La Obra como Revelación

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Autor: E.B.E., 5 de enero de 2005

«A quienes manifiestan su intención de pedir la Admisión en el Opus Dei, es importante decirles con claridad que, al venir a la Obra, no van al Tabor: van al Calvario.»
(del fundador, citado por Álvaro del Portillo, carta 9-I-1993)


Revelación como origen

El cuestionamiento de la Obra comienza por elementos dispersos, pequeñas objeciones y al cabo de mucho tiempo termina en un gran y único interrogante: ¿qué es la (prelatura) Opus Dei? ¿Cuál es su verdadero sentido?

Este interrogante acerca de la “esencia” lleva a preguntarse por el fundamento de la Obra, su nacimiento y su sostenimiento, su razón de ser. Y no creo equivocarme si digo que toda la Obra pivota en un gran único elemento: «la autoridad de Escrivá que revela», en primer lugar, y luego la ratificación implícita de esa autoridad por parte de la Iglesia.

El problema es que en esa «revelación» hay contenidos muy discutibles y otros que directamente son, por lo menos, poco felices. Y como hay muchos de estos últimos, es justo preguntarse por «la autoridad que revela», o sea por la autoridad de Escrivá. Y más aún, es necesario preguntarse por los fundamentos de una vocación que sólo se basa en una «autoridad que revela» aciertos y desaciertos. O más bien, repite revelaciones que se encuentran en las Escrituras y revela, tomando pie de las Escrituras, contenidos «propios» que han producido verdaderas esclavitudes y han sometido a las personas. La revelación del fundador se presenta como una revelación que libera pero termina sometiendo.




La Obra nació y se sostiene en el tiempo por su supuesto carácter divino, derivado de una supuesta revelación privada de Dios hacia a Escrivá, revelación que hoy la Iglesia respalda implícitamente de manera públicamente, primero por la aprobación jurídica y luego por la canonización del protagonista de tal revelación.

Por eso, tengo mis dudas de que la Iglesia haya aprobado sólo lo escrito, como dice Melqui en una de sus últimas intervenciones. En cierta forma creo que fue así como dice Melqui; es más, posiblemente la aprobación jurídica ha sido el Caballo de Troya para introducir una institución que funciona de una manera diferente a como se describe a sí misma en los papeles.

Aún así, pienso que la Iglesia aprobó -virtualmente- la “revelación” de Escrivá, como si se tratara de la aparición de Fátima. Este es el problema más grave de la aprobación otorgada a la Obra y su fundador.

Pues, en la “revelación” se basa toda la autoridad de la Obra y su fundador: en que Dios “reveló” su voluntad de crear “la Obra”, y lo hizo a una sola persona: Escrivá.

El resto no tiene la menor importancia, en comparación: si las Constituciones debían estar en latín o no, si el fundador tenía o no potestad para prohibir que las numerarias usaran pantalón o no, si su carácter era autoritario o no, si el modo de vivir la pobreza en la Obra está bien o no, etcétera.

Todo queda supeditado a un principio supuestamente “incuestionable”: fue voluntad de Dios la fundación de la Obra y también que la fundara Escrivá. En ese axioma reside todo el prestigio de la Obra y se justifica la ausencia de autocrítica. La Obra tiene esta “carta fuerte” con la cual puede ganar cualquier partida y a cualquier “adversario” que quiera cuestionarle la arbitrariedad o moralidad de algún aspecto institucional. La Obra desoye las críticas porque está sentada en el trono de la legitimidad divina, por lo cual sabe que, mientras mantenga esa legitimidad, será invulnerable.

Aquí reside su “complejo de superioridad” y su notable soberbia corporativa, que le impide reconocer errores y maldades.

De hecho, el fundador siempre habló “en nombre de Dios” o al menos como quien se creía mensajero de Dios, algo que, de por sí, podría ser legítimo en la medida en que presentara un testimonio sólido. Pero en su “revelación” hay elementos que, por lo menos, son temerarios.

En mi opinión, la Iglesia no aprobó simplemente unos “escritos” de carácter jurídico como si fuera la Regla de San Benito; le dio aprobación moral a una institución cuyo origen supuestamente es una revelación de Dios hecha a Escrivá, quien decía que se había resistido a ser fundador de nada (reforzando la tesis de “la voluntad de Dios”).

El resto de los fundadores de instituciones eclesiásticas –según mi limitado conocimiento- han tenido la voluntad explícita de fundar su orden, congregación, etc., bajo inspiración divina (revelación privada), pero nunca como expresión de una voluntad divina dogmática, esto es, reconociendo públicamente “que Dios habló a los hombres por medio de Escrivá”, como es el caso que nos ocupa (recordando el pasaje de Hebreos 1,2). Mientras que la Regla de San Benito necesitó ser aprobada –era un escrito humano-, lo que dijo Escrivá recibió el reconocimiento –implícito al menos- de “Palabra de Dios” revelada a los hombres...

Esto sí que hace temblar a cualquiera, especialmente por los desaciertos o frases poco felices que dijo el fundador “en nombre de Dios” y por tantas prácticas de gobierno que la Obra lleva adelante “en nombre de Dios”.

Entonces, la prelatura vendría a ser la forma jurídica aprobada para que “contenga” esa supuesta “revelación”.

Con semejante respaldo o reconocimiento, la Obra obtiene un fundamento trascendente, inconmovible. La Obra se siente omnipotente y, como la Iglesia, llamada “a permanecer”: «estoy persuadido —tengo una seguridad moral— de que la Obra permanecerá mientras haya hombres sobre la tierra» (del fundador, Meditaciones III, p. 201)

Podríamos decir que, de alguna manera, la Iglesia estaba “obligada” a reconocer a la Obra, si quería obedecer a Dios y no tener “problemas” con Él, del mismo modo que las nuevas vocaciones debían decir que sí a la Obra si no querían tener problemas con Dios. Este fue –y es- el modo como extorsiona la Obra, en definitiva: situándose en el lugar de Dios.

En la figura de la prelatura sólo se buscó el modo jurídico de traducir esa supuesta Voluntad divina. Detrás de la aprobación jurídica, hubo una aprobación -dada por la Iglesia- mucho más comprometedora.

La Iglesia podrá decir que sólo aprobó lo escrito en los papeles. Pero, del mismo modo que la aprobación de la erección de un templo en un lugar donde se apareció la Virgen implica la aprobación tácita del hecho sobrenatural de la aparición, la aprobación jurídica de la Obra implica la aceptación no explícita del fundamento central que le da toda la fuerza a la Obra: fue voluntad explícita de Dios y el fundador, su instrumento fiel. Además, por si quedaran dudas, esta persona fue canonizada. Por eso esta canonización resulta espiritualmente conflictiva y escandalosa.

La Iglesia no ha, simplemente, aprobado unos “escritos”: ha reconocido implícitamente como cierta y digna de fe «la autoridad de Escrivá que revela» la Voluntad de Dios, concretada en la Obra. Ahora corresponde que la Iglesia se expida explícitamente, dando una sentencia definitiva sobre puntos muy concretos.




