Experiencias de práctica pastoral/Ministerio sacerdotal y santidad personal

MINISTERIO SACERDOTAL Y SANTIDAD PERSONAL


Santificación del sacerdote a través del ejercicio de su ministerio

«Por el sacramento del orden los presbíteros se configuran a Cristo sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal. Cierto que ya en la consagración del bautismo, como todos los fieles de Cristo, recibieron el signo y don de tan gran vocación y gracia, a fin de que, aun dentro de la flaqueza humana, puedan y deban aspirar a la perfección, según la palabra del Señor: "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48). Los sacerdotes están obligados especialmente a adquirir aquella perfección (la que están obligados a alcanzar todos los bautizados), puesto que, consagrados de una nueva forma a Dios en la recepción del Orden, se constituyen en instrumentos vivos del Sacerdote Eterno para poder proseguir, a través del tiempo, su obra admirable»[1].

Siempre nos ha enseñado nuestro Padre que «por exigencia de su común vocación cristiana -como algo que exige el único Bautismo que han recibido- el sacerdote y el seglar deben aspirar, por igual, a la santidad, que es una participación en la vida divina. Esa santidad, a la que son llamados, no es mayor en el sacerdote que en el seglar (...), pues todos somos a los ojos de nuestro Padre Dios hijos de igual condición, cualquie-

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ra que sea el servicio o ministerio que a cada uno se asigne»[2]. Y «la santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana»[3], que cada uno ha de alcanzar a través de los deberes que le impone su estado -soltero, casado, viudo, sacerdote- y de su trabajo o labor profesional.

La vocación divina al Opus Dei es la misma para los sacerdotes y para los seglares. Por eso «en nuestro camino de santidad, por su naturaleza laical, el presbiterado, aunque es sacramento e imprime carácter, para nosotros es -por decirlo así- como una circunstancia que en nada modifica nuestra vocación divina: vocación que, en la Obra, es la misma para todos, vivida por cada uno dentro de su estado»[4]. En el Opus Dei, los sacerdotes y los laicos tienen igualmente alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical, con el mismo espíritu ascético y apostólico: «Es nuestra Obra, hijos míos, una familia sana (...). Una familia sana no necesita más que un puchero (...). Para la vida espiritual de los socios de la Obra, no tenemos más que un solo alimento, un mismo espíritu: un solo puchero. El Opus Dei pide a todos sus miembros -sean o no sacerdotes- que tengan alma verdaderamente sacerdotal, y para eso les alimenta con un mismo espíritu ascético y apostólico»[5].

Ahora bien, las grandezas que Dios confía al sacerdote exigen una vida santa. «Entendemos, con toda la tradición eclesiástica, que el sacerdocio pide -por las funciones sagradas que le competen- algo más que una vida honesta: exige una vida santa en quienes lo ejercen, constituidos -como están- en mediadores entre Dios y los hombres»[6].

Y el sacerdote ha de alcanzar esta santidad a través del ejercicio de su ministerio[7], que le exige, como primer deber, atender y servir a sus hermanos en nombre de Dios[8]. Esta misión se realiza centrando la vida en la

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Santa Misa, que es la primera razón de su ordenación y el primer servicio a la Iglesia y a la Obra; a través de la administración de los sacramentos, especialmente de la Penitencia; por medio de la predicación del Evangelio; y poniendo su vida entera al servicio de todas las almas.

El ejercicio de algunas virtudes en la vida sacerdotal

«El sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio común de todos los fieles, "aunque su diferencia es esencial y no sólo en grado, están ordenados el uno al otro, ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo" (LG 10). ¿En qué sentido? Mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, de esperanza y de caridad, vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos. Es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia»[9].

Dentro de la unicidad de la vocación al Opus Dei, los sacerdotes han de santificarse en el ejercicio de su ministerio, en servicio de sus hermanos y de todas las almas. El sacerdocio tiene unas características especiales que no suponen un espíritu o unas virtudes distintos de los del seglar en Casa, pero sí comportan deberes y características concretos. A continuación se estudiarán, pues, algunos detalles prácticos que deben cuidar especialmente los sacerdotes, en el modo de vivir las virtudes, que se derivan de la peculiar consagración y misión conferidas por el sacramento del Orden.

Caridad con Dios y vida de piedad

El sacerdocio encuentra su más alta razón de ser en el amor a Dios. Por su vocación divina, el sacerdote es «el hombre del Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo. Por todo eso, comprendéis bien que los que se dicen sin amor, o están enfermos o están locos o no saben lo que es el sacerdocio»[10].

Los sacerdotes, por su condición, están obligados a ser especialmente piadosos, y a que se note esa piedad: «Sed piadosos como niños,

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sinceramente piadosos -con una profunda devoción a la Santísima Virgen-, y tendréis asegurada en buena parte la rectitud de vuestra doctrina. Bonus homo de bono thesauro profert bona, et malus homo de malo thesauro profert mala (Maíih. XII, 35): del fondo -del tesoro bueno- de un corazón enamorado de Dios, salen palabras de luz. La piedad es útil para todo (I Tim. IV, 8)»[11].

