Hijos en el Opus Dei/Andanzas, desventuras y obligaciones de un pequeño tornillo

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HIJOS EN EL OPUS DEI


ANDANZAS, DESVENTURAS Y OBLIGACIONES DE UN PEQUEÑO TORNILLO

La "vocación de numerario" conlleva las siguientes obligaciones:

a) Vivir la pobreza, lo cual es equivalente a entregar todo el dinero y bienes personales al grupo. Todo numerario ha de realizar diariamente "movimiento económico". Ello significa, aplicándolo al caso de un adolescente, que éste ha de entregar al secretario del centro la cantidad que le dan sus padres de "paga" más lo que le quede de sus gastos diarios, como dinero para el transporte, bocadillo, etc. El secretario le dará a cambio un recibo. Sin embargo, el joven no podrá recuperar libremente esa cantidad. Tendrá que explicar al secretario en qué la va a invertir y, si éste lo considera oportuno, se la dará. Vivir la pobreza quiere decir también que todo socio que posea terrenos, fincas u otras propiedades inmuebles debe designar un administrador para las mismas, según se especifica en el punto 162 de las Constituciones de 1950:

A todos estos miembros se les exige ceder la administración de sus bienes propios a quien quieran y disponer de su uso y usufructo.

Es importante señalar que el dinero de la Obra figura como si en realidad fuese de cada uno de los socios, aunque sea el Opus Dei quien lo administre. Es por ello por lo que se dice que la Obra no posee dinero alguno. Cada socio ha de responder de su dinero cara al exterior, aunque para comprarse una corbata haya de pedir permiso al secretario del centro.

Por otra parte, cada joven, y cada miembro en general, ha de entregar mensualmente al secretario la cuenta de todos los gastos que haya realizado por ínfimos que sean, como se señala en el punto 253 de las Constituciones de 1950:

Para mejor adquirir el espíritu de pobreza, cada mes los socios han de rendir al director del centro o residencia cuentas de lo recibido y de lo gastado, a no ser que a dicho Director le parezca más conveniente de otro modo.

Todo este dinero servirá para financiar las actividades apostólicas de la Obra: crear colegios y centros de San Rafael que son los principales "semilleros de nuevas vocaciones", universidades, colegios mayores, etc. En definitiva, todo se utilizará para engrandecer la institución. Es notoria la exquisita e incluso lujosa decoración de muchos de los centros de la Obra situados en los barrios más caros y elegantes de las grandes ciudades. A esto es a lo que implícitamente se refiere el punto 844 de Camino:

¿,Levantar magníficos edificios...? ¿Construir palacios suntuosos...? Que los levanten... Que los construyan... ¡Almas! ¡Vivificar almas..., para aquellos edificios... y para estos palacios! Qué hermosas casas nos preparan!

b) Todo miembro de la institución que quiera leer un determinado libro ha de consultar previamente un fichero donde se indica si lo puede leer o no. Puede suceder que la obra pueda ser leída con ciertas reservas. En este caso se indica qué otra literatura puede servir de antídoto. Suponiendo que, por fuerza mayor, el neófito necesite trabajar sobre una obra censurada, como "El capital" de Carlos Marx, se le proporcionará una sinopsis del libro enfocada bajo la peculiar óptica del Opus. Lógicamente, si no existe dicha sinopsis, el joven no tendrá más remedio que ingeniárselas para evitar hacer ese trabajo. Como señalamos anteriormente, era paradigmática la actitud del fundador a este respecto: "Cuando el Papa quitó el Índice de la Iglesia yo puse el mío", decía con actitud jocosa y mostrando en alto el índice de su mano derecha.

De la misma manera, como vimos, es "costumbre" de la Obra el consultar siempre al director espiritual la conveniencia de ver u oír cualquier programa de televisión o de radio. (No olvidemos que, según los directores de la institución, "la costumbre obliga más que la norma".)

Es de esta forma como se elimina de la mente del neófito cualquier posibilidad de "ruidos", es decir de posibles contenidos ideológicos que puedan perturbar la pureza del nuevo ideario que, gradualmente, se le irá introduciendo.

c) Como apuntaremos en el capítulo titulado "Tan antiguo como el Evangelio", otra obligación a la que se comprometen los numerarios es la de obtener un doctorado en una carrera civil superior (no vale estudiar una carrera técnica) y otro doctorado en una carrera eclesiástica, para lo cual aprovechan las vacaciones de verano. No olvidemos que la orientación específica del Opus se dirige, como vimos, a la clase intelectual, ya que el prestigio social es el mejor "anzuelo de pescador de hombres" (Camino, punto 372).

Aparte de los compromisos anteriores, cualquier socio numerario ha de cumplir diariamente más de una docena de normas de piedad como el rezo del rosario y de las preces privadas de la Obra, la oración de la mañana y de la tarde, misa y comunión, angelus o regina coeli, lectura espiritual y del santo Evangelio, visitas al Santísimo Sacramento, exámenes de conciencia particular y general, mortificación personal, correcciones fraternas, las tres avemarías de la pureza, asperger su cama con agua bendita antes de acostarse, etc. A la vez que existen estas obligaciones diarias, hay otras de cumplimiento semanal como la charla personal, la confesión con un sacerdote que sea de la Obra, la asistencia al "círculo breve" y al de "San Rafael", etc., otras mensuales como el retiro espiritual, y algunas de cumplimiento anual como el llamado curso anual y los ejercicios espirituales. Para que el lector se haga una idea de cómo es una jornada diaria de un numerario y, a modo de resumen de los capítulos anteriores, he elaborado un relato ficticio basado en varios "sketch" autobiográficos en el que vemos cómo un joven neófito desarrolla su actividad cotidiana.

Comencemos, pues, con la narración:

¡Hola! Mi nombre es Paco y conocí la Obra hace año y medio, cuando unos compañeros de clase me invitaron a una maratón de estudio. Hace seis meses que "pité". (Pitar: hacerse socio del Opus Dei.) Mi "jefe" (directores espirituales sólo pueden ser los sacerdotes y, como los nuestros son seglares, ahora nos han dicho que los llamemos "jefes") me ha dicho que puedo ser sincero con vosotros y contaros, como se lo contaría a él, cómo es una cualquiera de mis jornadas. Por eso procederé a relataros lo que hice, por ejemplo, durante el día de ayer, esperando que ello redunde en vuestro provecho.

Bien, comenzaremos cuando suena el despertador a las seis menos cuarto de la mañana. Me levanto de un salto de la cama y beso el suelo a la par que digo: "¡Serviam!", que significa: ¡Te serviré, Señor! Es lo que nuestro padre llamaba el minuto heroico:

El minuto heroico. Es la hora, en punto, de levantarte. Sin vacilación: un pensamiento sobrenatural y... ¡arriba! El minuto heroico: ahí tienes una mortificación que fortalece tu voluntad y no debilita tu naturaleza. (Camino, punto 206.)

