendarlos como modelos de cónyuges y padres cristianos. En primer lugar, en el momento de la muerte de Zelie, las tres hijas mayores no habían cumplido aún los veinte años; Celine tenía ocho y Teresa sólo cuatro. Aunque en el siglo XIX los niños maduraban más de prisa que ahora, sigue siendo evidente que para los Martin, en cuanto matrimonio, la educación de los hijos terminó justamente allí donde, para la mayoría de los padres, empieza lo más difícil. Además, los hijos de la famlia Martín vivieron excepcionalmente, en términos de cualquier época, aislados de toda influencia exterior; sus vidas transcurrieron en los círculos concéntricos de la familia y de la Iglesia.

En segundo lugar, aunque Louis sobrevivió a su mujer en diecisiete años, tras la muerte de ella parece ser que fue un padre más bien pasivo. Zelie misma estaba tan preocupada por la incapacidad de su marido para cuidar a los niños que, antes de morir, procuró que la familia se trasladara de Alencon a Lisieux, de modo que su hermana y su cuñado pudieran hacerse cargo de la custodia de los críos. A partir de entonces, Louis estuvo tan necesitado de ayuda como dispuesto a ayudar a otros. En 1887, sufrió el primero de una serie de ataques que acabarían convirtiéndolo en un inválido mental durante los últimos siete años de su vida.

No cabe duda de que hay muchas cosas admirables en las vidas de Louis y Zelie Martin. Yo, por lo menos, no tengo motivo alguno de no desearles éxito a sus causas. Pero, como ejemplos de matrimonio cristiano, sus vidas y sus perspectivas tienen también ese olor a monasterio y a una cultura católica que sigue incapaz de conciliar la santidad y la sexualidad. ¿Qué se espera, al fin y al cabo, que piensen los católicos casados de un matrimonio que prefería la vida religiosa a la conyugal, dispuestos a renunciar al sexo, incluso después de casados, y cuyas hijas optaron sin excepción por el convento, prefiriéndolo a la vida matrimonial?

Por lo demás, hay algo de sentimental en toda la saga de la familia Martin, tanto en los padres como en las hijas; algo que está en la raíz de la presente causa. La suya es la familia nuclear afectiva redimida y en oración: un convento doméstico en donde se nutren y se amparan la vida interior y los sentimientos exquisitos. Aparte de Zelie y de la servidumbre, nadie realmente trabaja. El mundo exterior, amenazado como estaba por los anticlericales laicos franceses, es mantenido a distancia. Teresa misma -la florecilla, como era conocida popularmente- es auténtica en su amor abrasador a Dios, en su compasión por los demás, en su celo misionero y en su lucha final por conservar la confianza en Dios a pesar de una muerte dolorosa y prematura; todo lo cual se manifiesta mejor en sus cartas que en su popular autobiografía, editada y embellecida por su hermana Pauline. Pero apenas llegó a rozar la edad adulta. De todos modos, Teresa es la hija devota con la que sueña todo padre, lo mismo que Louis es el "papá" perfecto con el que todo niño sueña, así en la tierra como en el cielo. Aparte de cierta vena de impulsividad de niña pequeña, la Teresa que adoran la jerarquía y la devoción popular es, ante todo, una niña cuidadosa y obediente a los padres, a los superiores de la orden y, en general, a los padres que presiden familias e iglesias. No sorprende que Pío X la considerara la más grande de las santas modernas ni sorprende que sus padres, monjes frustrados, estén siendo promovidos como ejemplos a imitar por los demás; pero no hay en la vida de este matrimonio ningún indicio de recíproco placer o pasión ni de que el ser "dos en una carne" significara, aparte de procrear hijos, algo que comprendieran como una fuente de gracia o incluso de felicidad.

Para ellos, igual que para san Agustín, la procreación era la única justificación del sexo; y el mensaje de la causa de los Martin es que la sexualidad humana es buena con tal que los hijos salgan bien. Sea cual fuere el destino de esta causa, la sexualidad humana aún aguarda a ser reivindicada en forma de unos santos no inhibidos y felices de estar casados.


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