La Redención en Escrivá de Balaguer/Bajar de la cruz y resucitar

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Bajar de la cruz y resucitar

La última entrega consta de tres partes: a) expongo las consecuencias para el creyente en la salvación como don de Dios; b) comento brevemente la teología actual de la salvación; c) termino con la redención en Escrivá en tiempos del Vaticano II.

Consecuencias de creer que la salvación es don de Dios

La salvación -dijimos- es un don, nunca una conquista del hombre. La Trinidad se revela al hombre en un acto de amor, perdón, libertad y vida. Dios ofrece la salvación gratuitamente a la libertad del ser humano, quien la recibe en el bautismo. Puede adherirse a ella y hacerla suya; puede rechazarla, o puede permanecer indiferente. En cualquier caso, al dirigirse a la libertad humana, la oferta no está condicionada ni por la coacción ni por el miedo. En caso contrario, el ofrecimiento sería indigno de Dios y también del hombre. En el Vaticano II, la Iglesia Católica prohibió expresamente utilizar cualquier tipo de amenaza en la transmisión del Evangelio: "La dignidad de la persona humana se hace cada vez más clara en la conciencia de los hombres de nuestro tiempo, y aumenta el número de quienes exigen que los hombres en su actuación gocen y usen de su propio criterio y de una libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber (...) Pero los hombres no pueden satisfacer esta obligación [de adherirse a la fe] de forma adecuada a su propia naturaleza si no gozan de libertad psicológica al mismo tiempo que de inmunidad de coacción externa" (Declaración sobre la libertad religiosa, 1-3).

Algunos sectores de la Iglesia, incluyendo el opus, se muestran reticentes a aceptar la nueva perspectiva conciliar, creyendo -con razón- que si desaparece el incentivo del miedo se pierden muchas posibilidades proselitistas. Éste es el primer síntoma, y muy importante, de la distancia abismal entre los dos esquemas soteriológicos, el anterior al Concilio y el que va surgiendo después. En medio de una total impunidad, el Opus Dei sigue amenazando con la pena del infierno a los disidentes e imputa pecados mortales inexistentes a quienes abandonan. La historia juzgará severamente el atropello de los más elementales derechos humanos conculcados por una institución de la Iglesia Católica, cuando, además, la Iglesia los había desterrado de su teoría y praxis. Mientras, ellos, los elegidos de Dios, convertidos en sabuesos de la ortodoxia, denuncian a diestro y siniestro cualquier atisbo de renovación teológica o eclesial. Hemos de dar la razón a Antonieta: "las cosas que allí se viven, se hacen, son de locos. Eso no puede ser de Dios". Quien suscribe queda conmovido al escucharla después de diez años de dejar la obra: "todavía me azota aquello de que Dios es justo y por mi falta de generosidad a mi "llamado" puede entonces mandarme una desgracia! DIOS ME AMPARE DE SEMEJANTE COSA!!!!" (27.5.2004). Señora, todo lo que le dijeron de Dios está pervertido, es una pura patraña. ¡Cómo va a querer Dios el mal de sus hijos!

A ésta y parecidas aberraciones nos había conducido la teología de la satisfacción vicaria. Todo el entramado se cae como un castillo de naipes si volvemos a la raíz del cristianismo que nunca debimos olvidar: Un Dios amoroso y entrañable, compañero fiel en los días y las noches de la vida, que no cesa de aguardarnos si nos alejamos, nos divisa desde lejos si volvemos sobre nuestros pasos y organiza para nosotros la gran fiesta del amor si regresamos.

Hacia una teología actual de la salvación cristiana

Jesucristo revela al mundo la salvación de Dios a través de todo el misterio de Cristo, desde su preexistencia y Encarnación hasta la Parusía (mediación ascendente). Podemos acercarnos a la comprensión del misterio desde las acciones objetivas realizadas por Cristo, o desde la aceptación de la salvación por parte de los creyentes. Comentaremos brevemente el segundo aspecto. Partiendo de la Biblia, la Iglesia, a lo largo de su historia, ha explicado la obra salvífica de Cristo con las categorías siguientes: sacrificio, expiación, satisfacción y sustitución.