La piedad se muestra, en primer lugar, en el amor a la Santísima Eucaristía y, concretamente, en el modo en que se celebra la Santa Misa y se ofician las demás celebraciones litúrgicas[12]. Y ese amor se manifiesta -como nos enseñó nuestro Padre- en el cuidado de los detalles, aun los más pequeños, en las funciones sagradas, tanto si se celebran en los oratorios de la Prelatura, como fuera de nuestros Centros. Hay modos de estar, de caminar en el presbiterio, de sentarse, de poner las manos, de hacer las bendiciones, las genuflexiones pausadas, las inclinaciones de cabeza, etc., que quizá no estén explícitamente señaladas en las rúbricas -y algunos de esos detalles tal vez no lo estuvieron nunca-, pero que siempre han sido característicos de los gestos sacerdotales: en la Obra hemos aprendido a no despreciar ninguno de estos aspectos, que encierran verdaderos tesoros de amor a Dios. Este modo de obrar es, además, levadura que fortalece y hace crecer la piedad en las almas que nos rodean.

Otra manifestación de esta piedad -tanto de los sacerdotes como de los seglares-, es la disponibilidad plena para participar en las ceremonias litúrgicas, ensayando previamente las veces necesarias, de modo que siempre se realicen con la máxima dignidad. Ciertamente, demostraría poco amor al Señor quien habitualmente se excusara por falta de tiempo o de condiciones, para participar en una función sagrada. Es manifestación del alma sacerdotal el deseo de contribuir a la magnificencia del culto, de modo que, siempre que sea posible y conveniente, pueda celebrarse, por ejemplo, la Misa cantada, la exposición solemne del Santísimo

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con varios ministros sagrados y con seglares que lleven las vestes académicas, etc.

Otra consecuencia necesaria del amor al Señor es el esfuerzo para que en el oratorio y en la sacristía se guarden el debido orden y cuidado. «Tratadme bien los objetos de culto: es manifestación de fe, de piedad y de esa bendita pobreza nuestra que, si nos lleva a destinar al culto lo mejor de que podemos disponer, nos obliga por eso mismo a tratarlo con la más exquisita delicadeza: sancta sancte tractanda! Son joyas de Dios»[13].

El espíritu de piedad se manifiesta también en la celebración de los demás sacramentos. Así, por ejemplo, antes de comenzar a confesar es lógico invocar siempre al Espíritu Santo y pedir ayuda a la Virgen Santísima, para administrar fructuosa y dignamente este sacramento; encomendar a los penitentes; cuidar la dignidad en la postura aunque se pasen muchas horas en el confesionario; dar gracias a Dios después de las confesiones.

Alma sacerdotal y caridad con el prójimo

La Epístola a los Hebreos nos enseña que «todo pontífice, elegido de entre los hombres, es constituido en favor de los hombres para las cosas relativas a Dios, para que ofrezca dones y sacrificios por los pecados, para que pueda compadecerse de los ignorantes y extraviados, porque también él está rodeado de flaqueza; y a causa de ella debe ofrecer sacrificios por sus pecados, así como por los del pueblo»[14]. El sacerdote es mediador entre Dios y los hombres: ofrece in persona Christi la renovación del Sacrificio del Calvario a la Santísima Trinidad, y lleva a sus hermanos los hombres el perdón y la gracia de Dios a través de su ministerio. Para cumplir esta misión excelsa a la que ha sido llamado, ha de tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual teniendo la naturaleza gloriosa de Dios no consideró como codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios, sino que se anodadó a sí mismo haciéndose semejante a los hombres; y en su condición de hombre se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz»[15].

Esto lleva consigo multitud de consecuencias de amor a Dios y de servicio a las almas. Preguntaron en una ocasión a nuestro Padre cuál

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debía ser la primera virtud de un sacerdote; y la respuesta fue: «Una virtud que no debe faltar es la caridad. Esa es la principal. Además, un sacerdote debe ser muy humilde, porque la humildad es la sal de las otras virtudes. Virtudes cristianas, sin el condimento de la humildad, no se dan. El sacerdote tiene que ser servidor de todos; y en el Opus Dei, más. Nos tenemos que dejar pisar gustosamente, poniendo el corazón en el suelo»[16].

Y esto es también lo que los fieles pretenden que se destaque claramente en el ministro del Señor: «Esperan que el sacerdote rece, que no se niegue a administrar los Sacramentos, que esté dispuesto a acoger a todos sin constituirse en jefe o militante de banderías humanas, sean del tipo que sean; que ponga amor y devoción en la celebración de la Santa Misa, que se siente en el confesionario, que consuele a los enfermos y a los afligidos; que adoctrine con la catequesis a los niños y a los adultos, que predique la Palabra de Dios y no cualquier tipo de ciencia humana que -aunque conociese perfectamente- no sería la ciencia que salva y lleva a la vida eterna; que tenga consejo y caridad con los necesitados»[17].

