La conciencia y la Obra/Introducción

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«Ahora era mercancía estropeada, un cúmulo de piezas averiadas, un desbarajuste neurológico, y todo aquel afán de ganar y ganar me dejaba completamente frío»
(Paul Auster, La Noche del oráculo).


La conciencia como problema

Hace un tiempo atrás, Jacinto y Flavia escribieron unas reflexiones muy interesantes, desde distintos puntos de vista, que valen la pena contrastar.

Jacinto hablaba de la moral como razón para la perseverancia, como causa de los años pasados dentro de la Obra. Se trata de un enfoque muy agudo, porque detrás de la decisión de marcharse había una decisión moral profunda, como profundo fue el planteo que cada uno se hizo para seguir una llamada que creía divina.

Flavia, por su parte, habló de la cuestión del discernimiento como condición necesaria para el planteo moral (también recientemente).

En definitiva, ambos tocaron el tema de la conciencia.




En el caso de la Obra, la conciencia es lo definitivo.

Ni la inteligencia, ni la voluntad ni los sentimientos fueron o son la razón última. Fue y es la conciencia. La Obra no fue un problema de entender, de querer o de sentir. Fue un problema de “creer en conciencia”.

Aquí, en la conciencia, la Obra amarra todos sus «pronunciamientos categóricos» (el Magisterio del fundador y sucesores, podríamos decir heréticamente), para que sean creídos como verdades de fe, graviter' onerata conscientia. Lo que dice la Obra cuando «se pronuncia» debe ser creído con la gravedad de lo que vincula en conciencia. Complicado, entonces, es desandar semejante camino.

Por eso no hay que dejarle a la Opus Dei avanzar hasta el sagrado territorio de la conciencia, porque inevitablemente lo profana, la Obra se pone en el lugar de Dios y ella misma le dicta a la conciencia lo que ésta debe creer.

El testimonio de la propia conciencia

Por la experiencia vivida en la Obra, la propia conciencia exige investigar y llegar a un juicio, a una conclusión. Un tema así no puede quedar abierto ni mucho menos ser “enterrado vivo”...

«La conciencia personal es sistemáticamente violentada en el Opus Dei, y no dudo en hacer esta afirmación con toda la fuerza de mi alma, porque no me puedo quedar callado», decía R. A. en “[Mi punto de vista]]”.

Todavía no es el momento para un juicio público, no parecen estar dadas las condiciones. Al menos, la Iglesia aún no se ha hecho eco de los múltiples reclamos que se vienen oyendo y leyendo desde hace décadas.

De todos modos, siempre es momento de intentar un veredicto personal preliminar. Intentar dar respuesta a las exigencias de la conciencia. Y la conciencia reclama esclarecimiento de la verdad.

Esta es posiblemente una de las necesidades más imperiosas que ha llevado a los Orejas a crear esta web.

La Obra como problema

¿Por qué la Obra resulta para muchos, en algún aspecto y en algún momento, una institución altamente positiva? Pienso que se debe a que esa institución motiva profundamente para que cada uno dé lo mejor de sí mismo, logrando una atmósfera ideal, como si todas las fuerzas empujaran en una misma dirección común. De hecho, el que cada uno dé lo mejor de sí es algo muy loable y meritorio para una institución que se proponga ese fin.

En este sentido, es muy posible que no pocas personas hayan experimentado, debido al contacto con la Obra, un mayor acercamiento a Dios, pues estaban motivadas a dar lo mejor de sí mismas y a ser mejores. En este acercamiento a Dios, hubo mucho de mérito personal, además de una dosis importante de estímulo dado por la Obra (el asunto es con qué fin).

Posiblemente por este aspecto se pueda hablar muy bien de la Obra y hasta despierte actitudes entrañables de agradecimiento hacia ella. Por mi parte, ahora no tengo ningún problema en agradecerle a Dios esa etapa, pues posiblemente por haber pasado por ella (la etapa) hoy me siento altamente motivado, entre otras cosas, a escribir acerca de lo que vino después, que fue cuando apareció el problema, es decir, el fraude.




