La fabricación de los santos/Los papas como santos: la canonización como política de la iglesia

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La política secreta de la canonización en el II concilio vaticano

En octubre del año 1963, los dos mil quinientos padres del II Concilio Vaticano abrieron un debate sobre "La vocación de santidad en la Iglesia", un breve "borrador" o documento preliminar sobre los santos y la santidad. Había muchas cuestiones sobre las cuales los progresistas y los conservadores del concilio estaban profundamente divididos, pero el tema de los santos no se consideraba un tema controvertido. No, por lo menos, hasta que el cardenal de Malinas-Bruselas, Leo Joseph Suenens, uno de los líderes del ala progresista del concilio y amigo íntimo del difunto papa Juan XXIII, se levantó para hablar de la cuestión de cómo se hacen los santos. Lamentó que el proceso formal de canonización seguido por la Iglesia pecara de excesiva lentitud y juzgó conveniente acelerar tal proceso para poder así ofrecer a os creyentes unos ejemplos contemporáneos de santidad, en vez de esperar varias décadas o siglos enteros para proponer a unos personajes cuya relevancia moral se había desvanecido inevitablemente con el transcurso del tiempo.

Aunque suenen no mencionó nombres, otros obispos progresistas sabían que el "ejemplo contemporáneo" que tenía en mente el cardenal belga era el papa Juan XXIII. Juan había muerto de cáncer sólo cinco meses antes, después de la primera reunión del concilio, y se originó un movimiento -con el apoyo del papa Pablo VI, por supuesto- partidario de que los padres conciliares reunidos canonizaran a Juan a la usanza antigua: por aclamación popular.

Al mundo fuera del concilio, la idea de proclamar santo a Juan XXIII le pareció muy atinada. En los menos de cinco años que ocupó el trono de san Pedro, el "buen papa Juan" se ganó a pura fuerza de su personalidad lo que parecían el amor y la admiración universales. Efectivamente, ningún otro papa desde antes de la Reforma protestante había cautivado en tal grado los corazones de los no católicos, incluidos los humanistas seculares, los marxistas e incluso los ateos. La simpatía personal de Juan XXIII, su oblicuo humor campesino y su evidente confianza en la humanidad contrastaban vivamente con el talante adusto, aristocrático e intelectualmente avasallador de su predecesor Pío XII, quien ocupó el trono pontificio durante casi dos décadas. Pero el contraste no era sólo de personalidades. Las encíclicas de Juan XXIII, y especialmente la última, "Pacem in Terris", un inspirado alegato en favor de la paz mundial, se dirigían al mundo de la guerra fría de una manera que le granjeó los aplausos del bloque comunista no menos que los de Occidente. El concilio mismo fue fruto de la inspiración de Juan XXIII: lo anunció sin consultar previamente a la curia romana, con lo cual precipitó a la Iglesia entera, al cabo de dos siglos de recelo ante el mundo moderno, a la tempestuosa experiencia del "aggiornamento", de la puesta al día. En esas fechas, cuando el espíritu vigorizador de Juan XXIII seguía aún fresco en la memoria, algunos de los padres del concilio esperaban complementar la opinión mundial acerca de su querido papa si conseguían que los prelados reunidos afirmasen que era no sólo un buen hombre, sino un santo de la Iglesia.

Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, sin embargo, la iniciativa en favor de Juan XXIII no sólo era audaz, sino radical. Aunque de los papas se espera que representen un ejemplo espiritual, muy pocos de ellos fueron hallados realmente dignos de canonización formal. Efectivamente, si la historia de la canonización tiene alguna moraleja que enseñar, parece ser ésta: el cargo más elevado de la Iglesia no es el lugar idóneo para quien aspire a la virtud heroica requerida a los santos canonizados.

De los doscientos sesenta obispos de Roma que precedieron a Juan XXIII, ochenta y uno son considerados santos por la Iglesia. Pero la cifra induce fácilmente a error, ya que incluye además del apóstol Pedro, a cuarenta y siete de sus primeros cuarenta y ocho sucesores como líderes de la Iglesia cristiana de Roma; la mitad de ellos fueron mártires y todos murieron antes del año 500. De los restantes, treinta murieron con anterioridad al año 1100, más de un siglo antes de que la Iglesia desarrollara los procedimientos más rudimentarios para la investigación de las vidas de los potenciales santos. Es decir, que fueron proclamados santos por aclamación popular.

A lo largo de los últimos nueve siglos, por tanto, sólo tres papas fueron declarados santos. Además, el primero de ellos no era precisamente un papa ejemplar: Celestino V, ermitaño y asceta, inepto como pontífice, abdicó en 1294, tras sólo cinco meses de pontificado. Fue declarado santo en 1313, más de dos siglos y medio antes de que se organizaran los primeros procesos formales de canonización bajo la Congregación de Ritos, en 1588. En consecuencia, tan sólo dos papas -Pío V (1566-1572), un dominico que puso en práctica las reformas del Concilio de Trento, y Pío X (1903-1914), hombre personalmente piadoso que desencadenó una supresión mutiladora del pensamiento y de la erudición en el seno de la Iglesia- han sido canonizados según los métodos modernos de la creación de santos; y únicamente otros ocho han sido beatificados.

Había, pues, en 1963 escasos precedentes para convertir en Santo a un papa, y ninguno en absoluto, en los últimos cuatro siglos, de una exención del proceso de canonización establecido. Pero Pablo VI tenía el derecho y el poder de permitir que el concilio procediera de esa forma, y los partidarios de la canonización de Juan XXIII esperaban persuadido de una manera u otra.

Cuando se abrió en otoño de 1964 la tercera sesión del concilio, el movimiento partidario de canonizar a Juan XXIII por aclamación había ganado un considerable apoyo en el exterior. En la diócesis de Bergamo, donde nació Juan, cincuenta mil sacerdotes y legos firmaron una petición en favor de la canonización y se la entregaron al obispo. Radio Vaticano informó que numerosos obispos extranjeros se habían adherido al contenido de la petición, y que la Santa Sede había recibido en ese sentido solicitudes formales de varios países. En aquel mes de noviembre, el tema se planteó dos veces durante las reuniones conciliares. En un comentario que dirigió al concilio sobre la influencia de los santos y la evolución de la cultura, el obispo auxiliar de Lodz, Polonia, Bogdan Beize, afirmó que "la Iglesia ejercería una influencia más profunda sobre la cultura de nuestro tiempo si se inscribiera a Juan XXIII en la lista de los beatos". Pocos días después, el carismático tribuno brasileño de los pobres, Dom Helder Camara, obispo de Recife, propuso en una conferencia celebrada en Roma que, en respuesta a la expectación mundial, el papa Juan debía ser canonizado al final del concilio como "el profeta de nuevas estructuras, amigo de Dios y amigo de toda la gente".

Hasta entonces el movimiento había ganado e! apoyo de una serie de dignatarios eclesiásticos de alto rango,. pertenecientes todos al ala progresista o reformista del concilio. Entre los más influyentes se encontraban los cardenales Franz Koenig, de Viena; Bernard Alfrink, de Utrecht, Holanda; Achille Liénart, de Lille, Francia; y Giacomo Lercaro, de Bolonia, así como Suenenes, de Bruselas. N o cabía duda alguna de que estos hombres veían en Juan a un santo y tampoco de que ellos se consideraban sus verdaderos herederos espirituales, llamados a completar la revolución, por él iniciada, de las estructuras y las actitudes de la Iglesia.

Los progresistas, sin embargo, estaban profundamente preocupados de que la actitud aperturista de Juan XXIII (hacia los hermanos cristianos separados de la Iglesia -Juan XXIII había insistido en que se invitara a los cristianos no católicos a asistir al concilio en calidad de observadores oficiales-, hacia los no creyentes e, incluso, hacia los comunistas -poco antes de morir, el papa escandalizó a los católicos conservadores al recibir en el Vaticano al yerno de! primer ministro soviético Nikita Jrushchov- y hacia todo el mundo moderno) pudiera quedar debilitada por los conservadores que no compartían el optimismo del difunto papa. Aunque Pablo VI, el sucesor de Juan XXIII, era considerado un progresista moderado, estaba mostrando ya señales de hastío personal ante las evidentes divisiones ideológicas que se manifestaban en e! concilio. Los progresistas pensaban que la canonización de Juan XXIII aseguraría el carácter reformista del concilio: al fin y al cabo, los padres difícilmente podían canonizar a Juan como ejemplo de santidad para todos los obispos de la Iglesia y repudiar luego ese ejemplo, produciendo unos textos conciliares que contradijeran sus esperanzas de renovación.

En suma, los motivos para aclamar la santidad de Juan XXIII eran tan políticos como religiosos. Esto, por lo menos, resultaba claro de la extensa intervención que los líderes de la fracción progresista hicieron circular entre los padres conciliares. En cuanto al porqué y al cómo de la aclamación de Juan como santo, se leía en dicho documento:

"Durante e! pontificado del papa Juan, hombre de fe genuina y de verdadera humanidad, la Iglesia volvió a convertir en su insignia el amor de! mundo, al rechazar la severidad hacia los hermanos pródigos y, con el amor del Padre, mostrar misericordia aun cuando este mismo mundo hace lo posible por parecer agnóstico y ateo (...). Del papa Juan, el mundo ha aprendido que, al fin y al cabo, no está tan alejado de la Iglesia como pensaba, ni la Iglesia lo está del mundo. Tal vez el mundo espere ahora de nosotros que declaremos que no consideramos al papa Juan un soñador ni alguien que ha trastornado en poco tiempo todo lo que ahora habrá que volver a poner en orden con un sostenido y paciente esfuerzo (...), sino que, por el contrario, vemos en él a un verdadero cristiano, un verdadero santo incluso, un hombre lleno de verdadero amor al mundo y a la humanidad entera. Y que su actitud, adoptada y vivida por el papa Pablo VI desde e! comienzo de su pontificado, es la actitud que también nosotros, los obispos que él reunió en el concilio, deseamos adoptar y vivir con una entrega aún mayor, junto con toda la cristiandad. ¡Qué perspectivas se abrirían a la renovación pastoral, qué esperanzas de diálogo se harían realidad si este concilio, que de tan singular manera representa a toda la Iglesia sobre la tierra, proclamase, sin la habitual tardanza, por un procedimiento insólito, pero no novedoso, la santidad de su pastor!"