El sacerdote debe tratar a todos con cariño humano y sobrenatural, sin dejarse llevar por simpatías o antipatías personales; con corazón grande, capaz de comprender las miserias ajenas y las propias: «Busco sacerdotes -escribía nuestro Padre- hechos a la medida del corazón de Cristo, es decir, con el espíritu del Opus Dei, que sirvan gustosos a todas las almas, especialmente a sus hermanos»[18].

Para vivir esta caridad se requiere un verdadero afán de servicio, que lleva a evitar los grupitos y no tolera que se le apeguen las almas, con un desprendimiento lleno de rectitud. Este espíritu de servicio tiene un orden claro: en primer lugar sus hermanos en la Obra, evitando falsos celos apostólicos que le llevarían a trastocar este orden.

La comprensión con los errores y las miserias de los demás debe compaginarse con la fortaleza, manifestada también en la corrección fraterna, que ha de practicar personalmente: el sacerdote tiene especial obligación de ayudar a sus hermanos con este medio de formación personal, sin excusarse con falsos motivos -por ejemplo, pensar que es suficiente con los consejos que imparte en la dirección espiritual o en la predicación-, y sin limitarse a hacer sugerencias al Director para que otros hagan la corrección.

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Humildad

El sacerdote sabe muy bien que él es sólo instrumento de Dios, y por tanto, si quiere cumplir bien la misión para la que ha sido escogido, «debe esconderse y desaparecer: éste ha sido mi lema durante mucho tiempo, y lo es ahora: vita vestra est abscondita cum Christo in Deo (Colos. III, 3), nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Sufro con el pensamiento de que un sacerdote de la Obra, un sacerdote de Jesucristo, no sea un buen instrumento, porque no quiera desaparecer: que sea un obstáculo, un cuerpo opaco, que no deja pasar la luz del buen espíritu»[19].

Ha de tener siempre la conciencia clara de que, como nos ha enseñado nuestro Padre, quienes imparten la dirección espiritual personal, no son ni el modelo ni el modelador. El modelo es Jesucristo; el modelador, el Espíritu Santo, por medio de la gracia. Por eso, el sacerdote no se siente propietario de las almas, que son sólo de Dios, y su ministerio es eficaz si une las almas con la Obra y con los Directores, comportándose él como el cañamazo de los tapices: «¿Sabéis cómo se hace un tapiz? Hay un cañamazo, fuerte y recio, y sobre él se van poniendo los adornos, las flores, los colores; al final, el cañamazo no se ve, pero es el que sostiene todo. Pues los sacerdotes de la Obra son como el cañamazo: se entregan para que los demás brillen con su labor profesional y social, para que tengan color y eficacia»[20].

De aquí se derivan algunas consecuencias fundamentales para toda la actuación del sacerdote, como son, por ejemplo, evitar cualquier asomo de personalismo en la labor, de apegamiento a las personas o a los encargos de apostolado, y la constante disposición de ocuparse con alegría en la tarea pastoral que le confíen los Directores. Otras manifestaciones de este espíritu de humildad son:

  • contar sobre todo con los medios sobrenaturales;
  • dar gracias ante las maravillas de Dios, sin atribuir los frutos de la labor sacerdotal a sus propios méritos;
  • unión y obediencia a los Directores para toda labor;
  • no preocuparse por el éxito humano de su labor -por ejemplo, no sondea el impacto de sus meditaciones-, ni constituirse en el centro de atención;

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- conciencia clara de que las deferencias que se tengan con él no son intuitu personae; y no sólo no las busca, sino que las evita en lo posible.

Unidad y Obediencia

Algunas manifestaciones concretas de la unión que viven los sacerdotes con sus Directores inmediatos, son las siguientes:

  • consultar su plan de vida, trabajo, empleo del tiempo, etc., lo mismo que cualquier Numerario o Agregado;
  • informar del sitio donde desarrolla su actividad pastoral (cuando se trate de un Centro de mujeres, basta con indicar el teléfono);
  • cumplir con fidelidad las indicaciones y los encargos del Consejo local; dar cuenta de haberlos realizado;
  • reforzar la autoridad de los Directores, dando ejemplo, con naturalidad pero ostensiblemente, de obediencia y puntualidad en las tertulias y otras reuniones de familia, etc.;
  • por supuesto, no discuten nunca con el Director y en ningún caso le llevan la contraria delante de otras personas.

En la dirección espiritual, los sacerdotes tienen siempre presente que su misión consiste en fomentar la unidad con el Padre y con los Directores; para esto:

  • recuerdan con mucha frecuencia a todos que recen por la persona e intenciones del Padre;
  • no contradicen jamás las indicaciones que hayan recibido los demás en la Confidencia, y preguntan con frecuencia por esos consejos, para reforzarlos siempre;
  • evitan ser el paño de lágrimas, o mostrarse como más comprensivos que el Director, más simpáticos, etc.

