La devoción al mito de José María Escrivá

From Opus-Info
Revision as of 11:49, 8 January 2009 by Bruno (talk | contribs)
(diff) ← Older revision | Latest revision (diff) | Newer revision → (diff)
Jump to navigation Jump to search

Por Oráculo, 21.07.2006


1. Después de estos últimos meses, en los que he venido describiendo aspectos criticables del Opus Dei actual, cada vez voy teniendo más claro que esas patologías enlazan directamente con la etapa fundacional y con la personalidad de su Fundador, que he comentado hace unos días. Por eso el reciente estudio de Marcus Tank dedicado a la biografía de José María Escrivá merece ser destacado, por la frescura renovadora de sus enfoques y porque conlleva un reclamo de investigación integradora sobre los múltiples aspectos: la reducción en la que tanto insistía von Balthasar y que personalmente busco en mis escritos sobre el Opus Dei.

Ese escrito me ha recordado la charla final sobre el Padre o nuestro Padre, o la filiación al Padre, no recuerdo exactamente, en un reciente curso de retiro. El ponente era personaje cualificado del stablishment de la Prelatura. Y esto hizo más inquietante el discurso oído. En síntesis —una síntesis que hacía el mismo charlista— decía (sic) literalmente: hemos de parecernos a nuestro Padre, el modelo que nos ha dado Dios es San Josemaría, y cuanto más nos parezcamos a nuestro Padre más nos parecemos a Dios. Quien hablaba entonces era sin duda una buena persona. Parecía convencido de sus afirmaciones, y se quedaba tan pancho.

Pero me resultan preocupantes esas expresiones, la intencionalidad pastoral a la que sirven, y también su contexto, ya que parece establecerse de facto una “mediación” de ese “nuestro Padre”, análoga a la del Verbo encarnado, para la unión con Dios, por el hecho de haberse recibido la vocación al Opus Dei. Y esto es un grave error teológico, teórico y práctico, tanto en la teorización de la “paternidad espiritual” de Escrivá sobre el Opus Dei como en la “devoción” al “San Josemaría” de diseño...

En lugar de presentarse a Escrivá como otro más “del Opus”, de la Obra pero “de Dios”, con la misma vocación para hacer una “tarea divina”, en su caso con la misión de Fundador, se eleva su paternidad fundacional a una mediación necesaria para la unión personal con Dios en la vida interior de cada uno de sus hijos. Sinceramente, me parece una exageración, muy poco afortunada, y teológicamente inaceptable. Es muy peligroso porque significa que Jesucristo es suplantado por ese nuestro Padre y porque no se concibe una relación personal y directa con Jesús sino a través de esa mediación.

Algo análogo sucede cuando el Opus Dei institucional pretende ocupar idéntica posición respecto de sus fieles que la Iglesia apostólica como tal, bajo la afirmación de que es una partecica de ella. Éste es el tema de fondo —teológico, no tanto canónico— que se encubre en el discurso de la estructura jerárquica aplicado a la Prelatura, como bien se muestra —por poner ahora un ejemplo— en la carta de 26 de junio de 2006 del actual Prelado, enviada por EscriBa hace unos días. Por estos caminos, se eleva la institución al rango divino de la misma Iglesia y, al tiempo, se vacía de contenido la constante afirmación del propio Fundador de que yo no soy el modelo, el modelo es Jesucristo, como si esto fuera “retórica humilde” que habríamos de tomar a beneficio de inventario. Y ¿por qué estas frases sí, y otras no? ¿Quién determina cuáles sí y cuáles no?


2. Lo “imitable” de los santos es —a mi parecer— su disposición y su acción de correspondencia a la gracia, pero ésta es siempre propia de cada uno y para cada uno: cada cuál recibe lo que Dios le regala y personalmente tiene su medida propia de plenitud en Cristo. Más que “imitar” a los santos, contemplamos su relación con Cristo, entrando en su mundo interior, para que nuestro corazón se empape de afectos y se mueva —bajo la acción del Espíritu Santo— al afán de correspondencia a Jesús.