Sin haber abierto bien los ojos me dirijo a tientas al cuarto de baño. Me desvisto y, guardando el suficiente recato, me meto en la bañera y me digo a mí mismo: "Esto, por las intenciones del Padre." Contengo el aliento y giro el grifo de agua fría... ¡Uf...! Está helada... Por las intenciones del Padre, por las intenciones del Padre... ¡jolines! Esto también en invierno... Por las intenciones del Padre... Por las intenciones del Padre... Titiritando, me seco, termino de asearme, me hago mi cama, desayuno y, sigilosamente, salgo de la casa de mis padres. Como a esa temprana hora no hay autobuses por mi barrio, monto, con más cara que espalda, en el vehículo de un vecino, a la par que le saludo con una sonrisa de oreja a oreja. El, sin girar la cabeza me dice: "Buenos días", y no me vuelve a dirigir la palabra hasta que llegamos a nuestro punto de destino. Me bajo del coche y mientras espero en una parada de autobús, comienzo a rezar jaculatorias: ¡Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum!, que significa: "Corazón dulcísimo de María, prepáranos un camino seguro."

A eso de las siete y veinte de la mañana ya estoy llamando al timbre del centro. Siempre me ha gustado el elegante portalón de recias formas que tengo delante. Otro socio me abre y yo le saludo:

-Pax.

El me contesta:

-In aeternum.

Penetro en el vestíbulo que da paso a una amplia estancia con el suelo de mármol y las paredes de maderas nobles. A la derecha se encuentra el oratorio. Me introduzco en él para saludar al Santísimo mediante una genuflexión. Salgo y me dirijo al armario de las crónicas. La llave está escondida en otro mueble próximo. Tras recoger la llave y abrir la puerta del armario observo un conjunto de grandes volúmenes, unos de gruesas tapas verdes y otros de tapas marrones. Son las crónicas o publicaciones internas, que se reciben mensualmente. Al cabo del año se encuadernan como he indicado y se colocan correlativamente en sus estanterías. En las crónicas se recogen indicaciones del presidente general de la Obra, noticias acerca de cómo se desarrolla nuestro proselitismo a lo largo y ancho del mundo, temas de meditación, etc. Las llamamos publicaciones internas pues están reservadas exclusivamente a los miembros del Opus Dei y nadie ajeno a la Obra debe utilizarlas ni saber dónde se encuentran. Esto os lo cuento a vosotros, pues mi "jefe" me ha dado plena libertad para que conozcáis absolutamente todo lo que acontece en mi jornada diaria. Vuelvo al oratorio con mi crónica y mi agenda bajo el brazo. Los socios residentes se dirigen en silencio desde sus respectivas habitaciones hacia el mismo. Os preguntaréis: ¿por qué en silencio? Pues porque desde la tertulia de después de la cena hasta el final de la misa del día siguiente todo socio numerario ha de vivir el "tiempo de la noche". Esto consiste en que se ha de permanecer en silencio, recogido en oración, para preparar la eucaristía de por la mañana. Todos los residentes, como iba diciendo, van entrando también al oratorio perfectamente trajeados y aseados. Os diré un secreto: casi todos huelen a colonia Atkinsons. Mucha gente ha criticado esta costumbre de perfumarse con la misma colonia. Pero es que, si no, el oratorio se transformaría en una perfumería; olería a todas las colonias y a ninguna en concreto. Además, si ésa era la colonia que le gustaba al fundador, ¿por qué otra nos íbamos a decidir? El también se sacrificó por nosotros, no sólo en lo minúsculo y sin importancia sino también en lo grande y costoso.

Perdonadme esta disgresión. Estábamos en el oratorio. Yo también penetro en el mismo y, tras hacer una genuflexión, me siento en uno de los bancos, apretadamente, entre otros dos hermanos de la Obra. El director se arrodilla y todos con él. Se persigna y reza:

-Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes, te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía inmaculada, san José, mi padre y señor, ángel de mi guarda, interceded por mi.

Nos volvemos a sentar y cada uno, íntimamente y en silencio, comienza a entablar su diálogo con Dios, presente en el sagrario que preside el oratorio.

Yo, como habitualmente suelo estar medio adormilado, trato de utilizar la crónica que he cogido como apoyo para mi oración y comienzo a leer algunos párrafos de la misma. Sin embargo, no soy el único que está somnoliento: el numerario que tengo a mi derecha no deja de dar cabezadas, así que le doy una pequeña palmada en el hombro para que se percate de su embarazosa situación. Otros socios repasan la lista de "pitables" que tienen apuntada en sus agendas, mientras algunos anotan en ella las conclusiones que van sacando de su rato de oración, para tenerlas en cuenta a lo largo del día. A mi izquierda el secretario del centro mira fijamente al sagrario, moviendo levemente los labios; seguramente repite las jaculatorias que nuestro padre nos enseñó y que constituyen un eficaz remedio para subsanar una posible sequedad del alma. Como veis, no se puede decir que yo sea un modelo de oración fervorosa; muchas veces, como en esta ocasión, me encuentro distraído mirando de soslayo lo que hacen los otros socios o contemplando la decoración del oratorio, decoración que de suyo invita al alma a elevarse a Dios: al lado de la puerta hay una cruz negra de palo que habla con voz propia:

Cuando veas una pobre cruz de palo, sola, despreciable y sin valor.., y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida sin brillo y sin consuelo..., que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú. (Camino, punto 178.)

El sagrario de plata, de austero barroquismo; a ambos lados, recios candeleros, también argentinos, coronados por esbeltos velones cuya luz parpadea sobre el ara. Tras él, un cuadro que representa la purificación de la Virgen. En él María entrega a su divino Hijo en los brazos del anciano Simeón mientras san José contempla la escena... Todo en este óleo es equilibrio y elegancia, sin romper la armonía del resto del oratorio. La mesa, de una sola pieza de madera policromada, exhibe en su parte frontal el escudo del Opus Dei: una cruz inscrita en un círculo y debajo una rosa, escudo que tiene grandes similitudes con el de la antigua hermandad de la orden Rosacruz, tan emparentada con la masonería. ;Ojo!, entendedme bien, con ello no quiero decir que haya alguna relación entre la Obra y estas asociaciones que repudiaba firmemente nuestro padre:

¿No ves cómo producen las malditas sociedades secretas? Nunca han ganado a las masas. En sus antros forman unos cuantos hombres-demonio que se agitan y revuelven a las muchedumbres, alocándolas, para hacerlas ir tras ellos, al precipicio de todos los desórdenes.., y al infierno. Ellos llevan una simiente maldecida. (Camino, punto 833.)

Bueno, la media hora de oración concluye cuando el director del centro o bien el muchacho al que le toque estar de guardia ese día se pone de rodillas y reza:

-Señor mío y Dios mío, te doy gracias por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en este rato de oración. Te pido ayuda para ponerlos por obra. Madre mía inmaculada, san José mi padre y señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí.

