Experiencias de práctica pastoral/Características peculiares de la dirección espiritual de diversas personas

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CARACTERÍSTICAS PECULIARES DE LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL DE DIVERSAS PERSONAS


Nuestro Padre, refiriéndose al modo en que sus hijos sacerdotes deben desempeñar su misión de dirección espiritual, escribió: «Todas las almas que se les han confiado deben estar en su corazón; han de conocerlas una a una y comprenderlas a todas, con sus equivocaciones, con sus flaquezas, con sus errores -no son sinónimas estas palabras- y también con sus virtudes, con sus posibilidades, que han de orientar y encauzar para que respondan a lo que el Señor les pide»[1].

Es preciso, pues, conocer lo mejor posible a las personas, para poder ayudarlas de acuerdo con sus condiciones particulares, sabiendo aplicar las normas generales -con caridad y comprensión- según las necesidades de cada uno, y teniendo siempre muy presente que la labor de dirección espiritual -como ya se ha dicho-, es de carácter sobrenatural, y que no se trata de hacer psicología, sino de «prevenir la reacción de las almas. No hablo de métodos psicológicos: es ascética. Hay que preparar a las almas como el médico prepara el cuerpo, antes de hacer una operación»[2].

Por este motivo, se recordarán a continuación algunos rasgos comportamentales que suelen acompañar a las personas, por razón de su edad, sexo, condición,, etc., y que pueden ser útiles al sacerdote en su labor de dirección espiritual,

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Dirección espiritual de niños

Por infancia se entiende el periodo de la vida que va desde el nacimiento a la pubertad. La edad límite se suele poner hacia los 12 años. Antes de llegar al uso de razón los niños desconocen el alcance moral de sus acciones: hacen depender lo malo y lo bueno del juicio de las personas mayores, de las que reciben un premio o un castigo por lo que han realizado. A partir de los 7 u 8 años aproximadamente -o incluso antes-, comienzan a captar los principios morales y se hacen cargo paulatinamente del alcance moral (objetivo) de sus actos, y de su consiguiente responsabilidad moral: empiezan a comprender que las obras son buenas o malas por su objeto moral y también se dan cuenta de la importancia del fin (intención) como otro elemento determinante de la moralidad[3].

Al emitir un juicio dirigido a un niño, conviene razonarlo de modo adecuado a su inteligencia, pero con lógica y evitando argumentos que sólo sirvan a la comodidad o a la defensa de la autoridad de los mayores, porque esto podría llevarle a creerse incomprendido o tratado con injusticia.

A través del sacramento de la Penitencia se puede ir formando la conciencia de los niños, teniendo presente que en esta fase confunden frecuentemente el error con la culpa, el defecto con el pecado. Aunque no tengan aún formada por completo la conciencia moral, sin embargo suelen ya intuir de modo más o menos claro la bondad o maldad intrínseca de determinadas acciones. El sacerdote ha de ir explicando los motivos de que sea así.

La labor del director espiritual será fundamentalmente de consejo. Habrá que valorar con prudencia si las mentiras, desobediencias, etc., del niño constituyen realmente pecados, para ayudarle a que se forme la conciencia en estos aspectos. De ordinario, en las charlas no hace falta argumentar demasiado las razones que se aducen, basta la autoridad del direc-

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tor espiritual y que lo que se dice sea razonable; por eso, será suficiente dar una sencilla explicación, un motivo para apoyar el consejo.

Las conversaciones han de ser cortas -no más de diez minutos-, con indicaciones breves y concretas. Es importante no perder esa autoridad y confianza, para lo cual convendrá -como detalle práctico- que el sacerdote recuerde los propósitos de lucha que ha sugerido al chico.

Conviene estimular las incipientes virtudes humanas del niño. Como es más activo que reflexivo, interesará insistir en puntos como la lucha contra la pereza, en todos los campos -estudio, aseo personal, puntualidad al levantarse, etc.-, y en las virtudes humanas como la sinceridad, lealtad, compañerismo, fortaleza, generosidad, exigencia personal, etc., proponiéndoles siempre un motivo sobrenatural acomodado a su capacidad intelectual -por ejemplo, una intención apostólica, las misiones-, de tal modo que vayan descubriendo el mundo sobrenatural y la vida de piedad.

Conviene recordarles con frecuencia que recen sus oraciones acostumbradas -de la mañana, de la noche, etc.-, enseñándoles industrias humanas para no olvidarse; y que lo hagan con sencillez y piedad, sabiendo que al rezar se están dirigiendo a Jesús, a la Virgen Santísima, a los Angeles Custodios, etc. Este es un tema sobre el que también conviene tratar con los padres: importancia de la oración en familia, procurando que lo hagan también los hijos en la medida de su edad; enseñar a los hijos -sobre todo con el ejemplo- a rezar y acudir a Dios.

Habrá que insistir también a los padres en su obligación de formar doctrinalmente a los niños, incluso ayudándoles ellos mismos a estudiar el catecismo. Lógicamente, esto es todavía más importante si ese aspecto se descuida o se hace de modo incorrecto en el colegio.

Respecto a la virtud de la pureza conviene tener en cuenta que en los niños los problemas suelen presentarse en el terreno de los actos, realizados a veces por juego, o por inducción de una persona mayor, o por imitación de cosas que han visto, o por curiosidad; puede ocurrir que suceda con otros niños de su mismo sexo -el significado es distinto que en los mayores-, compañeros de juegos o parientes. En esa edad se pueden prevenir los malos hábitos que esas acciones pueden originar.

Podría suceder que un niño hubiera recibido indignamente la Primera Comunión por haber cometido pecados contra la virtud de la pureza; por eso, convendrá conocer prudentemente cuál es el criterio del niño, teniendo en cuenta -según la edad- su juicio moral.

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Dirección espiritual de adolescentes y jóvenes

La pubertad es la etapa del desarrollo que sigue a la infancia. Los cambios de orden físico más importantes dependen del inicio de las funciones sexuales, y comprenden la aparición de los caracteres sexuales secundarios. Respecto a los cambios psicológicos, que acompañan a los anteriores, el niño con el crecimiento en fuerza física crece también en sentimiento de masculinidad, en coraje, valentía, etc.; a la vez aparece una cierta ansiedad e inseguridad por los procesos que está sufriendo, por las posibilidades que le abre el mundo, y una inestabilidad de carácter muy acentuada. En las chicas la pubertad tiene otro tono. La aparición de la menstruación y sus alteraciones psicológicas les provocan con cierta frecuencia reacciones de rechazo, momentos de rebeldía, o estados de depresión, y se hacen más reservadas, vergonzosas, y empiezan a guardar sus «secretos». Habitualmente, esta etapa es fácilmente superada.

La pubertad da paso a la adolescencia, que presenta como nota bastante característica la tendencia a extremar las actitudes. Así, por ejemplo, los jóvenes tienen manifestaciones de egoísmo y, a la vez, son capaces de sacrificarse y entregarse por un ideal con una gran fuerza e ilusión, pero también con la falta de madurez y amor profundo que se dan en una persona mayor. Los adolescentes establecen relaciones afectivas ardientes, pero con poca consistencia, que pueden romperse con la misma facilidad con que se iniciaron. Se lanzan a la vida de relación, pero conservando un cierto deseo de soledad. Denotan, en ocasiones, detalles que manifiestan intereses materiales pero, a la vez también, están abiertos a grandes ideales. Pueden pasar del optimismo más ingenuo a un pesimismo también sin base real.

