El Opus Dei: una interpretación/Propósitos y actividades del Opus Dei

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PROPÓSITOS Y ACTIVIDADES DEL OPUS DEI

A. F., cuando era decano en Pamplona, solía decir a su secretario que no rompiese el papel impreso por mucha seguridad que tuviera acerca de que la última era la forma definitiva de titular a la Universidad: Estudio General de Navarra, Universidad Católica, Universidad de Navarra, Universidad de la Iglesia con sede en Pamplona, etcétera.

El derecho de los grupos a darse un nombre, a definirse, está condicionado, por lo menos, en virtud de dos circunstancias. La primera es la propia manera de verse y decidir el futuro. Así como hay gente que quisiera cambiar de nombre, y hasta de apellidos, cuando el recibido de sus padres no coincide con la personalidad que él se va forjando, con frecuencia las asociaciones humanas, en el desarrollo de su evolución interna, llevan al papel de sus estatutos las transformaciones, los cambios en el modo de verse a sí mismas y las consecuencias de las decisiones o los pactos de las personas que constituyen el grupo. Siempre que tengan suficiente libertad de acción. Porque esta es la segunda circunstancia condicionante.

En una sociedad organizada legalmente, los grupos se adscriben a categorías jurídicas, reflejo de las sociológicas y que significan el cómo la sociedad en cuestión ha decidido clasificar, proteger y encauzar las actividades de sus ciudadanos. Cuando surgen fenómenos nuevos de asociación, los mecanismos de poder de cada sociedad los enjuicia, tratando de averiguar si corresponden a la fisonomía cultural predominante o los encaja en un molde anterior, forzando el molde o el fenómeno, o crea otro molde para que las actividades recién nacidas no vivan en un vacío legal. También puede prohibirlas, pero a un costoso riesgo, si representan genuinamente una aspiración suficientemente compartida.

Casi todos los grupos pretenden un cierto reconocimiento externo, porque al menos la sociedad occidental tiende a rechazar las asociaciones demasiado intimistas e informales tras una larga historia de los perjuicios que tales planteamientos producen en términos de indefensión de las personas frente al grupo o por razones más globales.

El Opus Dei, en la concreción documental de sus propósitos y actividades, ha evolucionado bastante en un plazo no muy largo. Tanto en razón del cambio en los criterios del padre Escrivá cuanto por su decisión de incorporarse a la legalidad eclesiástica. De la interrelación entre los actos propios y los de las potestades vaticanas ha surgido toda una biografía-nomenclátor que unas veces responde a la realidad de los propósitos y otras es mera estrategia para afrontar los cambios operados en la normativa de la Iglesia o en el ánimo de los intérpretes de ella.

También, aunque en menor medida, hay una cierta influencia de las legislaciones civiles de los países por donde se va extendiendo.


Cristianizar a los intelectuales

El primer propósito documentado fue difundir la vida de perfección en el mundo, principalmente entre los intelectuales.

Era una manera de declarar que las cumbres de la espiritualidad cristiana no debían ser patrimonio de frailes y monjes, sino que todo fiel cristiano tenía tanto derecho a ellas como el que más. El acento elitista, nunca perdido era estratégico. Se supone que ganados los líderes, se ganan las masas.

Todo ello se insertaba en el cauce apostólico de la Iglesia preconciliar y suponía indudablemente una notable apertura. Apertura jurídica, porque la Iglesia católica nunca ha prohibido a los simples fieles que recen mucho y que sean tan santos cuanto deseen. Simplemente los ha ido marginando de la estructura del poder que define y sanciona, y no les ha dado demasiadas luces para averiguar cómo conciliar una vida civil concreta con las cumbres de la perfección, que bien pronto adoptó la forma de huida del mundo, entendido como enemigo del alma. Aquí se insertaba, bien pronto, otro de los peligrosos dualismos de la filosofía occidental del que aún no hemos podido liberamos.

Los cristianos corrientes recibían una versión aguada de las reglas de comportamiento que cristalizaron en tantas constituciones y estatutos de las organizaciones religiosas. El proceso de marginación social de los cristianos selectos y el contrario de su vuelta al mundo ha sido descrito por los especialistas desde muchos ángulos. Precisamente la Obra se veía a sí misma como el último eslabón del proceso.

Durante la guerra civil española, el padre Escrivá concluyó la redacción de Camino mientras alentaba a los pocos muchachos, socios y amigos, que habían seguido sus enseñanzas y convivido con él y su familia en las sucesivas residencias de Madrid abiertas antes del 36.