En este momento algunos socios aprovechan para salir del oratorio e irse, a toda prisa, a su colegio, universidad o puesto de trabajo, aunque la mayoría continuamos sentados esperando a que comience la misa. Con gran recogimiento, las manos unidas en actitud de oración, los ojos semicerrados, vistiendo una amplia casulla verde con el anagrama de la Obra bordado en oro sobre ella, accede al oratorio don Claudio, el joven sacerdote de nuestro centro. A su lado, uno de nosotros porta con cuidado el incensario que utilizará durante la celebración. Comienza la misa:

-In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti...

Y de esta manera continúa hasta el momento de la consagración.

Obsérvese que cuando el sacerdote eleva el cáliz lo hace manteniendo unidos los dedos índice y pulgar, cuyas yemas utilizará exclusivamente, a lo largo del sacrificio del altar, para tocar el sagrado cuerpo de Cristo.

Terminada la celebración, todos los socios permanecemos unos diez minutos más en el oratorio, dando gracias a Dios por haberse entregado a nosotros en forma de pan y de vino.

Cuando salgo del oratorio suelo despedirme de mi "jefe" y del director del centro. En este momento mi "jefe" suele aprovechar para indicarme a qué amigos he de traer al centro:

-No se te olvide hablar con José Luis sobre el curso de retiro de este fin de semana. ¡Ah! Y dile a Fernando Domínguez que tenemos un nuevo curso de introducción a la informática en el club, ¿De acuerdo? Bueno. Hasta esta tarde. "Pax".

-"In aeternum" -contesto. Y salgo pitando al colegio. Generalmente llego medio sudando porque el club está bastante lejos. Comienzan las clases y trato de santificar mi trabajo profesional, en este caso el estudio, poniendo el máximo empeño en atender al profesor. Pero me doy cuenta de que mi mente no es realmente eficaz para comprender todo lo que se me explica. Tras mis escasas seis horas de sueño, y a pesar de haberme duchado con agua fría, no estoy lo suficientemente despejado para realizar provechosamente mí labor. Entre clase y clase me pongo en contacto con José Luis y le invito al curso de retiro tras haber rezado una estampa al fundador para que mi propuesta prospere. Pero todo ello, en vano.

Mi amigo, con cierta afectación incomprensible para mí, pues. siempre le he tratado con respeto, me dice que ya está harto de tantas invitaciones y de las comeduras de coco del Opus. Lógicamente, en este punto no estoy en absoluto de acuerdo con él y así se lo manifiesto, de manera que comenzamos a discutir. Sinceramente, me alegro de haber utilizado con este amigo lo que nuestro padre llamaba el "apostolado de la mala lengua". Además, tengo la obligación de no transigir. Como diría nuestro Padre:

El plano de tu santidad que nos pide el Señor está determinado por estos tres puntos: La santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza. (Camino, punto 387.)

Si por salvar una vida terrena, con aplauso de todos, empleamos la fuerza para evitar que un hombre se suicide..., ¿no vamos a poder emplear la misma coacción -la santa coacción- para salvar la Vida (con mayúscula) de muchos que se obstinan en suicidar idiotamente su alma? (Punto 399.)

La transigencia es señal cierta de no tener la verdad. Cuando un hombre transige en cosas de ideal, de honra o de Fe, ese hombre es un hombre sin ideal, sin honra y sin Fe. (Punto 394.)

La intransigencia no es intransigencia a secas: es la santa intransigencia. No olvidemos que también hay una santa coacción. (Punto 398.)

Enfrascados, como estábamos, en aquella discusión, no nos dimos cuenta de que ya había transcurrido la media hora de descanso. Subimos apresuradamente las escaleras que conducen a nuestra clase pero cuando llegamos todavía no estaba el profesor. Esperamos unos diez minutos hasta que un bedel nos avisó que el maestro se había puesto enfermo y no podía venir a explicar. Así que abandoné el colegio y me dirigí, de nuevo, al centro de la Obra.

Víctor, que era el "farolillo rojo", es decir el último que acababa de "pitar" en el club, me abrió la puerta y me saludó afectuosamente:

-"Pax", Paco. -"In aeternum" -contesté. -¡Qué pronto has llegado hoy de clase! -Sí, es que el profesor se puso enfermo... -Mira -me dijo-, te estaba buscando porque quería hacerte una corrección fraterna. Si te parece, podemos ir a la sala de visitas y allí hablamos...

Antes de continuar, permitidme un inciso para explicaros someramente lo que es la corrección fraterna. Es una de las costumbres recomendadas por Nuestro Padre que más me entusiasman. Consiste en corregir a nuestros hermanos en privado, con suavidad y comprensión, acerca de algo en que los hayamos visto comportarse de manera inadecuada. Recordemos que Jesús mismo nos recomendó: "Si pecare tu hermano contra ti, ve y repréndele a solas. Si te escucha habrás ganado a tu hermano" (Mt.18,15).

Para realizar una corrección fraterna, una vez constatado el erróneo comportamiento de otra persona del centro, hay, en primer lugar, que dar cuenta de este hecho al director del mismo. Este nos dirá si es adecuado o no el realizar dicha corrección. Es posible que otro socio ya le haya amonestado, con lo que sería superfluo hacerlo de nuevo, a menos que el individuo reincidiese. Por ello es necesaria la consulta previa con el director del centro. Con el permiso de éste ya podemos corregir a nuestro hermano. Después, hemos de volver nuevamente al director para informarle que ya hemos completado la corrección fraterna.

Tras esta aclaración continuemos donde nos quedamos. Fui con Víctor a la sala de visitas y éste me dijo que, en mi agenda, tenía una cita de "Juan Salvador Gaviota", el conocido libro de Richard Bach. -Ese libro no es recomendable. Antes de haberlo leído debías haber consultado el fichero o haber preguntado a tu director. -Pero... si me parece totalmente inofensivo.., y además bastante espiritual. -Mira, no es conveniente que lo leas porque tiene un trasfondo de religiosidad oriental. -Bueno, a partir de ahora seré más cuidadoso con mis lecturas. Gracias, Víctor. Pax.

-In aeternum -concluyó Víctor dando la vuelta y disponiéndose a salir de la habitación. Intentó abrir la puerta pero estaba cerrada por fuera. No nos habíamos percatado de que, mientras hablábamos, la administración, que es como se llama a las numerarias sirvientas, había salido a hacer la limpieza del centro.

Mientras permanecíamos encerrados en la sala de visitas Víctor desgranaba en silencio las cuentas de su rosario. Yo, por mi parte, contemplaba los pequeños detalles ornamentales de la sala, detalles todos que evocaban un profundo significado que trascendía su propia materialidad: el borriquillo de esparto, que nos recordaba la profunda humildad de Nuestro Padre, que se comparaba a sí mismo con un burrito sarnoso; la foto de los abuelos, es decir, de los padres de Nuestro Padre, marqués de Peralta, de linajuda estirpe, que nos recuerda cuáles son nuestras auténticas raíces humanas y espirituales; la elegante y a su vez sencilla talla de nuestra madre la Virgen con el niño en sus brazos... Contemplando atónito esta imagen me percaté de que se nos había olvidado rezar el Angelus y ya eran las doce y cuarto. Enseguida se lo hice saber a Víctor, que todavía estaba rezando el rosario.

