La conciencia después de la Obra/Un intento de aproximación

Un intento de interpretación

¿Cómo se puede interpretar que la Santa Sede aprobara e impulsara una institución como la Opus Dei? Esta es una importantísima pregunta, que causa gran desconcierto. Y posiblemente la razón principal por la cual no hay forma efectiva de reclamar por la Obra.

Esta responsabilidad de la Santa Sede es insoslayable. La Iglesia como tal, no se puede desentender de ella. Está clarísimo el vínculo, es directo.

Otra cosa es la respuesta que se puede encontrar, las razones por las cuales la Santa Sede vio conveniente, especialmente durante el papado de Juan Pablo II, darle un respaldo muy fuerte. Pero también durante los papados anteriores, que otorgaron aprobaciones importantes, como la de 1950.

No sería extraño que el Vaticano haya visto a la Obra –y a otros grupos o movimientos eclesiásticos privados- como un medio para recuperar la influencia católica en el mundo. Creo que este es el objetivo estratégico y la razón del apoyo político que recibió la Obra a nivel eclesiástico.

Por eso, entre otras cosas, la Obra fue a países que estratégicamente a ella no le interesaba pero sí a Juan Pablo II (pienso en Kazajstán, como ejemplo, pues en su momento los directores dijeron que la Obra iba allí por pedido de la Iglesia, no porque fuera una prioridad interna).

“Tercerizar” la evangelización, como una suerte de privatización, para lograr la eficacia que no conseguía la estructura convencional de la Iglesia (las diócesis). Y como muchos procesos de privatización, tenía que haber alguna ganancia realmente atractiva para los inversores.

Contar con el prestigio y el respaldo de la Iglesia más un grado excepcional de independencia o delegación de la autoridad eran incentivos bastante seductores. Dejar hacer a cambio de resultados. Algo semejante a una Iglesia dentro de la Iglesia.

¿Será verdad o no esta teoría? Al menos, la apariencia da pie para pensar este tipo de cosas: aparentemente la Santa Sede no hace nada mientras la Obra hace lo que quiere...

Tal vez haya otras explicaciones pero lo extraño es que no se dé ninguna a quien las reclaman, lo cual refuerza el peso de la apariencia mencionada.




La crisis provocada por la Obra muchas veces es un camino para un cuestionamiento más general, que llega hasta la Iglesia misma. Es muy difícil precisar dónde se detiene el derrumbe. El problema de haber “hecho crisis” dentro de un sistema que se decía perfecto, que no podía traicionar –la Obra, a su vez respaldada por la Iglesia, gracias a la Santa Sede-, hace que cualquier otro principio dentro de ese sistema entre en crisis, o directamente todo el sistema mismo se cuestione.

Una de las cosas que se experimenta al dejar la Obra es la inadecuación de esta institución al Evangelio –comienza un examen crítico devastador-; y luego se experimenta una inadecuación de la Iglesia respecto a la propia situación personal de muchos de los afectados por la Obra. Es decir, se advierte que la Santa Sede no tiene respuestas. Y en algún caso, lo que tiene son condenas. Esto es lo desconcertante.

El Vaticano no ofrece explicaciones para dar cuenta de qué sucedió con la Obra y tampoco brinda medios para ayudar efectivamente a quienes han sido afectados por esa prelatura. Aquí se produce un vacío, por un lado, y a continuación un gran cuestionamiento, por el otro.

Un cuestionamiento, no tanto a nivel moral o histórico, sino a nivel de gobierno y de leyes. Creo que no es un cuestionamiento de su moral en sentido general sino de cómo legisla y administra políticamente esa moral. Aquí se mezclan gobierno y moral.




Las directivas de la Iglesia muchas veces pueden ser percibidas como los principios de la física clásica de Newton: funcionan dentro de un espacio ideal, de vacío perfecto. Pero en la realidad las cosas no son tan así, ni tales leyes se pueden aplicar de manera rigurosa. El vacío perfecto no existe, así como tampoco la fuerza de rozamiento igual a cero.

Muchas situaciones que no encajan con la teoría o la teoría que no encaja con muchas situaciones. Y la solución no es que la teoría encaje a la fuerza o las situaciones generen su propia teoría particular.

¿Quién tiene la culpa, la teoría por sus propios límites o los casos particulares por no adecuarse a la teoría? ¿Es una cuestión de obediencia de los casos o una falta de idoneidad de la teoría?