La ruptura fundamental se produce cuando lo mejor de cada uno es puesto al servicio de algo ajeno a uno mismo: es la etapa de alienación. Y el modo de superarla es, o bien alejándose definitivamente, o bien haciéndose una misma cosa con la Obra, produciéndose la enajenación total (aunque reconozco que algunas personas caminan con un pie adentro y otro afuera durante largos años y a veces toda una vida).

Si en un primer momento esta institución fue una inspiración para que uno diera lo mejor de sí, no creo que ahora valga la pena revertir el efecto: reaccionar, frente a ella, dando lo peor de uno mismo y arruinar la experiencia y el recuerdo de esa primera etapa que, al menos en mi caso, me hace sentir muy bien.

Además, pienso que les daría la razón a los defraudadores si, al dar ellos lo peor de sí, recibieran a cambio lo peor de mí, no quedando entonces deuda que saldar.

Es extraño, pero aquella institución que un día inspiró a dar lo mejor, luego respondió deseando lo peor para aquellos que la cuestionan y se marchan en nombre de los mismos ideales que inspiró, o sencillamente, se marchan porque están psicológicamente destrozados.

Creo que aún sigue valiendo la pena dar lo mejor de sí mismo. Y será este posiblemente el modo de poner de manifiesto el fraude padecido. Que cada parte sea fiel a sí misma y quede en evidencia el contraste.




En cada proceso vocacional, desde el punto de vista de la institución, hay generalmente una primera etapa en la cual la Obra establece un compromiso con la santidad y estimula la búsqueda de la perfección (ideales); hay una segunda etapa en la cual la Obra rompe ese compromiso y se dedica a explotar la energía desencadenada en esa primera etapa del proceso vocacional de cada persona (gobierno). Este es el fraude.

Desde el punto de vista de las personas, mientras se vive y se camina en lo que podríamos llamar la promesa, se puede ser muy feliz en la Opus Dei y vivir «en otro mundo». La mayoría de los miembros de la Obra viven en esa etapa y ni se les ocurre que exista «algo más».

Pero la Opus Dei son las personas que la gobiernan y deciden el curso corporativo. La Opus Dei no son las personas que creen que existe la Obra, aunque piensen que ellas son Opus Dei. No han tomado conciencia de la diferencia. No saben que esa Obra posiblemente nunca existió. Fue una promesa institucional, una ilusión personal, y finalmente un engaño.

Ciertamente se puede negar esta posición y seguir aferrado a la creencia, en que la Obra existe. Pero distingamos: una cosa es la verdad que pueda surgir de los hechos y de su análisis racional en frío, y otra cosa es la necesidad de creer, más allá de qué sea verdad o no.

Es cuando se toma conciencia de la realidad que comienzan los problemas y las profundas decepciones. Muchas veces, el primero en tomar conciencia suele ser el cuerpo, manifestándose las depresiones u otras enfermedades.

Comienza el descubrimiento. Y ahí uno decide, vivir del autoengaño o aceptar que todo ha terminado.

Más allá de la doctrina, el daño

No se trata de una cuestión doctrinal, como si el problema de la Obra fuera su «ultra-conservadurismo» y su «inflexibilidad» de pensamiento. El problema no son las disciplinas o el cilicio.

Recientemente he leído a San Pío X, su encíclica Pascendi, y me ha recordado mucho a Escrivá, con su lenguaje severo, condenatorio, que divide a las personas entre amigos y enemigos. Me parecía estar releyendo “Las Campanadas”, esas tres cartas extensas que el fundador escribió entre 1973 y 1974, a modo de nueva condena al modernismo (en esas cartas, Escrivá hace referencia a Pío X), o aquella otra, “Fortes in fide”, de 1967, que fue sacada de circulación por orden del Padre (merece un capítulo aparte, en la historia de la Obra, la cantidad de cartas y documentos del fundador que fueron retirados de circulación, para que en los centros nadie los volviera a leer; un misterio más por develar).