-Oye, Víctor, ¡que se nos ha pasado el Angelus...!

Y al instante nos encontramos ambos rezando la oración del mediodía.

Alrededor de las doce y media la administración había terminado su "apostolado de la limpieza", según una expresión de Nuestro Padre y, tras abrirnos por fuera, pudimos salir del recibidor.

Me dirigía al guardarropa para recoger mi jersey cuando me topé con Jerónimo, mi "jefe", un brillante estudiante de ingeniería naval, bastante delgado, con gafas y de sonrisa sincera.

-¿Adónde vas? -me dijo. -Pues, a comer a mi casa. -Querrás decir a la casa de tus padres -interpuso. -Es verdad, eso quería decir. Bueno, Jerónimo, me voy. ¡Pax! -Y di media vuelta. -¡Espera un momento! -reconvino entrando conmigo en el guardarropa. -¿Qué? -exclamé. -Vamos a ver... -musitó tanteando sus bolsillos-. ¿Dónde está el encendedor?

Hurgó en ellos un poco más y primero sacó su pequeño crucifijo metálico, luego el rosario y por fin el mechero.

De otro bolsillo extrajo su característica cachimba y se dispuso a encenderla con parsimonia. Tras exhalar una amplia bocanada de humo, arguyó lapidariamente:

-Me parece que estás muy apegado a tus padres. Tienes diecisiete años y a tu edad yo vivía en un centro de la Obra. Ya sabes que este año habrás de informar a tus padres de tu condición de numerario y venirte a vivir aquí. Así que lo mejor es que vayas preparando el camino quedándote a comer hoy con nosotros.

-Perdona, Jerónimo, pero es la primera noticia que tengo de que precisamente este año tengo que dejar a mis padres.

-¿Es que acaso no te lo dijo don Claudio?

-En absoluto, además ya sabes que me gustaría estudiar en el CUNEF y, si me voy de casa, mis padres se negarán a pagar mis estudios y mi residencia aquí.

-Por eso no te debes preocupar -adujo-. Todos los padres dicen lo mismo al principio pero luego ceden. Por algo son tus padres. Además, de esta forma se van introduciendo poco a poco en la Obra hasta que, al final, ellos mismos se hacen de Casa.

-Pero... supongamos que se niegan. ¿Quién iba a costear las casi cuarenta mil pesetas que me cuesta vivir aquí más las veinte mil del CUNEF?

-Hombre, tú también podrías ganar algo de dinero dando clases particulares. Precisamente conozco a una familia que está montada en el dólar y necesita un profesor para el más pequeño. Además, como estiman tanto a la Obra, seguro que pagarán lo que les pidas. Ten en cuenta que Nuestro Padre decía que todos nosotros hemos de ser como "los padres de una familia numerosa y pobre". ¡Bueno! ¿Te quedas a comer? ¿Sí o no?

-Muy bien, Jerónimo, muchas gracias.

-De acuerdo. Entonces avisaré a Gonzalo, el director, para que avise a la administración por el teléfono interior de que pongan un servicio más a la mesa.

Abandonamos por fin el guardarropa y, aprovechando que disponía de un rato libre hasta el almuerzo, me dirigí a la biblioteca para coger de allí unos libros y poder cumplir así dos normas del "plan de vida": la lectura espiritual y la lectura del Evangelio. Mientras me empapaba de la segura doctrina de estos libros en el oratorio empezaron a entrar, de repente, el director y todos los residentes. Todos ellos se arrodillaron y, cuando el director exclamó: ¡Serviam!, todos, prácticamente al unísono, besaron el suelo. Entonces me di cuenta que se había iniciado el rezo de las preces, oración particular de los socios de la Obra. Así que, abandonando la lectura, yo también besé el suelo y me uní al ritmo de la plegaria.

Al concluir la entonación de las preces, nos dirigimos al comedor. Cuando me disponía a entrar, Gonzalo, el director, me hizo una señal como si me quisiese indicar algo. Me acerqué a él.

-Escucha, Paco, deberías ponerte el jersey antes de entrar al comedor.

-¿Por qué, es que hace frío dentro?

-No es por eso. Es porque no conviene estar en manga corta delante de la administración mientras nos sirve la comida.

Tras poner en práctica el consejo de Gonzalo, me senté alrededor de la bien dispuesta mesa junto con otros trece numerarios. Gonzalo pronunció la bendición en latín y, poco después, nuestras hermanas de la administración salieron de su zona para servir en silencio la mesa.

Durante la comida me saltó una gota de grasa al pantalón, así que intenté dirigirme a una de ellas con la intención de pedirle polvos de talco. Pero otra vez mi condición de numerario novel se puso de manifiesto y el que estaba a mi lado tuvo que llamarme la atención:

-Si quieres pedir cualquier cosa no debes dirigirte a la administración sino que se lo has de decir al director que será el que lo transmita.

A pesar de este pequeño incidente, el almuerzo se desarrolló en un ambiente familiar y agradable. Algunos numerarios contaron anécdotas de su jornada laboral mientras otros estaban realmente pendientes de que yo me sintiese a gusto. Me encantó, aunque no me extrañó en absoluto aquel entorno de fraternal camaradería. Por otra parte, me llamó la atención el atento, meticuloso y a la vez discreto servicio por parte de la administración.

Finalizamos la comida y pasamos a la sala de estar para la habitual tertulia de sobremesa. En aquella ocasión vino invitado un ex ministro tecnócrata López no sequé. Ya nos habían avisado unos días antes de esta visita para que se lo dijésemos a nuestros amigos y así pudiesen, de paso, conocer el club.

Tuvimos oportunidad de formularle numerosas preguntas, a las que contestó con una elocuencia y una gentileza poco comunes. También pasamos un buen rato escuchando algunas anécdotas divertidas de su época de ministro. Sin embargo, y perdonadme esta observación, noté que la exagerada hilaridad de algunos socios antiguos parecía absolutamente artificial. Es algo que había notado en otras ocasiones y que algunos amigos del colegio me habían echado en cara:

-Tanto afán por agradar, más que atraer, repele.

Terminada la tertulia, que me pareció corta por lo divertida e interesante, iniciamos, en familia, el rezo del santo rosario. Unos lo rezaban sentados mientras la mayoría lo entonábamos paseando por la sala. Como éramos bastantes, lo hacíamos caminando unos detrás de otros, en fila india, al son del cadencioso ritmo de la plegaria. Me impresiona el pensar que detrás de cada una de las cincuenta avemarías que estructuran el rosario cada numerario esconde una petición: por Fulanito para que "pite", por Menganito para que se aproxime más a nuestros apostolados, por éste y por el otro para que se confiesen, etc.