El origen que reclama la Obra no es de una “iniciativa humana” sino que fue presentada por Escrivá como una “iniciativa divina” y esa es la razón última bajo la cual se han redactado todos y cada uno de los escritos presentados en el Vaticano.

De hecho, siempre se enfatizó que institucionalmente no es un «fenómeno asociativo», dando a entender que la razón de ser no se funda en la voluntad humana de asociarse sino en la Voluntad divina de “llamar”, convocar, dar la vocación. En este sentido, la Obra se asemeja al grupo de los Doce Apóstoles, quienes fueron elegidos por iniciativa de Cristo, no fueron los Apóstoles quienes eligieron a Cristo. Por eso el prestigio de la Obra (otorgado a sí misma), superior a cualquier otra institución que surgiera de la propia iniciativa de asociarse.

Para que no fuera un «fenómeno asociativo» debía haber una “revelación” necesariamente, debía haber un “llamado” de Dios, directo y clarísimo, del cual no se podía dudar “una vez visto”.

En cambio, los “llamados” que reciben las vocaciones de cualquier otra institución de la Iglesia no tienen esa “entidad teológica” propia de la Obra, tienen que ver más con “inclinación” personal, con una respuesta frente a una propuesta: el “llamado” se descubre dentro de la propia conciencia, es una experiencia subjetiva.

A diferencia, en la Obra la “llamada” es externa, “objetiva”, contundente, indudable, irrechazable bajo graves consecuencias (pues “es rechazar a Dios”). En este sentido, es una llamada de “entrega total”, porque es el Todo o la nada (o sea, el rechazo de Dios).




Ahora bien, toda esta “contundencia” propia de la Obra se sostiene desde el prestigio eclesial, social, jurídico y moral que ha recibido de la Iglesia, prestigio que se basa en una revelación cuya autoridad tiene como único fundamento la persona de Escrivá.

Todo ese prestigio tiene una inercia enorme y es muy difícil cuestionarlo o que un cuestionamiento pueda contrarrestar la fuerza arrolladora de ese apoyo oficial que tiene la Obra.

La Obra se basa en la autoridad de Escrivá. El asunto es preguntarse, a su vez, en qué se basa esta autoridad: no se apoya en su persona, se apoya en lo que revela y en nombre de quien lo hace.

Lo que encontramos es que esa revelación contiene ‘contaminaciones’.




«El Señor nos ha elegido desde la eternidad, nos ha llamado por nuestro nombre. No hemos sido nosotros los que le hemos elegido a El, sino El quien nos ha elegido para hacer algo concreto: el Opus Dei, su Obra en la tierra» (del fundador, Meditaciones V, p. 261).

Si toda la Obra se fundamenta «en la autoridad de Escrivá que revela», encuentro bastante frágiles los cimientos de la vocación «divina» y de la institución «divina». No por el supuesto origen divino –que fue “anzuelo” para todos- sino por el confirmado destino humano, demasiado humano a donde fueron a parar tantas vocaciones que parecían «llamados de Dios desde la eternidad» y resultaron víctimas de un fraude.

¿Cómo explica la Obra su falta de idoneidad para cuidar las «vocaciones divinas» -suponiendo que lo fueran- y su irresponsabilidad patente por el alto número de personas que se sintieron defraudadas por la institución? No da explicaciones, porque cree que su «condición divina» le dispensa de rendir cuentas.

Distinto sería –y hubiera sido- que la Obra hubiera surgido como iniciativa «humana», sin más exigencias, como producto de una inquietud espiritual. Aún habría posibilidades de comprender sus errores y reformar su camino. Pero la reivindicación de su carácter «divino» pone a prueba la resistencia de la Obra a un análisis riguroso.

Si la Obra fuera humana, se podrían entender sus errores, debilidades y daños hacia otros.

Pero su pretensión de naturaleza divina hace inexplicable la existencia de errores, debilidades y daños que produce en muchas personas.

Negar la evidencia de los datos de la realidad que contradicen su supuesta “naturaleza divina” hace que esta pretensión sea puesta en ridículo cada vez más.

En la Iglesia, en cambio, se distingue la institución humana de la divina, distinción que salva la incoherencia existente entre ambas partes. Pero la Obra no admite esa distinción. Más aún, no pocos de sus errores doctrinales son considerados parte de la supuesta “revelación”. Tomemos por caso la declaración que hace el fundador cuando dice –amenazante- que a aquél que busque ayuda fuera de la Obra le espera «el abismo» («Si el alma en circunstancias particulares necesita una medicación —por decirlo así— más cuidadosa, esto es, si se hace necesario el oportuno y rápido consejo, la dirección espiritual más intensa, no debe buscarla fuera de la Obra. Quien se comportara de otro modo, se apartaría voluntariamente del buen camino e iría hacia el abismo» Carta, 28-III-1955, n. 19).

Es aquí donde uno se plantea qué tan divina es esa “revelación” que se contradice con los Evangelios y usa de los mismos para acomodarlos a su doctrina personal. Aquí es donde todo ese halo divino de la Obra comienza a desdibujarse.

Qué problema si, además de haber sufrido un fraude a nivel de gobierno de la Obra (o sea, a nivel de las acciones), también los ex miembros (y los miembros aun) hubieran sufrido un fraude a nivel de la Fe, esto es, de la confianza puesta en la Obra y en la Iglesia que ha respaldado y aprobado a la Obra. Si la Obra habló en nombre de Dios sin que Dios haya hablado… eso sí que es un problema. Porque la Iglesia implícitamente dio el visto bueno a algo más que unos papeles jurídicos.

Al menos, no es posible que Dios haya dicho muchas de las cosas que dice la Obra y que son esenciales a su concepción y a su configuración como institución (ver #La doctrina objetable).

Entonces, ¿Dios dijo unas cosas y no dijo otras? ¿Qué parte de “la Obra como revelación” es la apócrifa y cuál la auténtica?

En los inicios del cristianismo se hizo el estudio necesario para establecer cuál era el mensaje inspirado y cuál no. Una vez establecido, no se puede volver atrás, porque eso crearía “inseguridad teológica” y permitiría un revisionismo continuo. O sea, la posibilidad de volver atrás demuestra la vulnerabilidad de una doctrina que se suponía «firme».

Pues bien, la Obra estableció desde el inicio qué era revelado y qué opinable (muy pocas cosas). El mismo fundador fue dictando y sentenciando la doctrina indiscutible. Esa doctrina fue la que creímos… hasta que se tornó intolerable. Fue en ese momento que muchos comenzaron a examinar críticamente lo que parecía revelado. Hoy la pregunta es ¿habrá algo que sea revelado?

Lo difícil de admitir es pensar que Dios apruebe la existencia de la Obra como la hemos conocido y la conocemos hoy. Lo difícil de admitir es que Dios respalde la ‘peculiar’ doctrina de la Obra como revelación suya y le otorgue a la Obra un origen de “carácter divino”.