El talante espiritual de aquel grupo, anclado en las más puras esencias del catolicismo español y enardecido por una lucha cruenta contra los enemigos de la Patria y de la fe, está perfectamente descrito en Camino, que sirve de elemento interpretativo de los años inmediatamente posteriores.

Concluida la contienda, comenzó la semilla a dar frutos entre los jóvenes de clase media que vieron con buenos ojos aquel horizonte de redención cósmica que partía de una espiritualidad vibrante y rica y se encarnaba en un joven sacerdote, más culto, más decidido y más atractivo que la media de sus colegas.

El clima de laboriosidad, virtudes humanas y piedad de las residencias era probablemente una pretensión de cristianización del ambiente que el padre Escrivá advirtió en la Institución Libre de Enseñanza, una de las más simpáticas aventuras de modernidad de la España anterior al conflicto armado, con tan mala fortuna desbaratada por el régimen victorioso.

El acierto del padre Escrivá fue apostar a lo intelectual frente a los excesos antiilustrados de la primera generación de gobernantes, recogiendo así hombres de diversas tendencias unidos por una común afición a la ciencia y al estudio, todavía en el contexto de una doctrina de fe indiscutida.

Sin embargo, cuanto más crecían las adhesiones, más arreciaban las contradicciones. Desde casi todas partes. Desde unas potestades civiles recelosas del misterio del que se rodeaba la Obra. Desde los entonces vigentes esquemas totalitario-patrióticos y sobre todo desde las esferas religiosas incapaces de entender o de valorar la pretensión renovadora del padre Escrivá.

Los argumentos canónicos o doctrinales de teólogos y potestades se estrellaban ante el espectáculo de observancia ejemplar, de fervor apostólico y de buenos modales de aquellos muchachos. Al ataque contestaban con la comprensión, a las bromas con la plegaria, y dominándolo todo, un hombre piadoso, seguro de su misión y padre solícito de los primeros centenares de socios y asociadas.

En el interior, una disciplina férrea, hecha de las más duras abnegaciones del catolicismo contrarreformista, que forjaba voluntades de acero para la extensión del Reino de Dios. Las reglas, las normas, constituían una verdadera superación de las constituciones más observantes de la Iglesia católica, adaptadas inteligentemente a las tareas de estudio y apostolado de los socios.

Con la seguridad de la propia sinceridad, el padre Escrivá mandó, a mediados de los años 40, sus primeros embajadores al Vaticano, coincidiendo con las también primeras aventuras apostólicas fuera de España.

La confrontación más directa con otros modos de pensar fue una dura prueba de toque para el padre Escrivá, que mientras exhibía ante la Santa Sede el testimonio compacto de sus hijos, comenzó a reajustar sus esquemas mentales a los nuevos hechos que tanto en la Iglesia como en la sociedad occidental empezaban a surgir.

Lo único que no podía variar era lo interno, la observancia fiel de la piedad establecida y la lealtad al gobierno de la Obra que reglamentaba y dirigía la conducta de los socios hasta en los más mínimos detalles.

El contacto con los afanes de la Iglesia en el mundo del trabajo hizo retirar pronto de los estatutos la referencia a destinatarios específicos. Ahora se trataba de llegar a todo el mundo, o mejor, a los líderes de todos los ambientes.

El contacto con un clero ya en fermento de rebelión le hizo ampliar al sector sacerdotal sus afanes apostólicos y ese fue quizá uno de sus movimientos más conflictivos, porque misionar al clero en presencia de los ordinarios y de las organizaciones religiosas que antes lo hacían no podía traer más que dificultades.

La Obra adoptó, antes de la fórmula actual, otras que permitían albergar esas novedades. Pero siempre con problemas. La deseada libertad en verdad no se logró nunca. La sociedad sacerdotal de la Santa Cruz fue una manera de escapar a la competencia diocesana, en base al establecimiento de una organización clerical exenta, cuyo apéndice laico, el Opus Dei, era en realidad lo principal. Todo ello fueron estrategias jurídicas, fintas legales que terminarían atrapando el Opus Dei en la canonicidad nunca deseada.

Cuando esto era más advertible, los expertos de la Obra desarrollaron la idea de perfección jurídica en contraposición a la canónica, para explicar lo que se pretendía con los institutos seculares.

Pero unos años más tarde ya nadie hacia caso de esos matices. Ni los de la Obra, que apostaban al contenido y no al continente. Ni los curiales, que iban asistiendo al progresivo desmoronamiento del juridicismo religioso.