No negaré que la “filiación espiritual” a Escrivá otorga como un “derecho a su intercesión”, a una protección y ayuda particular del San José María auténtico. Pero no hay que invertir los términos: la relación de cada uno es con Jesús, personal, exclusiva de cada uno, y quien llama a la santidad —cualquier tipo de vocación— es Jesús y no ese “nuestro Padre”, del que suele hablarse a todas horas opportune et importune… y. sobre todo, importune. ¡No hay que sacar las cosas de quicio!

Si existe alguna vocación divina al Opus Dei, entonces es Dios quien llama a cada uno personalmente, pero no a “imitar a ningún San Josemaría artifical”, sino a hacer “su” Opus Dei: es decir, el de Dios y, por tanto, cada uno en su tiempo, en su momento, en sus circunstancias, que no son las del José María fundador. En realidad esa obra divina es la santidad personal de la pureza interior del corazón, por la que Dios enciende “mi ambiente” del mundo y por la que Él atrae todas las cosas de ese mundo hacia sí.

Así pues, el Opus Dei no puede entenderse como la tarea de “imitar” al Fundador —tantas veces sin fundamento, según la aguda observación de Marcus Tank— ni menos copiar sus modos de responder aquí o allá: cada persona es original e irrepetible en su vocación, en su llamada, en sus circunstancias, en su santidad, y Dios cuenta con esa unicidad personal de cada quien —protagonista activo de una relación interpersonal singularísima con Dios— como camino del Opus Dei divino.

Todo este panorama queda borrado del horizonte interior cuando la vida ascética y la pastoral espiritual se mediatiza, en sentido estricto por el omnipresente “San Josemaría”, por muy Fundador que haya sido. La vida de José María Escrivá no reúne en sí todas las vocaciones ni todas las situaciones de la historia en las que habrá de desplegarse el espíritu de la “Obra de Dios”. Si en efecto es de Dios, entonces este espíritu transciende, libre, el contexto histórico y la persona del Fundador.

Ergo: hay que recibir con cautela todas esas frases como imitar a nuestro Padre o parecerse a nuestro Padre, pues tales expresiones son equívocas en sí mismas. Sólo parecen servir para promover una peligrosa espiritualidad desde arriba (Anselm Grün) o para que los Directores atemperen toda la posible iniciativa renovadora, creativa, de los fieles fuera de su control, Con esta reflexión no pretendo negar que la meditación de la vida y escritos —sobre todo fundacionales— de Escrivá sea oportuna para “comprender” y “entender” el carisma recibido: al contrario, resulta lo más “natural” sobrenaturalmente hablando. Pero deberá ser meditación sobre la realidad objetiva de lo histórico y no sobre un mito.


3. Con todo, el juego de los equívocos de nuestro charlista no terminaba ahí. Deliberadamente el ponente confundió además la canonización del santo con la “canonización del espíritu del Opus Dei”, considerando así como espíritu las tradiciones recibidas de Escrivá. Pero, teológicamente, la canonización de José María Escrivá nada añade al tema del discernimiento sobre su carisma, ya que es sólo la constatación de que el Fundador alcanzó la meta de la bienaventuranza, habiéndose empeñado en vivir según el espíritu que en su día recibió aprobaciones eclesiales. Conviene no confundir planos, ni extrapolar consecuencias más allá de lo que permite una sana teología.

¿Por qué entonces se hacen ahora esos nuevos razonamientos? ¿Por qué incluso se hacen hasta el extremo de afirmar —como ha hecho el Prelado actual— que la “canonización” debe considerarse casi como una nueva “fecha fundacional” del Opus Dei? Al menos veo dos “razones” de facto, asentadas en la pastoral de la Prelatura. De un lado, porque se está entendiendo la fidelidad de un modo materialista: acciones concretas y modos de hacer determinadas cosas, aunque curiosamente se hable de “fidelidad al espíritu”. Y, de otro, porque esa figura histórica —con toda la materialidad detallada de su “vida y milagros”— es secuestrada por la organización institucional y en cierto modo “administrada” a los súbditos en sus interpretaciones. He aquí el mito.