He de hacer notar que, tras este fervoroso homenaje a María -causa nostrae laetitiae, causa de nuestra alegría-, el alma experimenta una suavidad y un gozo difícilmente descriptible en términos coloquiales, cuya explicación no me parece que sea otra sino la gracia vivificante del Espíritu Santo derramada sobre aquellos que intentamos conducirnos según su inspiración. Aquel día tocaba rezar los misterios gozosos y entre ellos el pasaje de "El niño perdido y hallado en el templo", que termina así:

Y, al consolarnos con el gozo de encontrar a Jesús -¡tres días de ausencia!- disputando con los maestros de Israel (Luc, 11,46), quedará muy grabada en tu alma y en la mía la obligación de dejar a los de nuestra casa por servir al Padre celestial. (Josemaría Escrivá de Balaguer: "Santo Rosario", ed. Rialp.)

Esta última frase de Nuestro Padre hizo que, en aquel preciso momento, tras el estado de beatífica calma insuflado en mí por el rezo de tan hermosa plegaria, apareciese en mi alma una sensación de ansiedad que nunca había experimentado:

Dejar a los de nuestra casa por servir al Padre celestial, dejar a los de nuestra casa...

Y así, sin concesiones, sin prevenirles, sin avisarles antes de mi condición de numerario, sin explicarles lo que para mí representa esta vocación, sin saber qué pasará después, qué reacción tendrán, si me pagarán los estudios, si la Obra me ayudará a costearlos en caso contrario. Y si no ocurre esto, ¿qué haré? ¿Volver cabizbajo a casa de mis padres, tras haberlos abandonado, mendigando una manutención y una carrera de la que no me había hecho merecedor?

Desde la mañana en que Jerónimo me avisó de que este mismo año habría de abandonar a mis padres, y con ellos la seguridad en mi propio futuro, las anteriores inquietudes siguen bullendo en mi cerebro y se acentúan aún más cada vez que medito el pasaje del niño perdido y hallado en el templo. Desgraciadamente, me temo que esta inquietud no cesará hasta que, en aras de la vocación al Opus Dei que he recibido, dé ese paso tan decisivo como inseguro de revelar a mis padres mi vocación de numerario para abandonarlos de manera definitiva.

De esta forma continué recitando el rosario, junto con los demás hermanos de la Obra, aunque mi mente se encontraba en otra parte, angustiada por las inciertas consecuencias de una decisión ineludible, estrechamente vinculada a la vocación al Opus Dei que de Dios había recibido.

Tras el rosario comienza el tiempo de la tarde o tiempo de silencio menor. Desde las cuatro hasta las siete los numerarios se dedican a estudiar o a trabajar, tratando de reducir el diálogo al mínimo imprescindible. Durante ese período es habitual que se reúna la dirección de la casa, dirección colegiada constituida por el director, el subdirector, el secretario y el sacerdote, para analizar el funcionamiento global del centro y el particular de cada uno de los que residen en él o lo frecuentan. Aunque yo no soy quién para criticar la actuación de mis superiores, creo que el sacerdote nunca debería estar presente en estas reuniones, por la dificultad que implica el tratar de la espiritualidad de un asociado sin violar el secreto de confesión. Creo que el sacerdote tendría una memoria de elefante si fuese capaz de acordarse de lo que le fue dicho dentro o fuera de la confesión por cada uno de los más de cien muchachos vinculados al centro. Sé que es por este motivo por el cual, en la mayoría de organizaciones religiosas, el sacerdote o director espiritual jamás está presente en las reuniones directivas de las mismas.

Antes de disponerme a estudiar me dirijo al aseo para colocarme el cilicio. La caja de los cilicios se encuentra "disfrazada" de botiquín en un cuarto de baño poco frecuentado. Abro la caja y encuentro un compartimento dividido en casilleros en cada uno de los cuales hay un cilicio y una disciplina. Cojo el cilicio y me lo ato bien prieto al muslo. Saliendo del aseo empiezo a andar hacia la sala de estudio mientras noto, cada vez que doy un paso, cómo el entramado de alambre se cierra y se abre hincándose en la piel. Abro la puerta de la sala de estudio y encuentro una amplia estancia en semipenumbra con unos funcionales pupitres iluminados por lámparas de color azul. Ya hay algunas personas concentradas en su trabajo, entre ellas algunos jóvenes que desconozco, pero que seguramente vienen a estudiar aquí atraídos por la propia idoneidad de la sala y el ambiente de laboriosidad que en ella se respira. Dispongo mi material escolar en el pupitre y al tomar asiento un breve y agudo dolor recorre mis fibras nerviosas. Es el cilicio, que se ha cerrado sobre mi piel en este momento y continuará, con el peso de mi propio cuerpo gravitando sobre él, hincado en mi carne durante las siguientes horas de estudio. Abro mi agenda para poder ofrecer esta mortificada labor intelectual por la vocación de los muchachos cuyos nombres están anotados en la misma y pongo mi pequeña cruz sobre la mesa:

Me preguntas: "¿Por qué esa Cruz de palo?" Y copio de una carta: "Al levantar la vista del microscopio la mirada va a tropezar con la Cruz negra y vacía. Esta Cruz sin Crucificado es un símbolo. Tiene una significación que los demás no verán. Y el que, cansado, estaba a punto de abandonar la tarea, vuelve a acercar los ojos al ocular y sigue trabajando: porque la Cruz solitaria está pidiendo unas espaldas que carguen con ella." (Camino, punto 277.)

Así, lentamente, van transcurriendo las tres horas que cada numerario dedica al estudio después de la sobremesa y el rosario. Realmente es admirable la fuerza de voluntad de todos mis hermanos de la Obra al dedicar las horas más difíciles del día, durante la digestión del almuerzo, a la ardua labor del estudio, labor que indudablemente se ve dificultada por el hecho de llevar un cilicio atado al muslo. No es de extrañar que, a pesar de este nada agradable estímulo, algunos socios sucumban al sopor que sucede a la hora de comer y queden dormidos con la cabeza encima de sus apuntes. En esta ocasión en concreto, el numerario que estaba al lado de la puerta no cesaba de dar cabezadas en su desesperado intento de doblegar el fantasma del sueño vespertino que poco a poco se iba apoderando de él. Mientras el socio se batía en esta desigual lucha llamaron a la puerta del centro, coyuntura que aproveché para despertar al muchacho en cuestión y decirle que fuese a abrir la puerta y así liberarle de aquella embarazosa situación. Cuando, tras abrir, volvió a la sala de estudio, le pregunté de quién se trataba. El, todavía medio adormilado, me contestó:

-Es don Vicente (el vocal de San Rafael de la delegación regional), que viene a ponerle las pilas a Gonzalo (el director).

Tras esta respuesta, que me dio que pensar, volvió a sentarse y al cabo de unos minutos dormitaba en una incómoda postura sobre su libro de física.

Continué estudiando hasta las siete menos diez de la tarde. Poco después don Claudio, el sacerdote, dirigiría la habitual meditación de los viernes y para tal ocasión yo había invitado a dos compañeros de clase al centro, aunque a uno de ellos de una manera muy poco ortodoxa. Le había dicho que aquella tarde yo iba a acudir a una conferencia en la que un sabio gurú, vestido con una túnica negra, iba a dirigir una "meditación trascendental". ¡Vaya sorpresa se llevaría al ver que el sabio gurú era don Claudio!