Sin embargo, el padre Escrivá, que a su formación ascética unía la jurídica, no dejó nunca de preocuparse por lo normativo. Y se estableció una doble legalidad, que aún persiste. La interna, hecha de las reglas que disciplinan el comportamiento de los socios. Y la externa, que tiene una doble vertiente. Porque una cosa es el Opus Dei constituido ante la Iglesia, con una sistemática específica que las curias eclesiásticas y la de la Obra aplican cuando les conviene, a veces en lucha recíproca. Y otra es el conjunto de ambigüedades y verbalismos con que el padre Escrivá explica la verdadera naturaleza de la Asociación, la que describe más como un movimiento que como una organización.

Y mientras tanto, ¿qué hacían los socios además de rezar y recibir instrucciones de comportamiento?

Una juventud dominada por la entrega

En una primera etapa, cuando la gran mayoría eran jóvenes universitarios estudiaban y trataban de atraer a sus compañeros a la Obra. "Para un apóstol moderno, una hora de estudio es una hora de oración", reza Camino. Estudiaban mucho. Más que la media de sus compañeros. Una vida de piedad orientada hacia el aprovechamiento del tiempo provocaba verdaderos maratones de esfuerzo sólo interrumpidos por los rezos, las tertulias apostólicas y las excursiones. Con frecuencia mal alimentados, algunos en colisión con sus familias y todos haciendo mortificaciones corporales extenuantes, aquellos muchachos troquelaron sus ánimos de modo singular. Encendidos por el vigor espiritual de su jefe, acometieron principalmente el acceso a las cátedras universitarias, que ocupaban fácilmente por su propia competencia y por las mutuas ayudas. Los obstáculos que encontraron fueron aprovechados para forjar una contraleyenda con la que rechazar las fundadas acusaciones de complicidad.

Paralelamente, el padre Escrivá solicitaba los primeros sacrificios a quienes, con potencial intelectual suficiente para brillar en la Universidad, eran destinados a cargos internos, al sacerdocio o a la expansión fuera de España. Pero no había por entonces ninguna duda en la elección del propio futuro. La vida entendida como misión era fácilmente entregada a las estrategias apostólicas del padre Escrivá.

Pronto comenzaron a aceptarse socios supernumerarios a los cuales no se les pedía tanto y que, generalmente en camino de matrimonio, participaban de los consejos espirituales, ayudaban como podían y constituyeron más tarde hogares de donde saldrían una gran parte de las vocaciones de numerarios. El asunto de la fundación de la rama femenina escapa a mi observación por falta de datos fiables, pero con ellas, con las mujeres, se logró el concierto y buen orden de las casas de la Obra y la extensión de la influencia apostólica a zonas de piedad más tradicional. Para ellas el mensaje era básicamente doméstico. Las mujeres en casa, ocupándose del hogar, que es lo suyo.

La hora de la responsabilidad personal

El momento crítico fue cuando los socios tuvieron que adoptar sus primeras decisiones profesionales. Es decir, cuando ya no eran muchachos, estudiantes o profesores, sino que empezaron a caminar por las avenidas del poder científico, político o económico.

Hasta entonces, la pertenencia a la Obra era tan preponderante en sus vidas que las restantes circunstancias de ella carecían de autonomía sustancial y se dejaban instrumentar fácilmente desde la entrega.

Eran temas menores: cómo tratar a la familia, a qué oposiciones presentarse, cómo organizar los ocios, etc., y recibían una iluminación fácil e indiscutida desde el núcleo de la vocación.

Las cosas empezaron a complicarse cuando el trabajo ya no era estudiar, sino desempeñar una profesión. Y mientras ésta era contrastada por el mercado, caso de los escasos comerciantes de por entonces, había que seguir las reglas del juego de éste so pena de perderlo. Y no es que no se presentaran conflictos entre la actividad y la vocación. Sino que el comercio lucrativo todavía no se veía tan importante como después para los fines apostólicos. Y era más o menos despreciado desde perspectivas más altas e intelectuales.

Los conflictos importantes vinieron desde otras zonas. Los primeros fueron causados por el pluralismo ideológico. Aunque mayoritariamente los socios se alineaban en una determinada manera de enfocar la convivencia española, resultaba difícil que algunas conciencias se prestaran a la estrategia resultante. Por un instinto de libertad del que dieron, y dan, buena prueba algunos socios, se creaba en ellos la semilla de las primeras dudas doctrinales o al menos la intranquilidad al tener que repartir puestos e influencias en razón de afinidades de esa naturaleza. También hubo los primeros choques internos, no en razón a cosas de la Obra, que seguían indiscutidas, sino por los diferentes modos de entender la actuación en los centros del Estado de los que, según el padre Escrivá, había que hacer plataforma y palanca de apostolado.