Muchas cualidades positivas que se encuentran en la gente joven -magnanimidad, desprendimiento, optimismo, capacidad de amar-, se han de poner a prueba con el transcurso del tiempo: a veces, son desprendidos porque no saben lo que cuesta ganar las cosas, o confiados y optimistas porque aún no han sufrido contrariedades de ningún tipo, o esperanzados porque toda la vida se les presenta llena de posibilidades: «La juventud ha tenido siempre una gran capacidad de entusiasmo por todas las cosas grandes, por los ideales elevados, por todo lo que es auténtico»[4].

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El adolescente pretende colocarse como igual entre sus mayores y además se siente en cierto modo diverso a ellos: quiere sorprenderlos y sobrepasarlos transformando el mundo. De ahí que sus planes estén llenos de sentimientos generosos, proyectos altruistas, y a la vez puedan resultar inquietantes por su megalomanía y su egocentrismo inconscientes. Con frecuencia se descubre una mezcla de abnegación por la humanidad con un egotismo muy marcado.

Por todo lo anterior es un error considerar que la adolescencia se define exclusivamente por el aparecer del instinto sexual. El adolescente descubre también el amor, como capacidad de darse y como sentimiento, pero ese descubrimiento es parte de todo un sistema de ideales amplio.

Durante este período no hay que inquietarse demasiado por las aparentes extravagancias y desequilibrios de los adolescentes: el trabajo profesional, una vez superadas las últimas crisis de adaptación, restablece el equilibrio, y marca así definitivamente el acceso a la edad adulta.

En esta etapa los padres deben tratar de comprender muchas de las actitudes de sus hijos que, en ocasiones, son meramente circunstanciales, sin olvidar nunca que «es perfectamente comprensible y natural que los jóvenes y los mayores vean las cosas de modo distinto: ha ocurrido siempre. Lo sorprendente sería que un adolescente pensara de la misma manera que una persona madura. Todos hemos sentido movimientos de rebeldía hacia nuestros mayores, cuando comenzábamos a formar con autonomía nuestro criterio»[5]. Lo importante es que presten atención, en cambio, a los problemas de fondo, y a su formación.

En la dirección espiritual hay que proporcionar a los adolescentes, desde el principio, los medios sobrenaturales que les ayuden a vencer en los comienzos de la lucha ascética. Como siempre, se debe respetar la libertad personal, llevando a los chicos a que adquieran un criterio seguro, para que después actúen con libertad y responsabilidad personal. «La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad»[6]. Hay que hacer ver a los chicos que el

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fin de la dirección espiritual se encamina precisamente a adquirir la verdadera libertad, que no se puede encontrar viviendo al margen de Dios.

Además, conviene que el sacerdote les vaya inculcando un gran amor a la sinceridad y a la verdad, por las que se sienten particularmente atraídos, aunque muchas veces no distingan exactamente sus manifestaciones auténticas.

En todo momento hay que tener presente la única meta a la que deben tender los esfuerzos de todos los cristianos: conocer y amar al Señor: «He visto con alegría cómo prende en la juventud -en la de hoy como en la de hace cuarenta años- la piedad cristiana, cuando la contemplan hecha vida sincera; cuando entienden que hacer oración es hablar con el Señor como se habla con un padre, con un amigo: sin anonimato, con un trato personal, en una conversación de tú a tú; cuando se procura que resuenen en sus almas aquellas palabras de Jesucristo, que son una invitación al encuentro confiado: vos autem dixi amicos (loan 15, 15), os he llamado amigos; cuando se hace una llamada fuerte a su fe, para que vean que el Señor es el mismo ayer y hoy y siempre (Heb 13, 8)»[7].

Como es lógico, alcanzarán esa meta poniendo los medios sobrenaturales adecuados -oración, frecuencia de sacramentos, etc.-, y con el cultivo de las virtudes sobrenaturales y de las humanas, que son también necesarias. Se les debe hablar de trabajo serio -poniéndoles a Cristo como modelo-, ayudándoles a encauzar rectamente su idealismo y afán reformador, y enseñándoles el valor humano y sobrenatural del trabajo y su importancia para la propia santidad y la resolución de muchos problemas humanos. «Por eso, desde el aspecto humano, inculcamos primero en las chicas y en los chicos de San Rafael un gran sentido de responsabilidad, haciéndoles ver la obligación grave que tienen de estudiar o de trabajar, y de santificarse en el cumplimiento de este fundamental deber. Así fomentamos en los corazones jóvenes las virtudes humanas, que son base necesaria para cultivar las virtudes sobrenaturales»[8].

Hay que mostrarles la necesidad de profundizar en su formación doctrinal religiosa, a la vez que avanzan en el conocimiento de las ciencias humanas, para que haya coherencia entre su fe cristiana y su conducta.

Han de comprender también el valor sobrenatural de servir a los demás por amor de Dios; así se les ayuda a salir del posible egocentrismo -más o menos inconsciente- que algunos jóvenes pueden tener, y se les

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muestra el camino auténtico de la solidaridad con los demás, que no se queda únicamente en manifestaciones orales o escritas: «Yo la solidaridad la mido por obras de servicio»[9].

Hay que elevar también al plano sobrenatural los ideales humanos que los chicos tienen, haciéndoles comprender que son instrumentos de Dios y que han de prepararse en su vida interior del mejor modo posible.

Necesitan espíritu de sacrificio para alcanzar la meta sobrenatural que antes se indicó y otros ideales humanos que están siempre debajo y en función de aquella meta. Siempre con esperanza y optimismo para saber encontrar a Dios en los muchos caminos que la vida les ofrece.

Por tanto, es preciso aprovechar todas las buenas cualidades de la gente joven para infundirles un fuerte ideal sobrenatural y, con dependencia a éste, hacerles comprender el valor que tienen las realidades humanas. «Hemos de hacer que los hombres no se mantengan en la idiotez de la frivolidad, en una idiotez que es inútil y siempre peligrosa. Hemos de hacer, a lo largo de cada edad, que desarrollen los jóvenes su capacidad para enfrentarse con los problemas de este mundo, con un modo de hablar moralizador, que no sea amenazador pero que tenga la fuerza vital de arrastrar, que ponga en marcha una generación que no está encauzada»[10].

Un aspecto muy importante para la formación ascética de la gente joven -igual que para los adultos- es la confesión frecuente con el mismo sacerdote con quien se dirigen espiritualmente. Al comienzo suele costar-les un poco, pero cuando han entendido bien el valor de este sacramento, les resulta ya más fácil. El sacerdote puede ayudarse de otras personas de Casa, para animar a los chicos a que se confiesen con él, pero muchas veces ha de ser él mismo quien, con pillería y mano izquierda, se lo proponga directamente a los muchachos. Con las chicas no cabrá esta posibilidad más que cuando ya están hablando en la charla de dirección espiritual, en el confesonario.

Otras indicaciones sobre la dirección espiritual de personas jóvenes, se estudiarán más adelante, al tratar de la colaboración del sacerdote en la obra de San Rafael.