En cuanto al "cómo", los autores señalan que, durante siglos, la Iglesia creó santos sin proceso jurídico alguno, y podría hacerlo de nuevo en el caso del papa Juan:

"Una comisión creada "ad hoc" [de padres del concilio] podría examinar con objetividad, de modo cuidadoso y rápido a la vez, todo lo relacionado con el tema. Al fin y al cabo, todos los obispos hemos conocido las posiciones y las intenciones del papa Juan de sus propias palabras y de sus escritos. Todos hemos sido testigos de la admiración y del afecto que todo el mundo, sin diferencias de raza ni de religión, expresó al papa Juan mientras vivió, y, especialmente, con ocasión de su muerte (...)."

"¿Por qué no habría de ser posible que el Santo Concilio, así como proclama otras verdades de la fe, solicite al Santísimo Padre que le otorgue el poder de proclamar, con él y bajo su supervisión, al papa Juan XXIII un modelo de santidad a la vez nuevo y antiguo, que debe presentarse a todos, y en particular a nosotros los obispos, como pastor y guía en nuestro reconocimiento de la presencia oculta, pero operativa de Dios en el mundo y en todas las personas de buena voluntad?"

No hacía falta un doctorado en exégesis para reconocer que el texto de la intervención de los progresistas apuntaba a silenciar las críticas dirigidas contra el papa Juan por el bloque más reaccionario del concilio. Desde el comienzo mismo, un núcleo de unos doscientos cincuenta prelados se resistió a aceptar el llamamiento del papa Juan al "aggiornamento". Los más importantes de entre ellos eran los cardenales más poderosos de la curia romana, que acogieron con gélido silencio la decisión de Juan XXIII de convocar un concilio ecuménic. Resultaba claro que esos prelados, acostumbrados a gobernar la Iglesia desde Roma, no consideraban que el breve pontificado de Juan XXIII hubiera sido beneficioso para la Iglesia, y por esa sola razón no veían en él un modelo de santidad apto para ser imitado por otros obispos. En privado, algunos de ellos, de hecho, se referían despectivamente a Juan como un "soñador", y tras la muerte de él se sentían efectivamente obligados, como grupo, a restaurar el orden de la Iglesia que el difunto papa, en su opinión, había "trastornado en poco tiempo". En resumen, no estaban dispuestos a colaborar en lo que a ellos les parecía una maniobra puramente política.

Los progresistas esperaban poder introducir su intervención el 5 de noviembre de 1964, fecha para la que estaba previsto el debate sobre "La constitución pastoral de la Iglesia en el mundo moderno". De todos los documentos conciliares, era éste el que en mayor grado respiraba el espíritu deseoso de abrazar al mundo entero de Juan XXIII. El protocolo conciliar requería, sin embargo, que toda intervención llevara las firmas de por lo menos setenta padres, y éste tenía sólo cincuenta. Los partidarios del documento se afanaron por alistar a veinte prelados más, pero la lista completa se recibió demasiado tarde. Así pues, aunque el texto escrito fue propuesto a los moderadores del concilio, la fracción progresista se vio frustrada en su empeño de conseguir que la canonización de Juan XXIII se presentase a debate o votación. Estaban decididos, sin embargo, a lograr su propósito durante la cuarta y última sesión del concilio.

Resultó que la intervención no llegó jamás a ser discutida en el concilio; con lo cual, el intenso drama político que rodeaba la canonización del papa Juan XXIII pasó desapercibido a los tres mil periodistas que asistieron al II Concilio Vaticano. Gran parte de ese drama se desarrolló al margen del concilio, en los despachos de los hacedores de santos oficiales de la Iglesia. Varias delegaciones de obispos visitaron la congregación para conocer su opinión acerca de la propuesta de los progresistas, en el sentido de permitir que el concilio asumiera poderes extraordinarios en lo relativo a la creación de santos. Como era comprensible, a los funcionarios de la congregación les dolían las críticas de Suenen y de otros padres conciliares, que unían el llamamiento a la canonización de Juan XXIII con lamentos acerca de la lentitud de los procesos de canonización. Aunque algunos de los hacedores de santos admitían que el proceso era demasiado largo, la propuesta de que la santidad del difunto pontífice fuese proclamada por el concilio la interpretaban como un rechazo dirigido contra la congregación misma.

Pero los hacedores de santos tenían también algunas objeciones más sustanciales. En parte, se oponían al método de la aclamación popular; decían que no era tarea de un concilio canonizar a nadie, y argumentaban que, fuera cual fuera la reputación de que gozaba Juan XXIII en ese momento, sería imprudente proclamar su santidad sin una investigación seria de su vida y sus virtudes. Explicaron que los papas, como cualquier otro candidato a la canonización, tienen una vida privada y una vida pública que requieren de un escrutinio meticuloso por parte de la congregación. Como razonó uno de ellos, "una biografía definitiva no se puede escribir hasta cincuenta años después de la muerte de un hombre, si éste tiene cierta importancia. Y, en el caso de un papa, se tarda años solamente en reunir todo los documentos".

También algunos de los hacedores de santos sospecharon de los motivos que animaban a los progresistas. "Estaban utilizando a Juan para llegar a Pío -dice Molinari, quien asistió al concilio en calidad de "peritus" (experto) oficial-. Estaban creando una oposición entre los dos papas que era totalmente contraria al pensamiento de Juan XXIII. Lo cierto es que las últimas horas de su vida fueron un tormento para el papa Juan porque sabía que ciertos teólogos, y no sólo teólogos, sino también obispos, estaban intentando imponer al concilio sus ideas liberales, presentándolas como propias del papa."

Efectivamente, muchos de los conservadores del concilio pensaban que, si a algún papa había que declarado santo, era a Pío XII. Sólo cuatro años habían pasado desde su muerte, cuando se abrió el concilio, y había una amplia corriente favorable a un proceso formal encaminado a su canonización. Para los conservadores, Pío era todo lo que un papa debía ser: disciplinado, autoritario, terriblemente bien informado acerca de un amplio espectro de cuestiones técnicas, receloso -a veces casi hasta el desprecio- del mundo moderno (y especialmente del comunismo), reservado hasta la adustez, monárquico en su concepción y en la administración de la Iglesia y, por encima de todo, resuelto a condenar un amplio espectro de "errores" progresistas en el seno de ella. Durante su pontificado, por ejemplo, algunos de los teólogos más prominentes de la Iglesia fueron censurados o silenciados [entre los más importantes figuraban los jesuitas Henri de Lubac, Henri Rondet y Henri Bouillard y los dominicos Marie-Dominique Chenu e YvesMarie Congar, todos ellos franceses], y algunos cardenales deseaban que el concilio reiterase la oposición de la Iglesia a los errores teológicos de esos hombres. Juan, por su parte, levantó las censuras y, en aquel momento, esos mismos teólogos asistían, en los pasillos del concilio, como "periti" oficiales a la boyante fracción progresista. Los conservadores estaban convencidos, por tanto, de que la propuesta de canonizar a Juan ocultaba en realidad un intento .de desacreditar el pontificado de Pio XII -y, con ello, sus propias opiniones- Y de vindicar los "errores" teológicos condenados por este.

En suma, el conflicto entre progresistas y conservadores en el seno del concilio cristalizó en torno al contraste de las figuras de Juan XXIII y Pío XII, dos hombres que, a su vez, simbolizaban dos concepciones diferentes de la Iglesia, especialmente en lo tocante a las relaciones con el mundo exterior. Nadie entendía eso mejor que Pablo VI, que trabajó al servicio de ambos papas. Cuando se abrió en otoño de 1965 la última sesión del concilio, Pablo VI sabía muy bien que los progresistas estaban decididos a presentar su intervención a los padres reunidos. Si eso sucedía, era probable que se produjera una manifestación espontánea en favor de Juan, lo cual provocaría inmediatamente grandes titulares en toda la prensa mundial y expondría al papa a una presión considerable. Para la opinión mundial, Juan XXIII era sencillamente el personaje más popular de la Iglesia.

¿Qué hacer? Por temperamento y por formación, Pablo no se sentía inclinado a pasar por alto los procedimientos establecidos; por otra parte, difícilmente se podía permitir dar la impresión de que estaba negando la santidad de Juan. Se decía que era cuestión de días que los progresistas dieran el paso decisivo. El papa tendría que actuar primero. Convocó en privado a dos hacedores de santos, a quienes conocía bien y en cuyo juicio confiaba. Lo que ellos le aconsejaron llegó a conocimiento del público el 18 de noviembre de 1965. En una decisión salomónica, Pablo VI anunció que daría instrucciones a la congregación de iniciar los procesos de ambos, de Juan y de Pío..., conforme a los procedimientos establecidos.

Los progresistas se sintieron decepcionados; algunos de ellos, amargamente. Los conservadores estaban contentos: en efecto, sin la iniciativa en favor de Juan, Pablo probablemente no habría Instruido tan pronto el proceso formal de Pío, cuya reputación de santidad había menguado en grado considerable bajo el pontificado de Juan. Pero la verdadera victoria fue para la congregación, pues su papel en la creación de santos se vio reafirmado.

Pronto resultaría claro, sin embargo, que, al unir el destino de la causa de Juan a la de Pío, el papa Pablo, en lugar de solucionar un delicado problema de la política eclesiástica, lo había postergado solamente. Iniciar las dos causas mediante una misma decisión pontificia ¿no vinculaba también los resultados respectivos? Jurídicamente se trataba de dos causas distintas, a cada siervo de Dios había que juzgarlo por sus propios méritos; pero, en términos de política eclesiástica, ¿podía la Iglesia canonizar a un papa y no al otro? En la historia de la congregación jamás se había planteado semejante cuestión.

Cómo se juzga la santidad de un papa

En teoría, la causa de un papa no se distingue de la de cualquier otro candidato, se siguen los mismos procedimientos, se deben demostrar las mismas virtudes. En la práctica, en cambio, las causas papales reciben un tratamiento especial y presentan problemas especiales.