Tras recibirlos en el vestíbulo los conduje hasta el oratorio, que en esta ocasión estaba abarrotado. Nos sentamos y esperamos en silencio la entrada del sacerdote. Dos numerarios dispusieron a la derecha del altar una pequeña mesa cubierta por un faldón aterciopelado con un flexo encima. Tras ella situaron una silla desde la cual el sacerdote nos daría la meditación.

Llegó el sacerdote y todo el auditorio se levantó; luego él se arrodilló al pie del sagrario y comenzó a recitar:

-Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes. Te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto esta meditación. Madre mía Inmaculada, san José mi padre y señor, ángel de mi guarda, interceded por mí.

Posteriormente se sentó ante la sencilla mesa y, tras encender el pequeño flexo, con el oratorio en semipenumbra, empezó a aleccionarnos con su brillante alocución que procedo a resumiros:

-Hoy, en la presencia de Jesucristo, escondido en el sagrario, vamos a reflexionar sobre un tema que actualmente no está de moda. Pero, sin duda alguna, vosotros y yo, que pretendemos luchar para conseguir la perfección cristiana, hemos de aprender, incluso, a navegar contra las modas, soslayando cualquier turbia marea que amenace con hacer zozobrar nuestra nave. Se trata de que meditemos acerca de esa maravillosa virtud que nos hace más recios, más viriles, y nos capacita para alcanzar los más encumbrados derroteros en nuestra evolución espiritual. Se trata de hablar de la virtud de la pureza, esa capacidad que nos permite decir sí a Dios cuando los impulsos de nuestra carne nos instan a negarle. Por eso, esta virtud ha de ser entendida, más que como una negación como una afirmación gozosa de nuestro amor a Dios y al resto de los seres humanos.

"Seguro que algunos de vosotros que hayáis leído Camino os acordaréis de aquella cita de Nuestro Padre:

"Aunque la carne se vista de seda... Te diré, cuando te vea vacilar ante la tentación, que oculta su impureza con pretextos de arte, de ciencia... ¡de caridad!
"Te diré, con palabras de un viejo refrán español: aunque la carne se vista de seda, carne se queda. (Camino, punto 134.)

"Y es que, hoy en día, asistimos a un auténtico bombardeo pseudocultural en que se nos pretende presentar la sensualidad y la vida licenciosa como la característica más elocuente de la liberación humana, cuando la auténtica liberación es aquella que proviene del Evangelio. Recordemos en este sentido el ejemplo de Jesucristo. Leo textualmente un párrafo de la homilía "Porque verán a Dios", pronunciada por Nuestro Padre:

A mí, me gusta referirme a la santa pureza contemplando siempre la conducta de Nuestro Señor. Él puso de manifiesto una gran delicadeza en esta virtud. Fijaos en lo que relata san Juan cuando Jesús, fatigatus ex itinere, sedebat sic supra fontem (Ioh IV, 6), cansado del camino, se sentó sobre el brocal del pozo.

Recoged los ojos del alma y revivid despacio la escena: Jesucristo, perfectus Deus, perfectus horno (Simbolo Quiqum que), está fatigado por el camino y por el trabajo apostólico. Como quizás os ha sucedido alguna vez a vosotros que acabáis rendidos porque no aguantáis más. Es conmovedor observar al Maestro agotado. Además, tiene hambre: los discípulos han ido al pueblo vecino, para buscar algo de comer. Y tiene sed.

Pero más que la fatiga del cuerpo, le consume la sed de almas. Por esto, al llegar la samaritana, aquella mujer pecadora, el corazón sacerdotal de Cristo se vuelca, diligente, para recuperar la oveja perdida: olvidando el cansancio, el hambre y la sed.

Se ocupaba el Señor en aquella gran obra de caridad, mientras volvían los apóstoles de la ciudad, y mirabantur quia cum muliere locuebatur (Ioh, IV, 27), se pasmaron de que hablara a solas con una mujer. ¡Qué cuidado! ¡Qué amor a la virtud encantadora de la santa pureza, que nos ayuda a ser más fuertes, más recios, más fecundos, más capaces de todo lo grande! Por eso, al recordaros ahora que el cristiano ha de guardar una castidad perfecta, me estoy refiriendo a todos: a los solteros, que han de atenerse a una completa continencia; y a los casados, que viven castamente cumpliendo las obligaciones propias de su estado. Escrivá de Balaguer, Josemaría: "Amigos de Dios", párrafo 176, ed. Rialp.

"Como hemos podido escuchar en palabras de Nuestro Padre, los solteros hemos de atenernos a una perfecta continencia y con ello trato de hacer hincapié en que yo, como sacerdote y vosotros como jóvenes, habéis de vivir una total, recia, viril y completa castidad... ¿Cómo?, me preguntas... Y te contesto: viviendo vigilantes, frecuentando los sacramentos y apagando los primeros chispazos de la pasión sin dejar que tome cuerpo la hoguera (Camino, punto 124). Y ¿de qué forma podemos vivir vigilantes? Concretemos un poco más: pues evitando mirar en los quioscos de la prensa cuando nos desplacemos por la calle. Os recomiendo incluso no pasar cerca de ellos. Hemos de cruzar a la otra acera, si es necesario, para soslayar la tentación que se asoma a través de la multitud de revistas indecentes que se exhiben en los mismos. A este respecto es ilustrativa la distinción que hacía Nuestro Padre entre el mirar y el ver. Se puede "ver", pero seamos precavidos en el "mirar". Salvaguardar la vista es necesario para vivir como auténticos caballeros cristianos. Por eso es importante que evitéis el hojear, como si no tuvieseis otra cosa que hacer, esas revistas de moda que vuestras madres llevan a casa, e incluso hablo de la revista "Telva", cuya directora es del Opus Dei. Pueden ser un foco sutil de tentación y, en cualquier caso, os harán perder el tiempo, que no solamente es oro sino también gloria, como decía Nuestro Padre.

"Por otra parte, el pudor y la modestia, hermanos pequeños de la pureza, ayudan a vivir esta virtud. Pudor que se manifiesta en el cuidado que hemos de tener al cambiarnos de ropa o al duchamos, procurando evitar el vernos desvestidos ante el espejo. Este pudor también se manifiesta en una discreta y elegante forma de vestir, e incluso en el lenguaje que utilizamos cotidianamente, aunque, en determinadas circunstancias y para no sentirnos cohibidos ante la ofensa o el vituperio a la Iglesia o a la religión, Nuestro Padre recomendase el "apostolado de la mala lengua".

"Pero hay algo más importante, e incluso más grave, y es que en este tipo de faltas no existe "parvedad de materia". Toda falta cometida contra el sexto mandamiento puede alejarnos de manera total y definitiva de nuestra amistad con Dios, y ¿qué es la condenación eterna sino el verse privado del bien más grande que existe y que es Dios mismo?