Los errores de apreciación del pasado y la recuperación de la salvación como don gratuito están obligando a un replanteamiento general de las categorías ascendentes. El discurso teológico se encuentra en este sentido en pleno proceso de reelaboración.

No obstante, algunas cuestiones son ya incontrovertibles: la unidad indisoluble entre muerte y resurrección de Cristo, y adoptar el punto de vista de la humanidad que sufre. La importancia que los evangelistas dan a la muerte de Cristo nos invita a comprenderla desde el dolor humano. Por eso, el colofón a un extenso trabajo sobre soteriología moderna afirmaba en 1986: "Una Cristología que quiera constituirse en respuesta/ revelación de la Salvación, debe aceptar normativamente la óptica de los sufrientes de la historia, como lugar de acceso a lo específicamente cristiano". A ello están colaborando de manera decisiva las aportaciones de los supervivientes del Holocausto judío. Tardaron años en verbalizar el horror. Ahora que lo han conseguido, su contribución (tanto de ateos, como de judíos, católicos y protestantes) está siendo decisiva para la soteriología. El sufrimiento humano tiene nombre, apellidos y rostros, los de cada una de las víctimas. Una reflexión sobre el martirio de Cristo no puede dejar de lado esta realidad.

La muerte y la resurrección de Jesucristo -decimos- forman una unidad indisoluble. Son el paso de la muerte a la vida, del pecado a la reconciliación, de la tristeza a la alegría. El creyente que decide libremente aceptar la oferta recibida en el bautismo procura liberarse -ayudado por la gracia- y pasar de la muerte a la vida en Cristo. Los cristianos lo llamamos conversión. La Iglesia en su conjunto y cada uno de sus miembros debería encontrarse en un permanente estado de conversión a Jesucristo.

Al resucitar, Cristo no reprochó la traición a sus seguidores. Volvió a encontrarse con ellos trasmitiéndoles el perdón, la paz y la alegría. Estamos llamados a ser felices, anticipo de la gran fiesta de la Parusía. Por tanto, la resurrección ha de empezar en este mundo y llegará a plenitud al final de los tiempos. De ahí nace el deber moral de hacer este mundo habitable. Los primeros cristianos comprendieron poco a poco esta gran revolución y miraron hacia atrás recordando las palabras del Señor resucitado, a quien sentían vivo y convertido en vida de sus vidas. En los encuentros con el Resucitado nace un cristianismo alegre, pacífico, misionero, mucho menos tétrico del que nos enseñaron, sombrío por haber quedado prisionero de la cruz (cf. Felipe 6.4). Recuperar la resurrección de Jesús, integrarla en la vida, extraer las consecuencias en orden a la alegría y al encuentro personal con Él, se han convertido en uno de los mayores retos para el cristianismo actual.

Al rememorar la vida de Jesús, sus discípulos enseguida se dieron cuenta de la importancia del Gólgota. En la cruz estaba Cristo, símbolo de todos los crucificados y damnificados de la historia. Fue torturado y ejecutado por la violencia de los hombres. Algunos de ellos, muy religiosos, lo enviaron a la cruz en el nombre de Dios. Su Padre-Dios no lo mató, porque Dios no es un criminal y es una aberración afirmar que hemos sido salvados por un crimen. Ahora bien, hay que aprender a ver y localizar a los crucificados. Jesús nos enseñó a hacerlo "desde abajo", naciendo en un pesebre, curando a los pobres, acogiendo a los niños y a las mujeres. En un gesto profético sin precedentes resumió su doctrina en el lavatorio de los pies a los discípulos. Sólo desde abajo, desde el suelo, se puede aprender a ver el dolor de la humanidad.