Algunos podrán decir que ciertas cosas que dijo el fundador hay que interpretarlas de manera menos rigurosa. Pero no se puede hacer interpretaciones por conveniencia coyuntural: se trata de ver la rigurosidad que el mismo fundador le dio a lo que él decía. Y con la misma rigurosidad que hablaba de la elección de Dios por la Obra, con esa misma rigurosidad condenaba y amenazaba a quienes dejaban la Obra. Si hoy se hicieran “interpretaciones blandas” de sus condenas divinas, también habría que plantearse la “interpretación blanda” de toda la Obra, de tal modo que la vocación a la Obra no sería «tan divina» y la Obra misma no habría sido creación directa de Dios.

Pero en este planteo la Obra pierde, porque abandona los «fueros divinos» que le permiten el privilegio de no ser juzgada.

La doctrina objetable

Al menos cuatro son los elementos que sostienen sobrenaturalmente a la Obra y le confieren un poder muy particular, por no decir excepcional. Esos cuatro elementos son muy objetables si se los analiza detenidamente.

Al margen de estas observaciones, es necesario señalar que la Obra ha buscado apoyarse fuertemente en lo jurídico, en el derecho canónico, porque es el terreno donde se obtienen las aprobaciones que necesitaba la Obra como corporación para circular libremente.

Detrás del esmero por lograr un cuidadoso orden jurídico se esconde una doctrina altamente objetable.

El origen revelado

Lo primero a objetar es el origen “revelado” de la Obra.

No conozco ninguna institución de la propia Iglesia que haya querido igualarla en su origen divino. Las órdenes religiosas han sido ‘inspiradas’ por Dios pero nunca ‘fundadas’ por Dios. La “fundación dentro de la fundación” no tiene mucho sentido, ni teológica ni racionalmente hablando. Al fundar la Iglesia, ya “fundó todo”. El resto son ‘inspiraciones’, ‘iniciativas’, modos de hacer. Pero no hay necesidad de fundar nada propiamente, salvo que hubiera un cambio testamental, como lo fue entre el Antiguo y Nuevo Testamento. Jesucristo ya fundó «su Obra», que es la Iglesia. Detentar el mismo estatuto divino fundacional es un acto de arrogancia muy grande. Es una actitud temeraria al extremo.

No es extraño, por tanto, pensar en la Obra como una «refundación» de la Iglesia, que hace una «selección» de lo que considera «mejor» (de la Iglesia) y lo reúne en una nueva institución que dice ser ‘fundada’ por Dios (y que necesariamente lo debe ser para igualarle en dignidad). De aquí a una carrera por el poder dentro de la Iglesia, hay pocos pasos.

«Escrivá sintió la tentación, el acobardamiento moral, la incertidumbre intelectual, la "duda cruel" de que la Obra podía ser un invento suyo, una falacia de su imaginación con la que él, sin quererlo, estaría engañando y embaucando a otros. En los dos momentos tuvo la misma reacción: encararse a Dios con sinceridad y con humildad, pidiéndole, urgiéndole: "Señor, si la Obra no es para servirte, para servir a tu Iglesia, ¡destrúyela!, ¡haz que se destruya inmediatamente!" Y una y otra vez, la respuesta inmediata fue una inefable sensación de paz y de alegría, como confirmación de que aquello no era "SU obra", sino la Obra de Dios» (El hombre de Villa Tevere, cap. 15., Urbano).

Así lo cuenta una de sus hagiógrafas, poniendo el acento en que la Obra “es de Dios” y así fue la versión que se repitió siempre, como si dijera «si alguien tiene alguna objeción hacia la Obra, que se arregle con Dios».

«Durante la mañana del día 2 de octubre de 1928, mientras volteaban ésta y las demás campanas del templo madrileño de Nuestra Señora de los Angeles, y subían al cielo sus tañidos de alabanza, monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer recibió en su corazón y en su mente la semilla del Opus Dei» (Alvaro del Portillo, citado en El hombre de Villa Tevere, cap. 16., Urbano), dando a entender una especie de fecundación directa del Espíritu Santo como fue en el caso de María. El paralelo de la imagen literaria es total, incluyendo a los ángeles. Y no es simplemente poética: en la Obra esa idea de “concepción virginal” de la Obra (sin intervención de la voluntad humana) tenía un contenido dogmático-doctrinal, que se reflejaba en las medidas de gobierno que legitimaba (especialmente la obediencia, bajo el grave peso de cumplir con la “voluntad de Dios”).

«¿Qué ocurrió ese 2 de octubre? No se conserva ninguna narración datada en esa misma fecha (...); [dice] una nota manuscrita redactada el 2 de octubre de 1931: "Hoy hace tres años recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé (...). Ese día el Señor fundó su Obra» (El Iter jurídico, cap. I). Se confirma el paralelismo tácito con la Anunciación que hacía más arriba Alvaro del Portillo.

Otro tanto hacen los autores del “Iter Jurídico”: «La Obra, el Opus Dei, no ha surgido como consecuencia de la iniciativa de un sacerdote lleno de inquietudes espirituales, sino que es fruto de una intervención de Dios en la historia» (El Iter jurídico, cap. 3). ¡Una intervención de Dios en la historia!, como la Encarnación de Cristo.

Pero, ¿cuál es el fundamento para que semejante afirmación sea digna de fe? Un solo hombre ha dado testimonio y además lo ha dado de sí mismo («Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería válido», Juan 5, 31). Los seguidores del fundador no han hecho más que repetir el testimonio de sí mismo dado por el fundador.

«Cuando se habla del momento inicial, cero más uno, del Opus Dei, Escrivá es extremosamente parco. Como si las intimidades de Dios a las que tuvo acceso ya no le pertenecieran. O como si un delicadísimo pudor le impidiera levantar el velo de ciertas comunicaciones, de ciertos carismas, de ciertas gracias... gratis datae» (El hombre de Villa Tevere, cap. 17., Urbano).

Lo notable es que ese pudor no se corresponde con la autoridad que ejerció a partir de ese acontecimiento que tanto poder de gobierno le otorgó y al mismo tiempo tanta modestia parecía despertarle. Es un tanto contradictorio. Parece más bien una estrategia de poder.

«En adelante, y ya para siempre, toda curiosidad, todo interés por saber cómo surgió, cómo nació, cómo se fundó la Obra, tendrá que conformarse con la más lacónica explicación. Una escueta sílaba: vio. El 2 de octubre de 1928, Escrivá de Balaguer vio el Opus Dei. (…) Cuando Escrivá utiliza esa expresión, vi, está queriendo decir exactamente lo que dice. No entendí: vi. No intuí: vi. No creí: vi. (…) en un preciso momento mirando los papeles, "no vio esas anotaciones que tenía delante de los ojos, sino que Dios quiso que viese la Obra, tal como había de ser al cabo de los siglos"» (El hombre de Villa Tevere, cap. 17., Urbano).