Pienso que el concepto de “verdad absoluta” tiene un origen político más que filosófico o teológico. Es decir, tiene que ver más con lo absoluto que con la verdad. Manifiesta el “derecho a imponerle a otro” un enunciado teórico, un mandato, aquello que debe ser obedecido o asentido. A lo largo de la historia, la verdad absoluta como concepto, se ha vinculado a una lucha por el poder más que a la búsqueda de la verdad. De hecho, muchas veces creo que se recurre al carácter “absoluto” para respaldar afirmaciones o ganar discusiones, como si se tratara de un ejército que viene con refuerzos para ganar la batalla.
En temas de conciencia, la verdad siempre es subjetiva. Cuando se quiere imponer la verdad sobre la conciencia, se cae en una dictadura de la verdad. Cualquiera que opine al margen de lo mandado será digno de castigo por desobedecer. Si la verdad es una orden, la duda es rebeldía. Si la verdad es una orden, la conciencia es obsoleta.
¿Y los dogmas? Me parece que no necesitan de ningún refuerzo semántico para ser lo que son: enunciados que la Iglesia considera o presenta como verdaderos. Sumarle a ello el carácter de absoluto, puede significar un avance del terreno teológico hacia el terreno político, como sucedió en muchos procesos de evangelización. Y el Evangelio no se impone, se acepta libremente.
Sin embargo, es evidente que desde los primeros siglos –especialmente desde que el cristianismo se transformó en religión de Estado- las disputas teológicas se tornaron verdaderas guerras, luchas por el poder, algo que hoy no entendemos porque los valores que definen al poder contemporáneo son otros, como el dinero.

Durante algún tiempo la teoría ejerció una especie de dictadura y los casos particulares a su vez manifestaron su rebeldía de diversas maneras hasta llegar a una desobediencia explícita y un rechazo a someterse a toda teorización (en realidad, esta situación hoy perdura).

El paso siguiente sería llegar a una especie de entendimiento entre las partes.

Un problema común para muchas conciencias, especialmente si fueron formadas moralmente dentro de un marco “newtoniano” como el de la Obra, es el encuentro con el mundo real. Al abandonar ese espacio ideal, parece que todo se puede venir abajo en cualquier momento. Y especialmente, que el estándar (moral) aprendido en el pasado resulta ahora inalcanzable y al mismo tiempo causa de desasosiego personal.

Esto puede dar origen a un sentimiento de culpa muy grande. Como también lo contrario: una indiferencia por todo aquello que sea la moral, al comprobar que sin embargo la vida es posible fuera de ese espacio ideal de “la moral newtoniana”. Ambos extremos son peligrosos, porque abren caminos hacia una posible autodestrucción, en el corto o largo plazo.




Se esperaba a Cristo y la que vino fue la Iglesia”, decía Alfred Loisy al hablar de los primeros tiempos del cristianismo.

Este autor es considerado por muchos el fundador del Modernismo, condenado por San Pío X en 1907 como herético, fue finalmente excomulgado en 1908 (según parece, con la excomunión “vitanda", por la cual las personas que hablaban con los excomulgados incurrían en excomunión también).
El problema de los orígenes del cristianismo (o también el cristianismo de los orígenes) fue un tema propiamente de los Modernistas del siglo XIX, que tuvo entre otras respuestas a San Pío X (condena) y a Escrivá (emprendimiento institucional) quien hablaba de la necesidad de reformular toda la filosofía del siglo XIX.
Es significativo que la Obra naciera como un movimiento moderno o vanguardista que pretendía volver a los orígenes y finalmente se revelara como la quintaesencia de la institucionalización del cristianismo (cfr. Ruiz Retegui, Lo teologal y lo institucional).
Entre otras cosas, la herejía modernista afirmaba que los dogmas estaban sujetos a la formulación histórica del momento. No es extraño, por lo tanto, que Escrivá previendo este tipo de situaciones reaccionara acudiendo al latín como instrumento que preservara el sentido de los textos, y los casos más conocidos son las Constituciones y el Código de Derecho Particular, hasta el día de hoy sin traducción oficial.

Claramente esa frase aislada de Loisy puede interpretarse como herética, pero también tiene otra lectura, y es la siguiente: cómo un fenómeno pastoral puede terminar institucionalizándose, y por lo tanto, convirtiéndose en una organización que se dedica a gobernar más que a sanar y a predicar la conversión. Su función de gobierno termina sometiendo a todas las demás funciones pastorales.

Este análisis del aspecto político de la Iglesia podría ser enmarcado dentro de la herejía modernista. Sin embargo, no es mi intención humanizar a la Iglesia hasta quitarle su divinidad sino, en todo caso, apartar de ella características que no son precisamente divinas.