Los sacerdotes tienen especial obligación de hacer la corrección fraterna al Director: con fortaleza, pero con paciencia; es decir, actuando con prudencia, sin agobios ni atropellos.

Laboriosidad

«Rezad para que en el Opus Dei no falten los sacerdotes necesarios: que sean fieles y tengan mucho trabajo... La misión de los laicos, de mis hijos y de mis hijas, es llenar de trabajo -y, por eso, de contento- a sus hermanos sacerdotes, acercando a su ministerio mucha gente»[21].

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Nuestro espíritu de santificación del trabajo lleva al sacerdote -igual que a los demás fieles de la Prelatura- a esforzarse seriamente por lograr el máximo aprovechamiento del tiempo: comenzando a trabajar a primera hora, y más cuando se prevea que el trabajo se acumulará a determinadas horas del día; aprovechando bien las horas de menor actividad sacerdotal para estudiar, preparar clases, etc.

Este mismo espíritu de trabajo mueve a tener iniciativa para extender cada vez más la tarea pastoral, sin estar nunca con los brazos cruzados, esperando que las almas lleguen: cuando sea oportuno, siempre con el necesario permiso, se pueden dar clases de religión en un centro de enseñanza, atender un confesionario en una iglesia, etc.

Otras manifestaciones de este afán son el cumplimiento fiel del horario de confesiones en los Centros; la disponibilidad para administrar los sacramentos y ayudar a sus hermanos en cualquier momento[22]; predicar todos los días previstos, sin excusas, y siempre que se lo pida el Consejo local[23]; ver con alegría que su labor pastoral exija renunciar a veces al descanso; aceptar gustosamente los encargos imprevistos, aunque esto suponga un mayor trabajo para sacar adelante los que ya se tienen encomendados; actuar gustosamente en todas las ceremonias litúrgicas establecidas, aunque tengan que oficiarlas varias veces en el día -por ejemplo, la Exposición del Santísimo-, etc.

Para hacer rendir al máximo el tiempo y los talentos recibidos de Dios, es preciso que el sacerdote viva el orden -sin rigideces que entorpecerían la disponibilidad-; la generosidad, para no anteponer planes personales a las necesidades apostólicas; y el espíritu de examen, para asegurar que mantiene siempre sus disposiciones de entrega completa al servicio de las almas.

Pobreza

El sacerdote tiene obligación de vivir y cuidar que se viva siempre el spiritus primaevae paupertatis, ayudando a sus hermanos a través de la dirección espiritual, de la corrección fraterna, de la predicación, y de su buen ejemplo.

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Algunos detalles en la práctica de esta virtud: entregar con puntualidad la cuenta de gastos; evitar gastos inútiles -taxi, etc.-, por falta de previsión o por comodidad; cuidar la ropa y los objetos de uso personal, tanto para que no se gasten antes de tiempo, como para no ir mal vestidos por dejadez; en los viajes, armonizar la mentalidad de padres de familia numerosa y pobre con las exigencias de la condición sacerdotal, según los países y ambientes; no disponer del coche -si ha de usarse habitual-mente para el ministerio pastoral- para otros asuntos en que no es necesario, sin consultar antes al Director; cuidar especialmente los objetos de culto, de manera que duren muchísimos años.

Mentalidad laical

Como ya se ha dicho, en el Opus Dei, tanto los sacerdotes como los seglares tenemos «alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical». Consecuencia de este espíritu es que los sacerdotes de la Prelatura evitan toda forma de clericalismo. Así, por ejemplo:

  • si no ocupan un cargo de gobierno, no mandan ni dan la impresión de mandar, o de representar a la Obra, al Centro, etc.;
  • evitan ser el centro de atención en la vida en familia, y no se dejan servir por los demás: antes bien, procuran servir a todos, sabiendo «poner su corazón en el suelo como una alfombra, para que sus hermanos pisen blando»[24];
  • reducen a lo estrictamente necesario las relaciones sociales;
  • en general, por la calle no van acompañados por seglares de la Obra;
  • los sacerdotes no se dejan besar la mano por sus hermanos, Excepto la primera vez después de ordenados y -donde sea costumbre- al final de la confesión;
  • no buscan ninguna situación de privilegio en lo referente a las condiciones materiales, encargos, etc., ni forman nunca un grupo aparte.

La mentalidad laical, que es característica de nuestro espíritu, dentro de su condición sacerdotal, lleva consigo:

  • vivir y sentir los problemas del ambiente en que se mueven; formar a todas las personas que se acerquen a su ministerio para que sepan ser fermento cristiano en las actividades humanas;
  • respetar y defender siempre la legítima libertad de las conciencias;
  • hacer compatible el modo de hablar, de comportarse, etc., propios de esta mentalidad laical con las exigencias de su condición sacerdotal;
  • desarrollar siempre su trabajo sacerdotal con mentalidad profesional.