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Dirección espiritual de adultos (I)

Consideraciones generales

En rigor, la madurez no se identifica con una edad determinada -aunque de ordinario se consiga con el paso de los años-, ni con la simple perfección que puede alcanzar una persona, desde un punto de vista exclusivamente humano, en algún aspecto particular. Si se considera en toda su profundidad, la madurez es consecuencia del pleno y armónico desarrollo de todas las capacidades de la persona; por tanto, en el concepto de madurez han de estar presentes las virtudes sobrenaturales -teologales y morales que acompañan a la gracia divina- y, al mismo tiempo, las virtudes humanas.

Así, puede decirse que una persona madura sabrá juzgar de los acontecimientos y de las demás personas con visión sobrenatural y con mesura, con serenidad, objetivamente; y estará en condiciones de querer y obrar con criterio, libre y responsablemente. El sentido sobrenatural hará que las decisiones de todo tipo se tomen de acuerdo con el orden querido por Dios y, en consecuencia, aparecerá la unidad de vida que es característica primordial de la madurez: saber integrar todo en función de lo que ocupa un lugar central en la vida y tiene un valor permanente.

Por esto, se comprende que nuestro Padre haya señalado una serie de notas típicas de la madurez, que sólo pueden alcanzarse con la ayuda de la gracia, con vida interior. «Habéis de tener la mesura, la serenidad, la fortaleza, el sentido de responsabilidad que adquieren muchos a la vuelta de los años, con la vejez: tendréis todo esto, aunque seáis jóvenes, si no me perdéis el sentido sobrenatural de hijos de Dios, porque El os dará, más que a los viejos, esas condiciones convenientes para hacer vuestra labor de apóstoles»[11].

Otras manifestaciones propias de la madurez son: capacidad de adaptación a las circunstancias, sabiendo ceder y transigir en cosas o situaciones de suyo intrascendentes; y viceversa, fortaleza para mantener firmemente -aun en contra de opiniones de moda y de «lugares comunes»- aquellas convicciones fundadas en verdades permanentes y fines rectos; el equilibrio interior de la persona, con orden y armonía en el terreno afectivo, de relaciones con los demás; la perfecta conjunción en el ejercicio de la libertad y responsabilidad personales.

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Aunque se hayan superado problemas básicos de la adolescencia, hay peligros propios de esta otra edad: puede perderse en parte -si no hay una lucha amorosa- la virtud de la generosidad y abrirse paso el egoísmo y la comodidad que se presentan de diversas formas; por ejemplo, cuesta más aceptar los consejos personales dirigidos a superar los defectos, como algo práctico y vital, aunque se aceptan fácilmente en el plano teórico. En este periodo, es necesario que las personas profundicen seriamente en el sentido sobrenatural de lo que hacen, aunque sea una labor oculta y sin brillo humano.

Los problemas en la edad adulta suelen ser más reales y objetivos que en la juventud, tanto en el terreno familiar como en el social y profesional. Quizá el caso más grave -que rara vez sucederá en una persona de Casa- sea el del «adulto menor de edad». Si se diera esa situación, en la dirección espiritual habría que mostrar al interesado la necesidad ineludible de un trabajo serio -muchas veces bastará conseguir esta sola meta para solucionar el problema de fondo-, y ver si existen otras posibles causas o problemas «antiguos» -mala formación en la libertad y responsabilidad, timidez, etc.- que hayan dado origen a ese estado anormal. En esos casos, como siempre, hay que recurrir a los medios sobrenaturales para salir de esa situación: oración, mortificación y entrega a los demás.

Crisis que pueden presentarse

La llamada «crisis de los treinta años» suele darse cuando una persona, pasados unos años después de abrirse paso luchando en la vida, ha conseguido colocarse y establecerse. De modo general, en esta situación influye la autonomía personal definitivamente conquistada, el choque de los ideales con la realidad presente y, especialmente, la capacidad crítica plenamente desarrollada, que no tiene el contraste de una autoridad o regla a la que se sometía antes. Así, puede suceder que esa capacidad crítica se manifieste primero en la comparación con los demás, sobrevalorando las metas alcanzadas por los compañeros de profesión, dando lugar a la envidia y al resentimiento. También cabe la posibilidad de una autocrítica personal, analizando y midiendo los principios morales y sociales que antes se aceptaban. Esto puede llevar -si se encauza rectamente- a un mayor sentido de responsabilidad, pero podría tener también un efecto negativo.

Nuestro Padre también nos previno de la llamada «crisis de los cuarenta años». En el hombre, si atraviesa por esta dificultad, suele ser más de carácter psicológico que somático. En la mujer se acompaña de signos fisiológicos evidentes, aunque también haya algún componente psíquico.

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«Aparece entonces en algunas almas -no en todas, y ni siquiera en la mayoría- lo que he llamado la mística ojalatera: ojalá hubiese sido médico, en lugar de abogado; ojalá no me hubiese casado, ojalá... cualquier cosa distinta a la que de hecho se tiene. Junto a eso, un cambio de carácter, tal vez una excesiva preocupación por la salud, la aparición de enfermedades imaginarias, una cierta pérdida de interés por el trabajo profesional. En el fondo de todo, y acaso como lo más característico de ese momento, se encuentra una actitud interior de balance: hasta entonces, y humanamente hablando, la vida intelectual y física ha ido creciendo hacia la madurez. De entonces en adelante se iniciará el declive humano, y se tiene la impresión de que ese balance, al que la prudencia de la carne invita, tiene un cierto carácter de definitivo o de irreparable»[12].

También puede producirse un cierto deseo de experimentar aquello que, si antes no se ha vivido, se tiene la seguridad de que ya no se realizará jamás; como consecuencia, pueden presentarse tentaciones contra la pureza que hasta ese momento no se habían tenido, o tentaciones antiguas, con formas nuevas más retorcidas.

Al lado de estos elementos, hay otros de carácter positivo: a esa edad se adquiere un juicio más ponderado y sereno; se juzgan los acontecimientos con más profundidad y objetividad.

Conviene tener claro que todas esas manifestaciones negativas no tienen necesariamente por qué darse y, de hecho, en bastantes casos no aparecen. En una personalidad madura y bien formada se da una unidad e integración de las múltiples experiencias de la vida, integración sostenida fuertemente cuando hay sentido sobrenatural.

Fenómenos involutivos de la edad

La menopausia es un proceso fisiológico involutivo que se da en la mujer, hacia los 45 ó 50 años, caracterizado por un conjunto de alteraciones en su organismo, determinantes del cese de la ovulación, con la consiguiente desaparición de la menstruación, y acompañado de molestias reales: fatigabilidad, dolores varios, irritabilidad, depresión, melancolía, etc. Hay un declinar de cierto tipo de funciones, a las que pueden añadirse manifestaciones somáticas de cierta virilización-, teniendo en cuenta la importancia que la mujer da a su aspecto físico, este hecho juega un papel importante.

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Las mujeres casadas pueden sentirse en condiciones de inferioridad respecto al marido, por no tener ya posibilidad de procrear, pues en el varón esa capacidad dura muchos más años que en la mujer.

Los trastornos psíquicos producidos por la menopausia suelen ser pasajeros; aunque algunas veces pueden llegar a requerir tratamiento médico, normalmente se superan con medios ascéticos, descanso y alguna medicación sumaria. Lo normal es que la mujer se adapte a esta nueva situación, aun después de un periodo particularmente susceptible y hostil frente a su ambiente habitual.