En primer lugar, las causas papales sólo pueden ser iniciadas por otro papa; al menos, ésa es la fuerza de los precedentes [Si un papa muriese durante una visita a otra diócesis, técnicamente sería el obispo de ésta quien introduce la causa, aunque de hecho renunciaría a ese derecho en favor de la Santa Sede]. En todo caso, las causas papales están bajo control del papa desde el comienzo del proceso, él designa incluso a los promotores de la causa.

En segundo lugar, dado que se supone que los papas son ortodoxos, sus escritos publicados en la función de maestro supremo de la Iglesia (tales como las encíclicas) no se someten al habitual escrutinio preliminar de los censores teológicos; no obstante, pueden hallarse expuestos a críticas por parte de los asesores de la congregación, sobre la base de que las palabras de un papa -como también sus actos- pueden haber sido imprudentes y hasta haber causado incluso daños a la Iglesia. Además, pudieran existir ciertos documentos políticamente delicados -los diarios de los papas son el principal ejemplo-, cuya lectura se permite únicamente al postulador y al relator. Sin embargo, las cartas personales y otros papeles privados sí se someten a examen, ya que pueden estar directamente relacionados con la vida espiritual del candidato.

En tercer lugar, por la naturaleza misma de su cargo, los papas producen una cantidad mucho mayor de material escrito -escrito por ellos y, sobre todo, acerca de ellos- que la mayoría de los demás siervos de Dios. No es posible, desde luego, localizar y examinar todo el material existente y, en algunos casos, se ha llegado a afirmar que ciertos documentos negativos fueron retenidos o se perdieron convenientemente [dicha afirmación fue pronunciada, en conversación privada con el autor, por el historiador eclesiástico Francis Xavier Murphy, C.S.S.R. en relación con el proceso de Pío X]. Pero los postuladores están moralmente obligados a tener en consideración todo el material relevante y, en efecto, pueden perjudicar la causa que defienden si así no lo hacen. Además, dado que los papas son por definición actores privilegiados en el teatro de la historia, se espera de los postuladores que examinen, aparte de la documentación básica, también las diferentes interpretaciones históricas del pontificado en cuestión. En el caso de un papa como Pío XII, que ocupó importantísimos cargos diplomáticos a lo largo de los veintidós años anteriores a ser elegido sumo pontífice, la literatura potencialmente relevante alcanza dimensiones abrumadoras.

En cuarto lugar, a diferencia de la mayoría de los santos, los papas tienden a crearse muchos enemigos, especialmente entre sus colaboradores íntimos dentro de la Iglesia; y lo mismo vale para su zona de influencia. Así pues, ninguna causa papal, y menos tratándose de personajes controvertidos, como Juan XXIII o Pío XII, está en condiciones de avanzar con rapidez mientras alguno de sus oponentes siga vivo y ejerciendo influencia en la Iglesia.

Pero la mayor diferencia, la que separa definitivamente las causas papales de todas las demás, es ésta: a un papa hay que juzgarlo no sólo en cuanto a su santidad personal, sino por el ejercicio de su cargo de supremo maestro y como cabeza de la Iglesia. Benedicto XIV se expresa con bastante claridad sobre este punto. En su tratado sobre la beatificación y la canonización dedica una sección entera a los deberes del cargo que los investigadores deberían tener en cuenta a la hora de valorar a los siervos de Dios que ocuparon el trono de san Pedro. Según Benedicto, la santidad de un papa debe medirse por su "celo en la preservación y la propagación de la fe católica, en el fomento y la restauración de la disciplina eclesiástica y en la defensa de los derechos de la Sede Apostólica". Su principal modelo era Pío V. En otro pasaje, aconseja a los investigadores que busquen manifestaciones de humildad y, como confirmación, cita la sentencia de san Bernardo de que "no hay joya más espléndida entre todos los ornamentos pontificios". Así, por ejemplo, Benedicto declara que el candidato no ha de esforzarse por alcanzar el cargo supremo de la Iglesia, y en caso de resultar elegido, debería ofrecer su renuncia; ésta podría ser una de las razones de por qué la mayoría de los papas acostumbran a hacer tal cosa.

A juzgar por los tres últimos papas canonizados por la Iglesia, las normas de Benedicto se siguieron estrictamente en cada caso. Tanto Celestino V como Pío V fueron ascetas extremos, incluso como papas, y parece obvio que se los declaró santos debido en gran medida a sus virtudes monásticas. En el caso de Celestino V, resulta evidente que su deplorable gestión como pontífice no fue obstáculo para su causa [Celestino V se benefició en grado considerable del conflicto político entre su sucesor, Bonifacio VIII, y el rey Felipe IV de Francia. La canonización de Celestino por Clemente V, en 1313, se debió en gran medida a las presiones del rey francés, que la veía como una reprimenda contra Bonifacio]. En el caso de Pío V, el texto de Benedicto XIV indica que su contundente programa de reforma eclesiástica y su tenaz oposición a herejes y no creyentes fueron decisivos para el éxito de su causa. Por otra parte, tanto Pío V como Pío X se hicieron notorios por sus feroces y a menudo injustas cruzadas contra católicos cultos y distinguidos, a los que los inquisidores romanos consideraban herejes reales o potenciales. Por lo demás, hay considerables indicios de antisemitismo en la expulsión, decretada por Pío V, de todos los judíos de los Estados Pontificios, con excepción de unos pocos judíos romanos que fueron considerados de utilidad comercia. En resumen, una mirada sobre las tres últimas canonizaciones papales sugiere que el exceso de "celo en la preservación y propagación de la fe" no se considera vicio al juzgar las virtudes heroicas de un papa.

Pero el mundo era muy diferente en los tiempos de Pío XII y de Juan XXIII y diferentes eran también las exigencias planteadas al pontificado. Ambos hombres habían sido diplomáticos del Vaticano, ambos desempeñaron un papel crucial durante y después de la II Guerra Mundial y ambos contribuyeron a la transformación de la Iglesia que hallaría su expresión en el II Concilio Vaticano. Por otro lado, sus temperamentos y actitudes eran muy distintos. Se dirigían al mundo de dos maneras diferentes, diríase que casi en distintas lenguas. Y lo que no es menos importante, cada uno representaba unas tendencias muy diferentes de la Iglesia contemporánea, y era defendido, hasta donde yo sé, por fracciones opuestas.

Por todas esas razones, resultaba difícil ver cómo se podía juzgar a Pío XII y a Juan XXIII por las normas relativamente parroquiales desarrolladas para sus predecesores. Ambos eran personajes de relieve mundial, cuyas palabras y hechos tuvieron consecuencias importantes para los asuntos internacionales, y el mundo tiene sin duda un interés más que pasajero en el resultado de sus causas. Tampoco me parecía fácil reconciliar las diferencias entre los dos papas. Ambas causas se iniciaron en un contexto enardecido de política eclesiástica, y sean cuales sean sus pretensiones individuales de virtud heroica, ambas presentan, para los hacedores de santos, un problema político delicado: ¿Cómo puede canonizar la Iglesia a uno de ellos sin aprobar también al mismo tiempo la política eclesiástica y secular que cada uno continúa representando? O, para decido de una manera un poco diferente: ¿Cómo puede la Iglesia declarar beato a un papa sin bendecir al mismo tiempo lo que hizo como tal papa?

La conciliación de dos pontificados

Cuando inicié mi indagación de las causas papales, los procesos de Juan XXIII y de Pío XII tenían casi un cuarto de siglo de edad; pero ninguno de ellos estaba listo todavía para ser discutido por la congregación. Pablo VI encomendó la causa de Pío a los Jesuitas y la de Juan a los franciscanos. Pío mostró siempre una especial afinidad con la compañía de Jesús; desde sus primeros días de nuncio apostólico en Alemania hasta sus últimos días como papa, sus consejeros más íntimos fueron principalmente jesuitas. Pero ésta no era la única ni la principal razón por la que Pablo eligió a los jesuitas; el papa Pablo mantenía también una prolongada e íntima amistad con Molinari -los padres de ambos habían sido amigos-, y sabía que era uno de los más competentes hacedores de santos.

Las razones por las que el papa dio la causa de Juan a los franciscanos se basaban también, hasta cierto punto, en consideraciones personales. El postulador general de los franciscanos, Antonio Cairoli, no menos experimentado que Molinari, estaba encargado de la causa del cardenal Andreas Ferrari (1850-1921), uno de los predecesores de Montini como arzobispo de Milán. Pablo VI estaba muy interesado en esa causa porque Ferrari defendió a su padre, Giorgio Montini, editor de prensa milanés, de las acusaciones de herejía que se levantaron contra él durante la cruzada antimodernista de Pío X. [Durante el pontificado de Pío X, Montini padre fue objeto de ataques infundados y económicamente desastrosos, por parte de ciertos amigos del papa, en el contexto de la campaña iniciada por el pontífice contra los supuestos modernistas de la Iglesia. A consecuencia de dichos ataques, perdió tanto dinero que su hijo, el futuro papa; tuvo que interrumpir durante un año sus estudios de sacerdocio. Gracias a Ferrari se logró finalmente rehabilitar a Giorgio Montini pero, cuando se inició el proceso local de Ferrari, el estigma modernista seguía aún pesando sobre la reputación del cardenal. Para gran alegría de Pablo VI, Cairoli salvó la causa al descubrir una carta escrita en apoyo de Ferrari por Ambrogio Damiano Achille Ratti, el que sería más tarde el papa Pío XI. Ese documento resultó crucial para hacer posible la beatificación de Ferrari, ceremonia que Pablo VI esperaba poder presidir personalmente en Milán, pero no vivió lo bastante. Sin embargo, Pablo le estaba tan agradecido a Cairoli que le encargó la causa de Angelo Giuseppe Roncalli, el papa Juan XXIII]. La contribución decisiva de Cairoli a la rehabilitación de Ferrari, con la cual se allanó el camino a su beatificación, impulsó al agradecido Pablo VI a nombrar al franciscano como postulador de la causa de Juan XXIII.