Luego la salvación está en adherirme al tránsito de la muerte a la resurrección. La alegría, la paz y el perdón de la resurrección me envían a la cruz y la cruz a la resurrección. Ahora bien, la finalidad última no es la cruz, sino la resurrección, que se verá completada en la Parusía.

Propongo al lector un cambio de perspectiva desde la misma cruz de Jesucristo. ¿Y si en vez de subirnos a la cruz de palo se tratara de bajar a los que están clavados en ella empezando por cada uno de nosotros? ¿No es más normal considerar la cruz de Cristo como parte de un proceso hacia la resurrección? Nadie duda del sufrimiento del mundo ni del valor infinito y ejemplar de la muerte de Cristo. En la cruz está clavado Jesús, con su rostro ensangrentado, símbolo de todos los crucificados del mundo y de todas las violencias. La contemplación de Jesús en la cruz nos remite a los damnificados de la historia. De este modo, la cruz y la resurrección se habrán convertido en el primer acicate para la vida, la fuente de nuestro comportamiento moral, aplicable a la práctica profesional y familiar y social.

Ahora debemos preguntarnos por las motivaciones y el modo de proceder para bajar de la cruz y resucitar con Cristo. Una vez más volvemos al único Maestro, Jesús de Nazaret. A Él lo mató la violencia del mundo como consecuencia de su compromiso por mostrarnos el amor de Dios, la libertad y la felicidad, llevando hasta sus últimas consecuencias su constante actitud de servicio, una vida entregada por los demás ("pro-existencia" le llaman ahora). En esa donación de sí, que hace gustosamente quien está lleno de amor, encontramos la raíz del "sacrificio" agradable a Dios, igual al realizado por millones de personas cada día en su profesión o en la atención a su familia.

Según la definición clásica de san Agustín, el sacrificio tiene como finalidad ponernos en comunión con Dios. Sacrificio serán aquellas obras buenas que contribuyen a unirnos a Dios. Esta comunión es una auténtica felicidad para el hombre, es salvífica. Observemos cómo Agustín excluye de la idea de sacrificio el sufrimiento o la privación. En todo caso comportarán algún tipo de dolor por la limitación y el pecado humanos, pero no dejan de ser un dato segundo. Libremente respondemos a Dios dándonos a los demás por amor. En esto consiste el sacrificio y la ofrenda que podemos darle. Es un acto existencial antes que ritual. Ofrecemos a Dios el servicio a nuestros semejantes como un acto de donación libre y garante de la propia felicidad. La totalidad de la vida se ofrece por los otros. Así debe entenderse el sacrificio de Cristo, inaugurando un movimiento al que se asocia toda la humanidad en su marcha hacia Dios (Mc 10, 45).

A veces, incluso con frecuencia, la donación de sí por amor tiene su lado doloroso y se convierte en "expiación". A la cruz no hay que subirse, nos suben si somos consecuentes. Muchos serán arrastrados a la fuerza y Cristo se hizo solidario con ellos. Otros, pretendiendo seguir sus pasos, con temor y temblor aceptan correr el riesgo. Hablamos de la expiación sufriente. Señala el aspecto doloroso del sacrificio, consecuencia del pecado de la humanidad. Es utilizado en el Nuevo Testamento para interpretar el misterio de la cruz, sobre todo, en la Carta a los Hebreos. En la Biblia, la expiación va muy unida a la intercesión. Ya en el Antiguo Testamento los sacrificios de expiación se viven como días de perdón. Jesucristo intercede por nosotros en su vida terrena y lo sigue haciendo después de la Resurrección. Es nuestro abogado permanente, dirá el evangelista Juan. En este sentido deben interpretarse los dos textos más controvertidos: 2 Cor 5,21 y Gal 3,13. Cristo carga con nuestro pecado para que podamos recibir la justicia y salvación. Cristo no se hace pecado a título personal, como algunos interpretaron después; entre Él y el pecado hay un abismo. En un acto de "solidaridad" extrema (término preferible al de "sustitución" de la teología clásica), carga con los pecados de todos para eliminarlos. La expiación es su oración espiritual de intercesión plenamente realizada. En esta solidaridad y misericordia toma sobre sí nuestra condición sufriente en todo lo que tiene de desesperante e inexplicable. Solidario con quienes sufren, acepta libremente la muerte en la cruz para ofrecer a las víctimas y a todos la misma posibilidad de resurrección que Dios le concedió a Él. La expiación en este sentido equivale a solidaridad compasiva. Y tiene puestas sus miras en el ser humano sufriente. La contemplación de la sangre en cuanto tal, paraliza; la expiación como solidaridad compasiva y amorosa nos lanza en ayuda de los sufrientes.