De ahí brota la “divinización” de las acciones de gobierno, en la medida en que sus decisiones son presentadas como “concreción” auténtica del espíritu transmitido por el Fundador —sobre el que no cabe discutir ni polemizar— y, por tanto, tan “divinas” como el espíritu fundacional. Al no hacerse distinciones ni separación de temas, la institución se va haciendo cada vez más totalizadora, más totalizante y también totalitaria. Se suplanta lo empírico por el mito y luego no se reconoce realidad a las vocaciones singulares, como distintas de la vocación única del Fundador; según este parecer, en el Fundador “mitificado” está todo, y éste no es sólo causa ejemplar sino eficiente y formal de todas las “llamadas” al Opus Dei.

Es una especie de “panhegelianismo fundacional”, sostenido por la institución en la historia y servido por una nomenclatura cerrada —cuantos aceptan sin rechistar o, mejor, sin pensar esos presupuestos— que de continuo no hace sino mirarse el ombligo. ¿Estoy exagerando? Pienso que no. Hay modos de demostrar que es así. Estúdiese con atención, por ejemplo, el editorial publicado en la revista Crónica (junio, 1985) pp.590-596, titulado Parecerse a nuestro Padre, pues ahí se concentran con gran claridad los actuales “desenfoques” exagerados sobre la devoción a Escrivá o, más exacto, las claves del mito construido sobre su persona.

Esos enfoques son fomentados, sostenidos y también desarrollados sistemáticamente por la institución con los suyos, mediante una eficaz acción de gobierno, cuya “fuente” está sin duda en Álvaro del Portillo. Como no es mi intención alargar excesivamente este escrito, por vía de apéndices, envío a Agustina una copia escaneada de ese editorial, para su edición aparte. Mis posteriores citas textuales se toman de ahí y buscan destacar el núcleo de ideas que hoy están siendo repetidas hasta la saciedad: tópicos y estereotipos, estandarizados en los medios de formación, que producen ya hartazgo y rechazo interior. Es momento, pues, de aplicar la reflexión teológica a ese núcleo temático, para calibrar su fundamento.


4. De entrada, se constata una explícita tendencia a engrandecer la figura de ese “nuestro Padre” por encima de todos los demás santos habidos en la historia de la Iglesia. Se muestra en la repetida cita de un supuesto comentario hecho por Pablo VI en ese sentido, en audiencia privada a Álvaro del Portillo, como si fuera el juicio “histórico” formulado por un Papa casi con valor dogmático. De ser cierto el comentario, no pasa de ser una opinión privada, vertida de pasada en una conversación de amigos, sin apenas importancia.

Si a este hecho se añade el silencio habitual sobre otros santos, o sobre otras experiencias de santidad en la Iglesia, resulta que la “canonización interna” del mito San Josemaría es prácticamente una “cuasidivinización”, cuyo culto parece superar la hiperdulía de veneración otorgada a la Madre del Verbo encarnado. Es como si Escrivá fuera el “medianero de todas las gracias” para cuantos se relacionan con“su” Opus Dei (de Escrivá, no de Dios).

No necesito discutir aquí la supuesta opinión de Pablo VI sobre Escrivá. Pero sí afirmo que no procede “sacar consecuencias” de donde no pueden sacarse. Es más, nadie tiene derecho a hacernos comulgar a todos con esas ruedas de molino. Y, en este aspecto, no está de más recordar el consejo de Tomás Hemerken de Kempis (libro III cap.58 §§5-6) sobre las comparaciones “humanas” de los hombres, hablando de la grandeza de los santos:

“[§5] (...) Callen, pues, los hombres carnales y sensuales que pretenden disertar sobre el grado de los santos, pues no razonan sino por prejuicios y apreciaciones personales, quitando y poniendo a su gusto, de acuerdo con su parecer, y no como agrada a la eterna Verdad.
[§6] Muchos obran así por ignorancia, especialmente aquellos que, con escasa luz sobre las cosas espirituales, raramente aman con perfecto amor sobrenatural. Estos tales se dejan llevar por un afecto natural, como también de una amistad puramente humana, y así se inclinan más a unos santos que a otros, imaginándose que en las cosas celestiales acontece lo mismo que en las de la tierra. Mas hay una distancia inconmensurable entre lo que piensan estos imperfectos y lo que intuyen los varones espirituales que están iluminados por la revelación sobrenatural”.