Prudencia

El sacerdote manifiesta esta virtud, en el cuidado de su comportamiento y de su conversación, de modo que no dé pie jamás a que su actuación pueda ser mal interpretada. Por eso, revisten particular importancia el cuidado de las indicaciones sobre el uso de la sotana; el tono en las conversaciones ante los más jóvenes o en el comedor; el modo de comportarse en el trato con otros sacerdotes; el uso del lenguaje correcto, jamás vulgar, ni desgarrado; la prudencia al escribir; y todas las manifestaciones que son propias de la gravedad sacerdotal, evitando la campechanería excesiva, o las bromas que puedan ser de mal gusto. «Tened en cuenta que, por vuestra condición, podéis fácilmente dar a entender -sin quererlo- que representáis a la Obra, aunque ni de derecho ni de hecho sea así»[25].

Una concreta medida de prudencia que ha de tener presente el sacerdote si se encuentra con una persona que comienza a contarle líos o chismes, es que no debe tomar partido nunca: no se puede juzgar sin oír a las dos partes. También han de evitar, por todos los medios, las relaciones que se salgan de lo estrictamente sacerdotal: recomendaciones, declaraciones -incluso en juicio- en favor de una persona que se conoce por la dirección espiritual, etc. «No seáis credulones, no hagáis de intermediarios ni deis informaciones de tipo personal, porque todo esto es ajeno a nuestro ministerio»[26].

Conviene recordar que el sacerdote no tiene misión de gobierno en el Consejo local: en las reuniones interviene con voz pero sin voto, y al dar opiniones o juicios ha de ser especialmente prudente, para cuidar no sólo el sigilo sacramental, sino la mayor delicadeza al hablar de lo que conoce de otras personas por la dirección espiritual fuera de la confesión.

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El oficio divino o liturgia de las horas

Lo primero que hay que decir sobre el rezo del Breviario es que se trata de una oración de la Iglesia, no de una acción privada del sacerdote[27]. «La Iglesia, ejerciendo la función sacerdotal de Cristo, celebra la Liturgia de las Horas, por la que oyendo a Dios que habla a su pueblo y recordando el misterio de la salvación, le alaba sin cesar con el canto y la oración al mismo tiempo que ruega por la salvación de todo el mundo»[28]. Y mantiene este carácter de oración de toda la Iglesia, aun cuando el sacerdote rece el Oficio a solas: «A los ministros sagrados se les confía de tal modo la Liturgia de las Horas que cada uno de ellos habrá de celebrarla cuando no participe el pueblo, con las adaptaciones necesarias al caso; pues la Iglesia los deputa para la Liturgia de las Horas de forma que al menos ellos aseguren de modo constante el desempeño de lo que es función de toda la comunidad, y se mantenga en la Iglesia sin interrupción la oración de Cristo»[29].

El Concilio Vaticano II ha recordado que los ministros sagrados «en el rezo del Oficio divino prestan su voz a la Iglesia, que persevera en la oración en nombre de todo el género humano, juntamente con Cristo que "vive siempre para interceder por nosotros" (Hebr. 7, 25)»[30]. Se trata de una importantísima función que deben asumir diariamente quienes han recibido el sacramento del Orden, con la conciencia de haber sido delegados por la Iglesia para realizarla[31].

Desde hace siglos, la Iglesia ha establecido, para los clérigos ordenados in sacris, la obligación de rezar cada día el Oficio divino completo. En algunas épocas, incluso, el incumplimiento de este deber estuvo sancionado con penas canónicas[32], lo cual supone que se trataba de una obligación

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grave. Así, en el Código de Derecho Canónico de 1917, se establecía como ley general: «Clericis in maioribus ordinibus constituti (...) tenentur obligatione cotidie Horas canónicas integre recitandi» (c. 135). Es interpretación unánime de los moralistas que esta prescripción significaba un mandato grave[33].

Las disposiciones que, sobre esta materia, se han dado a partir del Concilio Vaticano II se hallan en perfecta continuidad con la normativa anterior y no modifican esa obligatoriedad, antes bien la subrayan de varios modos:

  • la Const. Sacrosanctum Concilium, después de señalar, en el n. 89, directrices para la reestructuración de la Liturgia de las Horas, utiliza términos equivalentes a los del citado canon 135 del CIC de 1917, para ordenar el rezo de todo el Oficio divino, con forma igualmente solemne y fuerte: «Clerici choro non obligati, si sunt in Ordinibus maioribus constituti, cotidie, sive in communi, sive soli, obligatione tenentur totum Officium persolvendi»[34];
  • la Const. Ap. Laudis canticum (l-XI-1970), n. 8, establece que «qui mandatum ab Ecclesia acceperunt Liturgiam Horarum celebrandi, integrum eius cursum cotidie religiose persolvant (...) ac debitum imprimís momentum tribuant Laudibus matutinis et Vesperis»[35];
  • la Institutio generaíis de Liturgia Horarum, n. 29, con las modificaciones introducidas en 1983[36], señala, por su parte: «Episcopi ergo, presbyteri et diaconi ad presbyteratum aspirantes, qui mandatum ab Ecclesia acceperunt Liturgiam Horarum celebrandi, integrum eius cursum cotidie persolvendi obligatione adstringuntur»;
  • finalmente, el Código de Derecho Canónico de 1983 se expresa en términos semejantes: «obligatione tenentur sacerdotes necnon diaconi ad presbyteratum aspirantes cotidie liturgiam horarum persolvendi»[37].