Hoy, luego de transcurrido casi un siglo, la encíclica Pascendi me resulta un escrito inimaginable en un Juan Pablo II. Se la puede comparar con Fides et ratio.

De la misma manera, se podría plantear la hipótesis de una evolución en la doctrina y el lenguaje de la Obra. ¿No podría darse algo así semejante?

Pero el problema de la Obra va más allá de una cuestión de estilos y formas que se pueden ir perfeccionando y rectificando.

Se puede no estar de acuerdo con el pensamiento de alguien, con su modo de expresión, con sus propuestas, con sus afirmaciones.

El problema más grave de la Obra no es tanto su parte «doctrinal» como sus hábitos institucionales y sus prácticas de gobierno. No se trata de cuestiones teóricas o temperamentales. No se trata de un «estilo severo» en el pensamiento de Escrivá. No es una cuestión de gradualidad.

Se trata de cuestiones morales, de graves acciones humanas que llegan a afectar la vida de las personas. Aquí no hay gradualidad sino una trasgresión de la ley moral más elemental: no le harás daño a tu prójimo.

No es necesario argumentar nada: las pruebas son patentes, están a la vista, son personas que han sufrido –por lo menos- un daño moral de dimensiones proporcionales al escándalo que supone el antitestimonio de la Opus Dei, institución que –se puede decir- ha ido «ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.» (Tertio Millennio Adveniente, n. 33)

Hay un salto cualitativo. Es este uno de los aspectos que hacen a la Obra semejante a las sectas: en el daño que deja a su paso.

Aquí no hay «perfeccionamiento» posible. El daño no se puede perfeccionar, salvo en su sentido perverso.

Desde esta perspectiva, la Opus Dei no es perfeccionable ni puede mejorar. Sólo hay un camino: retroceder y arrepentirse. Reconocer el daño y repararlo.

Luego la institución Opus Dei podrá ser lo que quiera ser, dentro de la ley moral, pero mientras no rectifique será imposible hablar de «evolución», «cambios», «renovación», etc.

Primero, habrá de pasar por la puerta angosta del arrepentimiento. Sin ese paso doloroso y humillante, toda reforma significará un perfeccionamiento de su perversión.




La paradójica bondad de la Obra bien podría explicarse conceptualmente con palabras de A. Ruiz Retegui (quarta collatio):

«La cultura tiende a anular la dimensión propiamente personal cuando es la sociedad, o el estado, quien se presenta como dador último de sentido. (…) Sucede esto cuando en esa cultura se pretende proporcionar a sus miembros todos los elementos necesarios para la vida y se les impide el ejercicio de la capacidad de conocer y valorar la realidad por sí mismos, y se anula la conciencia y la libertad personales. La sociedad alemana del Tercer Reich, era una sociedad de este tipo. Nadie puede dudar de la riqueza de elementos culturales que había en ella. Si, a pesar de esa riqueza cultural, la reconocemos como inhumana, no es solamente porque hubiera en ellas algunas leyes gravemente injustas, sino porque impedía el que las personas se alzaran por encima de la visión del mundo y de las respuestas vigentes para todas las cuestiones humanas: se impedía el que las personas individuales ejercieran su capacidad propia de conocer y de juzgar, hasta el punto de expropiarles la conciencia.»

Un reino de este mundo

«Mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36). Posiblemente Jesús lo dijo para que no nos sorprendiéramos si aquí, en este mundo, no encontrábamos la justicia y la verdad que provienen de Dios.

La Obra es lo más parecido a «un reino de este mundo». Tal vez, desde la vivencia personal cotidiana, no pueda ser vista así, pero sí desde una cierta perspectiva, la corporativa e institucional. ¿La prueba más contundente? Que en gran medida ha logrado hacerlo realidad, y no parece ser producto de ninguna «añadidura» de Dios (Lc. 12, 31).