Sucedió que Ferrari fue beatificado el 10 de mayo de 1987, cuando yo me encontraba dedicado a mis investigaciones en Roma. Una semana después, hice mi primera visita a Cairoli, quien me recibió en el colegio franciscano, a unos veinte minutos en taxi del Vaticano. Cairoli, un fraile italiano de escasa estatura y con casi ochenta años de edad, estaba leyendo el breviario en el aparcamiento cuando llegué. Se encontraba de .excelente humor: Ferrari fue el ultimo de los noventa y un siervos de DIOS a quienes había escoltado a través de la congregación, y ahora podía dedicarse exclusivamente al caso de su adorado "papa Juan", como él lo llamaba.

Hablamos brevemente de Ferrari. Sugerí que había cierta justicia poética en la beatificación del cardenal, dado que Ferrari también había sufrido la caza de brujas de Pío X; y me pregunté si esos dos hombres, uno beato, el otro un santo de pleno derecho, se dirigirían la palabra uno al otro en el más allá. El viejo fraile sonrió. El hecho de que esos dos adversarios hubiesen sido hallados heroicamente virtuosos, dijo, era prueba de que la congregación juzga cada causa por sus propios méritos.

-Y de Pío y Juan ¿qué? -me atreví a preguntar-. Hay mucha gente, incluso católicos, que piensan que sus méritos no sólo son diferentes, sino en cierta manera opuestos.

Cairoli dudó un momento y respondió:

-Cada papa completa el pontificado que lo precedió. Estoy convencido de que no había ninguna división entre esos dos papas. Sus pontificados estuvieron muy unidos, se han exagerado las diferencias que hubo entre ellos.

-Entonces ¿usted ve las dos causas como relacionadas entre sí?

-No, son completamente independientes la una de la otra. Yo conozco muy bien al padre Molinari, lo veo muy a menudo; pero nunca nos preguntamos uno al otro cómo van nuestras causas.

-Y, en ese momento, Cairoli introdujo la mano en su pardo hábito de fraile y extrajo su cartera: me enseñó un retrato de Juan XXIII que lleva consigo-. Yo rezo todos los días por la causa del papa Juan y rezo también todos los días por la causa de Pío XII. Si a Pío lo canonizan primero..., muy bien. Cada santo es diferente.

Puede que Juan y Pío hayan sido hombres diferentes con personalidades dispares y distintas aspiraciones a la santidad, venía a decir Cairoli, pero, como papas, formaban un continuo. La historia tiene, por supuesto, una manera de discernir las continuidades que, a los ojos de los contemporáneos (y, especialmente, a los ojos de los periodistas, entrenados para buscar el Contraste y el cambio), aparecen como discontinuidades. Pero la idea de que "un papa completa el pontificado de otro" difícilmente puede considerarse una tesis apoyada por los hechos; al igual que la doctrina de la sucesión apostólica, procede de un impulso, hondamente arraigado en la tradición romana, a hacer hincapié en la continuidad de la Iglesia y, en particular, entre los sucesores de san Pedro. Es cierto que cada papa hereda la obra inacabada de su antecesor y que la naturaleza misma de su cargo lo obliga a defender la tradición; y, sin embargo, muchas personas, incluidas las fracciones rivales del II Concilio Vaticano, afirmaban ver una diferencia real entre los pontificados de Juan y de Pío; ¿realmente estaban tan equivocados esos hombres y, con ellos, otros millones más?

Molinari y Gumpel dicen que sí. Efectivamente, a principios del verano de 1987, Molinari asistió a una conferencia en Francia y allí leyó un documento en el que trataba precisamente ese punto.

-Durante el II Concilio Vaticano -me dijo Gumpel una tarde, cuando su colega estaba todavía ausente-, algunos autores presentaron la situación como si hubiera una ruptura absoluta entre los dos papas. Ahora hay gran cantidad de estudios que demuestran que no fue así. Ningún estudioso serio puede afirmar que haya habido una oposición seria entre ellos.

-Pero, sin duda, Juan era más liberal que Pío -objeté.

-Eso no es verdad. Tras la muerte de Juan, a quien yo quería mucho, surgió una especie de leyenda, debido sobre todo a los periodistas. Pío era más distante, más reservado que Juan, eso es verdad; pero, en realidad, Juan era mucho más conservador. La gente se olvida del sínodo de la diócesis de Roma, que Juan convocó como preparación para el II Concilio Vaticano; en ese sínodo, Juan, como obispo de Roma, volvió a atar ciertas cosas que Pío XII había desatado.

Para Molinari y para Gumpel, el verdadero progenitor del II Concilio Vaticano no era Juan, sino Pío. Aunque fue Juan quien lo convocó de hecho, sostienen, es Pío quien tuvo primero la idea de un concilio ecuménico; la historia demuestra ahora que, en la década de 1940, Pío dio instrucciones secretas a los jefes de la curia romana para que esbozaran los esquemas preparatorios de un concilio.

-No hay mucha gente que sepa que Pío había pensado ya en convocar un concilio -aduce Gumpel-. Pero no lo hizo por tres razones: primero, consideraba que tras la II Guerra Mundial, el mundo necesitaba calmarse antes de que se pudiera convocar un concilio; segundo, pensaba que haría falta preparar a los creyentes de manera muy gradual y progresiva, para evitar un cambio demasiado radical en la Iglesia, pues Pío era muy consciente de la necesidad de un cambio, pero quería cierta preparación psicológica; y, en tercer lugar, creía estar haciéndose demasiado viejo para llevar a cabo un concilio. Estos son los hechos.

Es característico de Molinari que explique la relación entre los dos pontificados en términos orgánicos.

-Pío pensaba que el suelo aún no estaba preparado -afirma-, pero dejó plantada en cada campo la semilla que comenzaría a germinar en los días de Juan XXIII. La semilla estaba plantada y Juan, consciente de ello, pensó que el tiempo había alcanzado la madurez necesaria para un concilio. Su intención no era ir en contra de Pío, sino, antes al contrario, avanzar por las líneas trazadas por él e ir más lejos todavía.

En opinión de Molinari, Pío XII sentó también las bases intelectuales del II Concilio Vaticano: su encíclica "Divino afflante Spiritu" sirvió de base a la importante declaración del concilio acerca de la fuente de la revelación y en la encíclica "Mystici Corporis", se basamentó la constitución dogmática del concilio sobre la Iglesia; y Pío anticipó también los documentos conciliares sobre lo misional y lo laico.

-Sin el papa Pío XII, el II Concilio Vaticano no habría sido posible -resume Gumpel-. Aparte de la Biblia, a ningún otro autor se cita con más frecuencia en los textos del concilio.

-A mí me da la impresión -apunté- de que, cuando el papa Pablo VI introdujo las dos causas, era Juan y no Pío quien tenía la reputación de santidad.

Recordé que incluso la prensa seglar trató su fallecimiento como la muerte de un santo; por lo cual, parecía que la causa de Pio venía como a remolque de la de Juan.

Molinari no estaba de acuerdo.

-Los dos hombres tenían una gran reputación de santidad mientras vivieron -rechazó-, pero los tiempos eran distintos. Recuerde que Pío XII rigió durante toda la II Guerra Mundial; Roma fue bombardeada, había ejércitos en Italia, los creyentes no podían acercarse a ver al papa como en la época de Juan. Pero, después de la guerra, sí vinieron. Era algo digno de contemplar.

Venían muchísimos soldados, no sólo oficiales, sino también soldados rasos, británicos, estadounidenses, canadienses, polacos todos querían ver a aquel hombre santo que siempre hablaba de la paz. Y cuando murió en 1958, se produjo el mismo fenómeno que a la muerte de Juan. Yo estaba aquí en Roma cuando murieron ambos. Y fue el mismo fenómeno: la gente se reunía ante Castelgandolfo, donde Pío estaba muriéndose, y miraba la lucecita en el dormitorio del papa, esperando noticias. Y, después, puedo asegurarle que los curas no paraban de oficiar misas ante la tumba de Pío desde las seis de la mañana hasta el mediodía. Pablo VI era consciente de todo eso y de las solicitudes de apoyo a la causa de Pío, que seguían llegando; así que no es que se le ocurriera un buen día que sería bonito canonizar a Pío, fue la respuesta de un papa que debe permanecer atento a las señales divinas que provienen del pueblo.

El mensaje de ambas postulaciones era el mismo: a Pío XII y a Juan XXIII no había que verlos como rivales, ni en vida ni en su viaje póstumo hacia la santidad. Son dos papas diferentes con distintas aspiraciones a la santidad, pero sus pontificados hay que tratarlos como dos fases de un solo movimiento, dos mareas que produjeron oleadas dispares, pero sucesivas en la playa. Ése fue, de todas formas, el efecto de haber introducido las dos causas a modo de tándem.

Se me ocurrió, sin embargo, que Pío dispuso de diecinueve años de pontificado para asentar su reputación de santidad, mientras que Juan sólo tuvo menos de cinco y, aun así, la memoria de éste había eclipsado la de aquél en tal grado que, a cualquiera que no se hubiera criado en la era de Pío XII, le resultaría difícil comprender hasta qué punto ese pontífice romano de noble aspecto logró identificar el destino de la Iglesia con su persona. Pío XII es, hasta la fecha, el último papa en quien se vio a un monarca espiritual, un hombre que actuaba -por parafrasear a su contemporáneo francés Charles de Gaulle- como si realmente creyera que "I'Église, c'est moi".

Al escuchar las explicaciones de Molinari acerca de Pío XII, recordé las imágenes de ese papa que veía en mi infancia, los blandos retratos oficiales colgados en todas las iglesias y en las escuelas católicas, lo mismo que Washington o Lincoln presidían las aulas de las escuelas públicas; pero estaban también las tarjetas de oración papales, como las que hay para los santos, que guardábamos en nuestros misales, y en éstas, Pío aparecía de perfil: ascético, los ojos hundidos detrás de unas gafas sin montura las largas manos delgadas apretadas para rezar, como una tienda de campaña, del modo que las monjas nos exigían a los niños durante la misa.

Pero lo que mejor recordaba era una imagen mental, fruto de la piedad más que de los retratos; lo imaginaba solo, en un remoto palacio llamado el Vaticano y tan en contacto con Dios como sólo los papas pueden estar, recibiendo la sabiduría divina que, de vez en cuando, transmitía a los humanos. Yo había escuchado su voz en la radio y parecía -por lo menos a los católicos- como un profeta descendido de la montaña para revelarle al mundo los pensamientos de Dios.