Cuando se vive instalado en estos enfoques, obviamente en los “ambientes de familia” del Opus Dei, no es difícil advertir una especie de “soberbia espiritual compartida”, una gran falta de humildad colectiva, de la que brota la tendencia a establecer una analogía completa —en la transmisión del “espíritu del Opus Dei” y su realización histórica— con el plan económico de la salvación. Pero esto es una exageración peligrosa e inasumible.

La consecuencia inmediata será razonar sobre nuestro Padre y su misión con nociones que sólo tienen sentido aplicadas a la Revelación divina y a la misión del Verbo de Dios. Ciertamente, no se mentará la hipóstasis del Unigénito para nada ni su “encarnación”, pero sí se habla de una “encarnación perfecta del espíritu del Opus Dei en San Josemaría” y de un plan divino de realización de ese Opus Dei en la historia, a través del mito de San Josemaría, con la misma intensidad e idéntica lógica de conceptos por los que se describe la economía histórica de la salvación. Sólo falta decir sobre el Fundador omnia bene fecit y pertransiit benefaciendo.


5. Los extremos absurdos a donde conduce tanta exageración, sin fundamento teológico, se muestran de inmediato. El más grave es sin duda la tendencia a suplantar la acción directa del Espíritu Santo por una “supuesta” acción directa de ese “nuestro Padre” en la santificación, más allá de lo que es la intercesión de los santos. Como decía más arriba, su papel se transforma entonces en una “mediación” análoga y analogada con la acción del Verbo encarnado, afirmando incluso una inhabitación del personaje en el alma de sus fieles, como acontece con la Trinidad divina.

El asunto me parece muy serio porque es una auténtica barbaridad ascética y teológica. Algunos párrafos del editorial de Crónica arriba mencionado son elocuentes, sobre todo porque se redactan con palabras atribuidas a Álvaro del Portillo. Nos basta ahora con seleccionar tres párrafos.

a) Se dice, por ejemplo: “Nos recuerda también el Padre que nuestro Fundador (...) Es mucho más que una escultura: es nuestro Padre. En el Cielo continúa ejercitando ese oficio paterno y materno. Por gracia de Dios, vive en el alma de cada uno de nosotros, y nos golpea de vez en cuando en el corazón para que seamos más fieles (tertulia 12-X-1980, Crónica 1980 p.1273)”.
Y pregunto: ¿en qué consiste esa inhabitación de “nuestro Padre” en el alma de sus hijos? ¿A quién se le ha revelado la existencia de la concesión de una gracia tan singular (de Dios al “nuestro Padre”) no conocida en otros santos de sólida y reconocida devoción en la vida de la Iglesia? ¿Es que acaso Dios-Padre ha abdicado de su paternidad en el Opus Dei, o acaso la ha atado necesariamente a la “mediación” del San Josemaría fundador? Pero ¿no fue el mismo Escrivá quien consideraba cofundadores a cuantos vinieron al Opus Dei mientras él ejercía su “paternidad” en esta tierra?
b) Se dice también: “Como la santidad es, principalmente, fruto de la acción del Espíritu Santo, nuestro Fundador es, en nuestros corazones, como un amplificador de las mociones divinas (Crónica 1979 p.5). Por eso nos recomienda el Padre: buscad a nuestro Padre en vuestro corazón; permitidle actuar en vuestra alma en gracia, para que levante propósitos de una humildad más profunda, de una entrega más plena, de una fidelidad más decidida (carta de Navidad de 1975, Crónica 1975 p.1806)”.
Y pregunto: ¿puede aceptarse que, aparte de la acción del Espíritu santificador, San Josemaría haga cosas por su cuenta, tales como amplificar el efecto de las gracias del Espíritu divino? ¿Es que acaso Escrivá llega hasta donde “no llega” el Espíritu de Dios? La santificación es totalmente obra del Espíritu Santo, no principalmente, como ahí se dice.
c) Y se añade también: “Permitiremos actuar a nuestro Padre si fomentamos en nosotros una actitud de docilidad a la acción del Espíritu Santo, que se traduce en dejarse moldear por los Directores, en recibir bien la corrección fraterna, en abrir el corazón con sinceridad en la dirección espiritual... Así la gracia de Dios entra a raudales en el alma y nos transforma en Opus Dei. Y, si hemos sido fieles, al mirarnos en el espejo del examen de conciencia, contemplaremos reflejada, no la pobre imagen de hombres llenos de miserias, sino la figura de nuestro Modelo, Jesucristo, y también la de nuestro Padre (tertulia 26-VI-1977, Crónica 1977 p.763)”.
Esta cita es por demás significativa, pues aquí está insinuada la peligrosa identidad entre la acción de los Directores y la acción del Espíritu Santo. Y, como es sabido hay mucho que objetar a una tal afirmación. El tema reclama comentarios más extensos, que quedan hoy para otro momento. Pero no estarán de más algunas observaciones al hilo de esta última cita.


