Historia oral del Opus Dei/Organización y costumbres

CAPÍTULO 6. ORGANIZACIÓN Y COSTUMBRES

A los jóvenes que iban entrando en su confianza, Escrivá les pone un plan de vida cuyo esquema se mantiene sustancialmente en vigor.

El plan contiene un cierto número de prácticas piadosas, como la oración, la frecuencia de sacramentos, la lectura espiritual, etc., que ocupan algo más de dos horas diarias en la jornada de esos estudiantes. Para muchos de ellos, católicos tradicionales, aquello no era ninguna novedad, aunque les impresionaba alguna de las maneras como Escrivá organiza esas prácticas.

"Impresionaban mucho -cuenta Fisac- aquellas meditaciones que nos hacía el padre Escrivá en el oratorio, casi a oscuras, sólo con una lamparita encendida, en la mesa desde donde él predicaba. También nos resultaba nuevo su modo de decir misa, muy reposada y barrocamente, con un latín distinto al usual y con casullas nada rígidas."

Pero el plan contiene también normas relacionadas con los tres votos que empiezan a practicar los más cercanos y que asumen en su integridad los que se hacen de la Obra.

"En la admisión había que formalizar la entrada escribiendo una carta al padre Escrivá -cuenta Fisac- aunque a mí me la hicieron escribir después, pues fue el propio padre el que me incorporó a la Obra, sin que yo tuviera el valor suficiente para negarme. A los pocos meses había una pequeña ceremonia: la oblación, en que uno hacía los votos delante de la cruz de palo, en presencia de testigos. Yo recuerdo haberla visto hacer a Alvaro Portillo, Enrique Alonso Martínez y José Ramón Herrero en el año 1936. Esta oblación se nos decía que la renovásemos en la fiesta de san José, de una forma particular, lo mismo que los votos perpetuos."

Los votos eran los tradicionales religiosos de pobreza, castidad y obediencia, acoplados a la peculiaridad del caso por las interpretaciones que hacía Escrivá y que se plasmaron en las constituciones y el catecismo.

"Pero eso fue más adelante -comenta Fisac- porque las Constituciones no se redactaron hasta los años cincuenta, al ir a pedir la aprobación vaticana y a tono con las circunstancias del caso. En la Obra había una praxis de los votos que antes de la guerra se resolvía de una manera muy sencilla, haciendo caso de los consejos del Padre y, en concreto, preguntándole a él si se renovaban o no."

Algunos jóvenes fervorosos se tomaban muy en serio sus obligaciones y se reprendían entre ellos cuando algo no iba bien. La costumbre de la corrección fraterna se convirtió en seguida en una muestra de buen espíritu.

Sin embargo, con el Padre presente, todo se reconducía a su autoridad.

En las vidas de aquellos estudiantes de los años treinta, los votos no planteaban apenas problemas teóricos. Se dedicaban al estudio y al apostolado. Sería después dc la guerra, con la madurez profesional, cuando empezaran los verdaderos problemas.

La posguerra española impuso, por sí misma, un ascetismo en la clase media, que se reflejaba en las primeras casas del Opus Dei.

"En los años cuarenta el padre Escrivá ponía mucho empeño en que estuviéramos bien alimentados y, muchas veces, las deudas que teníamos eran simplemente la consecuencia de ello -recuerda Fisac-. En muchas casas del Opus apenas había para comer."

Bien pronto las austeridades naturales de la época se incrementaron con las voluntarias, introducidas por Escrivá, a semejanza de la observancia monástica. Aquellos jóvenes se acostumbraron a manejar las disciplinas, una o dos veces por semana, y el cilicio, que llevaban dos horas diarias, bien apretado al muslo, durante las horas de estudio. Una vez a la semana había que dormir en el suelo, en el famoso día de guardia, que cada uno tenía señalado para redoblar la observancia en servicio de sus hermanos.

Como las casas eran pequeñas, los numerarios dormían de dos en dos, o más aún, en cada cuarto.

"Todo aquello -sigue Fisac- se hacía con espíritu deportivo y el buen humor propio de la juventud, sobre todo cuando en invierno nos helábamos en la ducha fría matutina."

Sólo el paso del tiempo y los naturales achaques pusieron frenos a esa buena disposición de la mayoría. En los años cuarenta y cincuenta, la observancia, el llamado buen espíritu y el buen humor eran la tónica general entre aquellas docenas, pronto centenas de opusdeístas.

Escrivá recorría constantemente las casas desde su residencia madrileña, primero Jenner y en seguida, 1940, Diego de León, catorce, hasta que se marchó a Roma en el 46. Los opusdeístas recuerdan su talante y sus palabras, que tenían una resolución y una contundencia notorias.

"Cuando aún éramos pocos -recuerda Fisac- el Padre se preocupaba verdaderamente de cada uno de nosotros, incluso en el aspecto físico, de salud. Era una mezcla de exigencia y de actitud paternal que nos acercaba mucho a él, incluso con la sensación de distancia que el padre Escrivá marcaba siempre."

Su mensaje era repetitivo y monocorde por aquellas épocas. La insistencia en la oración y en el sacrificio, en la obediencia ciega, en la necesidad de conseguir puestos docentes en la Universidad y, sobre todo, el omnipresente apostolado, la recluta de más y más numerarios.

Con el paso del tiempo se iba dibujando el perfil paradigmático del buen numerario, del que tenía y difundía el buen espíritu. Se trataba de partir de la distinción intelectual. Escrivá remachaba una y otra vez que "nosotros debemos destacamos por pertenecer a la aristocracia de la inteligencia y mostrar una extremada delicadeza en el trato mutuo".

Aquella expectativa nunca se cumplió, tanto porque las colisiones entre la dedicación a la ciencia y a "las cosas de casa", al apostolado, se solventaban siempre a favor de lo segundo, como porque la media social estadística de los numerarios pertenecía a la clase media y muchos a la clase media de extracción rural. En ese sentido la clientela del Opus Dei de los años cuarenta y cincuenta reflejaba el mundo universitario de entonces, gran parte de cuyos componentes procedían de familias de profesionales, de funcionarios.

Es cierto que en los ambientes de las residencias se proscriben los chistes de mal tono, las posturas y actitudes equívocas, pero la insistencia en la hombría llevaba a veces consigo la adopción de actitudes machistas, a tono con la época, y se permitían y hasta se fomentaban algunos tacos que lo subrayaban. Era lo que el Padre llamaba "el apostolado de la mala lengua".

También muchos postulantes fueron introducidos allí en el uso del tabaco, asociado a la normalidad masculina.

Desde que se abrió el centro de estudios de Diego de León, y a consecuencia de las prácticas allí diseñadas, se fue profundizando en las actitudes de sometimiento al superior, de disciplina de la voluntad, con la consiguientes amputación de tendencias individuales. El paradigma de chico obediente, estudioso y disciplinado, que no se plantea problemas y que concentra sus energías y sus ilusiones en el proselitismo, desembocaría en un comportamiento pueril, trivial.

"A medida que yo me dedicaba cada vez más, casi exclusivamente, a mi profesión -comenta Fisac-, notaba que en las casas de la Obra se desarrollaba un cierto infantilismo."