A los directores siempre les cogía de improviso ese ejercicio vario de la libertad porque, preocupados ellos por las cosas importantes, la formación de los jóvenes, la expansión apostólica, el Vaticano, las primeras obras necesitadas de financiación, etc., se sentían incómodos al ejercer una competencia que el derecho interno les atribuía pero para la que no tenían ni más luces ni mejores datos que los protagonistas. Las pertinaces llamadas a la unidad por encima de la diversidad, a la concordia, no eran procedimiento apto para solventar verdaderos conflictos de mentalidad o actuaciones, y aunque en ocasiones se zanjaron algunos por la imposición de un comportamiento al dictado, ello no resolvía nada más que tranquilizar las conciencias de quienes estaban entrenados a tranquilizarlas de esa manera.

Así empezó a forjarse esa extraña disociación en el comportamiento de los miembros de la Obra que se traduce en una verdadera negación de la unidad de vida que caracteriza, en los documentos internos, la fisonomía espiritual de los socios.

Por una parte, en virtud de una libertad cada vez menos condicionada, el socio del Opus Dei no recibe indicación alguna acerca ,de su comportamiento exterior. O, mejor dicho, recibe una mezcla de consejos generales, gramática parda y apelaciones sentimentales que lo llevan a buscar por sí mismo estímulos y luces para su empresa y la orientación moral consiguiente.

El núcleo de la dirección espiritual se refiere a cómo debe rezar y mortificarse, a cómo debe aceptar las verdades la de la fe, a cómo actuar en la vida de familia y especialmente a cómo utilizar para las actividades corporativas su tiempo, su dinero y su influencia.

El encuentro con la realidad

Podría decirse que la Obra carece de mensaje ético específico y que cuando lo imparte no afecta demasiado a las grandes opciones morales de nuestro tiempo. La justicia, la paz, la sinceridad colectiva, la comprensión universal. Y menos, a cómo ejercitarlas.

Cuanto más se abre la Iglesia católica a conectar con esos temas, cuanto más predican sus pastores el testimonio de un comportamiento ejemplar como la mejor manera de entender el compromiso de la fe, más se refugia el Opus Dei en un intimismo religioso, en una reducción del Evangelio a la vida interior, sin provocar a sus socios a una tarea de entendimiento y servicio de las necesidades y aspiraciones concretas del momento presente. Las sugerencias de los directivos, ahora ya obsesos por la defensa de un catolicismo ultramontano, carecen del anterior atractivo de la entrega individual a la extensión militante del Reino de los cielos. Amparados ellos mismos por la libertad que conceden a sus socios en todo lo que no sea vida interior, entendida de forma cada vez más curiosa, no saben estimular el compromiso temporal de sus súbditos más que recomendando oración y mortificación.

Se diría que tratan de convertir en cartujos a quienes, por oficio generalmente retribuido, se deben a las necesidades de la sociedad. Con lo cual, ser del Opus Dei es una cosa cada vez más difícil de entender, pues si se trataba de estar presentes, como cristianos comprometidos, en todas las encrucijadas de la tierra, ¿a qué vienen tantos condicionantes y limitaciones, tantas prácticas defensivas y tantas cautelas? Y sobre todo, ¿cuál es el mensaje?

Porque en libros y prédicas podrán decir lo que quieran, pero el comportamiento de los protagonistas es de un conservador que asusta. En cierto sentido, ello tiene que ver con la pobreza de la teología del trabajo confeccionado por los pensadores de la Asociación. Su mensaje es ver a Dios en el trabajo y hacerlo bien. Hasta aquí correcto. Nada distinto de lo predicado en esencia por todas las Iglesia y en especial por la calvinista. Pero ¿qué trabajo?

Generalmente el que se acepta en unas estructuras que han mutilado de sentido profundamente creador y gratificante a la actividad humana. Escasas veces han sido los socios de la Obra capaces de interpretar los anhelos de una civilización de futuro que restituya a su verdadera dimensión el quehacer de los hombres. Carentes de instrucciones concretas y de verdadera iniciativa, los hombres del padre Escrivá no han sabido encararse con las estructuras civiles que desean evangelizar, apostando su vida si era preciso, para remediar sus injusticias. Amigos casi siempre de la lenta evolución, se han refugiado en el hacer bien la tarea, con orden, a veces con caridad, pero sin cuestionar los fines con un comportamiento comprometido. Se deleitan en la obra sin prestar atención al operario. Y no es que falten atisbos de esas nuevas luces en los escritos del padre Escrivá. Es que no han sido trasladados a la vida. Y ahora se están neutralizando por la presión de los otros afanes corporativos.