Una Iglesia que es un estado y un país, complica bastante las cosas. Si la historia se pudiera rebobinar, creo que sería inimaginable para los tiempos de Jesús plantearse la posibilidad de que la Iglesia a fundar terminaría siendo un Estado político más (esto sí sería herético en aquél entonces). Las condiciones históricas de cada momento fueron configurando esta forma de estar en el mundo propia de la Iglesia. Pero esto no es excusa ni justificación hacia futuro.

¿Cuál es el problema de que la Iglesia sea un Estado? Que se transforme en un gobierno y que ese gobierno tenga como función el control de las conciencias. Que se mezcle moral con política.

Es notable cómo la Iglesia advierte el peligro de la intervención del Estado en la vida íntima de las personas.

¿Quién podría reprochar a un gobierno el aplicar a la solución de los problemas de la colectividad lo que hubiera sido reconocido lícito a los cónyuges para la solución de un problema familiar? ¿Quién impediría a los gobernantes favorecer y hasta imponer a sus pueblos, si lo consideraran necesario, el método anticonceptivo que ellos juzgaren más eficaz?” (Humanae Vitae n.17).

Llevado al extremo, es lo que sucede en la Obra, donde la dirección espiritual está sometida directamente al gobierno, sin ningún tipo de pudor, manipulando la intimidad de las personas, generando informes de conciencia y manteniendo toda una burocracia que no tiene otro fin que gobernar conciencias (Cfr. Silencio de oficio o murmuración institucional y Confidencialidad y aborto en la Obra).

Hoy en la Iglesia esto no sucede así, en gran parte por la actitud de desobediencia y rebeldía que se ha manifestado, tal vez de manera más generalizada a partir del Concilio Vaticano II. La Iglesia no tiene hoy el poder de coerción que podía tener en el pasado (por más complejo que sea el tema para valorarlo, creo que se puede citar a la Inquisición).

Al transformarse en un Estado, la Iglesia necesariamente sometió la evangelización a los principios de la política. De allí surgieron modos políticos para evangelizar. Y entre ellos estaba el ejercer un gobierno sobre las conciencias. Si antes las conciencias eran su preocupación pastoral, eran ahora su responsabilidad política.




La cuestión es si la Iglesia ha de ser un poder político o simplemente pastoral. Esta es la pregunta de fondo.

¿La Iglesia ha de predicar el Evangelio o sobre todo controlar que se cumpla el Evangelio? Pues aquí entran a funcionar los mecanismos del Estado, mientras que en el primer caso se trata de una función netamente pastoral, como la de Jesús, quien no fundó ninguna estructura política propiamente.

¿Acaso el tu eres Pedro (Mt 16, 18) debe entenderse como la fundación de un Estado? ¿No es acaso más bien la institución de una autoridad moral? Y la autoridad moral como tal no tiene ambiciones de poder. Antes que recurrir a la fuerza, la autoridad sufre el martirio. No son casuales las palabras de Jesús, que se manifiestan como una renuncia a abrazar cualquier forma política: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí» (Jn 18, 36).

La función sacerdotal y la política son incompatibles (basta ver lo que sucede cuando se mezclan, tanto en el pasado como en la actualidad).

Este principio “estatal” de la religión es el está detrás del “primer mandamiento” de la Obra: cumplir las normas. Quien paga su tributo, quien cumple, ése tiene la aprobación y no será condenado por el Controlador (Estado). Se trata más de una relación con el Poder de coerción (Estado) que de una relación de Caridad (con Dios Padre) el principio que rige en la Obra. Por eso es una relación individualista y no fraternal, pues el estado no es un padre. La salvación no está en cumplir con la Caridad sino en cumplir con el Estado.




La doctrina sobre el divorcio ya la estableció Jesús en el Evangelio, pero la aplicación concreta y su control lo ejerce la Iglesia como Estado. Esta es la diferencia.

¿El papel político de la Iglesia es histórico o es esencial a ella? ¿Fue su carácter de Estado una consecuencia y una necesidad históricas o intrínsecas a su identidad y por lo tanto a la fe?

Por mi parte, creo que la funciona estatal de la Iglesia es netamente accidental y hasta cierto punto contraproducente. Pero hay una inercia histórica que no se puede obviar y unos tiempos históricos que son inevitables.

Pienso que el discernimiento lo deberían ejercer siempre los mismos cristianos, más que fuera la Iglesia quien discerniera por ellos (y cuando la conciencia discierne genera un juicio de valor que obliga en conciencia, de ahí el problema de delegar en la Iglesia esa función de la propia conciencia, uno queda obligado, vinculado de manera grave, seria).

El problema de la ley (a nivel moral, no civil) es que genera la necesidad de justificarse frente a ella. Y con esto comienza toda una serie de corrupciones: por quedar bien frente a la ley (ser aprobado por ella), por adaptar la ley a la propia conciencia (al caso particular no contemplado), por usar la ley como pretexto para anular la conciencia (anteponiendo la aprobación de la ley a la aprobación de la conciencia, de ahí los beneficios de manipular las leyes para liberarse del peso de la conciencia), etc.