Por otra parte, ese periodo en la mujer ofrece también un sentido muy positivo: la mayor madurez alcanzada a esa edad, que permite cumplir mejor otras funciones e ideales.

En el hombre la involución no ofrece un momento tan marcado, pero todo el que entra en ese periodo ha de reajustar su espíritu a esa situación. Hay que darle un sentido positivo: el de una vida madura, más ponderada y serena, con la eficacia de la experiencia.

Dirección espiritual de adultos (II): orientaciones particulares para los diversos tipos de personas o situaciones

Características propias del hombre y de la mujer

Por voluntad de Dios hay dos sexos -masculino y femenino- en la misma naturaleza humana: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó»[13]. Entre ambos sexos hay diferencias de orden fisiológico y de orden psicológico, que conviene tener en cuenta en la tarea pastoral.

En la actualidad, está ya admitido de modo general que la mujer puede desempeñar casi todas las funciones sociales, igual que el hombre, pero de modo femenino, según su peculiar manera de ser y reaccionar. «Desarrollo, madurez, emancipación de la mujer, no deben significar una pretensión de igualdad -de uniformidad- con el hombre, una imitación del modo varonil de actuar: eso no sería un logro, sería una pérdida para la mujer: no porque sea más, o menos que el hombre, sino porque es distinta»[14]. Hay características psicológicas que son más propias de la mujer o del varón. Naturalmente, esto no ha de llevar a formarse una idea rígida

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y pensar que siempre y de modo necesario se dan en todos los casos: son rasgos propios, que se presentan en cada persona con mayor o menor intensidad. A modo de resumen, se indican a continuación algunas de esas características.

En cuanto al modo de considerar el mundo, la mujer tiende a la subjetividad; es más apasionada y emotiva que el varón, y como tiene una gran capacidad para fijarse y valorar lo concreto, puede caer con facilidad en susceptibilidades: hay cosas que a lo mejor apenas afectan a un hombre y, en cambio, tienen una gran resonancia en la mujer. Por eso, tienen más facilidad para dejarse llevar por apasionamientos poco objetivos, que deforman la realidad: «Decir una verdad subjetiva -que no se ajusta a la verdad real-, hijas, es mentir (...) Esta falta de objetividad es un defecto, así como la afición a exagerar, a dramatizar>[15].

La mujer tiene una gran capacidad para la renuncia[16] y para poner el propio destino en manos de otra persona; y emocionalmente presenta una más fácil inclinación hacia los extremos, pasando, por ejemplo, de situaciones de enfado a muestras de cariño, de la euforia al desánimo.

Respecto a la propia persona, la mujer tiende más a la interiorización, en el sentido de que presta mayor atención a su persona, a sí misma, sin que esto sea necesariamente una muestra de egoísmo: cartas, diarios íntimos, etc., son manifestación de esa tendencia. Bajo este aspecto encontramos que el hombre habla más de lo que va a hacer, de sus planes y trabajos; la mujer, en cambio, suele tener como tema más preponderante a sí misma; el hombre -según los casos-, puede buscar el aplauso como reconocimiento de lo que ha hecho, la mujer como reconocimiento del servicio prestado y no tanto de la obra misma realizada[17].

Otra característica del modo de ser femenino es preocuparse más que el hombre del juicio de los demás por lo que se refiere a su porte externo. «Tenéis que esforzaros, hijas mías, por dominar una actitud que es propia de la mujer: llamar la atención, la coquetería»[18].

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En cuanto a la emotividad, se suelen señalar en las mujeres las siguientes características:

  • predominio de lo afectivo e intuitivo sobre lo racional, del corazón sobre la cabeza[19];
  • tendencia a lo concreto, que lleva a ser detallistas, a la observación minuciosa; este aspecto, que tiene consecuencias muy positivas, puede ser también ocasión de pequeños defectos[20];
  • sensibilidad más acusada, que puede llegar a complicar asuntos en sí intrascendentes, y a hacer montañas de pequeñeces: «todos somos complicados, pero vosotras fácilmente dejáis que una idea pequeñica se haga una montaña que os abrume, aun siendo mujeres de talento»[21];
  • en general, les resulta más difícil que al varón ser anímicamente estable, en criterios y sentimientos; en ocasiones este rasgo depende de la educación recibida: no es raro que al varón, desde la infancia, le enseñen a dominar las pequeñas emociones de miedo, nerviosismo, enfado, etc. Refiriéndose a sus hijas ha escrito nuestro Padre: «Mis hijas no pueden caer en esa falta que se atribuye a la mujer: ser débil de nervios, dejarse llevar fácilmente por tonterías e imaginaciones»[22].

En cuanto a los hábitos cognoscitivos, el pensamiento de la mujer es más analítico y concreto que el del hombre; suele captar mejor los detalles y ser más intuitiva; tiene más facilidad para encontrar la solución

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a un problema sin muchos razonamientos. Con referencia a la voluntad, la mujer, por lo general, tiene más sentido de lo práctico, de lo seguro, de lo que ya está comprobado por la experiencia. Le cuesta más cambiar, buscar nuevas fórmulas; su elección se basa muchas veces en cosas pequeñas. Se habla también de una cierta tendencia natural a la aceptación que, en la práctica, puede traducirse en un menor espíritu de iniciativa que el hombre.

A los rasgos positivos, propios de la mujer, se ha referido nuestro Padre en determinadas ocasiones: «La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad...»[23].

Por lo que se refiere a la dirección espiritual, basta conocer esas características peculiares, para obrar con mayor prudencia en determinadas situaciones; así por ejemplo, no hay que dejarse sorprender ni por la emotividad ni por la mayor locuacidad femenina. Conviene mantener la serenidad ante problemas que a primera vista puedan dar la impresión de gravedad y, muchas veces, son cosas momentáneas, sin transcendencia. Hay que ayudarles a que manifiesten las cosas con objetividad y claridad: «Decid las cosas claramente, sin ambigüedades. Combatid ese ánimo innato de complicación que hace que, sin querer, os engañéis, os contradigáis y os desmintáis a vosotras mismas (...) Tened el talento de hablar, y os demostrarán que vuestra preocupación es una bobada o que tiene su raíz en la soberbia»[24].

Dentro de la mayor comprensión y respeto, conviene mantener en todos esos casos una actitud de exigencia; a la vez que se anima, con consejos muy sobrenaturales, a las personas que presentan esas situaciones momentáneas.

Novios

En la dirección espiritual de novios es necesario saber orientarles en los temas relacionados con la virtud de la castidad[25]. Para adquirir un recto

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criterio moral en esta materia, es preciso advertir en primer lugar, que las manifestaciones de confianza o de afecto entre personas no casadas de distinto sexo no pueden depender exclusivamente de los sentimientos que les unen, sino también de la relación objetiva que exista entre ellos. Así como hay unas expresiones propias del amor entre esposos, y otras que son adecuadas entre hermanos y hermanas, así también son distintas las que resultan del simple conocimiento, o de la amistad personal, o del compromiso de contraer matrimonio.