Esa mentalidad, tan propia de seminarios, de cuarteles, en los que hombres jóvenes cultivan un espíritu de docilidad en torno a ideales de comportamiento muy sencillos, a la vez que muy dramáticos, era inevitable que se diera también en el Opus Dei, entre otras cosas porque Escrivá no fomentaba en sus discípulos el cultivo de otras aficiones.

"Conocí a muy poca gente con inquietudes intelectuales, interesada en leer otras cosas que no estuvieran relacionadas con los estudios o la profesión: igualmente, pocos con preocupaciones artísticas -continúa Fisac-. Algunos había a los que les gustaba la música clásica, pero su número no era significativo y el Padre lo aceptaba con cierto desprecio, ya que a él lo que le gustaban eran los cuplés de Conchita Piquer."

Tampoco había mucho interés por la religión, en su sentido teológico o místico. Escrivá imponía una observancia basada sustancialmente en el quebrantamiento de la voluntad, en la obediencia, y en una vida interior definidas como un trato amistoso con Jesucristo, con la Virgen, una especie de antropomorfismo teológico, de base sentimental.

Los mayores, algunos catedráticos, algunos profesionales, tenían, en aquellos años cuarenta, las responsabilidades de administración y dirección de la Obra, que aún les impedía más otros afanes y estaban, por otra parte, influidos por el ambiente existente en la clase media de la posguerra española.

La vocación tenía para aquellos muchachos un carácter totalizante. Todo en sus vidas estaba subordinado, condicionado, a las obligaciones ascéticas, a las instrucciones apostólicas y no tenían literalmente tiempo de abrir sus ojos a las otras realidades. El mundo exterior se les presentaba, o bien como un lugar donde reclutar más adeptos, o como un escenario en el que, más adelante, influirían en razón a su posición profesional, infiltrándose "como una inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad", según rezaba la Instrucción de san Gabriel.

Paralelamente el apoyo más sólido de todo aquel esfuerzo era la solidaridad, el compañerismo, el verdadero cariño fraternal que se despertaba entre quienes compartían día y noche aquella aventura.

"Realmente había verdadera amistad, sobre todo en los primeros tiempos -explica Fisac-. Era una amistad fruto de la compenetración espiritual, de la devoción al padre, pero también la consecuencia del trato afectuoso, impuesto por él. Nos ayudábamos mutuamente en pequeños servicios, como quedarse un día de fiesta repasándole a otro un examen, haciéndole compañía en casos de enfermedad, prestándole esos mil favores de la camaradería juvenil. Precisamente, recuerdo que cuando Isidoro Zorzano tuvo que hospitalizarse, debido a una penosa enfermedad ganglionar, yo iba todos los domingos a hacerle compañía y me resultaba gratificante poder hablar con él de mi deseo de salir de la Obra, del malestar que me ocasionaban los escrúpulos de mis problemas sexuales, que él comprendía. Isidoro llevó su enfermedad tan ejemplarmente como había llevado su vida. Cuando murió, el padre Escrivá reaccionó de una manera muy extraña, como con miedo, y dejó que Eduardo Alastrue y yo le amortajáramos, sin intervenir él para nada.
"En verdad se trataba de una verdadera familia, en la que se compartían alegrías y penas, satisfacciones y sacrificios -prosigue Fisac-. Aunque pronto, sobre todo los que teníamos menos espíritu de mortificación, empezamos a sufrir las consecuencias de la uniformidad impuesta, de los caprichos de algunos superiores y del propio padre Escrivá."

Con frecuencia muchos ponían de relieve la diferencia entre la familia espiritual y la natural, sobre todo cuando algunos padres y madres de numerarios empezaron a resentirse de la actitud secretista de sus hijos. Con la petulancia de la poca edad, muchos subrayaban la incomprensión de esas familias de sangre, a las que algunos, de broma, llamaban "familia de palo".

En aquellos tiempos, Escrivá predicaba el liberarse muy estrictamente de los afectos familiares, en la línea tradicional de la formación frailuna, que postula el alejamiento espiritual de la familia propia para robustecer la voluntad. Eran los tiempos clásicos de la religiosidad elemental, en una posguerra en la que crecían las vocaciones como una salida social y económica a tanta juventud idealista y poco ilustrada del bando vencedor.

Los episodios de conflictos entre los numerarios y sus familias eran muy frecuentes, sobre todo por el secretismo de la organización, ya que Escrivá aún no podía explicar las características canónicas de la Obra a aquellos padres y madres que pretendían saber en qué lío se habían metido sus hijos. Los conflictos se hacían a veces más graves por la inexperiencia y la falta de tacto de algunos directivos, jóvenes en su mayoría, que patrocinaban un desprendimiento familiar excesivo e incluso humillante. Sin embargo, aquello era compatible con la habitual solicitud de dinero a las familias, lo cual contribuía con frecuencia a que las tensiones fueran mayores.

La hipótesis de que la vocación de numerario tenía que vivirse en casas de la institución era muy estricta, de modo que se hacia necesaria una dispensa del Padre, la llamada dispensa de vida de familia, de la que disfrutaban algunos, como Rafael Calvo Serer. Como contrapartida, aquellos socios que no daban la talla intelectual o social, que se estimaba necesaria para la condición de numerario o aquellos que, por enfermedad u otra causa, no podían hacer vida en común, es decir, los llamados, primero oblatos y luego agregados, tenían expresamente prohibida dicha vida común y se relacionaban con los demás en actos de formación. Pronto se empezaron a aceptar también oblatas.

La vida en común de numerarios y numerarias fue el principal terreno en el que se desarrolla la tendencia reglamentista de Escrivá.

"Poco a poco, las normas, reglamentos, notas y avisos que llegaban de Roma terminaron por cubrir la entera actividad nuestra -comenta Antonio Pérez-. El padre Escrivá era muy intervencionista, muy detallista. Cuando aún vivía en España, no se le pasaba nada por alto y hasta se daba cuenta de si habíamos cambiado una silla de sitio. Cuando se marchó a Roma, esa minuciosidad se tradujo en el flujo de correspondencia normativa que enviaba.

"Recuerdo que me impresionó mucho el control personal que el Padre retenía sobre los habitantes de la casa de Roma. Por la noche, en la cena, las sirvientas le pasaban una nota en la que figuraban las llamadas telefónicas que los miembros del colegio romano habían sostenido ese día. Ya teníamos controlada la correspondencia, pues, como es sabido, los superiores deben leerla antes de recibirla o enviarla, pero lo del teléfono fue una innovación suya en Roma."
"A mí, desde el principio -recuerda Fisac- el control de la correspondencia me molestaba mucho; más que un acto de humildad me parecía una humillación, y sobre todo cuando me enteré de que estaba expresamente prohibido por el Código de Derecho Canónico. En varias ocasiones, y de una forma expresa, abrí y cerré cartas mías o dirigidas a mí, delante del Padre, sin entregárselas, y recibí la amonestación correspondiente."
"En cierto sentido -continúa diciendo Antonio Pérez- el padre Escrivá tenía más mentalidad de director local que de Presidente de la Obra. Quería que le consultáramos todo y yo, que me había tomado en serio las competencias que me otorgaban, por mi cargo, las Constituciones, sufrí mucho las consecuencias de haber obrado de acuerdo con aquella descentralización funcional, que él de hecho no deseaba.