Uno de los textos «canonicos» donde el fundador revela la divinidad de la Obra está en las llamadas «Instrucciones», libros fundacionales quasi-inspirados. En uno de esos textos dice:

«Querría grabar a fuego en vuestras almas estas tres consideraciones:
  1. La Obra de Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice.
  2. Cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos... y les comunica las gracias convenientes.
  3. Esa convicción sobrenatural de la divinidad de la empresa acabará por daros un entusiasmo y amor tan intenso por la Obra, que os sentiréis dichosísimos sacrificándoos para que se realice» (Instrucción, 19-III-1934, nn. 46-49).

No se trata de «una buena idea». La Obra que funda Escrivá viene nada más ni nada menos que «a cumplir la Voluntad de Dios». La Obra no es una iniciativa humana, es una creación directa de Dios, de la cual sólo Escrivá fue testigo.

La vocación divina

«Dios nos ha creado, y nos ha formado y nos ha tallado como convenía a la vocación que antes, desde la eternidad, nos había concedido», dice Alvaro del Portillo en su carta de 19-III-1992.

Lo segundo a objetar, es la naturaleza de la vocación, que Escrivá la “revela” como trascendente a la persona misma y a la institución como tal –una vocación otorgada por Dios «desde la eternidad»-, mientras que en los hechos se ha manifestado finalmente como contingente absolutamente: son los directores los que «ponen y quitan» el sombrero de la vocación, a quien quieren y cuando quieren.

«¡No vaciléis nunca! Desde ahora os digo —y no conozco vuestros problemas personales, pero las almas tienen un paralelismo tremendo, aunque sean distintas— que tenéis vocación divina, que Cristo Jesús os ha llamado desde la eternidad. No sólo os ha señalado con el dedo, sino que os ha besado en la frente. Por eso, para mí, vuestra cabeza reluce como un lucero» (del fundador, Meditaciones V, p. 399)

¿Basándose en qué dice todo esto? En la visión que tuvo, en lo que –él dice- Dios le mostró. No hay otro fundamento.

Como bien dice Retegui (Lo teologal... cap 10) «hay que distinguir lo que es una respuesta a una llamada explícita de Dios, al modo de la llamada de Moisés, o de los Apóstoles, o de San Pablo, por una parte, y lo que en sentido ordinario se denomina con la palabra "vocación" que suele significar acoger un modo de vida en una "institución vocacional"».

Cuando el fundador habla de vocación divina para referirse a la vocación a la Obra, lo que afirma es que el estatuto de dicha vocación es el mismo que la llamada de los Doce Apóstoles. Nada más ni nada menos. Y de hecho acude a las Escrituras para poner en boca de Dios palabras que no tenemos ninguna prueba de que Dios las haya dicho para la prelatura Opus Dei.

«No olvidéis, hijos míos, que no somos almas que se unen a otras almas, para hacer una cosa buena. Esto es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo» (del fundador, Instrucción, 19-III-1934, n. 27).

Esta es la gran diferencia entre con el «fenómeno asociativo»: ni más ni menos que la intervención directa Cristo que llama.

«Desde ahora os digo (…) que tenéis vocación divina, que Cristo Jesús os ha llamado desde la eternidad. No sólo os ha señalado con el dedo, sino que os ha besado en la frente» (del fundador, Meditaciones V, p. 399).

Por eso la vocación a la Obra no necesita un “tiempo de prueba” (cfr. Retegui, cap. 10): «es el mismo Cristo el que llama», como a los Doce. Y esto no es una simple metáfora: en la Obra es una verdad dogmática.

Ninguno de los Apóstoles tuvo que interpretar nada: Cristo se presentó y los llamó a cada uno. Así de clara pretende el fundador que sea la vocación a la Obra. Y en este sentido, es muy probable que corporativamente la Obra encuentre aquí la razón para sentirse superior al resto de las instituciones vocacionales de la Iglesia, donde la vocación sucede de manera «más normal» y no tan «sobrenaturalmente fulminante».

«Yo sé bien, hijos míos, cómo es el camino que habéis elegido, después de la elección que de vosotros ha hecho el Señor. Porque non vos me elegistis, sed ego elegi vos (Ioann. XV, 16). No habéis elegido vosotros el camino. Vosotros habéis correspondido a la llamada de Dios diciendo: ecce ego quia vocasti me! (I Reg. III, 6)» (del fundador, Meditaciones I, p. 287). Lo extraño, nuevamente, es que si la vocación es divina, ¿cómo puede ser que tanta gente sea la que no persevera? ¿Cómo puede ser que la Obra misma deseche vocaciones que son “divinas”? ¿Puede ser que Dios elija tan mal? ¿No será, acaso, que la vocación no tiene el carácter “divino” que pretende la Obra?

«Muchos de vosotros habréis visto cómo se graba un sello en el lacre. Primero se calienta la pasta y después se marca la figura, haciendo presión con el cuño. De modo parecido ha procedido el Señor con nosotros al llamarnos a su Obra. Nos eligió desde antes de la creación del mundo, nos preparó concediéndonos todas las ayudas necesarias, dispuso mil pequeñas circunstancias en nuestra vida, con inmenso amor, para que un día descubriésemos la vocación» (A. del Portillo, carta, 9-I-1993, n. 5).

Este “determinismo” de la Obra, para referirse a la vocación y darle un conveniente estatuto divino, contrasta nuevamente la realidad concreta.

Impresiona comparar ese ‘estatuto’ con la cantidad enorme de personas que no perseveran, lo cual indica el poco cuidad que tiene la Obra por la vocación, o bien porque permite que ingresen personas sin vocación o bien porque no cuida a las que tienen vocación (siempre suponiendo la existencia de una “vocación divina a la Obra”).

En síntesis: o bien la vocación es divina y la Obra cometió una enorme cantidad de injusticias “descartando” vocaciones dadas por Dios, o bien la vocación no es divina sino más bien una «afinidad» espiritual con la institución, lo cual se contradice con «la revelación» del fundador.

En cualquier caso, la Obra es un escándalo para la fe de muchas personas, motivo que ha llevado a que –no pocos- se alejaran de la Iglesia.

El castigo divino

«Hijo mío, convéncete de ahora para siempre, convéncete de que salir de la barca [la Obra] es la muerte. Y de que, para estar en la barca, se necesita rendir el juicio. Es necesaria una honda labor de humildad: entregarse, quemarse, hacerse holocausto» (Meditación, “Vivir para la Gloria de Dios”, 1972).

«Tú, mi hijo, no tienes derecho a volver la cara atrás, a condenar tu alma o, al menos, a ponerte en grave e inminente peligro de perderla. (…) No tienes derecho a prescindir de la Obra» (del fundador, Meditaciones II, pp. 179-180)

Lo tercero a objetar son las profecías del fundador acerca del destino funesto para aquellos que abandonaran la institución, fuera la causa que fuere (ya que el fundador no hacía diferencias).