Concretamente, hay manifestaciones afectivas que pueden seguir lícitamente al establecimiento de un compromiso en orden al matrimonio, como expresión suya, pero que no tendrían justificación moral si lo precedieran, porque en este caso constituirían -de modo más o menos consciente y explícito, y más o menos grave- una provocación de carácter sexual. Así, en el trato entre colegas de trabajo, o compañeros y compañeras de clase, o de un grupo de amigos que simplemente se conocen o se tratan para conocerse mejor, es evidente que las demostraciones externas de confianza han de ser las propias de la buena educación o de la cortesía, pero de ningún modo iguales o semejantes a las que pueden ser apropiadas entre personas que ya tienen un compromiso recíproco en orden al matrimonio.

Un caso frecuente de falta de criterio en este aspecto, es la justificación de lo que en algunos lugares se designa con el nombre de flirt: el trato pasajero entre un chico y una chica sin intención de comprometerse establemente, pero comportándose -por unas horas o por una temporada- como si lo estuvieran. Es obvio que la misma irresponsabilidad que caracteriza a esas relaciones, impulsa a quienes las mantienen a prescindir de cualquier norma moral. Pero además, no hay que olvidar que, aun cuando no se llegara ni se tuviera intención de llegar a la masturbación o las relaciones sexuales completas, si se trata de actos de lujuria directamente querida, no cabe en ellos parvedad de materia. No es cuestión, pues, de simple ligereza sin graves consecuencias -de sexualidad light o soft, como dicen algunos-: son acciones graves contra la virtud de la castidad.

Cuando existe un compromiso mutuo en orden al matrimonio, hay que tener en cuenta que ese compromiso, por su misma naturaleza, no es

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idéntico desde el principio hasta el final, sino que madura y se afianza a lo largo del tiempo, a través de un proceso gradual que tiene diversas fases más o menos formalmente diferenciadas. Por ejemplo, es distinto el caso de quienes -por las circunstancias en que se encuentran- saben que aún deberá trascurrir bastante tiempo, años, hasta llegar al matrimonio, del caso de quienes se encuentran en preparación próxima para contraerlo. En consecuencia, tampoco puede ser igual la conducta externa en las diversas situaciones.

La prudencia cristiana ha aconsejado siempre que la duración del compromiso antes del matrimonio sea relativamente breve. Esto no significa que no deba haber un profundo conocimiento mutuo, sino que para alcanzar ese conocimiento es suficiente una fase más o menos larga de trato recíproco y de amistad previa al establecimiento del compromiso. Por tanto, en ese periodo, las manifestaciones de confianza que resultan adecuadas se miden con los cánones propios de la amistad en general, no con aquellos del compromiso de matrimonio.

Es frecuente, sobre todo en el caso de personas bastante jóvenes, que deseen establecer muy pronto un compromiso de este tipo, porque confunden la convicción subjetiva de la seriedad de sus intenciones con la realidad objetiva de la situación en que se encuentran. En estos casos puede suceder que, aun queriendo excluir comportamientos que son ocasión próxima de pecado, piensen equivocadamente que la firmeza de su decisión les autoriza a tener expresiones de confianza y de afecto más íntimas que las que son propias de una sólida amistad. Permitirse tales manifestaciones cuando prevén una larga permanencia en esa situación, es una imprudencia seria, pues se habitúan a un régimen de intimidad que les expone a tentaciones graves y que, en sí mismo, empaña la limpieza de sus relaciones y lleva muchas veces a un oscurecimiento de la conciencia.

Desaconsejar vivamente este tipo de trato no supone pensar mal, ni ver malicia donde no la hay; es, por el contrario, advertir con prudencia -con realismo- el peligro de ofender a Dios, y de que la concupiscencia, alimentada por esa intimidad impropia, llegue a presidir las relaciones recíprocas, determinándolas reductivamente por la atracción sexual, lo cual no les une sino que les separa[26]. Comportándose de este modo, llegarían a verse el uno al otro, progresivamente, más como un objeto que

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satisface el propio deseo que como una persona a la que el amor inclina a darse[27].

Ante la perspectiva concreta, real, y relativamente próxima, de matrimonio -aunque no existe la certeza de que se llegará a contraerlo-cabe hablar de una nueva situación en la que el compromiso tiene garantías objetivas y externas de estabilidad, como son la edad, la situación profesional, la maduración del conocimiento recíproco, etc. En estas circunstancias, pueden ser moralmente rectas ciertas manifestaciones de amor mutuo, delicadas y limpias, que no encierran ni siquiera implícitamente una intención torcida, y que en todo caso se han de cortar enérgicamente si llegaran a representar una tentación contra la pureza, en los dos o en uno sólo. Expresiones de cariño que no son «en parte iguales y en parte diversas» a las propias de los cónyuges, sino esencialmente diversas, como es diverso su compromiso del pacto matrimonial, y que por tanto han de estar presididas por el peculiar respeto recíproco que se deben dos personas que aún no se pertenecen. «Los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal. Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad»[28].

En toda esta materia, es preciso recordar que las normas morales no suponen barreras para el auténtico amor humano, sino que indican las expresiones que debe tener en cada momento, si es verdadero amor. De este modo exaltan su nobleza y su dignidad, queridas por Dios; lo radican en el don de sí, preservándolo del egoísmo; lo transforman, ya antes del matrimonio, en instrumento de santificación; y sientan el fundamento de su estabilidad y fecundidad futuras.

Personas casadas

Las principales normas pastorales específicas para la dirección espiritual de personas casadas, fueron objeto de estudio detenido en la Lección XII. Por eso, nos limitamos ahora a algunos breves aspectos que allí no se trataron.

A cada uno de los cónyuges, conviene hacerle notar «la otra cara de la moneda», por lo que se refiere al trabajo específico y a las preocupacio-

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nes propias de cada uno. «A los que estáis casados, os felicito; pero os digo que no agostéis el amor, que procuréis ser siempre jóvenes, que os guardéis enteramente el uno para el otro, que lleguéis a quereros tanto que améis los defectos del consorte, siempre que no sean una ofensa a Dios. ¡No os quejéis nunca el uno del otro! Si os quejáis, es que no os queréis suficientemente, porque siempre tendréis defectos»[29].

Así, por lo que respecta al hombre, interesa que tenga en cuenta, siempre según las circunstancias de los distintos países, el sacrificio que comporta para su mujer la atención del hogar: las labores de la casa pueden suponer, a veces, 15 ó 16 horas diarias de trabajo, en los servicios más dispares, con escasos momentos de reposo, y muchas veces con falta de tiempo que dificulta el cultivo de un posible y deseable interés cultural. El esposo no puede olvidar que la atención de los hijos recae -en bastantes aspectos- sobre su mujer, que ha de soportar con frecuencia pretensiones de unos y de otros no siempre justas. Además, ser padre de familia no se reduce sólo al factor económico y, por tanto, el marido debe ocuparse de los restantes aspectos del hogar: la vida familiar, la educación de los hijos -que ha de ser el primer negocio-, que no puede quedar al cuidado exclusivo de la mujer o del colegio; el descanso de la mujer o de los hijos, etc. Por ejemplo, el marido no puede considerar como un deshonor ayudar a su mujer en algunos trabajos domésticos, y más aún si tienen varios hijos y no hay una empleada del hogar.