"Lo peor, no obstante, no era cuando él personalmente estudiaba un tema y tomaba una decisión, sino cuando los que tenía a su lado en Roma, gente generalmente joven e inexperta, redactaban las decisiones que él se limitaba afirmar -insiste Antonio Pérez-. El intervencionismo era particularmente angosto con la sección femenina. Recuerda que una vez me vino una numeraria pidiéndome una explicación porque había recibido una nota de Roma indicando que en nuestras casas no debería entrar nunca carne picada."

Las casas de la Obra eran de dos clases. Por una parte estaban las residencias universitarias, donde se alojaban y trataban personas que no eran de la Obra y, entre las que actuaban, como levadura, numerarios o numerarias. Y por otra parte, las casas de estricta observancia, en las que vivían alrededor de diez personas. Para los períodos de formación estaban los centros de estudio, que se maquillaban externamente de residencias de estudiantes.

La instalación de Escrivá en Roma dio origen, por un lado, a ese reglamentismo epistolar a distancia y, por otro, al desarrollo de la organización interna.

"Las Constituciones de 1950 -cuenta Antonio Pérez- tenían una parte doctrinal y otra orgánica. La primera era más o menos el espíritu de la Obra, y en la segunda había un proyecto de definición de competencias y de estructura funcional, que de hecho no funcionaba porque, mientras vivió el padre, aquello siempre estuvo en período constituyente, pese a los que, como yo, nos tomábamos en serio esa carta de derechos."

Las casas de la Obra tenían órganos de decisión, los consejos locales, formados por tres personas pero en el que la figura del director era fundamental y carismática, un poco el trasunto del Padre. El director era la persona con quien los socios hacían su confidencia, a quien consultaban sus decisiones y el que, en último término, tenía la palabra final en todos los asuntos. Un sacerdote, si lo había, era el confesor de la casa y el asesor del consejo local y, en ocasiones, se entrecruzaban los fueros interno y externo, porque también los sacerdotes eran gente joven, entusiasta y sin pretensiones de independencia pastoral.

Probablemente el tema más conflictivo ha sido el acceso a la conciencia del socio. La Iglesia católica, después de numerosos conflictos al respecto en la larga historia de la vida religiosa, había prohibido y así figura en el Código de Derecho Canónico, el que personas que no sean sacerdotes, y fuera del acto de confesión, tengan acceso a la intimidad de la conciencia.

Aquello no impidió a Escrivá regular la práctica semanal de la confidencia, una charla del socio con su director, en la que el socio debía abrirse plenamente y manifestar sus disposiciones interiores, a la vez que dar cuenta de sus acciones. En los primeros tiempos aquello era un acto más, entusiasta y sincero, de solidaridad y docilidad. Pero con el paso del tiempo, muchos socios y no pocas asociadas se encontraron asfixiados por esta práctica, paralela a la confesión, y todo ello robustecido por la prohibición de confesarse "fuera de casa" e incluso con otro sacerdote de la Obra que no fuera el designado para cada casa o centro.

En un clima de simplicidad en el que frecuentemente se confundía el comportamiento apostólico con el estado de ánimo, muchas voluntades eran contrariadas hasta extremos dolorosos, inverosímiles. "Hasta el borde del suicidio", dice Fisac.

El capítulo patológico de tantas vidas de socios y asociadas comienza a salir a la luz. Muchos conflictos de conciencia se transformaban, por decisión de los superiores, en cansancios o enfermedades, recetándose descanso o tranquilizantes para encubrir lo que no era sino una necesidad de clarificación biográfica. Bastantes casos, fuera y dentro de la Obra, testimonian con sus depresiones, neurosis y hasta intentos de suicidio, semejante estrategia directiva, que hizo salirse de la Obra y de la Universidad de Navarra a un numerario médico que se negó a administrar tal política.

"Como consecuencia de aquel estado de ánimo -recuerda Fisac- yo adquirí un profundo insomnio. Entonces a Amadeo de Fuenmayor no se le ocurrió mejor solución que ponerme en manos del doctor Poveda, el supernumerario ayudante de López Ibor, quien me puso unas inyecciones intravenosas, que me producían unos shocks morrocotudos, pero que no me aliviaron. El insomnio y todo mi malestar desapareció al dejar la Obra."

Esa asfixia espiritual se basaba también, aparte de en el clima del nacionalcatolicismo que respiraba Eserivá, en la escasa referencia que había en las constituciones a los derechos de los socios. "El único derecho de los socios es el de cumplir con su deber", adoctrinaba frecuentemente Escrivá.

La posibilidad de reclamar a los superiores mayores, que estaba abierta legalmente, se consideraba una práctica de mal espíritu, por lo que la historia del Opus Dei es también la historia de muchos actos de autoritarismo espiritual.

"Yo no hubiera solicitado nunca la admisión en la Obra, pero como mi disposición externa era muy entusiasta, parecía que realmente tenía vocación -recuerda Fisac-. Para mí estar allí fue terrible, como lo supieron desde el principio mis superiores y confesores del Opus Dei. Es incomprensible poder justificar mi estancia en el Opus durante tantos y tantos años. Sin embargo, si yo hubiera podido consultar mis dudas con alguien ajeno a la Obra y le hubiera explicado mi situación, seguro que me habría recomendado que me saliera en seguida, y yo lo habría hecho inmediatamente. Pero allí dentro se consideraba que era una falta de lealtad y un síntoma de mal espíritu hablar de problemas de conciencia con sacerdotes que no tuvieran nada que ver con la Obra. El Padre repetía siempre: "La ropa sucia se lava en casa.

"Así fui tirando hasta llegar a extremos de verdadera desesperación. Sólo un intenso trabajo profesional me hacía olvidar de todo lo que me rodeaba. Me refugié únicamente en el trabajo. Aunque, de otra parte, la relación con los miembros de la Obra con los que vivía transcurría muy grata y familiarmente. Pero mi labor era exclusivamente el hacer arquitectura. En esto, tratándose de proyectos que no tenían nada que ver con las casas de la Obra, el Padre nunca me puso objeciones para que los hiciera como a mí me pareciera. Él solamente imponía su criterio estético cuando se trataba de construcciones del Opus Dei.
"Sin embargo, aparte de este trabajo profesional, yo procuré no hacer apostolado, porque el proselitismo para captar nuevos socios me parecía hipócrita hacerlo yo, que no tenía vocación.

"Durante todo el tiempo que estuve en el Opus Dei, me coaccionaron hasta extremos inadmisibles. Tanto que, cuando al final conseguí que me dejaran salir, Alvaro Portillo me pidió perdón por esas coacciones y las justificó diciéndome que como yo había mostrado una gran generosidad, ellos la habían interpretado como vocación."

Otro tema importante era la confusión en la obediencia. Al estar tan mezclados los planos espiritual y temporal en la dirección espiritual de los socios, y ejercerse ésta tanto por el sacerdote como por el director laico, era muy difícil no echar en el recipiente común de "buen espíritu", las sugerencias, de todo tipo, que los socios recibían, de modo que cambiar de carrera, o subordinar ésta al cumplimiento de tareas apostólicas, o hacer gestiones en beneficio de las publicaciones, terminaban siendo incorporados al perfil de la observancia, con lo cual era prácticamente imposible, salvo a los cínicos o más avisados, distinguir entre lo que la Obra quería de ellos para conducirles a la perfección cristiana y lo que les exigía para producir la expansión de las realizaciones materiales.