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En consecuencia, es indudable que la obligación de rezar cotidie el Oficio divino, no ha cambiado, y que constituye materia grave[38]; por tanto, omitir el rezo de todo, o prácticamente todo, el Oficio, es pecado grave (siempre que se den, como es lógico, las demás condiciones). En este sentido, una respuesta de la Congregación para el Culto Divino afirma que, en el caso de la ley que establece la obligación del rezo del Oficio divino, la epiqueya sólo puede aplicarse en casos singulares de verdadera imposibilidad: «Formanda est enim sacerdotum conscientia, ut in casu sin-gulari veras impossibilitatis sana aequitate, seu "epieikeia", uti valeant»[39].

Como todo mandato eclesiástico ex genere suo grave, esta obligación admite parvedad de materia[40]. Ha sido doctrina común que la omisión de una Hora, o parte equivalente, constituye materia grave[41]. En principio, no puede rechazarse o despreciarse a priori esta doctrina, avalada por una vasta tradición extendida entre todos los buenos sacerdotes, y puede servir como punto de referencia. Ahora bien, también se ha de tener en cuenta que en las normas emanadas a partir del Concilio Vaticano II[42], se ha articulado más la obligación del rezo del Oficio, resaltando el carácter específico de cada hora y que no todas tienen el mismo peso («cum non omnes Horaa eiusdem sint ponderis...»)[43]. Puede decirse, por esto, que:

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  • el rezo de Laudes y Vísperas constituye ciertamente materia grave, puesto que explícitamente se afirma que no pueden omitirse nisigravi de causa[44];
  • con toda probabilidad puede decirse lo mismo del Oficio de lecturas, pues el modo en que la Institutio generalis de Liturgia Horarum, n. 29, une el rezo de esta hora al de Laudes y Vísperas, indica que se le considera parte esencial: «Officium queque lectionis, quod est potissimum celebratio litúrgica verbi Dei, fideliter peragant»[45];
  • quizá cabría pensar que la Hora menor y Completas no constituyen materia grave[46];
  • en todo caso, está claro que la omisión deliberada y reiterada del rezo de la Hora menor o de Completas constituiría materia grave por desprecio, al menos implícito, de un mandato eclesiástico importante.

Son causas que excusan del rezo del Oficio divino[47]:

  • la imposibilidad física (ceguera, enfermedad, etc.), quia ad impossibile nemo tenetur;
  • la imposibilidad moral: una obligación grave proveniente de un precepto más alto (por ejemplo, de caridad o de justicia), como administrar sacramentos urgentemente a un enfermo, atender confesiones que no es posible diferir, una ocupación repentina que no puede dejarse sin daño grave propio o ajeno, etc. Como ya se ha indicado, compete a la conciencia bien formada del sacerdote aplicar la epiqueya en los casos singulares;
  • la legítima dispensa: porque la obligación de rezar el Oficio divino no es de ley natural o divina positiva, sino de ley eclesiástica.

En los dos primeros casos, hay que tener en cuenta que, si no es posible rezar todo el Oficio pero sí alguna parte, debe hacerse esto último[48]. Además, si alguno no puede recitar a solas el Oficio divino, pero

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sí con otro, ha de hacerlo así, siempre que pueda encontrar esa ayuda fácilmente[49]. Por último, el que está legítimamente excusado de recitar el Oficio divino, no está obligado a rezar en su lugar otras oraciones, pues no está impuesta tal conmutación, si bien, haciéndolo, demuestra la buena voluntad de cumplir el precepto de orar, que le ha sido especialmente encomendado por la Iglesia[50].

Cuando se reza en común, el Oficio divino debe hacerse según el calendario propio, a saber: el de la diócesis, el de la familia religiosa o el de la iglesia concreta[51]. Sin embargo, «en la recitación hecha individualmente puede observarse tanto el calendario del lugar como el calendario propio, excepto en las solemnidades y fiestas propias»[52]. «En los días feriales que admiten la celebración de una memoria libre, podrá celebrarse, habiendo una justa causa, en el mismo rito, el oficio de algún santo señalado para aquel día en el Martirologio Romano»[53]. «Fuera de las solemnidades, los domingos de Adviento, Cuaresma y Pascua, miércoles de Ceniza, Semana Santa, octava de Pascua y el 2 de noviembre se podrá celebrar, por una causa pública o por devoción, ya totalmente, ya en parte, algún oficio votivo»[54].

Cuando hay algún error en el rezo del Oficio, se aplican, según los autores, los siguientes principios: «Valet officium pro officio»; «Error corrigitur ubi deprehenditur»; «Error non corrigitur per errorem».