En el caso de la mujer, conviene hacerle ver, cuando sea oportuno, el peligro de una posible excesiva idealización del marido: de sus dotes, capacidad de iniciativa, etc.; porque cuando esa imagen falsa del esposo se derrumbe con el paso de los años, la repercusión le puede afectar fuertemente. La mujer ha de participar en las preocupaciones profesionales del marido -que, no rara vez, son ocasión de malhumor o cansancio-, para animarle con su comprensión y ayuda. Conquistar cada día al marido: arreglo personal, cuidado de los detalles del hogar, afecto. Con frase muy gráfica, decía en una ocasión nuestro Padre: «Y si un día (el marido) vuelve cansadísimo, quizá un poco abatido, porque no le han ido los asuntos como quería, ya que lo habéis cogido por el corazón, y tan fuertemente, cogedlo también por el estómago: preparad una buena comidita, ésa que más le gusta... Os digo todo esto porque, a última hora, no son más que las exigencias de la moral cristiana»[30].

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Célibes

Se trata aquí de personas célibes adultas que se encuentran en esa situación por causas diversas. Unas, voluntariamente, aunque no haya mediado un motivo sobrenatural, por ejemplo: cuidar de sus padres o de otros parientes. En otras ocasiones, circunstancias no buscadas ni deseadas les han impedido encontrar con quién casarse. Sin embargo, también hay célibes que han permanecido en ese estado por carecer de cualidades que les permitirían afrontar bien la vida conyugal: carácter tímido, retraído o egoísta, poco apto para la convivencia, etc.

En los primeros casos, no faltan hombres y mujeres que han llenado de sentido positivo su vida, dedicándose con generosidad y visión sobrenatural a colaborar en empresas apostólicas.

A las personas que han permanecido célibes habrá que hacerles ver que su situación les permite grandes posibilidades de actuación y ayuda a los demás, y facilitarles en la medida de lo posible los medios espirituales para que afronten con visión sobrenatural su situación.

En este sentido, conviene tener en cuenta que para esas personas la afectividad no correspondida -la tendencia a amar, connatural al hombre y a la mujer- puede constituir un problema fundamental, y es preciso encauzarla de modo positivo. Las exigencias de la castidad en quienes no han abrazado el celibato por motivos sobrenaturales, pueden resultarles duras, quizá más en el varón; es preciso llevarlos poco a poco a una ascética y vida de piedad que les haga comprender el valor de esta virtud.

Intelectuales y no intelectuales

El intelectual tiene mayor facilidad para aprovechar en su vida interior los aspectos doctrinales más profundos. Generalmente, necesita recibir la doctrina de modo orgánico y articulado; a veces, tiene la tendencia a entender las cosas de un modo más complicado de lo que realmente son y a despreciar los razonamientos fáciles y elementales.

El no intelectual es más directo y sencillo; pero, como contrapartida, suele carecer de flexibilidad; tiende a la rigidez, y conviene tenerlo en cuenta para enseñarle a evitar esfuerzos inútiles.

En la predicación y en la dirección espiritual hay que acomodarse, con don de lenguas, a la mentalidad de cada uno, sin pretender alterarla o cambiarla, siempre que no sea obstáculo para su formación.

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Profesionales

La dimensión moral de toda actividad humana comporta, en el ámbito de las diversas profesiones, precisas normas de deontología profesional, que cualquier persona de bien, y en particular un cristiano, ha de observar siempre con fidelidad y coherencia. Estas normas éticas tienen un carácter esencialmente positivo, pues constituyen un elemento necesario para la buena realización del trabajo mismo y, por tanto, para que pueda convertirse en medio de santificación. Nadie debe ver en ellas un obstáculo para su actividad profesional, como si hubiera una dicotomía entre la ética -que el cristiano puede conocer con especial certeza- y el perfecto ejercicio de la profesión. «Si queréis que vuestra actividad profesional sea coherente con vuestra fe -decía Juan Pablo II a un grupo de empresarios- no os conforméis con que "las cosas marchen", que sean eficaces, productivas y eficientes»[31]: el valor humano del trabajo no consiste sólo en su eficacia técnica (por ejemplo, en el logro de unos beneficios, o en la resolución de unos problemas), ni puede alcanzarse al margen de las normas éticas.

La pérdida del sentido cristiano de la vida, está llevando actualmente a muchas personas al olvido y al abandono de esas normas en la actividad profesional, hasta el punto de que se han llegado a generalizar conductas inmorales de muy diverso tipo. Una persona recta no puede dejarse arrastrar por el ambiente y sentirse justificado para obrar del mismo modo, ni siquiera con la excusa de que tiene que defenderse para no quedar relegado o en situación de desventaja en el ejercicio de su profesión. Debe, por el contrario, mantener una conducta íntegra, de modo que -como enseña el Magisterio de la Iglesia- «adquirida la competencia profesional y la experiencia, que son absolutamente necesarias, respete en la acción temporal la justa jerarquía de valores, con fidelidad a Cristo y a su Evangelio»[32]. Poner en práctica personalmente las normas de deontología profesional, y enseñar a otros a comportarse de la misma manera, en unidad de vida, es un modo concreto y eficaz de contribuir a la cristianización de la sociedad.

Para vivir las normas de deontología profesional en el propio trabajo, es preciso primero conocerlas bien. No es suficiente dejarse guiar por un vago «sentido común» para resolver las cuestiones que se plantean en este campo. «La educación de la conciencia moral (...) es una exigencia

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prioritaria e irrenunciable»[33]. Se requiere un serio afán de formarse rectamente el criterio, poniendo los medios para adquirir la ciencia moral correspondiente, con un conocimiento profundo de las enseñanzas del Magisterio -que es intérprete auténtico también de las exigencias de la Moral natural-, y empeño en el ejercicio de las virtudes necesarias para cumplir con perfección los propios deberes.

Aun así, es frecuente que en el ejercicio de la profesión se planteen problemas morales de solución dudosa, o en los que el juicio propio puede oscurecerse; por ejemplo, cuando se trata de juzgar sobre la licitud de una determinada actividad económica que se desea realizar, o sobre las obligaciones de justicia y de caridad con las personas dependientes, o en ciertos casos de reparación de daños, o en algunos campos de investigación científica en los que está en juego la dignidad de la persona y la misma vida humana, etc. En estas y en otras muchas cuestiones, existe frecuentemente, para cualquier persona, el deber de pedir consejo: se trata de una norma clara de prudencia, que se deriva de la obligación de actuar siempre con conciencia recta. No se puede olvidar que la moralidad de las acciones no siempre coincide con su legalidad o con su no punibilidad por parte de las leyes civiles.

En ocasiones, será preciso ir contra comente cuando -en una determinada actividad profesional- sean frecuentes ciertos modos de obrar claramente inmorales, y que quien actúe conforme a la ley moral natural, y más aún un buen cristiano, jamás puede aceptar. Pero tampoco se ha de caer en la deformación de una conciencia escrupulosa: los problemas reales se resuelven estudiando y, cuando es necesario, preguntando.

La petición de consejo se hará, como es lógico, a personas con buena preparación moral y competencia en los problemas específicos. En las consultas sobre estas materias se debe tener en cuenta, además, la obligación de guardar estrictamente, por ambas partes, las normas morales acerca del secreto profesional (por ejemplo, el que consulta puede plantear un problema hipotético, semejante al real, si está obligado a no revelar algunos datos; la persona consultada tiene, por su parte, estricta obligación de no revelar a nadie la consulta, sin permiso de quien la haya hecho).