«Si alguien se descaminara, le quedaría un remordimiento tremendo: sería un desgraciado. Hasta esas cosas que dan a la gente una relativa felicidad, en una persona que abandona su vocación se hacen amargas como la hiel, agrias como el vinagre, repugnantes como el rejalgar» (del fundador, Meditaciones III, p. 389).

Quien entra en la Obra, según el fundador, está “condenado” a permanecer en ella, a menos que quiera “condenarse” de la otra manera, para siempre en el infierno.

«Si el alma en circunstancias particulares necesita una medicación —por decirlo así— más cuidadosa, esto es, si se hace necesario el oportuno y rápido consejo, la dirección espiritual más intensa, no debe buscarla fuera de la Obra. Quien se comportara de otro modo, se apartaría voluntariamente del buen camino e iría hacia el abismo» (Carta, 28-III-1955, n. 19)

Junto a estas profecías, está el trato que la institución misma otorga a quienes dejan la Obra, llamándolos Judas: «notamos como un desgarrón en el alma si alguien no persevera en la vocación. Nos hace sufrir, pero no tambalear. El mismo Jesucristo experimentó la amargura de la traición de Judas» (Alvaro del Portillo, carta 19-III-1992). La misma lógica podría aplicarse a él mismo, pues muchas personas se han sentido traicionadas por el fundador y sus sucesores, ya sea porque les han mentido como porque les han dado vuelta el rostro, con la hipocresía del beso de Judas.

El culto al fundador

Lo cuarto a objetar es el culto que recibe la figura del fundado y que él mismo se ha encargado de alentar.

«Tampoco debemos olvidar los cuidados que recibimos de Dios, que nos quiere mucho más que todas las madres del mundo a sus hijos» (del fundador, Meditaciones VI, p. 51)

«Os quiero como todas las madres del mundo juntas: a todos igual, desde el primero hasta el último» (del fundador, Meditaciones V, p. 24).

Impresiona, nuevamente, el lugar en el que se pone el fundador: su amor es el equivalente a la suma del amor de todas las madres del mundo. Más parecido a Dios y tan por encima de cualquier madre.

Es una comparación poco feliz. Pero en la que creíamos, porque la “unidad de la revelación” exigía creerlo todo. Pues en el momento en que se ponía en duda algo, comenzaba el camino –largo o corto- hacia la puerta de salida.

Si ha una madre se le debe la vida de manera particular, al fundador le “debíamos” mucho más: la salvación eterna.

«Si no pasáis por mi cabeza, si no pasáis por mi corazón, habéis equivocado el camino, no tenéis a Cristo» (del fundador, Meditaciones IV, p. 354). No está hablando de la necesidad de una unidad espiritual y pastoral. Está diciendo algo que trasciende los marcos de la mínima ortodoxia.

Uno se pregunta ¿qué quiere decir «no tenéis a Cristo»? ¿No estar en gracia de Dios? Al menos es raro estar en gracia de Dios y no tener a Cristo. Entonces, ¿qué significa toda esa declaración dogmática? (pues es mucho más que «una forma de hablar»). ¿En qué se basa esa doctrina? ¿Quién le dio a Escrivá esa atribución o cómo la obtuvo? Aquí se ve que la supuesta “revelación” que recibió Escrivá el 2 de octubre de 1928 no sólo le transmitió un mensaje sino que le dio unos poderes semejantes a los que Cristo le dio a Pedro, con sucesión incluida.

Por si quedaran dudas: «Estas palabras pronunciadas por nuestro Fundador hace muchos años, son y serán válidas siempre: en primer lugar, referidas a su persona; y también aplicadas al Padre, sea quien sea a lo largo de los siglos», sigue el texto oficial del libro de Meditaciones.

No es extraño, por ello, que la salida de la Obra implique una forma de excomunión, es decir, salir de la Obra es salir de la Iglesia: «si te sales de la barca [de la Obra], caerás entre las olas del mar, irás a la muerte, perecerás anegado en el océano, y dejarás de estar con Cristo» (del fundador, meditación ‘Vivir para la Gloria de Dios’).

Dejar de estar en comunión con Escrivá y sucesores, trae consecuencias semejantes –más severas incluso- a dejar de estar en comunión con Pedro. Es un planteo sectario, que atribuye a Escrivá los poderes de Pedro, y más aún ya que es categórico en su alcance.

¿Cómo puede haber sido declarado santo un hombre con semejante doctrina controvertida, por no decir herética? ¿Qué otro santo se atribuyó semejante poder?

Esta es una de esas “verdades dogmáticas” de la Obra que son –técnicamente- verdaderos errores teológicos y –espiritualmente- verdaderas aberraciones.

Así como anteponía la Obra a la Iglesia, el fundador se ponía entre Cristo y las almas, diciendo de manera indirecta pero muy clara: «Yo soy el camino» (como en Juan 14, 6). Mientras Lutero negaba la necesidad de toda mediación, Escrivá afirma lo contrario: «sin mí no podéis hacer nada» (Juan 15, 5). Era lógico, entonces, que la figura del fundador fuera objeto de culto, pues a él debíamos nuestra relación con Cristo. Escrivá era la condición necesaria para la salvación y Cristo parecía haberse dejado condicionar a través de la figura de Escrivá y, en el futuro, por los sucesores del fundador que vinieran.

Tanto la Obra como la figura de su fundador tenían un carácter seudo “sacramental” para los miembros de la institución, en cuanto la Obra y el fundador se constituían en medios de salvación y condición necesaria para llegar a Cristo.

Además del carácter herético, el problema para las personas era el sometimiento a la autoridad que esta “teología” permitía: Cristo estaba condicionado (o “se habría dejado condicionar”) por la mediación de Escrivá. Por lo cual, la palabra de Escrivá era sagrada y Dios habría mediatizado la relación con los hombres en la persona de Escrivá.

El carácter “total” de la Obra no permitía la adhesión a medias: o se creía todo o comenzaban los problemas.

Las doctrinas peculiares

Lo quinto a objetar de la «doctrina revelada a Escrivá», es el conjunto de doctrinas particulares que el fundador creó para los miembros de su Obra.

Algunos ejemplos:

- censurar moralmente el derecho a confesarse con sacerdotes que no sean de la Obra (aunque previamente haya hablado de libertad para hacerlo): «Los que no son de nuestra familia, no son buenos pastores de mis ovejas, aunque sean muy buenos pastores de las suyas (…) Por eso, los miembros del Opus Dei, si de verdad quieren ser fieles, no siguen a un extraño, sino que huyen de él, porque no conocen la voz de los extraños (loann. X, 5) (…) Si tú hicieras esto [acudir a un sacerdote que no es de la Obra], tendrías mal espíritu, serías un desgraciado. Por ese acto no pecarías, pero ¡ay de ti!, habrías comenzado a errar, a equivocarte. Habrías comenzado a oír la voz del mal pastor, al no querer curarte, al no querer poner los medios» (del fundador, Meditaciones II, p. 534).