En cierto sentido esto fue una consecuencia de la hipótesis principal de que complacer al Padre era la sustancia de la entrega en el Opus Dei, y esta complacencia, con el paso del tiempo, incorporaba la colaboración a cuantas aventuras diseñaran los superiores, o la citada subordinación de la profesión civil a los mandatos de la obediencia.

Esto empezó a ser más evidente cuando la operación política y económica exigía que sus protagonistas estuvieran de acuerdo, entre ellos y con las iniciativas emanadas de Roma.

"Uno de los problemas más graves que yo fui teniendo era mi defensa de la libertad de los socios que actuaban en esas esferas contra la indiscriminada explotación de su situación por parte de la Obra -cuenta Antonio Pérez-. Yo estaba naturalmente a favor, sobre todo al principio, de que esa presencia favoreciera al apostolado, pero creía que ello debería hacerse sin forzar la conciencia de los directamente afectados. Recuerdo el mal rato que pasé cuando vinieron unos numerarios de Roma, italianos, con instrucciones del Padre para que Alberto Ullastres les ayudara en unos negocios que habían planteado. Venían incluso con la pretensión de que Alberto, ministro de Comercio, fuera a tratar del asunto a la casa de la Obra en vez de recibirlos en el Ministerio. Yo me negué a ello y me llevé una buena bronca. Al final Alberto los recibió y creo que no se llegó a nada, pero lo desagradable era la sensación de que había un dominio eminente del Padre, no sólo sobre nuestra vida interior y nuestro apostolado, sino sobre la actividad profesional individual de los socios."

A esta intromisión en la vida profesional también cooperaba la extremada solicitud de la mayoría de los superiores por no llevarle la contraria al Padre. Esto se explica, no sólo por la filial devoción de ellos, sino por el método de elección de estos superiores, un gran número de los cuales eran seleccionados en primer lugar por su capacidad de obediencia, de hacer las cosas sin replicar. Si además se trataba, en muchos casos, de personas jóvenes, sin mucha experiencia, el efecto era aún peor.

"El Padre tenía una gran preferencia por estar rodeado de jóvenes, casi chiquillos -cuenta Antonio Pérez-. Con el paso del tiempo, el gobierno de la Obra estaba protagonizado, naturalmente por él, pero en segundo lugar por una gran cantidad de jóvenes que cumplían sus órdenes con entusiasmo y sin el menor sentido crítico. Y, paralelamente, muchos mayores, que habían sido protagonistas de los comienzos y que tenían experiencia, eran apartados de las tareas de gobierno, en beneficio de aquella savia nueva."

Esto se hizo notar sobre todo cuando se internacionalizó la casa central de la Obra, en la que jóvenes españoles y no españoles, a comienzos de los años sesenta, cubrieron la mayoría de los cargos, especialmente la secretaría de Escrivá, y cuando en los países se produjo una cierta descentralización, dividiéndose las comisiones regionales en delegaciones. En todo aquel despliegue, la juventud y el sentido reverencial de la obediencia eran condiciones habituales de los nuevos superiores.

Aquellas nuevas promociones de superiores eran gentes que habían entrado de pequeños, muchos nacidos en el seno de familias de supernumerarios, que habían estudiado en colegios de la Obra y que se habían ordenado sacerdotes sin apenas experiencia profesional y mucho menos, experiencias en la vida civil. Eran por consiguiente más simplistas, más fanáticos, que los primeros.

El reglamentismo de que hacía gala Escrivá desde Roma tuvo un ámbito en el que se ponía de manifiesto la gran desconfianza del mando hacia los socios. Se trata de lo económico, del dinero. La desconfianza era subrayada por los modos de algunos superiores que, como Hernández Garnica, solía decir: "En estas cosas, piensa mal... y te quedarás corto."

Aquello evidentemente contradecía la general buena voluntad y la positiva actitud de entrega con la que la gran mayoría de los socios solteros habían entrado en la Obra y, desde luego, no quedaba afectada por los pocos casos de aprovechamiento individual. Bien es cierto que muchos socios, al entrar en la Obra, cambiaban de posición social hacia arriba y que la Obra empezó a convertirse pronto en una plataforma de influencias y colocaciones, pero aquello no daba pie a las extremadas precauciones con las que los numerarios debían comportarse en relación a la pobreza, al dinero y a los secretos económicos de la Obra.

"Parte de los votos de secreto y juramentos promisorios tenían que ver con la gestión económica -recuerda Saralegui-. A los que nos dedicábamos a la administración se nos hacía prometer, antes de ser nombrados, toda clase de cautelas respecto a la utilización y memorización de datos y documentos, en una curiosa mezcla de desconfianza y observancia religiosa."

Los numerarios entregaban en la caja de la casa todo el dinero que ganaban y pedían lo necesario para sus gastos ordinarios, de acuerdo con los superiores y siempre dentro del esquema de escasez que prevalecía. No podían tener cuentas bancarias individuales. Igualmente ponían a nombre de otros de la Obra sus bienes y, al final de cada mes, debían entregar al director, como parte de la confidencia, una cuenta de los gastos que habían efectuado.

Pero cuando empezó la madurez profesional de los numerarios estas técnicas contables se demostraron confusas e inapropiadas, con lo que se generaron corruptelas, tales como mantener un cierto fondo de negocios para los profesionales, crear patrimonios de libre disposición que permitieran, con o sin el permiso de los superiores, gestionar los negocios propios. Al hilo de estos episodios se produjeron, como con las sociedades auxiliares, incontables tensiones entre administradores y superiores, nacidos de los diferentes puntos de vista existentes en cuanto a las decisiones sobre inversión o reparto de beneficios, amortizaciones, etc., es decir, sobre aquellos aspectos que los superiores de la Obra no tenían por qué conocer bien, pero sobre los que ejercían una competencia nacida del derecho interno o de la praxis de los votos.

Ésta fue una de las razones por las que, poco a poco, se empezó a delinear una clasificación práctica entre aquellos socios que desempeñaban tareas civiles, para cuyo desarrollo tenían una cierta bula, y los dedicados a tareas internas o a la enseñanza, que cumplían una observancia más plena de la condición del numerario. Los primeros, en razón a los beneficios externos que producían y a su imagen social, eran exonerados de algunas de las reglas de control sobre vidas y haciendas que los segundos cumplían estrictamente, desde pedir permiso para viajar o comer fuera de casa hasta la naturaleza y estilo de la vestimenta, pasando porque en las casas estaba reglamentado hasta los periódicos que se podían leer o los programas de televisión que se podían ver.

En la práctica, a partir de mediados de los años sesenta, se produce una clara delimitación sociológica entre los numerarios con tarea profesional civil y los dedicados a las tareas internas de gobierno y administración, a las labores de educación y Prensa confesional.