6. De un lado, la expresión dejarse moldear por los Directores suena fatal, más en nuestros días. Sin embargo, por encima de gustos y preferencias, lo peligroso en el uso de esa expresión es que sirve a la identidad implícita entre Directores y Espíritu Santo. De otro, ¿recibir bien la corrección fraterna? Sin duda, ciertamente. Pero “corrección” sobre lo que es materia de corrección, ¡no sobre otras cosas! La experiencia aconseja que conviene precaverse frente a un abuso de “ese medio ascético” cuando es usado para “moldear” a las personas, según las particulares interpretaciones de los Directores de turno. Para algunos parece haberse convertido en el modo de “atar en corto” a los demás, forzando a adoptar unos modos de hacer, que no tienen por qué ser comunes ni menos obligatorios.

Y se insiste de nuevo en abrir el corazón… se supone que en la confidencia. Sí, ciertamente, habrá que hacerlo, pero siempre que esa confidencia sea “confidencia”, confidencial, no una excusa para obtener “información personal sensible” —por parte de quien oye— que luego es usada en la acción del gobierno (fuero externo) y en los juicios que se vierten sobre los “gobernados”, privada o públicamente. Y menos, cuando está destinada a engrosar un informe escrito, secreto, pero “divulgable” de modo indefinido.

En cuanto al espejo del examen de conciencia, la imagen propuesta me resulta incomprensible. Mi experiencia es que la luz del Espíritu Santo sumerge en la intimidad de Dios por el camino de la fe desde la comprensión de la propia miseria. Más aún: es como una “inmersión en el conocimiento de la propia miseria e indignidad”, según lo que San Juan de la Cruz describe como noche oscura del alma, porque, cuando se está siendo en Dios, uno contempla en sí los dones propios (“algo propio” sin duda, de uno mismo) como lo que son: esto es, como “dados”, donados e inmerecidos, y por tanto “como suyos”: de ese Dios tan bueno, que nos ama con predilección singular.

De ahí es de donde brotan las acciones de gracias y el amor operativo como afán de correspondencia. O yo no entiendo nada de todo este asunto, o ese singular espejo no es nada distinto de la mera imitación exterior —repetición de conductas, estereotipos— de un personaje o de sus obras reales o supuestas. Desde luego, no me parece que esa imagen esté describiendo ningún proceso interior de crecimiento en la unión con Dios.

En fin, aun con la voluntad de salvar las expresiones más equívocas por la vía de aguar su sentido literal, la textualidad de todos los párrafos mencionados no deja de suscitar reparos, sobre todo cuando su “uso ordinario” —es decir, cómo habitualmente se explican y se comentan en los medios de formación— muestra que las cosas se entienden como en efecto se expresan.