La liturgia de las Horas se reza «debito ordine, loco, tempore». El orden, en principio, es el establecido en la sucesión de las horas; puede variarse cuando haya alguna causa razonable: por ejemplo, cuando se haya rezado una hora en común, en un curso de retiro para sacerdotes, etc.[55]. Puede rezarse en cualquier lugar digno[56]; es aconsejable rezarlo en el oratorio. Por lo que se refiere al tiempo, «al celebrar la Liturgia de las Horas, se ha de procurar observar el curso natural de cada hora en la

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medida de lo posible»[57]. Por eso, si se prevé que, por las ocupaciones del día, será difícil rezar con calma cada Hora en su momento, no hay inconveniente en rezar todo el Oficio divino a primera hora de la mañana o en dos partes a lo largo del día. Cada hora debe rezarse sin interrupciones.

Hay que rezar cum attentione et intentione: «para que se adueñe de esta oración cada uno de los que en ella participan, para que sea manantial de piedad y de múltiples gracias divinas y nutra al mismo tiempo la oración personal y la acción apostólica, conviene que la celebración sea digna, atenta y devota, de forma que la mente concuerde con la voz. Muéstrense todos diligentes en cooperar con la gracia divina, para que ésta no caiga en el vacío. Buscando a Cristo y penetrando cada vez más por la oración en su misterio, alaben a Dios y eleven súplicas con los mismos sentimientos con que oraba el Divino Redentor»[58].

Siguiendo un deseo expreso de nuestro Fundador, los sacerdotes Numerarios y Agregados del Opus Dei lo rezan en lengua latina[59].

Todos los sacerdotes de la Prelatura, si algún día tienen dificultad para rezar el Oficio divino -aunque han de procurar rezarlo siempre- pueden conmutarlo por el rezo de una sola parte del rosario[60]. En las Convivencias especiales de sacerdotes, se puede rezar en familia una parte de la Liturgia de las Horas, si parece oportuno.