Durante la guerra coleccioné recortes en un álbum, en el que pegaba titulares de periódicos e imágenes de los campos de batalla; allí había también fotografías borrosas del papa, siempre vestido de blanco e invocando la paz, vicario de Cristo en la Tierra, pero cautivo en Roma, nuestro santo y sufrido vínculo con el Señor en medio de un mundo en guerra. Lo vi en los noticiarios cinematográficos, en oscuras salas, blanco como marfil y derecho como una baqueta, dirigiéndose ora a este lado, ora a aquél, los huesudos dedos tallando cruces en el aire por encima de las cabezas, inclinadas para recibir su bendición. "In nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti" Reconocía el latín de la misa: nuestra lengua, la lengua de la Iglesia, que sólo los católicos entendíamos. Ése era el aspecto que tenía un papa, así era como sonaba su voz; y, durante los primeros veintitrés años de mi vida, fue el único papa que conocí.

Cuando entré, en el invierno de 1960, por primera vez en la basílica de San Pedro, me sentí consternado. El personaje que estaba sentado en el trono papal era jovial y mofletudo, con una inmensa sonrisa en los labios, y de estatura tan breve que sus pontificias zapatillas apenas parecían rozar el suelo. Ese hombre era Juan XXIII, sólo que para mí no tenía el aspecto de un papa. Yo lo ignoraba entonces, pero había otros que, aunque por razones muy diferentes, pensaban lo mismo; para ellos, el verdadero papa había muerto y estaba en el cielo. Tal fue el sentimiento -tan distante ahora, tan sepultado bajo los sedimentos del tiempo transcurrido- que Molinari y Gumpel estaban tratando de evocar en beneficio de Pío XII. Y de ellos dependería demostrar, sin perjuicio de Juan, que el objeto de tal sentimiento -ese sentimiento primario, poderosamente encauzado hacia un erguido y solitario dirigente de la Iglesia- fue verdaderamente un santo.

Pío XII un alegato de santidad

La causa de Eugenio Maria Giuseppe Pacelli es, a todas luces, la más compleja y la más amedrentadora de cuantas han acometido los dos jesuitas. Descendiente de un largo abolengo de juristas y de la nobleza pontificia, Pacelli entró en el servicio papal en 1901, a la edad de veintiséis años. Durante doce años fue la mano derecha del cardenal Pietro Gasparri en la codificación del derecho canónico. En 1917, inició una carrera diplomática en Alemania que duraría más de un decenio; primero, en Munich y, luego, como nuncio ante la nueva república alemana. En 1929 fue nombrado cardenal y sucedió a Gasparri como secretario de Estado del Vaticano, calidad en la que negoció tratados con Austria y con la Alemania nazi.

En marzo de 1939, en vísperas de la inminente guerra europea, Pacelli fue elegido papa con todos, menos cinco de los cincuenta y tres votos emitidos. En cuanto a intelecto y a experiencia, estaba a la par de Roosevelt, de Churchill y de los demás líderes del período bélico dotados de fuerte voluntad. Como sus predecesores inmediatos, Pío trató de jugar el papel del pacificador internacional, anunciando en su primer mensaje navideño al mundo lo que él consideraba los principios razonables de "derecho natural" para una solución justa de las diferencias internacionales. Pero fracasó, y también en eso se asemejó a sus predecesores. A lo largo de la guerra mantuvo una postura de "imparcialidad" que lo expuso a fuertes presiones tanto por parte de los aliados como del Eje. En vano trató de impedir que Italia entrara en la guerra; pero tuvo más éxito al mantener a Roma como "ciudad abierta". Cuando los nazis, finalmente, ocuparon Roma en 1943, Pío logró albergar a miles de refugiados, entre ellos numerosos judíos, en el Vaticano y en los edificios de su propiedad esparcidos por toda la ciudad. Pero, puesto que temía que críticas directas solo intensificarían la persecución de los judíos, así como de los católicos, y porque prefería confiar en la diplomaacia vaticana, no habló sino en términos genéricos del pogromo genocida perpetrado por los nazis contra los judíos europeos. Al final de la guerra, lo elogiaron varios líderes hebreos (entre ellos, quien llegaría a ser primera ministra de Israel, Golda Meir) por su ayuda a los judíos. Durante la década siguiente a su muerte, en cambio, fue ampliamente denunciado, en círculos judíos y de otros signos, por su "silencio" durante el holocausto.

Además de su preocupación por la guerra, Pío XII desarrolló una actividad sorprendentemente intensa como maestro supremo de la Iglesia. En sus directrices a los estudiosos de la Iglesia alternaba las actitudes liberadoras y las restrictivas. En "Divino afflante Spiritu" (1943), por ejemplo, invirtió las prohibiciones de sus predecesores, al recomendar una aplicación moderada de las metodologías histórico-críticas a los textos de la Sagrada Escritura; por el contrario, en "Humani generis" (1950), sus advertencias, dirigidas contra las nuevas tendencias teológicas -incluida la opinión, hoy ampliamente aceptada por los eruditos católicos, de que la humanidad no desciende de una sola pareja de antepasados-, iniciaron un período de represión contra los pensadores más audaces de la Iglesia. Ese mismo año, se convirtió en el primer papa, en el espacio de un siglo, que definió un nuevo dogma de fe: la Asunción a los cielos de la Virgen María. Pero como muchos autócratas -desde 1944 en adelante fue su propio secretario de Estado-, Pío se volvió cada vez más reservado durante los últimos años de su vida. Nunca había sido muy accesible, y sus últimos años los pasó como un recluso en los aposentos papales. Su chófer afirmó que Pacelli jamás lo había saludado en todos sus años de servicio.

Tan pronto la causa de Pacelli fue asignada a los jesuitas, Molinari reunió a un equipo de cuatro hombres, uno de los cuales fue Gumpel, para que se pusieran en contacto con cualquiera de quien pudiera pensar que podría poseer cartas del papa. La lista final incluía más de mil nombres. Se solicitó a obispos y a superiores de órdenes religiosas que buscaran en sus archivos y enviaran copias, certificadas ante notario, de todas las cartas privadas del papa que se hallaran en su posesión; y a quienes no contestaron a la primera solicitud se les volvió a escribir. Sólo este proceso duró dos años.

A continuación, se confeccionó una segunda lista de personas, de las que se sabía que habían mantenido relaciones Con Pacelli, empezando por su familia. Al final, se logró reunir varios miles de documentos, incluidos los ensayos que Pacelli había escrito como estudiante. Había un hecho singular: en 1930, cuando fue nombrado secretario de Estado de Pío XI, Pacelli tomó la firme decisión de limitar su correspondencia personal; raras veces escribió, por ejemplo, a sus hermanas, y cuando lo hizo, fue únicamente para enviar felicitaciones de cumpleaños o de navidad. Sus hermanas lo veían pocas veces, salvo cuando asistían a alguna misa que celebraba su hermano. En suma, Pío no era el tipo de hombre que divulga sus pensamientos y sus sentimientos privados, ni siquiera entre sus familiares.

Finalmente, el equipo de jesuitas confeccionó una tercera lista de posibles testigos. Se celebraron reuniones de tribunales en Roma, en Munich, en Berlín y en otros lugares que sirvieron de escalones en la vida de Pacelli, a fin de interrogar a los testigos. Molinari y Gumpel no ocultan el hecho de que, en su opinión, están ocupándose de un santo. Gumpello había visto, de niño en Alemania, y ambos lo coonocieron en Roma cuando era ya papa; pero se apresuran a agregar que su actitud es lo único subjetivo: su tarea es examinar la vida del papa con objetividad.

En ese caso, quise saber, ¿qué hacían con los testimonios negativos?

Sus respuestas fueron genéricas y circunspectas; al fin y al cabo, se trataba de un papa.

-Bueno, a veces se encuentra a alguien que fue silenciado o herido de alguna manera en su vida, en su misión o en su carrera eclesiástica -respondió Molinari-; alguien que puede guardarle rencor al candidato o, por lo menos, tener una opinión divergente.

Pregunté nombres, pero, tal como había esperado, Molinari dijo que estaba obligado a guardar secreto acerca de las causas pendientes, y, en especial, de ésta.

-Le puedo decir que un postulador que se toma en serio su trabajo lo hace para buscar la verdad; iría contra su conciencia si eliminara las pruebas perjudiciales. Además, la Iglesia no ganaría nada si no poseyera la verdad. Y la verdad significa que se pongan todas las cartas sobre la mesa.

-Pero usted -insistí- seguramente podrá prever algunos puntos en donde la causa puede tropezar con problemas.

Yo recordaba que Benedicto XIV había invitado a los investigadores a prestar especial atención a la manera como las autoridades eclesiásticas, y particularmente los papas, trataban a sus subalternos. Recordaba también que la manera en que los papas tomaban las decisiones era tan importante como el contenido de esas decisiones. Mencioné al respecto la legendaria desconfianza con la que Pío trataba a los demás; sobre todo, durante los últimos años de su pontificado, cuando se encontraba ya enfermizo, tenía visiones de la Virgen María y apenas se comunicaba con nadie, salvo por teléfono. Me había dado cuenta, hacía ya mucho tiempo, de que aquel personaje solitario que imaginé de niño hizo gala de una insistencia casi patológica en dirigir la Iglesia él solo. Y se sabía ahora que todos aquellos discursos -las innumerables alocuciones, disertaciones y encíclicas sobre una variedad asombrosa de temas- eran fruto del intelecto privilegiado de un papa que, al parecer, no sentía mucha necesidad de consultar a nadie.

-Sí, Pío era un hombre muy sensible y tenía un temperamento muy fuerte -reconoció Molinari-. En teoría, éstos son terrenos que podrían crear problemas para su causa. La sensibilidad puede ser un arma de doble filo. La sensibilidad para el sufrimiento, por ejemplo, puede conducir a reacciones excesivas, pero también a cosas buenas. Pío tenía mucha sensibilidad para los asuntos intelectuales y ese tipo de sensibilidad puede conducir a cierta desconfianza hacia los individuos. Sabemos que tardaba mucho en cobrarle confianza a la gente, lo que puede llevar a una independencia exagerada.