Una cierta influencia en ello tiene la edad, con más manga ancha para los mayores que viven en casas pequeñas. También influye el grado de observancia personal, pues a los que plantean algún tipo de conflicto y se les desea retener, se les consienten muchas libertades e incluso se les concede dispensa de vida de familia. De esta manera se produce una permanente negociación de casos, dependiente de las fluctuaciones profesionales, de la edad y del estado de ánimo de muchos numerarios y numerarias, en la que los superiores van creando una casuística que contrasta con la vida más lineal, más observante, de los que se dedican a tareas internas o a ocupaciones con un débil perfil de protagonismo personal.

Es de este último grupo del que se produce principalmente la cooptación para la jerarquía interna y el sacerdocio, con lo cual cada vez es más advertible la brecha, en comportamiento, en ideología, entre ambos tipos de socios, que se perfila como una distinción de hecho, de mayor importancia práctica que la legal existente entre numerarios y supernumerarios.

Y a medida que se va creando la red de centros, iglesias, clubs juveniles, colegios, residencias de estudiantes, casas de atención a la mujer, etc., se crea, paralelamente, una especie de carrera interna, un status peculiar de aquellas personas que, en la vieja terminología, se dedican durante toda o gran parte de su vida, a "cosas de casa". Con el paso del tiempo, este grupo de numerarios, y sobre todo de numerarias, crece y supera notoriamente al otro grupo de profesionales independientes.

E incluso, en términos de responsabilidad corporativa y acción apostólica, se crea una especie de solidaridad funcional entre los numerarios destinados a cuestiones internas, con un alto porcentaje de jóvenes, y los supernumerarios, hombres y mujeres casados, a los que los superiores prefieren otorgar las responsabilidades y cargos internos, tales como directores de obras corporativas, antes que a aquellos numerarios más competentes o brillantes que, dedicados a su tarea profesional individual, podrían hacer gala de una indepencia de juicio que los jóvenes y los casados no tienen. El supernumerario mayor, poco intelectual, avezado en empresas y responsabilidades administrativas, o el militar, se muestran mucho más fiables a estos efectos. Es precisamente entre los profesionales independientes solteros, y algunos otros numerarios que se han tomado más en serio la teología o la eclesiología, en donde se produce esa gran desbandada de los años setenta, que deja a la Obra prácticamente sin intelectuales. En esa época abandonan el Opus Dei los restos de aquellas promociones de numerarios que, animados por Panikkar y otros intelectuales de la primera hora, habían participado en las discusiones teológicas y filosóficas surgidas en aquella época, tanto en el seno de la Iglesia como en los núcleos de pensamiento católico, que empezaban a dialogar con las corrientes laicas, con los movimientos sociales, en las confrontaciones de ese período.

El mundo de los numerarios maduros, que no entienden o no comparten la progresiva alineación de Escrivá con las corrientes integristas y anticonciliares en la Iglesia, ni la incorporación de tantos miembros de la Obra a la política franquista y a los núcleos de poder económico más contundentes, se hace muy problemático, produciéndose, no sólo la citada desbandada, sino también un clima de desconfianza interna, una relación ambigua con la superioridad, muy alejada de los primeros tiempos de las lealtades enterizas, de los vientos de aventura, de las solidaridades juveniles. Y entonces empieza a estar mal visto en la Obra el hombre crítico, el que no comulga con las abundantes ruedas de molino ya por entonces confeccionadas por Escrivá, en términos doctrinales o de comportamiento.

Un gran tema en la vida de esos numerarios, como en la de tantos eclesiásticos de la época, lo constituye el voto de castidad, en su doble aspecto de represión sexual y afectiva.

Para los que se dedicaban a las labores internas, hombres y mujeres con un estilo de vida cuasi conventual, que apenas se rozaban con la realidad exterior, la represión sexual carece de contrapuntos. Las rejas rojas, el aislamiento, están complementados por las otras rejas, las mentales, erigidas por las severas reglas concernientes al trato con personas del otro sexo.

Pocos asuntos han merecido tal cantidad de notas y avisos de Roma. Desde las fórmulas para que los miembros de las secciones masculina y femenina no se traten, con la doble cerradura en los edificios y el teléfono interior para la conversación, que "debe ceñirse a las necesidades de la administración", hasta la casuística sobre cómo no aceptar el estar solo en una habitación con personas del otro sexo, ni comer con ellas, ni mucho menos pasear o viajar con ellas.

La hipótesis de Escrivá era tratar de negar la existencia del otro sexo o eventualmente, para los varones, reconducir el sexo femenino a la condición familiar de hermanas o madres.

La contundencia y extremosidad de las regulaciones sirven en cierto sentido de acicate para la morbosidad pero, sobre todo, constituyen una regulación harto artificial de la vida cotidiana de los profesionales civiles. Muchos opusdeístas, que trabajan en oficinas, tienen compañeras o colaboradoras femeninas y viceversa, y las reglas de conducta preceptuadas al efecto convierten en extrañísimas tales relaciones, que Escrivá deseaba reducir al mínimo. Escrivá llegó a escribir que los numerarios ejecutivos no deberían tener secretarias sino secretarios, en un intento de cancelación de la praxis laboral.

Como es natural, muchos numerarios y numerarias encontraban -encuentran- en esos compañeros del otro sexo una ocasión natural de atracción física o afectiva, con lo que terminaban aceptando, si eran sinceros, la necesidad de aquellas reglas estrictas. Con ello se hacía aún más dolorosa y culpable la represión de instintos y afectos y se daba aún más motivos a los superiores para ser implacables.

La problemática sexual, en la Obra como en las demás organizaciones de célibes, se convertía en un mecanismo más de manipulación autoritaria, en una fórmula de autodesprecio, en una fuente de incontables lances de conciencia, que mantenían enganchadas a muchas personas durante largo tiempo en una dialéctica autodestructiva. Y cuanto más sinceros, peor.

Hernández Garnica llegaba a decir que si un numerario no tenía nada que contar sobre el tema en la confidencia semanal, ello significaba que no era sincero.

El tema de la sexualidad, el del integrismo religioso, la participación en el franquismo político y económico, más la llegada a la madurez biográfica de muchos -"La crisis de los cuarenta"-, creó un ambiente interno en el que los abandonos, los expedientes de salida, se convirtieron en asuntos de atención cotidiana de los superiores y de especial incomodidad para Escrivá, que asistía a la desafección de tantos de sus hijos e hijas de la primera y segunda horas.

Parece que Escrivá nunca llevó bien ese ejercicio de la libertad individual, en contra de su afirmación de que "las puertas de la Obra son estrechas para entrar pero abiertas de par en par para salir", y dictó instrucciones para hacer más difícil la salida, apelando a todo tipo de argumentos y estrategias.

Ese modo de proceder, que tiene cierta tradición en la Iglesia católica, no hace a la larga sino producir mayor desazón y dolor a cuantos están decididos a dar el paso, así como a bloquear psicológicamente, con los costos emocionales consiguientes a tantos otros. La necesidad de mantener una cierta imagen interna y externa conduce asimismo a mantener toda esta problemática en el más estricto secreto, utilizándose al efecto uno de aquellos juramentos promisorios, promesas accesorias a los votos, que los numerarios hacían. Según él, se prohíbe tratar temas de la Obra fuera de ella, incluso después de dejarla.