- fomentar la obediencia sin responsabilidad, doctrina que tiene como fin intereses de gobierno: imponer un orden, someter: «Obedecer..., camino seguro. —Obedecer ciegamente al superior..., camino de santidad. —Obedecer en tu apostolado..., el único camino: porque, en una obra de Dios, el espíritu ha de ser obedecer o marcharse» (del fundador, Camino, 941, citado en Meditaciones IV, p. 435).

Es doctrina de la Obra que aquél que obedece «no se equivoca nunca» (Meditaciones, IV, p. 645), doctrina que ha llevado a delegar la responsabilidad personal en los directores y a hacer de la obediencia una imposición difícil de resistir. Forma la irresponsabilidad y el sometimiento.

- La alienación de la libertad como condición de fidelidad a Dios: «Para estar en la barca [de la Obra], se necesita rendir el juicio. Es necesaria una honda labor de humildad: entregarse, quemarse, hacerse holocausto» (Meditación, “Vivir para la Gloria de Dios”, 1972).

El camino supuestamente revelado por Dios a Escrivá lleva hacia el holocausto personal: es una entrega total, radical. Se trata de alienar la propia subjetividad.

Esta ascética tiene como fin facilitar la docilidad a la obediencia de lo que manden los directores. Se trata de impedir todo juicio crítico, de manera tal que no haya cuestionamientos sino sometimientos.

Muchas otras doctrinas peculiares existen en la Obra, derivadas de la autoridad de Escrivá. Estos sólo fueron unos ejemplos.




Como contrapartida a toda esta doctrina de la Obra, se descubre una necesidad de reconciliarse con la tradición ascética y espiritual de la Iglesia, que la Obra ha realmente arruinado con el uso que le ha dado (a ciertos términos y conceptos).

Lo que es propio de los últimos escalones de la ascética y mística y requiere de una cuidadosa aplicación, la Obra ha utilizado con fines disciplinarios, para imponer una obediencia sin resistencia. Para, en definitiva, “obligar a obedecer” (cfr. «La santa extorsión»).

La Obra ha corrompido términos cristianos que son de acotada definición y delicado uso: son espirituales más que disciplinales: sumisión, obediencia, sometimiento, sacrificio, holocausto, etc., hoy causan verdadero rechazo entre muchos ex miembros, por el uso que la Obra ha dado a esas palabras. Hoy son sinónimos de abuso.

En no pocos casos, la Obra ha tomado textos de los Padres de la Iglesia para darles un uso conveniente, funcional al sometimiento disciplinal. Por tomar un caso, Alvaro del Portillo cita a San Gregorio Magno para argumentar a favor de la inmolación de la voluntad: «con toda razón —comenta un Padre de la Iglesia— se antepone la obediencia a las víctimas, porque por éstas se sacrifica la carne ajena, mas por la obediencia se inmola la propia voluntad» (A. del Portillo, carta 9-I-1993, pág. 28). Para no pocos ex miembros, la inmolación de la voluntad asociada a la Obra da como resultado una perfecta imagen siniestra.

Temas espirituales y ascéticos tan delicados, como la inmolación de la voluntad, no pueden ser utilizados para obtener una obediencia rendida a las medidas de gobierno. Causa verdadera repugnancia que la Obra haya manipulado la sensibilidad espiritual de sus miembros para sus propios intereses “estratégicos”.

Las pruebas de esta utilización y manipulación no están evidenciadas tanto en los escritos oficiales –sería una incriminación muy tonta- como en el testimonio personal de cada ex miembro, testigo y víctima de este tipo de prácticas abyectas.

También la instrumentalización del sacramento de la confesión ha causado rechazo en muchas personas que han pasado por la Obra y hoy encuentran en ese sacramento un triste recuerdo de la Obra y creen difícil volver a confiar y abrir su intimidad.

La aprobación jurídica

¿Qué es lo que yo quería?: un lugar para la Obra en el derecho de la Iglesia, de acuerdo con la naturaleza de nuestra vocación y con las exigencias de la expansión de nuestros apostolados; una sanción plena del Magisterio a nuestro camino sobrenatural»

(del fundador, Meditaciones V. p. 158).

«Conceder sin ceder, con ánimo de recuperar». Así definía el fundador su estrategia para conseguir la aprobación jurídica de la Obra. Puede ser, también, una forma elaborada de definir el engaño: aparentar con ánimo de obtener un resultado. Una forma, también, de definir la «santa desvergüenza».

Creo que hay una aprobación implícita, porque ha dejado funcionar a la Obra de la manera que lo hace, desoyendo las críticas. Esto es un hecho y el proceso de canonización es otra prueba más de no haber querido oír.

Aún así, la aprobación explícita que recibió la Obra es jurídica, no dogmática. Lo aprobado fue una “forma jurídica” y no la “revelación” del fundador.

El Magisterio, como dice arriba el fundador, nunca llegó a dar la aprobación de elementos que son neurálgicos para la vocación a la Obra, especialmente para agregad@s y numerari@s que viven una entrega total «a la Obra».

El campo jurídico es donde la Obra dio la batalla para abrirse paso externamente. Mientras tanto, internamente la Obra se abría paso sembrando su “revelación particular” entre los miembros de la Obra, creando una “religión dentro de la religión”.

La jurídica y la dogmática fueron dos sendas paralelas que nunca se cruzaron. Ahí está el secreto del éxito: el Caballo de Troya, cómo unas formas jurídicas ocultaron la verdadera naturaleza del funcionamiento de la Obra.

De hecho, el “traje a medida” que es la Prelatura resulta demasiado “racional” comparado con el principio interno que organiza a la Obra: la autoridad del fundador y sus sucesores originada en una supuesta “revelación divina”.

Esta dualidad Prelatura/Obra concuerda con el doble estándar que mantiene la institución: una explicación para los de afuera y otra para los de adentro. Una cosa es la obra “jurídicamente” y otra muy distinta –superior- es “divinamente”. Como si fuera posible una “unión hipostática”, dos naturalezas en la Obra: una jurídica y otra divina. Y la Iglesia sólo aprobó explícitamente la jurídica aunque, de manera tácita, la divina se da por aprobada mientras la Iglesia no diga explícitamente algo en contrario.

Pero, del mismo modo que no serviría de mucho que la Iglesia definiera que Cristo era efectivamente hombre si no definía antes que Cristo era Dios, la aprobación jurídica de la Obra no tiene mucha importancia si no se aprueba antes su naturaleza “revelada”. Pues si todo lo que se puede afirmar de la Obra es que se trata de una prelatura, es lo mismo que afirmar que Cristo se trata solamente de un hombre.




Por este camino del ardid jurídico, por ejemplo, la Obra se saltó la barrera de los 18 años que impone el código de derecho canónico: con la forma jurídica del “aspirante” consigue validar el proselitismo entre adolescentes de 14 años, a los que compromete vocacionalmente como si fueran adultos.