En realidad, la anterior consigna de penetrar las estructuras se ha convertido en la de crear estructuras paralelas. Y con esto entramos en las actividades propias de la Asociación. Pero dejemos hablar a la historia.

Un ejemplo

En 1967 se me propuso contribuir a la fundación en Perú de una Universidad de la Obra. Supuestamente experto en temas de administración y financiación universitaria y con cierta experiencia en la de Pamplona, llegué al Perú con un modelo de organización bajo el brazo, cierta cantidad de dinero de mis negocios y un montón de ilusiones y de ingenuidades. En aquel país la Obra pensaba repetir la operación navarra y a ello se aprestaban sus dirigentes, faltos de medios pero aficazmente espoleados desde Roma.

La historia, rica en contenido y en actitudes humanas, daría material para un libro interesante, pero a los efectos de éste podría resumirse así. El entonces gobierno parlamentario solicitaba la formación de profesionales para el desarrollo. El pueblo necesitaba lo que vendría después, y a medida que uno conectaba con la realidad se iba desmoronando el modelo prefabricado. Se produjo entonces el típico compromiso, hubo un voto de confianza gubernamental a la seriedad de las personas e instituciones protagonistas y la Universidad se puso en marcha rodeada del entusiasmo sincero de tantos interesados. Las dificultades comenzaron casi enseguida. A las dificultades naturales de una empresa de este tipo, basada económicamente en la financiación no estatal, se sumaron las de su establecimiento en un hemisferio claramente conflictivo.

El espectáculo del subdesarrollo es realmente fascinante y cuando se tienen los ojos abiertos se ven cosas que le hacen a uno tambalearse en sus anteriores y pacíficos esquemas de convivencia. Es sencillamente imposible desconocer desde un centro de enseñanza superior las realidades del fenómeno y aislarse en especulaciones y enseñanzas sobre el sexo de los ángeles.

El efecto traumatizante de la experiencia se me debió notar enseguida, porque en las reuniones de planteamiento y estrategia mis diferencias de criterio con los dueños del negocio eran cada vez más acusadas. Finalmente, una cierta noche, tras unas palabras mías más subidas de tono, el delegado del padre Escrivá en el Perú me advirtió que yo, con esas ideas, no sería nunca profesor en aquella Universidad. El efecto desconsolador puede suponerse. Lo que importaba era la fidelidad a la ortodoxia, de lo que se trataba era de montar un nuevo establecimiento de indoctrinación y todo ello al precio de los sacrificios y las abnegaciones de personas de muy variadas ideas y cara a una clientela que no se puede decir que deseara mayoritariamente ese tipo de producto. La cuestión se zanjó con la eliminación, voluntaria pero tortuosa, del rebelde.

La Obra y la enseñanza

Y mientras hoy mantengo unas enriquecedoras y a veces difíciles relaciones con el sistema educativo revolucionario actuante en el país, la Universidad de la Obra, llena de gente estupenda pero dirigida desde ópticas sobrepasadas, no termina de adaptarse ni al país ni a la historia.

Hay quien afirma que el Opus Dei se ha convertido en una federación de centros educativos financiados con el sacrificio de sus miembros solteros y al servicio de los pudientes de la sociedad de consumo. Esto es sólo una parte de la verdad. Porque existen también, y creo que en número similar a los otros, centros instalados en zonas de pobreza.

Sin embargo, la imagen pública es la primera. Los dirigentes, aprovechando el anhelo de educación y la escasez universal de plazas escolares, abren y ven llenarse centros Y más centros, creyendo lograr con ello un propósito apostólico. El propósito es claro y explícito. Se trata de utilizarlos para la captación de socios y la confesionalidad de la enseñanza. Pero los padres de familia y los consumidores directos buscan eficiencia y ciencia secular.

Y aunque los socios y amigos de la Obra han sido los principales usuarios y benefactores de su establecimiento y no hay por tanto demasiada presión crítica, todo el sistema puede saltar si los criterios socializantes, que siempre llegan a la educación antes que a los otros sectores, se generalizan. Con una evidente falta de sentido histórico, la Obra apuesta en educación a la autonomía del sector privado y a su regulación por mecanismos de mercado subvencionado.