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Referencias

  1. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 12.
  2. De nuestro Padre, Carta, 2-11-45, n. 8.
  3. Ibid.
  4. De nuestro Padre, Carta, 28-111-55, n. 44.
  5. De nuestro Padre, Carta, 2-11-45, n. 10.
  6. Ibid., n. 4.
  7. Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 41 y Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 14. Las exigencias específicas de este ministerio -celebración de la Santa Misa, administración de los sacramentos y predicación, rezo del Oficio divino-, se tratarán ampliamente en las páginas siguientes de estos Apuntes.
  8. Esta atención y servicio a sus hermanos y a todas las almas, será también objeto de estudio desarrollado en las Lecciones posteriores.
  9. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1547.
  10. De nuestro Padre, en Cuadernos 1, p. 88.
  11. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 16.
  12. En lo posible los sacerdotes procuran hacer la meditación antes de celebrar la Santa Misa, siempre que se respete el tiempo previsto de descanso; y hacen siempre media hora de oración por la mañana y por la tarde, aunque tengan que binar habitualmente. Conviene que asistan a la meditación de la mañana con los demás del Centro: si no es posible todos los días, al menos con cierta regularidad. Cuando los horarios se solapan, la recomendación de hacer la meditación antes de la Santa Misa prevalece sobre la de hacerla con los demás.
  13. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 23.
  14. Hebr. 5, 1-3.
  15. Phil. 2, 5-8.
  16. De nuestro Padre, en Crónica IV-1973, p. 52.
  17. De nuestro Padre, Hom. «Sacerdote para la eternidad», 13-IV-1973.
  18. De nuestro Padre, Carta, 2-II-45, n. 22.
  19. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 6.
  20. De nuestro Padre, en Crónica VI-1969, p. 21.
  21. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 35.
  22. Sería penoso que se pudiera decir de un sacerdote que es muy difícil confesarse o charlar con él, por muchas labores que atienda.
  23. En los Centros de mujeres, conviene que el sacerdote pida asesoramiento – a través de un sacerdote mayor o del Director Espiritual- sobre el modo de ofrecerse para dar alguna meditación no prevista u otra ayuda para la labor de San Rafael o de San Gabriel, etc.
  24. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 7. 30
  25. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 49.
  26. Ibid.
  27. Cfr. Institutio generalis de Liturgia Horarum, n. 20.
  28. CIC, c. 1173. El Oficio divino está íntimamente unido a la Eucaristía: «La Liturgia de las Horas extiende a los distintos momentos del día la alabanza y la acción de gracias, así como el recuerdo de los misterios de salvación, las súplicas y el gusto anticipado de la gloria celeste, que se nos ofrece en el misterio eucarístico, "centro y cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana"» (Institutio generalis de Liturgia Horarum, n. 12).
  29. Ibid., n. 28.
  30. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 13.
  31. Cfr. Institutio generalis de Liturgia Horarum, n. 28.
  32. Cfr., por ejemplo, Alejandro Vil, Decreto del 18-3-1666: DS 2054-2055; Inocencio XI, Decreto del 4-3-1679: DS 2154. Sobre esta cuestión, cfr. F. Roberti, Diccionario de Teología Moral, ELE, Barcelona 1960, p. 149.
  33. Cfr. S. Alfonso, Theologia Moralis, lib. 5, nn. 140 y 141-179; M. Prümmer, Manuale Theologiae Moralis, II, n. 362; A. Lehmkuhl, Theologia Moralis, II, n. 789; Sabetti-Barrett, Compendium Theologiae Moralis, n. 573; H. Noldin, Summa Theologiae Moralis, II, n. 757.
  34. Const. Sacrosanctum Concilium, n. 96.
  35. AAS 63(1971) pp. 533-534.
  36. Cfr. Notitiae 206 (1983) p. 555.
  37. CIC, c. 276 §3; cfr. c. 663 §3 ye. 1174 §1.
  38. No puede aportarse ninguna razón para afirmar lo contrario. Aducir un vago «espíritu post-Conciliar», según el cual el Concilio no ha querido imponer obligaciones sino «recomendaciones pastorales», sería vaciar el mismo deseo del Concilio de una profunda renovación de la vida litúrgica, y desconocer la intrínseca relación de necesidad moral que la ley recoge y establece entre el fin de la Iglesia y las obligaciones de sus ministros. En una cuestión como ésta, haría falta una declaración explícita de la autoridad eclesiástica para pensar que se ha modificado la disciplina anterior; y con certeza puede afirmarse que todos los documentos del Concilio Vaticano II y posteriores no lo hacen, antes bien, acentúan el valor y la necesidad del Oficio divino en la vida de los ministros de la Iglesia.
  39. Notitiae 249 (1987) p. 250.
  40. Al estudiar qué parte del Oficio divino constituye materia grave, hay que evitar, ciertamente, caer en una casuística exageradamente pormenorizada, que podría conducir al minimalismo. Pero es preciso determinar unas líneas que garanticen efectivamente la realidad de esta obligación: de otro modo, se acabaría vaciando todo el contenido y razón de ser de la ley eclesiástica.
  41. Cfr. S. Alfonso, cit, lib. 5, n. 147; M. Prümmer, cit, II, n. 362; A. Lehmkuhl, cit. II, n. 789; Sabetti-Barrett, cit. n. 574; H. Noldin, cit. II, n. 757.
  42. Cfr. Const. Sacrosanctum Concilium, n. 89; Const. Ap. Laudis canticum, n.8; Institutio generalis de Liturgia Horarum, n. 29.
  43. Institutio generalis de Liturgia Horarum, n. 272.
  44. Institutio generalis de Liturgia Horarum, n. 29; cfr. n. 272.
  45. Ibidem.
  46. «Quo melius totum diem sanctificent, corde insuper ipsis erit recitatio Horae mediae et Completorii» (Ibidem).
  47. Cfr. M. Prümmer, cit, II, n. 378; H. Noldin, cit, II, nn. 776-779; Lanza-Palazzi-ni, Principios de Teología Moral, III, n. 213.
  48. En efecto, está condenada por Inocencio XI la siguiente proposición: «Qui non potest recitare Matutinum et Laudes, potest autem reliquas Horas, ad nihil tenetur, quia maior pars trahit ad se minorem» (DS 1204).
  49. Cfr. M. Prümmer, cit., II, n. 378; H. Noldin, cit, II, n. 775.
  50. Cfr. Ibidem.
  51. Cfr. Institutio generalis de Liturgia Horarum, n. 241.
  52. Ibid, n. 243.
  53. Ibid., n. 244.
  54. Ibid. n. 245.
  55. Ahora bien, «el Oficio de lecturas, puede recitarse a cualquier hora del día, e incluso en la noche del día precedente, después de haberse celebrado las Vísperas» (Ibid., n. 59).
  56. Ibid. n. 262.
  57. CIC, c. 1175.
  58. Institutio generalis de Liturgia Horarum, n, 19. Cfr. también Conc. Vaticano II, Const. dogm. Sacrosanctum Concilium, n. 90. Es mejor rezar el Oficio divino -aunque no sea obligatorio- pronunciando las palabras, por ser oración oficial y pública de la Iglesia; pero sin molestar a los demás, por ejemplo, con el bisbiseo.
  59. Cfr. del Padre, Carta 26-XI-1975, en «Liturgia Horarum», vol. I.
  60. Para hacer uso de esta facultad, no es necesario pedir permiso, o consultar en cada caso. Si alguna vez tuvieran duda sobre la oportunidad de hacer la conmutación, pueden preguntar a otro sacerdote Numerario, si buenamente es posible hacerlo. Conviene que en la charla fraterna digan cuándo han hecho uso de esta facultad, sabiendo que ha de hacerse un uso restrictivo: es necesario que cada uno sepa organizar su horario personal para rezar con unción todos los días - digne, atiente ac devote- la Liturgia de las Horas.