7. El método de redacción de ese editorial de Crónica —ciertamente útil para entender la pastoral que la Prelatura del Opus Dei promueve sobre su Fundador— lo muestra como una recopilación de “citas descontextualizadas”, ensambladas una tras otras, pero con una finalidad precisa: confeccionar un verdadero corpus de doctrina sobre la devoción a un mito. Aparte las desviaciones doctrinales inherentes al asunto, para mí es obvio que la devoción propuesta, por el modo de su proposición, frena la dinámica viva del Espíritu Santo, pues la institución no se abre a su libre impulso sobrenatural y, en cambio, parece someter su misteriosa acción a los “controles humanos” de una comprensión calculadora, y también caduca por histórica.

Con todo, del conjunto de las citas ahí incluidas, me quedo con una sola, a la que no pondré ningún reparo. Son estas palabras, atribuidas al Fundador: ¿imitarme a mí? ¡No! Hay que imitar a Jesucristo, que es el modelo de todos (tertulia 14-IV-1976 Crónica 1976 p.598). Son palabras coherentes con su expresa enseñanza de que ser santo es ser buen cristiano: parecerse a Cristo. El que más se parece a Cristo, ése es más cristiano, más de Cristo, más santo (Dos meses de Catequesis II p.489). Y, sin embargo, es curioso que el efecto directo de todo ese editorial de Crónica viene a ser “modificar” o “enmendar” las palabras del Fundador. La “doctrina” de Álvaro del Portillo las hace irrelevantes, como si fueran sólo retórica que mana de la humildad personal del hoy santo. Así es como se ha dado carta de naturaleza al mito.

Comprendo y comprenderé siempre que la estrecha unión de Álvaro del Portillo con José María Escrivá, su afecto y devoción filiales, justifiquen que, mirando su persona, sólo atienda a las gracias divinas sobreabundantes y a la acción de Dios en esa alma. Y, más aún, al haber sido durante tantos años su confesor y confidente. Es lógico que su corazón se desborde en afectos, elogios, admiración, y también en las acciones de gracias a Dios. Pero esto es una cosa, y otra cosa muy distinta es pretender que sus juicios y expresiones sean aceptados como la “verdad histórica”, casi revelada, sobre Escrivá.

Su amable apasionamiento y la misma implicación de su existencia personal en la vida de José María Escrivá, le hacen estar de tal modo unido al personaje, formando parte de su misma historia, que él no puede ser el camino para una “reconstrucción crítica” de ese pasado. Álvaro del Portillo es fuente de ese pasado, pero una fuente que no debería “autointerpretarse”. Como toda realidad histórica, el pasado reclama una “crítica de las fuentes”, y una crítica con método, para poner “los datos” en un contexto de contrastes.

Como en la vida de Escrivá está implicada la historia de Del Portillo, no puede ni debe hacerse la historia del primero a partir del segundo, sin que este segundo sea entonces juez y parte de todo lo acontecido y vivido al unísono por ambos. Y, por tanto, con todas las cautelas que deban aplicarse al caso y con todo el respeto a lo autorizado del testigo, nada debería impedir ni excusar la crítica de “esa fuente”. Transformar la voz de Álvaro Del Portillo en el oráculo seguro de “esa historia” no parece metódicamente correcto.

Sólo los hagiógrafos de los libros sagrados han gozado de la inspiración como carisma y la consiguiente inerrancia para sus escritos y, aun en este caso, esa letra se abre al campo dinámico de la historia que, con su acontecer, elucida significados nuevos. Sin una investigación científica sobre Escrivá no tendremos jamás la historia de un santo sino la proposición de un mito. Y, de nuevo, no deja de ser curioso que la institución anime al estudio de los escritos de ese nuestro Padre, donde su “espíritu” —se dice— está como esculpido, cuando luego veta el uso de los escritos más directamente fundacionales —por ejemplo, sus Cartas e Instrucciones— o no abre sus valiosos archivos al trabajo libre e independiente de los estudiosos.


Original