El lado doloroso del sacrificio amoroso de la vida puede llevarnos, como a Cristo, a aceptar libremente el trago amargo de acabar crucificados. En este sentido Dios no preservó a su Hijo, fue consecuente con el dinamismo de la encarnación y aceptó que acabara víctima de la sinrazón. El amor solidario y compasivo le hizo a Jesús compadecerse y cargar con todos en la cruz. Seremos corredentores si procuramos nosotros mismos bajar de la cruz ayudados por otros, cargar con nuestras limitaciones y pecados (nuestra propia cruz) y colaborar con Jesucristo a que cuantas más personas mejor, bajen del sufrimiento y pasen a una vida de alegría y felicidad resucitada. Incluso corriendo el riesgo de ser injuriados o de acabar crucificados. Esos actos de solidaridad extrema con las víctimas del mundo fue realizado por Cristo y por muchos de sus seguidores. Según el pensamiento católico, en la noche absoluta de la cruz y la sinrazón, siempre anidaba en el Señor y en otros mártires la esperanza del triunfo de la víctima. En definitiva, el cristianismo proclama su victoria definitiva mediante la Resurrección. Jesucristo, la Víctima Inocente, ha sido glorificado, sentado a la derecha del Padre y convertido en Señor y Juez del universo. Y con Él todas las víctimas del mundo.

La redención en Escrivá y el concilio Vaticano II

En "Camino", la resurrección de Cristo no aparece por ningún lado, ni como teoría ni como praxis. Una única mención al final del librito, sin ningún valor teológico, nos dice que los apóstoles fueron "casi" testigos de la muerte y resurrección del Maestro (Camino, 925). En el esquema clásico de Escrivá la resurrección no tenía cabida hasta la vida eterna; pecado y cruz culminaban la redención. Con la llegada del concilio Vaticano II, todo este entramado teológico se podía haber ido al traste. En una pirueta digna de mención, Escrivá incorporó a su discurso las ideas del concilio Vaticano II.

En 1973 se publicó por vez primera una selección de homilías que van desde 1951 la primera, a 1970 la última. No disponemos de datos respecto a su autenticidad. Dado el afán constante de la obra por revisar su historia, manipulando fotografías y datos, podría ser que también en esta ocasión hubiera interpolaciones o cambios en las fechas. En cualquier caso, si nos atenemos al texto recibido, el tono y el contenido teológico de las homilías dan un brusco viraje si las comparamos con "Camino". El trasfondo teológico sigue siendo el mismo, pero se producen cambios significativos: Una mayor atención al Evangelio y, sobre todo, la incorporación de la cristología conciliar en las homilías posteriores a los años 60. En la pronunciada el 15 de abril de 1960, Escrivá ya ha tomado conciencia de la importancia de la Resurrección en la obra salvífica de Cristo, aunque rápidamente nos advierta que antes hemos de pasar por la cruz (Es Cristo que pasa, 95). El Domingo de Resurrección de 1967, entiende la redención como divinización que "redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa" (Es Cristo que pasa, 103). Toda la vida de Cristo, su trabajo, predicación y milagros, su muerte en la cruz y su resurrección, atraerán a todos hacia Él (Es Cristo que pasa, 105). "Cristo resucita en nosotros, si nos hacemos copartícipes de su cruz y de su muerte" (Es Cristo que pasa, 114); "Jesús ha concebido toda su vida como una revelación de ese amor" (Es Cristo que pasa, 115); "El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí" (Es Cristo que pasa, 126). Los ejemplos podrían multiplicarse. El lector queda sorprendido ante el cambio tan profundo en la mentalidad de san Josemaría. ¿Se habrá producido su conversión a la teología conciliar? ¿Habrá superado de una vez por todas los viejos esquemas de la satisfacción vicaria?