Cuando alguien solicita, en la dirección espiritual, consejo en estas materias, debe tener en cuenta -y con frecuencia convendrá recordárselo de modo expreso- que el asesoramiento se refiere exclusivamente a la

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valoración moral de los problemas, para ayudarle a la formación de juicios rectos, y que no representa nunca una intromisión en cuestiones opinables. Después de haber consultado, cada uno ha de ponderar en su conciencia, cara a Dios, el consejo recibido, y actuar luego bajo su personal responsabilidad. Es decir, en ningún caso la petición de consejo supone descargar la responsabilidad de las propias acciones en el sacerdote.

Dirección espiritual en algunos casos especiales

Personas escrupulosas

En el caso de una persona que padezca de escrúpulos, primero y sobre todo, se deben emplear los recursos sobrenaturales, encomendándola a Dios para que recupere la suficiente serenidad de conciencia.

En las conversaciones con el interesado, se ha de quitar importancia -con seriedad- a sus problemas: esto les tranquiliza mucho. Hay que mostrar energía y firmeza: se perdería autoridad -y como consecuencia, eficacia- si aun remotamente pudiera haber contradicción al contestarles o al resolver sus preocupaciones, y hay que exigir una adhesión firme al criterio que se les dé.

En la Confesión hay que ayudarles a que se limiten a exponer los hechos, adviniéndoles que el juez es el sacerdote y no ellos; y que la obediencia a los consejos del confesor será el modo de que se formen poco a poco una conciencia clara, y se vean libres de sus escrúpulos.

A veces puede ser útil, como cosa práctica, que el confesor les dé a entender que no se les admite que hayan cometido pecado mortal, mientras no puedan jurar, sin dudar, que lo han cometido. Hay que simplificarles la vida interior, y la dirección espiritual, para aumentar la confianza en Dios y su sentido de filiación divina; simplificar el examen de conciencia, que debe limitarse a una simple respuesta a unas pocas preguntas bien determinadas, que se les habrán indicado previamente; y, a veces, será aconsejable que no lo hagan por una temporada. Insistirles en el olvido de sí mismos, que tengan trabajo abundante y preocupación por los demás: porque éste es -humana y sobrenaturalmente- un recurso espléndido, y Dios les dará luz, como premio a su buena voluntad.

Si, a pesar de todo, continuaran los escrúpulos, quizá pueden obedecer a falta de salud y habrá que acudir a un médico de buen criterio cristiano. En cualquier caso, hay que actuar con extremada prudencia, consultando frecuentemente con quien tenga mayor experiencia, pues a

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veces se trata de delicadeza de conciencia, de una mayor exigencia de la gracia, o de que Dios les pide más entrega. Conviene también tener en cuenta que, a veces, una persona joven puede decir que tiene escrúpulos, cuando en realidad se trata de asuntos mal resueltos; si fuera así, habría que tener en cuenta que no suele ser prudente aceptar -cuando no existen otros datos que lo confirmen- que se trata de verdaderos escrúpulos. En cualquier caso habrá que manifestar que se cree lo que se afirma, y al mismo tiempo sondear indirectamente -sin provocar nuevas dudas- la existencia de otros síntomas. Si se confirma que no son verdaderos escrúpulos, con delicadeza y prudencia, convendrá ayudar a la sinceridad -sin agobiar-, quitando importancia al asunto -salvo que la cuestión afectase a la validez de la Confesión-, pero procurando que el alma se abra de par en par: esto, sin forzar, para que el interesado suelte el posible sapo, con visión sobrenatural, con dolor de amor.

Enfermos mentales

Lo ordinario será que, en el trabajo habitual de dirección espiritual, no se presenten casos patológicos. Sin embargo, dentro de su relativa rareza, pueden acudir personas con trastornos neuróticos o, en ocasiones más excepcionales, con otras enfermedades que requieran claramente la intervención de un médico. En cualquier caso, el sacerdote no perderá de vista que su misión es exclusivamente espiritual -aun cuando poseyera conocimientos médicos profundos-, y en consecuencia debe limitarse a proporcionar los medios sobrenaturales que juzgue más oportunos. Por razones pastorales, los sacerdotes de la Prelatura -aunque sean médicos-tienen prohibido el ejercicio de la psiquiatría.

De ordinario, basta con que el sacerdote tenga algunas ideas generales sobre las enfermedades mentales: lo imprescindible para darse cuenta -a veces basta el sentido común- de que se encuentra ante una persona no del todo normal, y tomar las medidas oportunas, aconsejándose con otros sacerdotes mayores de Casa, para proceder del mejor modo y, si es el caso, remitir esa persona a un médico de recio criterio cristiano, etc.

El confesor, ante un penitente que muestra signos claros de anormalidad -por ejemplo una esquizofrenia o una neurosis grave-, procurará confirmar la existencia y grado de consentimiento de los pecados de que se acusa -la materia dudosa no es materia suficiente-, para asegurarse de que se dan las condiciones requeridas para la validez del sacramento.

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Las psicosis son las enfermedades mentales más graves, porque producen una ruptura neta entre la persona y el medio ambiente, llegando incluso a imposibilitar el tratamiento psicoterapeútico, para lo cual es indispensable el establecimiento de relaciones y comunicación médico-paciente. Las neurosis, en cambio, no producen esa desconexión con el ambiente y, por lo tanto, son susceptibles de tratamiento y curación mediante psicoterapia. Especial importancia merecen las paranoias que, con frecuencia, aunque sean patológicas, pasan inadvertidas y las personas afectadas pueden ser incluso muy brillantes intelectualmente y productivas en su trabajo.

Menos importantes en cuanto a su gravedad, aunque de mayor frecuencia, son las enfermedades psicosomáticas, con manifestaciones orgánicas (úlcera, colitis, cefalea), que pueden ser de origen psíquico y que ceden fácilmente con tratamiento médico.

Por lo que se refiere a las psicosis, los dos tipos más importantes son las esquizofrenias y las psicosis maníaco-depresivas. Ambas enfermedades son de grave pronóstico y, casi en la totalidad de los casos, incurables. La esquizofrenia se caracteriza por la disociación de la personalidad, ideas delirantes, alucinaciones auditivas y ópticas, alejamiento de la realidad y, en general, la aparición de cualquier síntoma psiquiátrico asociado a estos otros básicos. La psicosis maníaco-depresiva es una enfermedad cíclica en la que se alternan periodos de euforia con otros de depresión, en los cuales se puede llegar incluso al suicidio o al homicidio. La primera es más frecuente en varones jóvenes, y la segunda en hombres de edad avanzada y en mujeres de edades postmenopaúsicas. Se han descrito varias veces cuadros similares a estos con tendencia familiar, aunque no se puede decir que estas afecciones sean hereditarias. Algunos han pensado que el entorno familiar tiene influencia, si no en la producción de la enfermedad, sí en su manifestación clínica más o menos temprana[34].

Lo más característico de la actitud del psicótico es la incomprensibilidad de su conducta, que tiene algo de absurdo. El observador choca con un muro impenetrable. Todo intento de persuasión resulta inútil.

La paranoia es una entidad psiquiátrica que ofrece problemas serios. Los paranoicos se muestran aparentemente normales en muchos

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campos de su actividad y de su conducta; pero lo característico de estos enfermos es que presentan ideas delirantes y obsesivas -delirios de persecución o formas similares-, con una estructura interna coherente: dentro de lo insólito de la historia obsesiva -que es percibido por la persona sana-, hay, sin embargo, un cierto orden, coherencia y concatenación de hechos en lo que narra el paciente, aunque resulte inverosímil. No faltan, entre los paranoicos, algunos que desarrollan bien un trabajo intelectual o manual, pasando su enfermedad inadvertida, aunque resulta evidente para las personas que les tratan de cerca.