Con sus éxitos institucionales como la Prelatura, su ascenso en la estructura jerárquica de la Iglesia, la obtención de cargos más o menos estratégicos, la canonización espectacular de su fundador en tiempo récord, su estatua de mármol de 5 metros en la fachada lateral de la Basílica de San Pedro, sus expansiones geográficas, su preocupación obsesiva de eficacia, su avidez de estadísticas, su estándar económico garantizado, su espíritu triunfalista, sus edificaciones y arquitecturas, sus publicaciones y biografías laudatorias, sus películas y documentales editados para difundir una imagen institucional perfecta, sus leyendas caracterizadas como heroicas, sus protagonistas calificados de extraordinarios, sus lápidas de mármol, sus influencias sociales y políticas, sus escuelas de negocios, sus universidades, sus monumentos, su gloria, su vanidad, su astucia, su seducción. La carrera perfecta hacia el éxito temporal. Eso es la Obra: un reino temporal...

En todo su sentido, que incluye la decadencia, aunque su fundador -de manera mesiánica- anunciara un reino hasta el fin de los tiempos, mientras hubiera hombres sobre la tierra.

El aspecto más atractivo de la Obra posiblemente estaba ligado a su lado más herético: hacer del reino de Dios, un «reino de este mundo» (la santidad unida a la ambición, fórmula exitosa para vender la “vocación”).




Lo que parecía un seductor desafío imposible, era finalmente imposible. Porque lo mundano resultaba irreconciliable con el reino de Dios.

Y lo mundano no era sólo la vanidad del éxito temporal sino, sobre todo, las leyes que acompañan y rigen los «reinos de este mundo»: en primer lugar, la mentira.

La Obra está construida sobre una larga serie de mentiras (sobre la caridad, la libertad, el pluralismo, la fraternidad, los derechos, etc.), y la más importante (el origen de todas) posiblemente sea una «supuesta verdad» que nunca ha sido comprobada ni aprobada dogmáticamente por la Iglesia: que la Obra sea fruto de una revelación directa de Dios. Siendo que «no hay árbol bueno que dé fruto malo» (Lc 6, 43) y que «por sus frutos los reconoceréis» (Mt 7, 20), los múltiples daños producidos por la Obra permiten cuestionar muy seriamente la bondad de ese árbol.

Luego, dos cómplices importantes: el engaño («dar a la mentira apariencia de verdad», DRAE) y la seducción («engañar con arte y maña», DRAE). Ambos cumplen una función esencial para la vida de la Obra: hacen que la mentira se mantenga en el tiempo durante años y años. La Obra es especialista en la seducción (atraer) y el engaño (retener).

Y le siguen a la deriva: el poco aprecio por la vida de las personas (que no interesan a la Obra), su manipulación, la avaricia proselitista devoradora de almas, la soberbia corporativa, las respuestas arrogantes, la traición, la trampa, la doblez, la simulación, la hipocresía, la coacción, la extorsión, el sometimiento, la humillación, la indiferencia, la intolerancia, la crueldad, la tiranía, la impunidad, los abusos de autoridad, la falta de libertad, las violaciones a la conciencia, las opresiones, las amenazas de muerte eterna, etcétera.

No parece ser otro «el secreto» del éxito y el poder de la institución Opus Dei: es un reino de este mundo. No hay misterio.

Y la hipótesis de un «reino mixto», que explique las ambivalencias de la Obra, parece improbable, ya que «nadie puede servir a dos señores» (Mt 6, 24).

Creo que la Opus Dei tal vez pueda llegar a semejarse –en su dimensión moral, no en su magnitud histórica- a las Cruzadas y la Inquisición. Políticas de gobierno acogidas y alentadas por la Iglesia, que generaron capítulos verdaderamente problemáticos de su historia, los cuales han sido motivo de arrepentimiento público por parte de la misma Iglesia en los últimos años.


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