Ninguna de las formas jurídicas, por las que pasó la obra, incluye en su definición la naturaleza divina como origen: ni siquiera la “forma definitiva” de Prelatura presupone o reconoce el origen “divino-revelado”.

La aprobación de la forma jurídica es lo de menos: la cuestión de fondo es la aprobación, desde el punto de vista de la fe, de esa revelación divina como verdadera, dogmática.

La Obra, en cambio, puso el acento en la aprobación jurídica, como si ello significara automáticamente la aprobación de su “divinidad”.

Y la aprobación jurídica como prelatura no nos influyó en lo más mínimo sobre la vocación que vivíamos día a día (posiblemente sí sobre “la vocación teórica”), porque no resolvió ni aclaró temas neurálgicos que hacían a la confianza que habíamos puesto en la Obra en nombre de la Fe y del respaldo dado por la Iglesia.

La vocación que hemos vivido en la Obra, nunca tuvo la aprobación eclesiástica adecuada y sigue sin tenerla.

En esto consiste el fraude sufrido: en que dimos nuestra vida por una vocación sin el respaldo teológico y dogmático de la Iglesia que la vocación “revelada” por Escrivá exigía, por su naturaleza supuestamente “directamente” divina. Y la aprobación jurídica ha sido un “simulacro” de la aprobación que se exigía desde la Fe. Al menos,

  • ¿En qué documento de la Iglesia se aprueba “dogmáticamente” la naturaleza divina de la Obra como producto de una Voluntad expresa de Dios que “irrumpe en la Historia”, revelada a Escrivá? Pues el fundador enseñaba, como si fuera verdad de fe, que la Obra era producto de una acción divina directa. ¿Qué importancia puede tener la forma jurídica si este principio fundamental –que es la razón última por la cual todos en la Obra entregaron su vida- no tiene aprobación? No sirve una definición del tipo «creemos que debe haber sido Dios el que fundó la Obra» sino que es necesaria –por parte del Magisterio- una afirmación categórica, dogmática, porque así enseña la Obra su propia doctrina, que necesita el respaldo del Magisterio.
  • ¿En qué documento de la Iglesia se reconoce dogmáticamente válida «la autoridad de Escrivá que revela» la Obra como una manifestación concreta de la Voluntad de Dios? Sin esta aprobación, ¿de qué puede servir la forma jurídica de la prelatura?
  • ¿En qué documento de la Iglesia se reconoce como parte del «carisma fundacional» la infalibilidad de las palabras de Escrivá cuando hablaba al modo «ex cathedra», es decir, cuando hacía afirmaciones dogmáticas? Tomemos por caso: «tienes vocación y la tendrás siempre, aseguraba nuestro Padre, en cierta ocasión a una hija suya. Nunca dudes de esta verdad, porque se recibe una vez y después no se pierde» (cfr. A. del Portillo, carta 19-III-1992). Al menos en la Obra no se permite cuestionar al fundador porque se lo considera un cuestionamiento directo a la Palabra de Dios. Sus palabras son un axioma permanente (axioma: “proposición tan clara y evidente que se admite sin necesidad de demostración; cada uno de los principios fundamentales e indemostrables sobre los que se construye una teoría” diccionario RAE, 2002).
  • ¿En qué documento de la Iglesia se aprueba “dogmáticamente” la naturaleza divina de la vocación a la Obra, como un llamado de Cristo igual al que recibieron los Apóstoles, como un “don irrevocable” dado por Dios? (cfr. A. del Portillo, carta 19-III-1992).
  • ¿En qué documento de la Iglesia se aprueba “dogmáticamente” que la vocación a la Obra «es una llamada divina, eterna y permanente, que no se pierde jamás (…) [que] no se puede suprimir» (del Portillo, carta 19-III-1992)? La aprobación dogmática de la Iglesia es necesaria, porque Escrivá así enseñaba su doctrina sobre la vocación a la Obra y cuando hablaba de vocación divina no lo decía de manera “adjetiva” (suave o genérica) sino “dogmática” (firme y cierta). Pues bien puede decirse que, desde el bautismo, todos los cristianos genéricamente tienen vocación divina. Pero en la Obra la “vocación divina” de sus miembros tiene una carga y un significado dogmáticos, una vocación que imprime un ‘carácter’ semejante al de los sacramentos de Confirmación y Sacerdocio. Por eso la Iglesia debe expedirse explícitamente sobre qué entiende cuando habla de “vocación divina” en los documentos jurídicos que aprobó la Obra. El capítulo de Retegui (Lo teologal... cap. 10) sobre la vocación aclara mucho este punto.
  • ¿En qué documento de la Iglesia se aprueba como digna de fe la existencia de un «poder divino» en los directores de la Obra para declarar la “nulidad vocacional”? Es decir, aquel poder que les permite decir un día “tú no tienes más vocación”, después de varios años de haber declarado ellos mismos “tú tienes vocación”. Se necesita un poder divino, ya que la vocación la otorga (supuestamente) Dios y no puede ser revocada por los directores, a menos que cuenten con un «poder divino». Si en la Obra citan a San Pablo para afirmar que la vocación a la Obra es un “don irrevocable” (del Portillo, carta 19-III-1992, pág. 24), ¿con qué poder los directores pueden torcer la Voluntad de Dios y hacer de la vocación un “don revocable”? Y la aprobación jurídica como prelatura no aclara para nada esto.
  • ¿En qué documento de la Iglesia se aprueba que el “único” modo en que los miembros de la Obra pueden llegar a Cristo es pasando por la cabeza y el corazón de Escrivá y sucesores? Esta es otra verdad dogmática que enseñaba el fundador y no tiene aprobación eclesiástica, al menos que sea de mi conocimiento. Y esta enseñanza del fundador era más esencial y trascendente para la vocación vivida en la Obra que la figura jurídica de prelatura.
  • ¿En qué documento de la Iglesia se condena como “Judas traidores” a quienes deciden dejar la Obra? Porque esta era –y es- la condena que la Obra aplica oficialmente, de manera genérica y pública, sin una prudente discriminación de casos y personas. Es una calumnia, de la cual la Obra nunca se ha arrepentido, al contrario, forma parte de su conducta de gobierno y de hecho aparece en documentos oficiales de la carta de A. del Portillo de 19-III-1992).
  • ¿En qué documento de la Iglesia se reconoce como verdadera y digna de fe la sentencia del fundador que dice que aquél que deja la Obra no puede salvarse o corre serio peligro su salvación? Es una “verdad de fe” que enseñaba el fundador y necesita la aprobación dogmática de la Iglesia, porque de lo contrario estamos frente a una institución que enseña doctrinas temerarias o contrarias a la Fe. Esta enseñanza del fundador era mucho más esencial a la vocación que la aprobación jurídica de prelatura.
  • ¿En qué documento de la Iglesia se aprueba como digna de fe la autoridad de Escrivá para asegurar la salvación de los miembros de la Obra? «Recuerdo que cuando todavía no teníamos ninguna aprobación canónica, gritaba a los de Casa en los cursos de retiro que teníamos en Ferraz: ¡aseguro la salvación, la gloria del Cielo, a los que perseveren en su vocación hasta el final! Y añadía: aquel que sea fiel a este espíritu, tiene asegurada la salvación eterna» (del fundador, Meditaciones IV, p. 696). Esta doctrina del fundador era mucho más esencial a la vocación vivida en la Obra que cualquier aprobación jurídica. Si Escrivá, como supuesto mensajero de Dios, aseguraba cosas que no podía garantizar, que no tenían la aprobación del Magisterio de la Iglesia, entonces estaba poniendo en serio riesgo la fe de mucha gente y defraudándolos al afirmar cosa que no eran ciertas.