"En contra de determinadas corrientes laxistas, la Iglesia afirma y siempre ha afirmado que, por ejemplo, la masturbación representa una falta grave contra el sexto precepto del Decálogo y, por lo tanto, constituye un pecado mortal, pues es un acto de soberbia que no va encaminado a la procreación. De la misma forma, cualquier comportamiento conyugal del que no se tenga las suficientes garantías de que va destinado a la procreación es intrínsecamente pecaminoso, pues subordina el principal fin del mismo, la reproducción de la especie, al del puro goce animal. En este sentido, la anticoncepción, excepto el método de la continencia periódica, atenta de manera flagrante y directa contra la principal finalidad del matrimonio.

"En cualquier caso, os invito a que abráis vuestro corazón a vuestros directores para que puedan aconsejaros con más tiempo y dedicación sobre cómo vivir esta virtud de la pureza. Os aconsejo que seáis salvajemente sinceros con ellos, aunque tratéis sobre estos temas con prudente educación.

Terminamos este rato de conversación, en la que tú y yo hemos hecho nuestra oración a nuestro Padre, rogándole que nos conceda la gracia de vivir esa afirmación gozosa de la virtud cristiana de la castidad.

Se lo pedimos por intercesión de santa María, que es la pureza inmaculada. Acudimos a Ella -tota pillchra- con un consejo que yo daba, ya hace muchos años, a los que se sentían intranquilos por ser humildes, limpios, sinceros, alegres, generosos. Todos los pecados de tu vida parece como si se pusieran de pie. No desconfíes. Por el contrario, llama a tu Madre Santa María, con fe y abandono de fino. Ella traerá el sosiego a tu alma. (Josemaría Escrivá de Balaguer: "Amigos de Dios". Homilía "Porque verán a Dios".)

Habiendo concluido su disertación, se arrodilló sobre el marmóreo embaldosado y pronunció despacio, como saboreándolas, las siguientes palabras:

-Señor mío y Dios mío, te doy gracias por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en esta meditación. Te pido ayuda para ponerlos por obra. Madre mía inmaculada, san José mi padre y señor, ángel de mi guarda, interceded por mí.

Se encendió la iluminación del oratorio que estaba en semipenumbra durante el transcurso de la meditación. Todos nos pusimos de pie y el sacerdote abandonó el recinto. Salimos del oratorio y despedí a los dos amigos que había invitado, no sin antes haberles animado a realizar una romería:

-¿Os apetecería venir mañana conmigo a hacer una romería?

-Y eso ¿qué es?

-Pues consiste en rezar las tres partes del rosario. Las primeras cincuenta avemarías yendo de camino hacia un santuario o imagen de la Virgen, otras cincuenta delante de la imagen y otras cincuenta al volver.

-¡Vaya rollo!

-Eso es lo que os parece a vosotros.., pero ¡qué paz se siente después en el alma! Al igual que un deportista repite una y otra vez un ejercicio para fortalecer su cuerpo, la repetición de avemarías o jaculatorias representa un ejercicio muy eficaz para fortalecer el espíritu.

-Bueno, ya lo pensaremos.

Tras cerrar el recio portalón de entrada, me topé con Jerónimo, mi "jefe" espiritual:

-¿Te parece bien que nos veamos ahora para hacer la charla semanal? -me dijo.

-Estupendo -contesté y, entrando en una pequeña habitación, comencé a contarle a Jerónimo todas mis vicisitudes a lo largo de la última semana.

En primer lugar me preguntó si había realizado puntualmente las normas de mi plan de vida. Le contesté que, excepto asperger mi cama con agua bendita antes de acostarme, el resto de las normas las había cumplido con diligencia. Jerónimo me contestó que uno nunca debe estar plenamente satisfecho del cumplimiento de las normas y me instó a que fuese más exhaustivo en mis exámenes de conciencia. En relación al tema del agua bendita, me leyó el punto 572 de Camino:

Me dices que por qué te recomiendo siempre, con tanto empeño, el uso diario del agua bendita. Muchas razones te podría dar. Te bastará, de seguro, ésta de la santa de Ávila: De ninguna cosa huyen más los demonios para no tornar que del agua bendita.

Posteriormente me preguntó acerca del apostolado:

-¿Invitaste a José Luis al retiro de este fin de semana?

-Sí -contesté-. Pero la verdad es que no le hizo mucha gracia la invitación.

-¿Y a Fernando Domínguez al curso de informática?

-Pues, no le he invitado aún. Además todavía no me he hecho tan amigo suyo como para traerle a la Obra.

-Carlos, yo creo que no deberías andar con tantos miramientos, porque Fernando es un chico muy majo y saca buenas notas.

-¡Pero Jerónimo...! ¿No decía Nuestro Padre que el nuestro era un apostolado de amistad y confidencia? ¿Por qué precipitarse tanto? Primero tendré que hacerme amigo suyo. ¿No...?

Jerónimo se repantigó en el sofá y sacó del bolsillo su característica cachimba. Mientras encendía la pipa, entre bocanada y bocanada, me dijo:

-A ver, ¿a qué amigos vas a traer esta semana por el centro?

Abrió su agenda y apuntó, uno tras otro, la media docena de nombres que le fui dictando.

-Fernando Domínguez, Enrique Pérez, Antonio Tamayo... y José Luis Hurtado... ¿Nadie más?

-Pues no, no se me ocurre más gente.

-En fin, esta lista no está mal; de todas formas recuerda que el consejo de Nuestro Padre era que cada numerario ha de tener al menos quince amigos que vengan con cierta regularidad al centro, de los cuales media docena asistan a los círculos de formación, "pitando" dos de ellos cada año... Bueno, ¿qué más me cuentas?

-Tengo que preguntarte una cosa, aunque no sé bien cómo decírtelo... Te quería preguntar cómo puede un socio numerario como yo hacerse sacerdote de la Obra. Es que me parece que tengo vocación...

-Mira, Carlos, en el Opus Dei nadie tiene vocación sacerdotal e inclusive está bien visto un santo anticlericalismo. Nuestra vocación es laical, ser individuos de mundo sin ser individuos mundanos.

-Pero, Jerónimo... ¿Cómo es posible que el mismo Papa ordene anualmente a tan gran proporción de sacerdotes del Opus Dei si no tienen vocación sacerdotal?

Mi "jefe" se levantó del sofá y se dirigió a una estantería... Cogió un pequeño folleto titulado "Qué es el Opus Dei" y me leyó unas palabras del fundador:

Quiero hacer notar, porque es una realidad muy importante, que esos socios laicos del Opus Dei que reciben la ordenación sacerdotal no cambian su vocación. Cuando abrazan el sacerdocio respondiendo libremente a la invitación de los directores de la Obra, no lo hacen con la idea de que así se unen más a Dios o tienden más eficazmente a la santidad: saben perfectamente que la vocación laical es plena y completa en sí misma, que su dedicación a Dios en el Opus Dei era, desde el primer momento, un camino claro para alcanzar la perfección cristiana. La ordenación sacerdotal no es, por eso, en modo alguno una especie de coronación de la vocación al Opus Dei: es una llamada que se hace a algunos, para servir de modo nuevo a los demás: (Escrivá de Balaguer, Josemaría: "Qué es el Opus Dei". Folletos Mundo Cristiano, n. 67, pág. 35.)