Pero la cuestión más importante que concierne a la aspiración a la santidad de Pío no es de índole personal, sino política: ¿hizo todo lo que pudo o lo que debía hacer para impedir el pogromo genocida de los nazis contra los judíos europeos?

Gumpel parecía esperar esa clase de preguntas y estar ansioso de contestarlas. Es un tema que lo toca muy en lo vivo de los sentimientos; más de una vez me recordó que, por culpa de los nazis, tuvo que exiliarse dos veces de su país natal; además, se encontraba estudiando en Holanda cuando los nazis ocuparon el país. La admiración que sentía por Pío era antigua y profunda: durante una larga noche que pasamos conversando en su habitación, me confió que fue Pío XII la causa de que decidiera hacerse sacerdote.

-Hay gente -insistí-, y probablemente mucha gente, para quienes Pío XII sigue siendo el papa que eligió el silencio ante el holocausto, por temor a que, si hablaba con franqueza, no haría sino provocar una mayor persecución de los católicos. ¿Cómo piensa tratar ese tema en la causa?

-Usted olvida -comenzó- que esas acusaciones son relativamente recientes. Durante la guerra, en todos los bandos se consideraba a Pío el papa de la paz; sólo fue a partir de 1963, cuando el escritor alemán Rolf Hochhuth publicó aquella estúpida obra de teatro, "El vicario", cuando la reputación de Pío cambió, por lo menos entre algunas personas. Recuerdo que en aquel momento se nos pidió que tomáramos posición; pero nos negamos porque estábamos convencidos de que, con el paso del tiempo, esas cosas se arreglarían por sí solas. Yeso fue exactamente lo que sucedió. La historia es una maestra severa, aunque justa, y dudo de que hoy en día haya algún estudioso sensato que se tome en serio a Hochhuth.

Gumpel admitía, sin embargo, que "la cuestión judía" era el tema más serio que la "positio" sobre Pío debía tratar. Les rogué a ambos que me dijeran cómo pensaban tratarlo.

-Hay pruebas abundantes sobre el tema -dijo Gumpel- que aún no se conocen públicamente, pero que debemos reunir para responder con certeza a las dudas que aún subsisten acerca de la línea de acción de Pío XII. Aunque hay muchos hechos que ya se conocen. En 1937, por ejemplo, el papa Pío XI publicó una encíclica muy enérgica ["Mit Brennender Sorge", escrita en alemán, en lugar del habitual latín, e impresa, como precaución, en varias imprentas clandestinas locales de Alemania] en la que denunciaba el nazismo como fundamentalmente anticristiano. La misiva la redactó el cardenal Pacellil, el secretario de Estado, que había servido durante muchos años como nuncio en Alemania, y no se hacía ilusiones acerca de los nazis; absolutamente ninguna. y hubo numerosas protestas a escala diplomática, de las que la gente no se enteró.

-Pero, si estaba tan bien informado, ¿por qué no protestó más abiertamente, siendo ya papa?

Gumpel entrecruzó los dedos y se inclinó, apoyando los codos en el escritorio. Llevaba el jersey de lana azul oscuro que a menudo se ponía por la noche, del tipo que se ve con bastante frecuencia en los alemanes.

-Le voy a hablar con mucha franqueza. Si usted hubiera conocido el nazismo, como lo conocía él y como lo conocí yo, estaría tan seguro de haber resistido? De hacerlo, acaso apareciera a la posteridad como un héroe. Eso por un lado. Pero, cuando uno tiene cierta experiencia de gobierno, debe tener en cuenta las consecuencias. ¿Arreciarán todavía más las persecuciones? ¿Cuánta gente tendrá que sufrir por ello? El papa Pío hizo unas declaraciones muy enérgicas contra la manera en que los nazis trataban a los judíos; pero, después de la experiencia de la jerarquía holandesa, ya no lo volvió a hacer.

Gumpel recapituló, a continuación, lo que les sucedió a los judíos conversos al catolicismo, entre ellos Edith Stein, tras la denuncia del nazismo realizada por los obispos holandeses en el año 1942.

-Eso fue para el papa un ejemplo de que las protestas públicas no mejorarían nada -concluyó-. Además el episcopado polaco le pidió que no hiciera nada, advirtiéndole de que una protesta sólo empeoraría las cosas. Lo mismo hicieron otros episcopados. Así que el tema del supuesto silencio de Pío XII es extremadamente delicado. La cuestión era ésta: ¿mejoraría algo, o sólo empeoraría las cosas? Hay una serie de documentos de los que se desprende claramente que las protestas sólo habrían empeorado las cosas; incluso hay escritos de judíos que le piden que no diga nada, que eso sólo alentaría una persecución aún peor. Para contrarrestar esa acusación de que el papa no hizo nada, la Santa Sede ha publicado ya doce volúmenes de sus actas oficiales del período de la II Guerra Mundial.

Es obvio que, al confeccionar un alegato en defensa de las virtudes heroicas de Pío XII -sobre todo, las virtudes morales de prudencia, justicia y firmeza-, Gumpel y Molinari deben examinar no solamente las gestiones de Pacelli, sino también las del cuerpo diplomático del Vaticano y las de los episcopados europeos durante la era nazi. A ese respecto, dicen que su labor depende del acceso a los materiales, anteriormente secretos, que se guardan en los archivos bélicos de Alemania, de Italia, de Estados Unidos y de otros países que participaron en la II Guerra Mundial. A modo de ejemplo, me llamaron la atención sobre el trabajo del historiador británico Owen Chadwick, quien ha reconstruido las diversas presiones diplomáticas, ejercidas tanto por los aliados como por las potencias del Eje, a fin de apartar a Pío XII de la posición neutral que mantuvo durante la II Guerra Mundial.

-El padre Molinari y yo sabemos muy bien que Pío XII es un personaje controvertido -me dijo Gumpel-. Queremos presentar la causa a la manera en que los verdaderos historiadores de primera fila tratan los diferentes aspectos de su pontificado. Yeso significa que necesitamos mucho tiempo. No queremos precipitar las cosas.

Hablando de su proyecto, los dos jesuitas me revelaron un aspecto del proceso de creación de santos en el que hasta entonces no había reparado. A diferencia de la mayoría de las otras "positiones", la de Pío XII será un trabajo colectivo, que contendrá materiales de varias docenas de historiadores externos. Gumpel ha esbozado ya una sinopsis de la vida de Pacelli y ha seleccionado varios aspectos que requieren colaboraciones de especialistas. En unos casos, ha escrito a los expertos pidiendo respuestas a ciertas preguntas, en otros, ha solicitado extensas monografías.

-Hasta ahora -me confió- tenemos más de dos docenas del primer tipo y más de quince del segundo. La gente está bastante dispuesta a colaborar. Ya ve usted que hay mucho trabajo de colaboración en el campo de la historia científica. Quienes están seriamente interesados en los temas históricos se muestran dispuestos a ayudarnos porque es un intercambio, ellos nos ayudan, y nosotros les facilitamos las cosas; y hay tantos escritos científicos sobre Pío XII que no es difícil encontrar colaboradores que quieran escribir ciertas secciones.

Pero ¿cómo decidían a qué expertos externos consultar? ¿Qué criterios empleaban para elegir a un historiador y no a otro? Recordé las críticas del padre Luigi Porsi, jurista canónico y antiguo abogado, quien argüía que la reforma de 1983 no aseguraba la crítica sistemática de una causa en el desarrollo del proceso. Puesto que Gumpel y Molinari admitían estar subjetivamente convencidos de la santidad del papa, ¿estaban dispuestos a incorporar a su "positio" los trabajos de estudiosos que sostuvieran una visión crítica? Cité, a modo de ejemplo, al sociólogo norteamericano Gordon Zahn, cuyo estudio "German Catholics and Hitler's War" ("Los católicos alemanes y la guerra de Hitler") contenía duras críticas a la conducta de Pío XII durante la época nazi.

-Antes que nada -concretó Gumpel-, tenemos acceso a todo lo que concierne el pontificado de Pío XII. Ya tenemos, por tanto, un gran número de hechos verificados. Con esos hechos en la cabeza, uno lee un libro y quizá ve que el autor está hablando de un tema, aunque ignora una gran parte, o quizá la parte esencial, de las pruebas históricas. En ese caso, podemos ver que sus juicios se basan en pocas pruebas y, a veces, en pruebas erróneas. No consultaremos, por ejemplo, a Gordon Zahn porque él no conoce los hechos.

-¿Pero es realmente tan fácil separar los hechos de su interpretación? -objeté-. A mi entender, en historia no hay hechos sin interpretación. Incluso la elección de qué hechos son relevantes es un ejercicio de interpretación histórica.

-No es fácil -replicó Gumpel-, pero tampoco es imposible. Si usted lee, por ejemplo, a un autor que asegura que Pío XII dijo esto o aquello, y tiene usted el documento original delante, entonces puede ver si ese autor cita mal o si especula. Es una simple cuestión de si conoce su material o no, de si tiene pruebas para hablar de los motivos del papa en este caso o en aquel otro.

-¿Así que ustedes eligen a sus colaboradores en función de cómo tratan los materiales que ustedes ya poseen?

-Sí. Mire, para lo tocante a este caso tenemos acceso a todos los archivos alemanes, así como a los del Vaticano. Y hace poco se abrieron los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores británico sobre la II Guerra Mundial, de modo que tenemos éstos también. Es decir, cuando leemos un libro que toca algún aspecto importante de esta causa, le escribimos al autor y le decimos que su trabajo nos inspira confianza porque cita unos documentos y nosotros tenemos acceso a esos documentos, que nos encontramos con algunas dudas sobre cierto punto y que nos gustaría saber lo que él opina. Como usted podrá imaginar, eso exige una enorme cantidad de trabajo. Y, en el caso de un papa, hay que llegar hasta el límite de la certeza posible al verificar o sucedido.