Sin estas aprobaciones, la vocación a la Obra no tiene más fundamento que «la palabra del fundador». Sin el respaldo dogmático (desde la Fe) de la Iglesia, la vocación a la Obra no tiene sustento real. Mientras esa aprobación no suceda, la Obra está en grave deuda con las personas que dieron su vida porque –entre otras cosas- confiaron en una aprobación que hasta hoy no llegó.

Si todos creímos en el fundador porque «hablaba en nombre de Dios» y la Iglesia no reconoce «la revelación» del fundador como verdadera (o sea, de Fe), entonces muchos fuimos los defraudados en nuestra Fe.

El problema de la «aprobación jurídica» es que la Iglesia le dio vía libre a una institución cuya doctrina “revelada” no recibió aprobación previa desde el punto de vista de la Fe y esto es gravísimo.

La Iglesia aprobó una forma y dentro de esa forma la Obra metió su propio contenido, que en muchos casos se contradice gravemente con la teología y la Fe.

Pero la Iglesia es responsable de cuidar que los cristianos no sufran el engaño y el fraude en nombre de la Fe. Para eso está la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, entre otras cosas.

Conclusiones: de la revelación al descubrimiento

«¿¡Señor, Tú has podido permitir que yo de buena fe engañe a tantas almas!?»
(del fundador, Meditaciones V, p. 157).

Hace unos días vi por primera vez la película “Nacido el 4 de julio”, de Oliver Stone, donde cuenta el itinerario de una persona que, habiendo dado su vida por una causa que creyó sumamente noble, se da cuenta del engaño total a la que fue sometida. Pasa del fanatismo a la toma de conciencia de lo que fue Vietnam.

Desde un punto de vista espiritual, la Obra es un “Vietnam” para la Iglesia contemporánea:

  • como una causa por la cual mucha gente dio su vida y luego fue traicionada por quienes gobernaban la Obra; si hoy esa institución dice contar con 80.000 miembros, una cantidad mayor aún es la que se encuentra afuera (de mi primer curso anual, hoy sólo queda un 10% en la Obra, por ejemplo, y no es una estadística “particular”, se repite);
  • una causa que, en nombre del Evangelio, terminó afectando la salud psicológica de demasiadas personas, lo cual impide hablar de “casos aislados”;
  • una causa que resultó ser una gran mentira, porque la que parecía ser vocación “divina” fue en los hechos una vocación descartable, que la Obra otorgaba y luego retiraba a su gusto, como si fuera un nombramiento y no una vocación “otorgada por Dios desde la eternidad”, como pretendía la Obra para auto-prestigiarse sin pagar los costos que ese prestigio conlleva, o sea, el respeto a una vocación dada por Dios (si así lo hubiera sido);
  • una causa por la cual la Iglesia dio su respaldo oficial y canonizó a su fundador, sin tener en cuenta el daño que la institución había producido y seguía produciendo;
  • una institución sin el respaldo moral que requería su nombre, “Obra de Dios”;

Ciertamente, muchos cristianos pensarán que la Obra es un caso aislado, que los problemas de la Obra «son» de la Obra y no creerán que sea ningún “Vietnam”, al menos parar ellos.

Pero «la Obra como problema» afecta a la Iglesia universal, más aún cuando la Obra tiene una influencia sobre el gobierno del Vaticano, digna de atención.

Algunos se han quedado impresionados por la “claridad” del “itinerario jurídico” de la Obra pero no han prestado atención al “itinerario de las personas” en la Obra. Una cosa es aprobar un código y otra cosa es aprobar una doctrina que pretende el carácter de “revelada” y termina dañando a las personas.

La Iglesia no ha querido enterarse de esto, al menos no ha dado muestras claras de ello. No ha mostrado interés alguno por la cantidad de “bajas” que produjo y produce todavía hoy la cruzada que lleva adelante la Obra. Una guerra proselitista sin sentido, cuyas primeras víctimas son –generalmente- jóvenes adolescentes de catorce años. Un proselitismo agresivo «contra» jóvenes, a los cuales la Obra busca «alistar» y someter para que su único fin sea obedecer incuestionablemente las órdenes del prelado y demás directores.

La Obra, por su parte, sigue con el discurso de la victoria inexorable mientras que adjudica toda crítica al “vietcong”, a los “enemigos de Dios”.




Si Dios no se reveló a Escrivá, vana es la vocación a la Obra y vana es la fe que pusimos en la Obra, parafraseando a San Pablo.

De ahí el profundo sentimiento de fraude que no pocos hemos experimentado al darnos cuenta, con el tiempo, de las graves incoherencias de la “revelación”.

Ya sea que se trate de meses o de años, es igual: el dar la vida por una causa está marcado por la intensidad. Y tanto las personas que estuvieron poco tiempo como las que dedicaron décadas a esa causa que fue la Obra, a todas afectó de la misma manera: dejándoles una marca difícil de quitar.

La razón de esa marca no es el haber dado la vida, sino la causa por la que se dio la vida, causa que fue un engaño total. Esa marca es resultado de un desgarro del alma. Esa marca es producto del escándalo de saber que la Obra no era lo que decía ser. Y lo que es peor aún: saber que la Iglesia le dio todo su apoyo, hasta el día de hoy. Por eso, la Obra es un Vietnam para la Iglesia.

Hoy es necesario que la Iglesia aclare explícitamente si aprueba o no la “revelación” de Escrivá como una doctrina a ser creída firmemente. La aprobación jurídica es insuficiente.

Seguramente, esta aprobación no será ningún objetivo prioritario de la Obra ni estará interesada en que sea una nueva “intención especial” por la cual pedir para que salga rápidamente. Paradójicamente, pienso que hará todo lo posible porque esa aprobación no suceda.

Cuando la Iglesia se expida dogmáticamente sobre el carácter revelado de la doctrina de Escrivá, muy probablemente la Obra perderá su halo de santidad y pasará a ser una institución humana más dentro de la Iglesia, pero con muchos problemas a resolver y graves responsabilidades a enfrentar, de cara a los hombres y de cara a Dios.