"Yo había disentido muchas veces, a lo largo de mi vida en la Obra -cuenta Miguel Fisac- y, en un determinado momento, a comienzos de los cincuenta, hice una crítica formal al padre Escrivá, a través de mis superiores internos, respecto a problemas de organización y estrategia apostólicas. Para mi sorpresa, ellos se mostraron de acuerdo con mis puntos de vista. Pero cuando mis reparos llegaron al Padre, éste me llamó, indignado y, prácticamente, me obligó a encerrarme con él y otros pocos en Molinoviejo, donde nos dio una especie de Ejercicios y recriminaciones, tratándome de traidor. Y siguió coaccionándome con toda clase de argumentos.

"Como resultado de este percance, yo me encerré más aún en mi vida profesional, trabajando intensamente para paliar mi situación, y como tenía que viajar continuamente, me quitaba de en medio todo aquello.
"Precisamente, a la vuelta de uno de mis viajes, ante la imposibilidad de seguir, volví a plantear mi intención de salirme de la Obra. Así se lo comuniqué a Antonio Pérez a quien el Padre, como respuesta, le indicó que fuera a verle a Roma.
"Allí me tuvieron dos o tres días, y entre el Padre y Alvaro Portillo trataron de retenerme una vez más, diciéndome, incluso, que al Padre le haría ilusión que yo le acompañara en el coche a un viaje a Viena. En fin, esa vez tuve la suficiente energía para no ceder y marcharme. Me volví a Madrid y dejé la casa de Diego de León, y, ya en casa de mis padres, aquella noche dormí como el que se ha librado de una pesadilla.
"Desde ese momento tuve, claro está, que reorganizar mi vida en todos sus aspectos. Al terminar mi carrera, trece años antes, la situación laboral de los arquitectos, aquel año de 1942, era muy buena. Éramos solamente diez alumnos y todos se colocaron rápidamente. A mí también me ofrecieron algunos puestos de trabajo, en donde podía haber realizado proyectos de tanta o más envergadura que los que hice, y podía haber llegado a conocer promotores y clientes que, en mi situación dentro del Opus Dei, no conocí. Y digo esto porque, injustamente, se me ha querido presentar como un desagradecido a la Obra, que me había proporcionado la ocasión de adquirir un prestigio profesional.
"Tampoco mi salida fue una ruptura afectiva y quise mantener la amistad con los miembros de la Obra a quienes apreciaba, como al mismo Paco Botella, con el que seguí confesándome, después, por espacio de más de dos años.
"Hasta que me di cuenta, con amargura, de que, por una parte, me obstaculizaban en mi labor profesional, y por otra, me querían atraer a su esfera de influencia, proponiéndome unas colaboraciones que nunca llegaron a plasmarse, o la participación en una enciclopedia, en la cual aparezco al lado de personas de su grupo.
"Tal vez, la primera y más clara decepción de la falta de sinceridad con la que actuaron y el principio de la persecución de la que luego he sido víctima hasta hoy, fue la injusticia con la que actuó el jurado, presidido por César Ortiz Echague, de un concurso para una iglesia en Cuenca, al que presenté uno de mis mejores diseños. Después de admitir en su acta que aquél era el mejor de los proyectos presentados, se lo adjudicaron a un arquitecto de la Obra, diciendo que el mío era muy difícil de ejecutar.
"A esta persecución podría referirme muy extensamente. Durante estos más de treinta años, todo aquel trabajo que alguien, más o menos vinculado a la Obra, me encargaba, oficial o particularmente, me era retirado, al enterarse de ello en las altas esferas del Opus.
"Recuerdo, entre muchos, el encargo de un proyecto para Altos Hornos del Mediterráneo que, después de unos anteproyectos que habían gustado, estaba desarrollando. De pronto aparece un señor en mi estudio y me pregunta que cuánto me debían porque yo no iba a seguir haciendo aquello. Al contestarle yo que lo que me debían era una explicación, él enrojeció y no supo qué contestar. Villar Mir que, como presidente, era el que me había hecho el encargo, y que nunca más he conseguido que me mirase de frente, fue nombrado, unos meses más tarde, ministro de Hacienda en el Gabinete que controlaba el Opus Dei. Y aquel encargo se le hizo después a otro arquitecto perteneciente al Opus.
"Otra faceta es la familiar. Tres meses después de haber salido de la Obra conocí en una conferencia que yo daba, a la que año y medio después sería mi mujer, y que ni sabía que existía el Opus Dei. Cuando nos casamos, miembros de la Obra propalaron la especie de que yo me había liado con una sueca. Con el paso del tiempo, ellos, y en especial el padre Escrivá, trataron de ignorar mi matrimonio. Recuerdo que yo había pedido a Albareda y Valenciano que fueran testigos de mi boda y no se presentaron. Sólo, al final de la ceremonia, llegó Albareda y me dio un abrazo, como a escondidas. Quizá como compensación, Antonio Pérez me gestionó por su cuenta, la consabida bendición papal.
"Y con ocasión de una estancia nuestra en Roma, yo, con la ingenuidad que me caracteriza, pretendí presentarle a mi mujer y recibí la típica y burda mentira de que no estaba en Roma, después de haberme dicho lo contrario Alvaro del Portillo horas antes.
"Realmente yo recibí y sigo recibiendo, en 1986, la animadversión de los que son de la Obra o simpatizantes de ella, que me consideran como a un enemigo al que hay que perseguir, y también de los que están en contra del Opus y, poco enterados, creen que yo sigo perteneciendo a él. Esta situación mía, que podría parecer manía persecutoria, si no existieran pruebas irrefutables que demuestran su realidad, me inclinaron hace años a procurar que, públicamente, por los periódicos, se diera a conocer. Teniendo en cuenta que yo no había hecho ningún juramento que me obligara a guardar silencio, como parece que han hecho otros.
"No fue posible: Paco Umbral, y después el padre Martín Descalzo, no se atrevieron. Eran los tiempos de la prepotencia política del Opus. Una carta aclaratoria de mi situación a Torcuato Luca de Tena, director de ABC, con el cual tenía una amigable relación, tampoco fue publicada.
"Finalmente, y por casualidad, una colaboradora de "Sábado Gráfico" me hizo una entrevista en la que aproveché para contar mi distanciamiento de la Obra. A partir de entonces arreció la persecución.
"Harto ya de tanta intriga, me decidí por la solución más cristiana: decírselo a la Iglesia. Redacté un memorial, detallando datos y persecuciones de las que, hasta entonces, había sido objeto, me fui a Roma y lo entregué a un obispo de la Curia romana. Me aconsejó que llamara a Portillo -Escrivá ya había muerto- y que le dijera que iba de su parte. Alvaro consideró absurdo que fuera de parte del Obispo y me recibió inmediatamente, con todo cariño, y hablamos mucho. Después, al día siguiente volvimos a vernos. Él me prometió que "daría orden de que no se me persiguiera."
"Ya en Madrid, el consiliario del Opus Dei, Florencio Sánchez Bella, me visitó, por orden de Portillo, y trató de dar la vuelta al asunto, diciendo que "eran figuraciones mías para justificar el que no me hicieran encargos, porque yo hacía una arquitectura que no gustaba". Y se fue tan tranquilo.