Muchas veces, es un verdadero conflicto pedirle a la conciencia que actúe conforme a ella y conforme a la ley moral redactada por los hombres. En muchos casos no coinciden y la única forma de que coincidan es forzando o falseando las situaciones.

La ley misma es un principio social, civil y político más que moral. Sirve para la convivencia, más que para ser bueno. En este sentido, en las epístolas a los Gálatas y a los Romanos, hay un desarrollo muy profundo sobre la Ley y la Gracia, que es revolucionario, y posiblemente por eso mismo, políticamente inconveniente (en ese tiempo que escribe San Pablo no existía aún el Estado dentro de la Iglesia).

Cómo contrasta la doctrina legalista de Escrivá (lo primero son las normas, que es lo mismo que decir lo primero es la ley) con la doctrina de San Pablo: “por las obras de la ley nadie será justificado” (Gal 2,16). Y en la Obra, las normas son obras nacidas de la ley, no de la gracia. Por eso se encuentra en las antípodas la predestinación que Escrivá asegura para aquellos que siempre “cumplan las normas” respecto de la doctrina de la Gracia.

Escrivá tiene la mentalidad de un gobernante, no de un pastor. Por encima de todo le preocupa la Ley, no la Gracia. Y las normas se tornan agobiantes por la misma naturaleza de la ley, “pues la ley no da sino el conocimiento del pecado” (Rom 3,20) y “los que viven de las obras de la ley incurren en maldición. Pues dice la Escritura: maldito todo el que no se mantenga en la práctica de todos los preceptos escritos en el libro de la Ley” (Gal. 3, 10).




Nadie es bueno porque cumpla la ley, sino que en general alguien cumple la ley porque es bueno, aunque también es posible cumplir la ley para aparentar ser bueno sin serlo (lo cual hace de la ley una coartada para el mal).

En cambio, la conciencia formada según principios morales básicos, no permite este tipo de trampas: si se la engaña, la conciencia acusa. La ley, en cambio, es inerte y muda. No tiene entendimiento. No es algo vivo.

Mientras la conciencia se maneja por principios básicos, la ley se vuelve cada vez más compleja y casuística porque no es algo vivo sino una cosa, además con tendencia inflacionaria.

El descarte del rol preeminente de la conciencia sólo se entiende por fines políticos. Sustituir la conciencia por la ley moral (externa) supone un empobrecimiento personal y una deshumanización, aunque esto permita un mayor control social. La ley moral termina alienando a la conciencia, porque la asfixia.

En resumen, la ley moral acaba siendo una carga para la conciencia y fundamentalmente un instrumento político para controlar las conciencias.




Como la Iglesia realmente no puede asumir los riesgos que le corresponden a las personas individualmente (no puede ciertamente discernir por las conciencias), siempre va a tender a arriesgarse de menos que de más, ir a los seguro. Y en eso, salen perdiendo las personas, cada uno de los casos particulares, al ser uniformados según un criterio genérico netamente cauteloso, que prefiere exagerar para el lado de la seguridad del gobernante que del bienestar de los gobernados.

Más bien, que sea uno mismo el que se condene o se salve, sin pasar por el tamiz de la política.

Una cosa es el principio general y otra su aplicación. Hay situaciones muy complejas que no se pueden simplificar al mismo nivel del principio general, al contrario, para ello existe la conciencia, para discernir de qué manera aplicar la ley general.

En última instancia el que se perjudica es quien trasgrede la ley. A veces pareciera que la Iglesia estuviera más preocupada en conservar su poder temporal que en procurar la vida eterna de sus fieles. Y esto, por su historia política.

Una Iglesia más pastoral y menos ‘política’ no asumiría responsabilidades que no le corresponden –y por ello tampoco necesitaría actuar cubriéndose a sí misma para no arriesgar sus activos políticos- y sería de una ayuda muy grande para asesorar a quienes tiene problemas de conciencia y deben resolverlos personalmente, pues la conciencia ha de ser indelegable.

Creo que fue un error –tal vez fue simplemente una etapa necesaria, no sé- que la Iglesia asumiera un rol político al gobernar las conciencias y un error de éstas delegar su función en el discernimiento institucional de la Iglesia. Fue perjudicial para ambas partes, una asumiendo lo que no le correspondía –un tema que siempre le quemaría en las manos y que por tanto querría sacarse de encima, o al menos asegurarse que no le afectara- y la otra sometiéndose a un yugo que no lo merecía.