Yo sabía, desde luego, que ésta no era la única causa en la que Gumpel y Molinari estaban trabajando. Pero, aunque lo fuese, sugerí, parecía poco probable que ninguno de los dos viviese lo bastante para verla acabada.

Gumpel sonrió con gesto cansado; aunque el Vaticano no tiene fijado ningún límite de edad de retiro obligatorio para las personas que hacen este tipo de trabajo, admitió:

-Realmente no sé si viviré para ver el fin de esto.

De todos modos, afirmó que nadie ejercía presión sobre ellos para que cumplieran algún plazo; además, agregó, el clima político en la Iglesia sigue siendo tal que ni la causa de Pío ni la de Juan se acabarían aunque estuvieran escritas ya las "positiones".

-El hecho es que ninguna de las dos "positiones" estará terminada en un futuro inmediato. Mantenemos relaciones muy amistosas con el padre Cairoli y por cierto que no queremos que esto se convierta en una especie de carrera de caballos. Pero tenemos con él una especie de acuerdo entre caballeros en cuanto a que avanzaremos con las dos causas al mismo tiempo.

Ahí estaba: el primer reconocimiento, por parte de un miembro de la congregación, de que los destinos de las dos causas estaban mutuamente vinculados en los procedimientos. Hasta entonces, todas las personas con las que había hablado eludieron la cuestión, porque tocaba el lado más delicado de la creación de santos: la política eclesiástica. Pero Gumpel habló con bastante franqueza de su acuerdo informal y de la razón del mismo:

-Para decirlo lisa y llanamente, si en este momento el papa actual beatificara a Pío y no a Juan, habría cierto sector de opinión que diría que la Iglesia prefiere la línea de Pío a la de Juan; y exactamente lo mismo pasaría, sólo que al revés, si se beatificara a Juan antes que a Pío.

El caso de Juan XXIII

A diferencia de Pacelli, Angelo Giuseppe Roncalli nació lejos de la culta ciudad de Roma, y lejos también de las privilegiadas circunstancias de su predecesor. Sus padres eran aparceros en Sotto il Monte, y él sirvió en el ejército antes de hacerse sacerdote. Tras recibir una beca para estudiar en Roma, terminó el doctorado (Pacelli fue uno de los examinadores) y regresó al arte donde enseñó en un seminario y se convirtió en secretario de Giacomo Radini-Tedeschi, el políticamente activo obispo de Bergamo. Corrían los últimos días de los furiosos esfuerzos emprendidos por Pío X para erradicar a los modernistas de la Iglesia, Y la era del. "Sodalitium Pianum" (la Cofradía de Pío, llamada así en memoria del papa Pio IX), una red de espías que se extendía desde el Vaticano y cuyos miembros delataban a los sospechosos de modernismo. Entre los sospechosos estaban. El superior del Joven Roncalh (el obispo Radini- Tedeschli a quien Pío X gustaba de ridiculizar), el amigo mayor de Roncalli (el cardenal Ferrari, de Milán) y... Roncalli mismo. Entre otros cargos, se acusaba a Roncalli de leer y aprobar al historiador católico francés Louis Marie Duchesne, cuya "Historia de la Iglesia antigua" en tres volúmenes estaba catalogada en el "Índice de libros prohibidos" del Vaticano. Él se apresuró a limpiar su nombre, pero el incidente lo enervó en tal grado que tal vez explique lo poco propenso que fue, como papa, a la represión intelectual. [Tras ser elegido papa, Roncalli pidió un informe secreto que había sido compilado sobre él. Después de leerlo, lo devolvió al archivo, a diferencia de su predecesor Pío XII, quien retiró de los archivos del Vaticano un expediente de quejas contra él.]

Durante la I Guerra Mundial, sirvió como sargento del cuerpo médico en el frente. Durante varios años trabajó en Roma, hasta que lo enviaron a Bulgaria para que se ocupara de los problemas que había entre los católicos romanos y los ortodoxos.

En 1934, el arzobispo Roncalli fue nombrado delegado apostólico para Turquía, donde logró prestar ayuda, tras el estallido de la guerra, a innumerables judíos y a otros refugiados de la Alemania nazi. Diez años después, se convirtió en nuncio papal para Francia, y disuadió hábilmente a De Gaulle(quien más tarde declararía por escrito en la causa de Roncalli) de su intento de forzar a Roma a destituir a veinticinco obispos franceses -entre ellos, tres cardenales- a los que el Gobierno acusaba de haber colaborado con ,el régimen de Pétain. Mientras estuvo en París, inauguró un seminario para los prisioneros de guerra alemanes y trató de paliar los efectos de la condena, efectuada por Pío XII, del movimiento de los curas obreros franceses.

Nombrado cardenal, a Roncalli le fue asignada en 1953 la sede patriarcal de Venecia, donde tenía buenas razones para suponer que concluiría su carrera eclesiástica. A los setenta y siete años, en 1958, fue elegido papa, como candidato de compromiso. Solía decir que eligió el nombre de Juan porque deseaba imitar al Bautista, que abrió camino al Señor. Ajeno a la vida política del Vaticano -"Estoy atrapado aquí", se quejó una vez-, se lanzó de cabeza al II Concilio Vaticano, sabiendo perfectamente que había oposición a la idea entre sus propios consejeros de Roma. Su discurso inaugural ante los padres conciliares revelaba muy bien su carácter. Si los concilios del pasado se habían confrontado con severidad al mundo contemporáneo, esta vez lo que hacía falta era comprensión. Juan pensaba que el concilio duraría pocos meses; en realidad, se prolongó a lo largo de cuatro años. Él no vivió para ver el final, pero, en los cinco breves años de su pontificado, logró transformar la imagen del papado y de la Iglesia misma. Su fallecimiento fue llorado, en las palabras de un titular de prensa, como "una muerte en la familia de la humanidad".

En comparación con el elaborado trabajo de equipo que realizaban Molinari y Gumpel, el padre Cairoli desempeñaba su función al antiguo estilo y en solitario. Roncalli era su última causa y la única que tenía entre manos el anciano franciscano; y, aunque por enfermedad se había retrasado mucho, en comparación con el ritmo de trabajo marcado por los jesuitas, insistía en hacerla todo él mismo.

Visitó, por ejemplo, todos los lugares en donde Roncalli trabajó como diplomático. En Bulgaria fue vigilado por la policía. En Turquía entrevistó a un editor de prensa judío, quien le contó que durante la II Guerra Mundial, Roncalli le pasaba dinero dos veces por semana para que los judíos refugiados de Hitler pudieran adquirir comida. Lo que interesó a Cairoli todavía más fue que el dinero no provenía de la Iglesia, sino de Franz van Papen, el embajador de Hitler en Turquía.

-Nunca antes había oído esa historia -me comentó Cairoli-. Pero necesitaba que Van Papen mismo me la confirmara. Estaba aún vivo; residía en el sur de Alemania, cerca de la Selva Negra, así que fui a verlo y me dijo que sí, que todo era verdad. Hitler le había dado a Van Papen una gran cantidad de dinero, para que le sirviera de ayuda al persuadir a los turcos para que se alinearan el Eje. Van Papen era católico y asistía a la misa de Roncalli. Después, hablaban. Ambos creían que Alemania e Italia perderían la guerra, y ambos temían que, si los turcos se alineaban en el bando del Eje, la Unión Soviética invadiría Turquía. De modo que en vez de gastar el dinero en sobornar a los turcos, Van Papen se lo dio a Roncalli, quien lo dio a su vez a los refugiados judíos. Ahí ve que clase de diplomático era Roncalli.

Aunque estaba dispuesto a viajar por la causa, Cairoli se negaba a participar en la administración de las finanzas correspondientes. Insistía en que el secretariado de .Estado del Vaticano administrara los considerables fondos donados en favor de Juan XXIII. Cairoli era frugal. Los funcionarios de la secretaría lo instaron, por ejemplo, a investigar una curación inexplicable que se había producido en Chicago, pensaban que un milagro del otro lado del Atlántico ayudaría a demostrar la universalidad de la reputación de santidad de la que gozaba Juan; pero Cairoli, teniendo más de veinte milagros potenciales entre los que escoger, eligió uno de Nápoles y otro de Sicilia.

-Mire usted -me explicó-, un viaje a Chicago me costaría el precio de un vuelo internacional. En el país de usted, los hoteles son más caros que en el mío. Los médicos cobran mucho más, y debo por lo menos ofrecerles una recompensa por su tiempo. En Italia, en cambio, puedo viajar en tren, que es barato, alojarme en una "pensione", y aquí los médicos no cobran cuando se trata de certificar un milagro.

Me parecía extraño que, al cabo de casi veinte años que Cairoli llevaba trabajando en la causa, todavía no tuviera un relator. No quería ninguno, dijo, ni quería colaboradores en la abrumadora tarea de escribir la "positio" del papa. Había reunido ya unos seis mil documentos escritos por el difunto papa o que trataban de él, incluidas las declaraciones de trescientos testigos, aproximadamente, en total, más de veinte mil páginas.

-Escribiré la "positio" yo mismo -me dijo una tarde que nos encontramos en la congregación-, porque estoy trabajando con documentos reservados que no puedo mostrarle a ningún colaborador.

El documento más importante, con el cual contaba para revelar la virtud heroica del papa, era el diario personal que Roncalli llevó durante la mayor parte de su vida adulta.

-Lo tengo en un armario bajo llave. Luego, puse la llave en otro armario, y la llave de éste la llevo siempre conmigo. -Sonreía de satisfacción ante tan elaborada precaución-. Pertenece a la Santa Sede, pero dudo de que lo publiquen jamás. Ni siquiera creo que lo pusieran en los archivos del Vaticano.

-¿Por qué?

-Roncalli escribió en él sobre muchos políticos. Cuando estaba en Estambul, por ejemplo, como nuncio papal para Turquía, había allí muchos espías internacionales de Alemania, de Rusia, de todos los países. Él escribía sobre lo que veía, lo que los oía decir. Y continuó con ello cuando era papa. Todos los nombres están allí, así que no creo que la Santa Sede quiera publicar ese diario. Pero le digo una cosa: no he hallado nada en él que estuviera dirigido contra otra persona.

-Entonces, ¿usted piensa que el diario será una prueba importante de su virtud heroica?