"Pero la triste realidad es que detrás de cada contratiempo económico o social, o profesional, antes o después, siempre aparece en el horizonte algo o alguien relacionado con el Opus Dei."

La problemática de la salida y posterior persecución de miembros conocidos del Opus Dei suele seguir, corporativamente, esa línea de obstrucción profesional, versión sexual y negación de responsabilidad por los superiores de la Obra, que cuenta Fisac.

Los temas económicos son importantes. El voto de pobreza de los numerarios lleva consigo el temor de salirse. Hombres, mujeres, de treinta, cuarenta años, a veces sin habilidades profesionales específicas, se lo piensan dos veces antes de elegir la libertad.

Docenas de casos prueban la utilización de la coacción económica por parte de los superiores de la Obra, en especial si el trabajo de los socios se produce en el ámbito interno o en empresas afectas.

Cuando, por fin, la gente se decide a salir, el toma y daca de los dineros suele ser muy desagradable. Algunos o algunas que durante muchos años han aportado bienes, aparte de los ingresos normales, han tenido que recurrir a reclamaciones cuasi judiciales porque la regla es que la Obra se queda con todas tus aportaciones e ingresos hasta el mismo mes de la salida. Y si uno ha sido honesto y lo ha entregado todo, se encuentra, a veces en edad avanzada, con la necesidad de empezar de cero o recurrir al apoyo familiar.

"Por supuesto, al marcharme de la Obra, en septiembre de 1955, iba ligero de equipaje -recuerda Miguel Fisac-. Antonio Pérez me comunicó que el Padre había dicho que me permitieran quedarme con el estudio de arquitecto, en un piso alquilado, un "Seat" muy usado, y una cuenta corriente que, en aquel momento, tenía un saldo de ochenta mil pesetas y yo debía noventa mil por unos cálculos de estructuras. Es decir, que mi capital era unas diez mil pesetas en números rojos."

Pero escuchemos a otro protagonista:

"No creo que a nadie le pueda interesar cómo, cuándo y por qué me fui del Opus Dei -cuenta Antonio Pérez-; es una cuestión muy personal de la que no tengo que dar explicaciones en público.

"Lo que sí puedo asegurar es que, a su debido tiempo, planteé la cuestión a los superiores del Instituto y al Nuncio Antoniutti, con quien me unía una gran amistad, ofreciendo diversas salidas previstas en las Constituciones, pero ninguna de ellas fue aceptada. Primero, tomando el asunto a broma, como solía hacerse, y luego, con terquedad. El Consiliario que me había sucedido en el cargo, Florencio Sánchez Bella, no quiso recibirme. En cambio el padre Escrivá vino desde Roma a San Sebastián, donde yo estaba precisamente con Antoniutti, y en un aparte, se limitó a decirme cariñosamente: "Tú te me quieres ir pero no te irás; no hablemos más del asunto."
"Sin embargo, acabé yéndome de mala manera. Me buscaron, como era su deber, me encontraron porque disponían de buenos servicios de información, trataron por todos los medios de hacerme volver, pero mi decisión estaba tomada. En vista de lo cual me impusieron una serie de condiciones, que yo cumplí al pie de la letra, y me dejaron en paz.
"En ningún momento me he sentido perseguido por el Opus Dei. Me aplicaron la muerte civil, que es lo que solía hacerse en estos casos, y se acabó. Sé que luego han dicho mil barbaridades de mí, pero allá ellos. Yo tengo la satisfacción de no haber hablado nunca mal de la Obra.

"Bastantes años después, a raíz de mi regreso a España, tuve que sufrir algún desaire por parte de algunos socios del Opus Dei y un incidente muy desagradable con Sánchez Bella, que todavía era el Consiliano. Pero hay personas de las que no cabe esperar otra cosa. En cambio me han dolido mucho las insinuaciones difamatorias de otros, por los que yo sentía gran afecto y de los que esperaba una actitud más noble."

En cierto sentido, que personas como Antonio Pérez sigan existiendo, y les vaya bien en la vida, es una especie de contradicción existencial para mentalidades fanáticas. Socios de la Obra, algún sacerdote, han achacado públicamente al juicio divino desgracias acaecidas a personas después de salirse de la institución.

El caso de Raimundo Panikkar tiene parecidas connotaciones aunque se sitúa más en el ámbito de la censura intelectual.

Cuando Panikkar llegó a Roma, al Colegio Romano, el Padre ya había advertido a la gente de allí. Había dicho públicamente a los alumnos del Colegio que Panikkar llegaba con un propósito especial, que estaba muy cansado, que había que dejarle en paz y que no se le molestara. En concreto se prohibió que nadie se confesara con él. Aquella cuarentena sentó mal a muchos otros, algunos de los cuales lo han comentado, ya fuera de la Obra. Panikkar se mantenía silencioso y se concentraba en ir a clase al "Laterano", un Instituto Pontificio de Teología, en un ambiente francamente irreal. Pero aguantó bien y pronto cambiaron las cosas por la presión de la necesidad. No consiguieron doblegarle y le mandaron solo a la India. Años más tarde la Obra abría la "RUI" en Roma, una residencia universitaria internacional, y parece que, por razones de apoyo financiero y administrativo, Panikkar era el capellán ideal para ella. Le pidieron también para consiliario de un colegio mayor democristiano del Gobierno italiano. Con ello contactó con el mundo intelectual, filosófico y teológico y ganó por oposición la "libera docencia" en Filosofía por la Universidad de Roma.

Pero no parece que aquello sentara muy bien al mando.

Sin embargo, a Panikkar le respetaban cada vez más en ambientes académicos y eclesiásticos, tanto que, en el Pontificado de Pablo VI le convocaron a reuniones importantes y selectas de teólogos.

Una vez, Charles Moeller se enfadó bastante y llegó a hablar con Escrivá porque la Obra no le había dado permiso para ir a una comisión preparatoria de una reunión ecuménica.

En 1964 Panikkar regresa a la India dispensado de sus votos y "prestado" a la diócesis de Varanasi. Dos años más tarde deja de pertenecer jurídicamente al Opus Dei y queda incardinado en la India. Empieza luego su carrera universitaria en Estados Unidos. Cinco años fue profesor de Harvard y quince de la Universidad de California en Filosofía comparada de las religiones. Ahora parece que regresa a Cataluña, aunque no deja la India.

A sus sesenta largos años Panikkar, prestigiado en el mundo académico y respetado en el eclesiástico, sigue participando en el diseño de una espiritualidad planetaria, en los muchos diálogos contemporáneos sobre la salida a un nuevo modelo de civilización.

La problemática es particularmente tensa cuando ex miembros del Opus Dei se niegan a esa especie de embargo que los directivos de la Obra pretenden ejercer sobre la reflexión pública acerca de sus experiencias.

Publicar algo crítico sobre la Obra durante el franquismo era bastante complicado. Había que hacerlo en Francia, donde los protagonistas de las excursiones al cine pomo de Perpignan compraban de paso los libros de "Ruedo Ibérico", editorial que hizo su agosto con los textos de Artigues e Infantes sobre el Opus Dei.

Cuando pretendí, en 1972, poner en la calle mi primer libro, el entonces censor y director general correspondiente, Ricardo de la Cierva, me dijo, con buenas palabras, que sentía mucho negarme el permiso, citándome como razón principal el estar rodeado de hombres del Opus. Efectivamente, el ministro era Sánchez Bella y el subsecretario, José María Hernández Sampelayo, supernumerario.