La neurosis se manifiesta como una reacción anómala -pero comprensible- ante determinadas situaciones externas o internas del sujeto. Todos podemos reaccionar de un modo neurótico en situaciones límite, pero se suele llamar neurótico al que lo hace en casos de relativa normalidad, ante los que el hombre medio reaccionaría de modo mesurado. Se puede manifestar de muy diversas formas: la histeria de conversión, por la cual aparece un signo somático (parálisis, etc.) como consecuencia de un problema emocional; las neurosis depresivas, la angustia exagerada ante peligros ínfimos, las ideas obsesivas, las fobias, etc.

En este campo, lo mismo que en el de personalidades patológicas, es donde el director espiritual puede ayudar de algún modo -por sí solo o con la colaboración del médico-, puesto que estas personas son capaces de llevar una vida de piedad y mostrarse -en determinados aspectos- bastante normales. A veces tienen más confianza en el médico que en el sacerdote, porque les parece que el primero no hace reproches acerca de la conducta, y en determinadas situaciones de angustia puede clarificarles las ideas con su modo de proceder clínico y técnico. Bien entendido, sin embargo, que el cometido de uno y otro -médico y sacerdote- son distintos, aunque consigan en el enfermo determinados efectos comunes, como puede ser la serenidad interior. El sacerdote debe limitarse a la orientación espiritual que le es propia, y a administrar el sacramento de la Penitencia.

Resulta evidente que no hay que exagerar ante estos casos. Algunos son muy leves, y es suficiente consultar al médico, que ha de ser siempre -es importantísimo- un buen católico, de seguro criterio, de recta doctrina; de lo contrario, puede causar en los enfermos destrozos gravísimos, tanto de orden moral como de orden psíquico[35].

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Referencias

  1. De nuestro Padre, Carta, 29-IX-57, n. 21.
  2. Ibid., n. 25.
  3. Sobre la valoración de algunas conductas de los niños, se puede señalar lo siguiente: antes de los 7 años las mentiras no son auténticas, y de ordinario no deben valorarse con los principios aplicables a un adulto. Los niños suelen mentir a veces por maravillar, otras llevados por su fantasía, por juego o por escapar inconscientemente de un peligro o castigo. Si las mentiras fuesen muy frecuentes habría que pensar en un trastorno de adaptación. Las desobediencias pueden surgir por diversos motivos; también porque los adultos coarten en demasía su espontaneidad: es lo que sucede a veces, por ejemplo, con las madres «sobreprotectoras», que con su excesivo control provocan en el niño una reacción de rechazo.
  4. De nuestro Padre, Conversaciones, n. 101. Lo contrario puede suceder, a veces, en las personas adultas que encuentran más dificultades para la magnanimidad, el optimismo, el desprendimiento, etc., precisamente por haber tenido experiencias poco positivas -en esos terrenos-, a lo largo de su vida.
  5. Ibid., n. 100.
  6. Ibid., n. 93.
  7. Ibid.. n. 102.
  8. De nuestro Padre, Carta, 24-X-42, n. 4.
  9. De nuestro Padre, Conversaciones, n. 75.
  10. De nuestro Padre, Carta, 24-X-42, n. 58.
  11. De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-36, nota 30.
  12. De nuestro Padre, Carta, 29-IX-57, n. 37.
  13. Gen 1,27.
  14. De nuestro Padre, Conversaciones, n. 87.
  15. de nuestro Padre: en Noticias, IX-1971, pp. 16-17.
  16. «Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor» (De nuestro Padre, Camino, n. 982).
  17. Por eso, nuestro Padre decía a sus hijas: «Procurad no pasarlo mal cuando en apariencia no se os mire, cuando penséis que no se os hace caso, porque sufrir por estas cosas, hijas, es un defecto: no podemos decir que es una peculiaridad del carácter femenino, porque los defectos nunca son característicos» (Noticias, VIII-1971, p. 15).
  18. Ibid., p. 16. En este sentido, aunque no se dará en personas de Casa, en la actualidad es preciso insistir en el posible pecado de escándalo que puede causar el modo de vestir, de comportarse, etc., que va creando un ambiente de sensualidad en las costumbres, que ahoga la vida sobrenatural.
  19. «¿Otra virtud que habéis de vivir?: la serenidad. No os llenéis de espejismos. Escuchad hasta el final lo que tengan que deciros. Si no habéis entendido bien, preguntad. Y obedeced luego con calma, sin impaciencia, hasta acabar cumplidamente los encargos. Dejad que gobierne la cabeza, aunque acompañéis con el entusiasmo lo que habéis decidido con la razón. Sin nervios» (De nuestro Padre: en Noticias, IX-1971, p. 18).
  20. La tendencia a ser detallistas puede presentar una vertiente negativa: «Os cuesta enfrentaros con la realidad, tenéis tendencia a tiquismiquis, a pequeñeces; y si alguna vez os ponéis a sacar defectos, estáis haciéndolo durante cuarenta horas seguidas» (De nuestro Padre: en Noticias, VIII-1971, p. 14).
  21. de nuestro Padre: en Noticias, IX-1971, p. 17. Es preciso, pues, ayudarles a ser muy sinceras, para evitar este posible peligro: «La mayoría de las veces os complicáis porque os da la gana, porque calláis» (De nuestro Padre: en Noticias, VIII-1972, p. 46).
  22. de nuestro Padre: en Noticias, VIII-1971, p. 16.
  23. de nuestro Padre, Conversaciones, n. 87.
  24. De nuestro Padre: en Noticias, IX-1971, p. 17.
  25. La confusión acerca de los criterios morales en las relaciones entre personas jóvenes no casadas de distinto sexo es frecuente, hoy día, no sólo entre los mismos interesados, sino también entre los padres, educadores y otras personas que intervienen de algún modo en su formación. Incluso cuando se trata de cristianos de recta conducta, es fácil que la presión de un ambiente hedonista les lleve al acostumbramiento y a la condescendencia con ciertas prácticas en el trato social que no son ni cristianas ni conformes a la ley moral.
  26. Cfr. Juan Pablo II, Discurso, 24-IX-1980, n. 5.
  27. Cfr. Juan Pablo II, Discurso, 23-VII-1980, n. 3.
  28. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2350.
  29. de nuestro Padre: en Dos meses de catequesis, II, p. 770.
  30. Dos meses de catequesis, I, p. 244.
  31. Juan Pablo II, Discurso, 7-XI-1982.
  32. Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et Spes, n. 72.
  33. Juan Pablo II, Exhort. Ap. Familiarís consortio, n. 8.
  34. de todo lo anterior se puede deducir la importancia que tiene detectar estos casos y conocer los antecedentes familiares, en la labor de San Rafael. Hay que ser particularmente prudentes cuando se trata de chicos muy nerviosos, con ideas y reacciones que se salgan de lo normal; de todos modos, una futura esquizofrenia puede no dar síntomas especiales antes de los 28 ó 30 años.
  35. Sobre este tema, vid. también más adelante lo que se indica sobre la atención espiritual de personas con enfermedades depresivas.