-Sí, sin ninguna duda. Cuando alguien tiene enemigos importantes, es heroico si responde con amor. Y el papa Juan siempre respondía con amor.

Cairoli me contó a continuación la historia del cardenal Domenico Tardini, un veterano de la administración de Pío XII, que se quejó ante periodistas de que no podía trabajar con el nuevo papa. Pero, cuando Tardini fue a ver a Juan y le ofreció su renuncia, el papa insistió en que siguiera como su secretario de Estado. Cairoli saboreó el final de la historia.

-El papa Juan le dijo: "Yo sé que usted no me tiene en mucha estima, y por buenas razones; pero yo sí que lo tengo en mucha estima a usted. Ha trabajado en el centro de la Iglesia y conoce bien los problemas importantes; yo no he estado en el centro de la Iglesia, sino en la periferia, y sé lo que la periferia quiere del centro, así que usted me complementará a mí y yo le complementaré a usted, y entre los dos, trabajaremos por la Iglesia." Ya ve que el papa jamás dijo una mala palabra de la gente que hablaba mal de él, ni una palabra; jamás. Durante toda su vida fue así: heroico en su caridad.

Yo sabía ya que Juan había tenido numerosos enemigos mientras vivió y, especialmente, detractores en la curia romana; pero lo que quería saber era si alguno de esos enemigos había llegado al extremo de declarar contra su causa.

Cairoli se puso a manosear el nudoso rosario que todos los franciscanos llevan en la cintura.

-Para juntar los testimonios hemos celebrado tribunales en muchos sitios: en Bergamo, en París, en Sofía, en Venecia, todos los lugares en donde Roncalli vivió. El primero fue en Roma donde murió, y el primer testigo que presenté fue el cardenal Eugene Tisserant. Debemos presentar a todos los testigos que estén en contra de la causa, y yo había oído decir que Tisserant criticaba al papa Juan, así que le pedí que se explicara.

Tisserant era prefecto de los archivos del Vaticano y, al mismo tiempo, también era prefecto de las Congregaciones Orientales. Cuando Juan comenzó su pontificado no entendía por qué un solo hombre debía ocupar dos puestos importantes, y le dijo a Tisserant que eligiese uno de los dos. Tisserant se enfadó. Pero el enfado fue sólo por ese incidente. Resultó que de ningún modo estaba en contra de la causa del papa Juan.

-¿Había otros?

Los había. Uno de ellos era el cardenal Giuseppe Siri, de Génova, un reaccionario de pura cepa y uno de los principales oponentes a la reforma durante el II Concilio Vaticano. El papa Pío XII, su héroe, le hizo entrega del solideo rojo en 1953, cuando Siri tenía tan sólo treinta y seis años, convirtiéndolo en uno de los cardenales más jóvenes de la Iglesia. Durante décadas, Siri fue un hombre poderoso dentro del episcopado italiano. Tres veces había sonado su nombre para el papado y tres veces fue pasado por alto.

Según Cairoli, la prensa divulgó ampliamente una frase atribuida a Siri, según la cual se tardaría cuarenta años en reparar los daños que el papa Juan había causado al convocar el II Concilio Vaticano.

-La gente me decía que Siri estaba en contra de la causa del papa Juan, así que fui a verlo a Génova y le dije: "Su Eminencia, sé que usted está en contra de esta causa; ¿declararía, por favor, ante un tribunal?" Y él me replicó: "Dicen que estoy en contra de la causa, y no es verdad." Incluso negó que se hubiera pronunciado en contra de la convocación del concilio; y así consintió en decírselo al tribunal.

Estaba claro que, para Cairoli, cualquier crítica de Juan, por muy limitada o moderada que fuese, sólo podía beneficiar la causa. Lo que lo preocupaba, sin embargo, era la fama que tenía el papa de juzgar las cosas de manera espontánea. En efecto, ese rasgo característico -que aumentó el cariño que le tenían los católicos de a pie y encantó al mundo no católico- era algo que los postuladores temían que pudiera alegarse en contra de la causa.

-Dicen que era impulsivo; pero no es verdad, lo que hacía nunca era simplemente impulsivo. Tome usted, por ejemplo, su deseo de lograr la reunificación con las Iglesias ortodoxas. En 1925, cuando era representante papal en Bulgaria, asistió al Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa. En Roma eso causó escándalo. La Secretaría de Estado y el Santo Oficio quisieron saber qué pensaba él que estaba haciendo, así que Roncalli le escribió a su amigo Gustav Testa, que luego fue cardenal: "Por favor, dime, Gustav, ¿qué hice de malo? Ellos son obispos como nosotros, son sacerdotes como nosotros, sus sacramentos son tan válidos como los nuestros, creen en un solo Dios como creemos nosotros, veneran a la Madre de Dios como nosotros; y, si la ley de los Evangelios me manda amar a mi enemigo, ¿acaso no puedo amar también a estos hermanos míos?" Así pues, cuando invitó a los ortodoxos a asistir al II Concilio Vaticano, no hizo sino repetir lo de 1925. Tal como le dije, no se trataba de algo impulsivo.

-¿Y qué me dice del concilio? -le pregunté-. ¿No decía Juan mismo que la idea de convocarlo le vino como una inspiración repentina del Espíritu Santo?

Los ojos de Cairoli se dilataron detrás de las gafas sin montura. Aún tenía otra historia más que contar. En 1905, cuando Roncalli no era más que el joven secretario del obispo de Bergamo, acompañó a su jefe a Milán para visitar al cardenal Ferrari. En los archivos de la archidiócesis de Milán descubrió cinco libros que el gran cardenal Carlos Borromeo escribió sobre la aplicación de las enseñanzas del Concilio de Trento en la Iglesia local. Roncalli pensó que había que publicar una edición crítica de los textos y trabajó en ello durante los cincuenta años siguientes, hasta que lo eligieron papa.

-Durante la II Guerra Mundial, cuando Roncalli estaba en Estambul, su secretario quiso viajar a Italia en avión para ver a sus padres. Roncalli le dijo que era demasiado peligroso, los británicos o los norteamericanos podrían derribar el avión; y añadió: "Pero si se empeña en viajar, tráigame, por favor, estos libros." Los libros eran sobre el Concilio de Trento. Así que ya ve usted que siempre estuvo estudiando el concilio. Y, en 1944, en la Iglesia del Espíritu Santo, en Estambul, con alemanes, estadounidenses Y más gente presentes, dijo que la Iglesia debía relacionarse con el mundo después de la guerra y habló de un concilio y de la necesidad de prepararnos para entrar en ese mundo nuevo. Jamás imaginó que sería papa. Pero, cuando fue elegido, era natural que pensara en convocar un concilio, llevaba cincuenta años preparándolo. No, él no era impulsivo.

No volví a ver a Cairoli nunca más, murió en marzo de 1989. En tales circunstancias, podía esperarse que la congregación asignara una causa tan importante como la del papa Juan a otro postulador de larga experiencia; pero no fue así, la causa se asignó al nuevo postulador general de los franciscanos. La razón era, según me explicó un funcionario de la congregación, que el material reunido por Cairoli era tan delicado que no querían que los viera demasiada gente.

Aunque Cairoli no había aludido a ningún problema relacionado con la causa de Juan, dentro de la congregación circulaban rumores de que su proceso estaba tropezando con serias dificultades.

-Antes era la causa de Pío la que tenía problemas -comentó el archivista, padre Yvon Beaudoin, pocos meses después de la muerte de Cairoli-; ahora es la de Juan. Uno escucha lo que dice la gente y lee artículos; y le están echando la culpa de todo lo que ha ido mal en la Iglesia desde el II Concilio Vaticano.

Otros miembros de la congregación se expresaron de manera más ominosa. Se me dijo que la investigación de la vida de Roncalli había sacado a la luz impedimentos mucho más serios que la fama de impulsivo que Cairoli se había afanado tanto en combatir. Los milagros que el ahorrativo fraile había escogido para Juan no servían para nada mientras subsistieran serias dudas acerca de la virtud heroica del papa. Por el momento, al menos, la causa estaba paralizada, aunque no suspendida oficialmente.

La causa de Pío, por el contrario, a finales de 1989 estaba lista para escribir la "positio". Sin embargo, Molinari y Gumpel no parecían tener prisa en acabar su trabajo. La razón, probablemente, está en que el papa Juan Pablo II también quiere que ambas causas se procesen simultáneamente.

Sea como fuere, está claro que los dos papas y sus pontificaos continúan siendo demasiado controvertidos políticamente corno para permitir que ninguna de las dos causas se juzgue muy pronto; en ese sentido, ambas están a merced del futuro tanto como del pasado: el destino de Juan depende en parte de la interpretación que se haga del concilio por él convocado, el de Pío, de la controversia, que aún hierve a fuego lento, acerca de su reacción pública sumamente reservada ante el holocausto. Efectivamente, la crissis que se produjo en 1989 en las relaciones entre católicos y judíos, precipitada por la construcción de un convento carmelita en Auschwitz, resucitó el poderoso recuerdo de cuán profundos sentimientos persisten entre los judíos con respecto al holocausto y la decisión de Pío XII de no referirse a él directamente. En ambos casos, el destino definitivo de las causas dependerá en gran medida del grado en que los prelados de la congregación las estimen "oportunas", en otras palabras, de su impacto sobre la opinión eclesiástica y mundial.

Lo que yo no comprendía aún, sin embargo, era cómo juzgan los asesores mismos las causas papales. Al sopesar la gestión del cargo, ¿se centran principalmente en el celo que mostró en la preservación y la propagación de la fe, como proponía Benedicto XIV? ¿Hasta qué grado a un siervo de Dios pontificio se le piden cuentas también de su doctrina política y social? ¿Y su trato para con los disidentes teológicos? ¿Sus decisiones administrativas? ¿Sus relaciones con los Gobiernos extranjeros? ¿Su lectura, por usar una de las frases favoritas del II Concilio Vaticano, de "los signos de los tiempos"? Éstos son, sin duda, aspectos importantes de las causas de Pío y de Juan; lo que todavía me quedaba por descubrir era que también lo son para la causa de otro candidato pontificio.


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