-¿Significa eso que un socio del Opus Dei, aunque lo pidiese, no se podría ordenar sacerdote y que son los directores quienes determinan quién va a ser sacerdote y quién no?

-Creo que el texto que te he leído es bastante explícito. Fíjate que dice "...abrazan el sacerdocio respondiendo libremente a la invitación de los directores de la Obra". Pero ¡ojo!, fíjate que dice "libremente"...

En ese momento me acordé, no sé por qué, del punto 941 de Camino:

Obedecer..., camino seguro. Obedecer ciegamente al superior..., camino de santidad. Obedecer en tu apostolado... porque en una obra de Dios, el espíritu ha de ser obedecer o marcharse.

...y no me extrañó que en el Opus Dei hubiesen tantas "vocaciones" sacerdotales.

Estaba dándole vueltas a esta idea cuando llamaron a la puerta del cuarto donde nos encontramos. Era Fernando, el subdirector del centro.

-¡Pax, Fernando!

-In aeternum. Venía a avisaros que esta noche, en la televisión, dan el programa "La Clave" y, como sabéis, el tema que se debatirá es el Opus Dei. Es propio del espíritu de la Obra no asistir jamás a este tipo de debates. Por eso se ha avisado a todos los socios de que se abstengan de asistir a dicho programa, de forma que el señor Balbín se va a encontrar sin nadie con quien iniciar la discusión. Por otra parte se pide a los socios que se abstengan de ver "La Clave". Bueno, tengo que avisar al resto del club. Pax.

-In aeternum, Fernando.

Continué hablando con Jerónimo. En la "charla" de la semana anterior le comenté que, durante una de las clases de religión del colegio, se leyó el siguiente pasaje de la Epístola de San Pablo a los Romanos:

Pero yo no conocí el pecado sino por la Ley. Pues yo no conocería la codicia si la Ley no dijera: No codiciarás. Mas, tomando ocasión el pecado por medio del precepto, activó en mí toda concupiscencia, porque sin la Ley el pecado estaría muerto. Y yo viví algún tiempo sin Ley, pero sobreviviendo el precepto revivió el pecado y hallé que el precepto que era para vida fue para muerte. Pues el pecado, con ocasión del precepto me sedujo y por él me mató. (Epístola de San Pablo a los Romanos. 7:7-11.)

En la anterior charla le argumentaba a mi "jefe" si éste texto no significaría que tantas leyes como existían en la sociedad judía, impuestas bajo la amenaza de la eterna condenación, refrendadas por el poder moral y económico de los fariseos, y tantos preceptos y tradiciones ridículas que encorsetaban la libertad del individuo de aquella época no podrían representar, precisamente, un acicate para que el individuo las transgrediese por el propio morbo de hacer algo que está prohibido.

Jerónimo me dijo que había consultado el tema con sus superiores y que, tras estudiar el asunto, habían llegado a la conclusión de que, de ahora en adelante, yo debía de dejar de asistir a las clases de religión del colegio y no volver a leer más la Epístola de San Pablo a los Romanos cuando hiciese la reglamentaria lectura espiritual. He de seros sincero: a pesar de que he intentado, en la presencia de Dios, entender este consejo, aún no se ha hecho la luz en mi mente acerca de cuál puede ser la razón por la cual no se me permite leer la Epístola de San Pablo a los Romanos. Quizás el quid de la cuestión no radique en el fondo, la carta a los romanos, sino en la forma, es decir, en la actitud con que yo leía este texto del Nuevo Testamento. Como decía el fundador:

Es mala disposición oír la palabra de Dios con espíritu crítico. (Camino, punto 945.)

Continuamos con la charla semanal y no pude evitar hacer alusión a lo que mi interlocutor me propuso a mediodía: abandonar la casa de mis padres ese mismo año para irme a vivir definitivamente a un centro del Opus Dei.

-¿,Sobre qué fecha tendré que venirme a vivir aquí?

-Pues cuando termines el curso. De todas formas no debes estar preocupado. Conozco a varios padres que eran como los tuyos: no querían saber nada del Opus Dei. Luego sus hijos se vinieron a vivir a Casa y al cabo del tiempo los propios padres se hicieron supernumerarios. Y si no, pregúntale a Gonzalo. Sus padres se opusieron de tal forma a que se viniese a vivir aquí que llegaron acompañados de la guardia civil para "rescatarle". Al cabo de una semana Gonzalo se escapó de la casa de sus padres para hacerse residente. Desde aquel momento han transcurrido, aproximadamente, tres años y ¡no veas lo que han cambiado sus padres! Actualmente son supernumerarios y, por lo tanto, ellos también se han incorporado a la auténtica familia de sus hijos que es la Obra. Abundando en el tema, quería comentarte que antes de venirte a vivir aquí podrías pedirles a tus padres que te llevasen al dentista para que te practiquen una ortodoncia. Así podrás dirigir las charlas y círculos de forma simpática y complaciente. Bueno, creo que hoy nos hemos extendido más de lo habitual. No se te olvide hablar con cada uno de los amigos de la lista que me acabas de dar. Pax.

-In aeternum, Jerónimo.

Miré el reloj. Eran ya las nueve y media y aún no había hecho "movimiento económico". Así que, a toda prisa, me dirigí hacia la habitación de Enrique, el secretario del centro, y puse sobre su mesa todo lo que llevaba en los bolsillos. Mientras retiraba de ella algunas pipas y unas llaves que habían caído junto con el dinero, Enrique puso en mis manos un papel que decía: "He recibido de Carlos Martínez doscientas cincuenta pesetas." Le dije que necesitaba cien pesetas para llegar a mi casa y junto con el dinero me extendió otro papel que justificaba esta devolución.

Tras despedirme del secretario fui al oratorio a realizar el "examen de conciencia". Este consta de un examen general en que se pasa revista al cumplimiento de cada una de las normas del "plan de vida" (oración, misa, rosario, preces, lectura espiritual, ángelus, mortificación, etc.) y de un examen particular en el que se analiza con más rigor nuestra eficiencia en un punto de lucha determinado.

Para facilitar la realización del examen general, todos los numerarios tienen una hojita parecida a una quiniela donde anotan la puntuación que creen haber merecido en el cumplimiento de las normas del plan de vida. Dicha hoja, junto con otra que refleje todos los gastos del numerario, habrá de entregarse al director al finalizar cada mes, como se indica en el punto 253 de las Constituciones de 1950.

Concluido mi examen de conciencia salí del centro de la Obra para ir a dormir a casa de mis padres. Tras departir con ellos un rato durante la cena y concluir algunos deberes escolares, me dirigí a mi cuarto. Antes de acostarme asperge mi cama con agua bendita. Luego, de rodillas, con los brazos en cruz, recé las tres avemarías de la pureza. De esta manera, rezando jaculatorias e intentando recuperar en las breves horas de sueño las energías gastadas durante el día, finaliza mi jornada, que podría ser una cualquiera de un numerario del Opus Dei.


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