La desaparición del almirante Carrero, el gran protector, alivió algo la situación y en 1974, mi editor, Juan Fernández Figueroa, se atrevió a publicar el libro en la colección de "Índice", sin siquiera pedir permiso al Ministerio. Poco después, en 1975, publicó Luis Carandell su desmitificador Vida y milagros de Monseñor Escrivá de Balaguer ("Laia").

Con el segundo libro, "Los hijos del Padre", ocurrió un incidente peculiar, ya en la democracia. Días antes de su publicación me llamó Mario Lacruz, a la sazón director de la editorial. Aparte de haber sufrido -me contó- la consabida visita del socio del Opus Dei que pide la retirada del libro, los directivos del "Banco de Madrid", dueños de "Argos Vergara", le comentaron que habían recibido serias presiones de banqueros del Opus al efecto. Sólo el hecho de que el libro estaba ya impreso, es decir, producida la inversión económica, permitió a Mario Lacruz seguir adelante.

Cuando María Angustias Moreno publicó su libro "El Opus Dei. Anexo a una historia" (Planeta, 1976), entre otras presiones, un grupo de sacerdotes se dedicó a visitar, de dos en dos, a numerosas personas, descalificando a María Angustias por ser... lesbiana, invención calumniosa que se hacía aún más desagradable oír de labios de sacerdotes, según cuentan los visitados. Ella relata éste y otros lances en su libro La otra cara del Opus Dei (Planeta, 1978).

Por aquellos días, María Angustias acudió a mí, relatándome la campaña de hostilidad impune que estaba sufriendo. Por ejemplo, militares del Opus, de uniforme, iban por las librerías, recomendando la no exhibición de su libro.

Tratamos de que la Prensa publicara algo. Los periódicos convencionales no quisieron. Acudí a la Prensa de izquierdas, también sin éxito. Recuerdo que el director de "La Calle", alegó que no quería indisponerse con el Banco Popular por razones crediticias. Por fin, Eliseo Bayo nos abrió las puertas de "Interviú", donde María Angustias, una casta muchacha andaluza, tuvo que relatar sus cuitas en un marco tan peculiar, lo que le provocó no pocas reconvenciones.

El silenciar la crítica, el evitar la confrontación dialéctica, son estrategias comunes a las organizaciones ideológicas, pero los responsables del Opus Dei las llevan hasta extremos inverosímiles. Todavía está por ver que sus representantes acudan a una discusión pública y mucho menos a un debate abierto en los medios de comunicación.

Esta fórmula de reduccionismo informativo está particularmente diseñada para evitar que sus fieles, especialmente los más pueriles, sólo sepan de la Obra lo que les cuentan dentro. Como consecuencia, muchos socios resultan particularmente agresivos y reaccionan frente a cualquier otra información alegando que se trata de insultos a la familia y, por tanto, intolerables.

A veces, algunos socios, a tenor de su particular talante, llevan la persecución al disidente a términos extremosos, que incluso proporcionan embarazosas situaciones a los superiores. Sin embargo, son éstos los culpables, en último término, al producir sus consignas y sus descalificaciones.

"Yo recuerdo -comenta Saralegui- aquellas notas que se nos leían en los círculos, en las reuniones internas, sobre los numerarios importantes que se salían. Cuando nos leyeron una sobre ti, particularmente tendenciosa e injusta, yo protesté al director. Él, Javier Cotelo -un arquitecto de confianza de Escrivá-, me dijo que no hacia sino leer lo que le habían ordenado."

A mí me ha tocado en suerte últimamente recibir las atenciones de uno de los más pertinaces.

En 1983, el responsable de un programa radiofónico en la "COPE" me propuso realizar un comentario sociológico semanal. Ante mi advertencia, mitad broma, mitad precaución, de que temía la oposición de sus señoritos -la "COPE" es de la Iglesia católica y su director de entonces, Eugenio Galdón, del Opus Dei-, él me garantizó su libertad de contratación. Días después, cuando ya la Prensa había anunciado mi actuación, el periodista en cuestión tuvo que pasar por la vergüenza de llamarme, para confirmarme que sus jefes habían vetado mi nombre.

Por entonces, yo me limité a abogar por la modernización de la legislación pertinente y aduje que en los países en que nos miramos, Estados Unidos por ejemplo, las iglesias y los grupos religiosos obtienen licencias para hacer radio o televisión religiosa, no comercial.

Pero en el otoño de 1986 me ha sucedido exactamente lo mismo, esta vez con la "SER". Dos conocidos periodistas de la casa llegaron a un acuerdo conmigo, incluso económico, para participar en su espacio y lo sometieron a la aprobación final del director, señor Galdón, quien les aseguró que, mientras él estuviera allí, yo no colaboraría en la "SER".

Yo no conozco al señor Galdón, quien parece haber llevado consigo, de la "COPE" a la "SER", junto a sus habilidades mercantiles, su particular selectividad. Sé que es hijo del supernumerario militar del mismo nombre que pidió el retiro para dirigir "Rotopress", la imprenta que montó el Opus en los años sesenta. Y me figuro que habrá aprendido en sus dos familias, la natural y la eclesiástica, esa santa intransigencia de que hace gala.

La transformación del talante opusdeísta, de aquella entusiasta simplicidad apostólica de la primera hora en la mezcla de cinismo y agresividad que practican hoy tantos conspicuos miembros de la organización es probablemente un tributo personal a la propia transformación de la secta.

"La Obra -comenta Saralegui- se vuelca hoy hacia adentro, a la solidaridad con los que son como tú, a la protección de los hijos mediante la red escolar propia y ello incluye una notoria hostilidad hacia las personas y los acontecimientos que no entienden. Los desastres en la actuación pública, "Matesa", "Rumasa", el venirse abajo las obras comunes, han reducido la acción colectiva y la gente de la Obra, que se siente particularmente incómoda en la España pluralista, se concentra en la intimidad, en la asociación selectiva."

Una parte de este nuevo talante tiene que ver con la dificultad en asumir el pasado inmediato, en tener que pechar con la doble verdad de su biografía colectiva. El empeño de los superiores en disfrazar el pasado ocasiona muchos silencios públicos y privados y los opusdeístas son incapaces de encararse con su historia. Esa historia que, en su versión oral, contribuyen a desvelar mis interlocutores.

La sociología del Opus Dei se ha hecho principalmente en clave masculina. Los temas del poder político y económico, las disputas eclesiásticas, los conflictos de interés, prevalecen en la atención de observadores y críticos y contribuyen a marcar el terreno en el que se defienden los voceros de la institución. Por eso he sentido mucho no poder contar finalmente con la mayor parte de los materiales que me proporcionó en su día María del Carmen Tapia. Ella, como María Angustias Moreno y otras mujeres que comienzan a contar su peripecia opusdeística, tienen un acercamiento al tema más rico, más humano y, por supuesto, más dramático. La razón de la omisión es que María del Carmen ha llegado a un acuerdo con un editor norteamericano para publicar su propio libro y, si persiste en el empeño, su narración promete ser tan interesante o más que ésta.


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