Los estudiosos de la obra se basan en estos datos de última hora para analizar el pensamiento teológico de Escrivá en su conjunto: "Como en sus otros escritos -afirma uno de ellos- el Beato Escrivá de Balaguer se atiene en el resumen que aquí presenta de la Pasión a los conocidos datos escriturísticos, sabiendo seleccionar para recuerdo del oyente sus aspectos esenciales. Destaca, en efecto, que Cruz y Resurrección forman un solo misterio pascual en el que ambos aspectos se iluminan mutuamente; que el fundamento de nuestra fe lo constituye la Resurrección del Señor; que el misterio de la cruz está relacionado con la realidad del mysterium iniquitatis". Desde este presupuesto conciliar el autor relee los textos de Camino con un sentido completamente distinto al expuesto por nosotros. El holocausto del yo y la cruz de palo pasan de ser un sistema nefasto de aniquilamiento del yo a una "existencia totalmente entregada a la voluntad de Dios" (Es Cristo que pasa, 98). Las normas de piedad dejan de estar desconectadas de la vida para pedirnos "su relación con la vida corriente". De repente hemos descubierto el sufrimiento del mundo y se nos pide con urgencia atender a las necesidades de los demás y esforzarnos por remediar las injusticias del mundo (Es Cristo que pasa, 98). En la misma cruz de Cristo se manifiesta el "absoluto respeto a la libertad humana y al discurrir de la historia", es decir se jubila al borrico de noria (cf. Lucas F. Mateo-Seco, "Sapientia Crucis. El misterio de la Cruz en los escritos de Josemaría Escrivá de Balaguer", en Scripta Theologica, 24 (1992/2) 419-438).

En una hábil maniobra, el opus relee a Escrivá desde sus escritos conciliares. Una vez más se "adelanta" (E.B.E.) a los acontecimientos para que nadie pueda criticarle su integrismo. La Iglesia lo autoriza porque, como ya dijimos, el Concilio no corrigió los errores de la teología anterior. De este modo, el opus quiere hacer compatibles ambos esquemas cuando en realidad no lo son. No podemos caer en la trampa: la biblia del opus sigue siendo "Camino" y su praxis también. Operan con los esquemas de la satisfacción vicaria interpretados por Escrivá de manera rigorista y enfermiza creando sufrimiento entre sus miembros. Y hacen todo lo que pueden para que no avancen ni la teología ni la pastoral de la Iglesia.


Nota final

Todos los días se hace soteriología práctica y teórica en opuslibros. No se utilizan los nombres clásicos, redención, satisfacción, divinización, etc. Se prefieren otros: "reconstrucción", "curación" y "sanación". Sirven para creyentes y no creyentes. También para quienes somos amigos de la web.

Estas líneas deben mucho a Bernard Sesboüé, "Jesucristo el único Mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación", Salamanca 1990 (2 vols.); el mismo autor ha publicado un libro muy útil comentando el Credo de la Iglesia Católica: "Creer", en Ediciones San Pablo (2002); también he utilizado el libro de Olegario González de Cardedal, "Cristología", Madrid 2001).


AVILA, junio 2004


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