Autodeterminación, elección de clientela y subvención estatal es su filosofía. Y con ello, a constituir un nuevo ghetto educativo de los que tan arrepentida se siente hoy la Iglesia católica.

Los gobiernos socialistas de países en vía de desarrollo solicitan una y otra vez de los centros confesionales que se conviertan en modelo de transferencia de inversión cultural trasvasando a los menos favorecidos el dinero y las facilidades que han sido usados para una educación elitista. Y están logrando su empeño, con la colaboración entusiasta de los profesores y con frecuencia de las organizaciones religiosas, que vuelven así a sus más puros afanes fundacionales.

Todo ello dificultado por las penurias económicas que son esta vez compartidas por igual entre ricos y pobres. La Obra, justamente alabada por sus esfuerzos en las zonas de pobreza, tiene sin embargo ese prejuicio apostólico en sus realizaciones y coopera al mantenimiento de las discriminaciones; aunque sus miembros, los que trabajan en cada centro, reciban con ilusión el reto de la igualdad de oportunidades que les hace sufrir con paciencia la escasa remuneración.

Desde diversos ángulos, teólogos, filósofos y sociólogos se esfuerzan por entender la finalidad de las actividades de una institución que, en el marco de la Iglesia y del pueblo español, da tanto que hablar. Animados inicialmente de un afán sincero de entendimiento, condicionado como es natural por la óptica de cada uno, tropiezan enseguida con la intemperancia de los interesados que sólo admiten plantear las cuestiones en su propio terreno y generalmente desde la vertiente de las intenciones.

Son conocidos ya juicios profundos de teólogos responsables y de cultivadores de las ciencias humanas que, por examinar el fenómeno en un contexto más amplio y poniendo de relieve sus interacciones doctrinales y sociales con otras de naturaleza similar, sólo han recibido actitudes desabridas, malas caras y a veces broncas. La finalidad de las actividades en realidad sería... su incremento ilimitado. La Obra rehuye una y otra vez, con la excusa de la libertad individual, afrontar los retos que cada una de sus actividades le plantea. En los centros de enseñanza se tiende a neutralizar las cuestiones polémicas, olvidando que también corporativamente es necesario tomar partido cuando corporativamente se protagonizan opciones civiles. Y a fuerza de no tomar partido, pues... se toma partido.

Con la ciencia teológica, con la espiritualidad pasa igual. Los pensadores más atractivos de la Asociación han sido expulsados o se han marchado. Los que se mantienen es a costa de mil pactos o de la sumisión de la inteligencia.

Pena me dio, al hablar del asunto con uno de los más prometedores cultivadores de esa ciencia, escuchar que había dejado de interesarse por la teología. Su opción, supongo, fue resuelta a favor de la lealtad a la institución al precio de renunciar a pensar por cuenta propia.

Cabría decir que los directivos, contemplando el grueso de su clientela, tienen miedo de albergar en la Obra a personas que puedan causar escándalo. Pero el precio esta vez es contentarse con una clientela de muy escaso peso específico en el presente momento de la Iglesia.

El prototipo y modelo

¿Y cuál sería el horizonte que la Obra presenta a sus socios y amigos? ¿Cuál la razón de vivir que les da? En este momento el tema está oscurecido por las colisiones y las actitudes beligerantes, pero se podría decir que de lo que se trata es de incrementar cuantitativamente la Asociación.

Los más inteligentes directivos, los mayores afanes y las más fuertes presiones se invierten en el proselitismo. Para que, una vez convertido en socio, se le diga al prosélito: "Ahora a rezar, a mantener la fe y a atraer a otros, y en tu vida, en tus ilusiones, en tu futuro no nos metemos."

Luego resulta que sí se meten. Porque indudablemente las instrucciones de cómo comportarse y sobre todo de cómo no comportarse en relación a los temas mal llamados internos afectan constantemente las decisiones más vitales de la persona.

Yo he llegado a la conclusión provisional de que el Opus Dei, con un desconocimiento increíble de la condición humana, pretende con los numerarios la creación de unos tipos de superhombres que tienen que ser a la vez las siguientes cosas: Contemplativos, es decir, hombres que orientan su vida al cultivo de una serie de disposiciones mentales y afectivas que por sí solas exigen completa dedicación y, en especial, desentenderse de los afanes temporales en las actuales condiciones socioeconómicas del mundo occidental. Así lo prueba la praxis religiosa, tanto en la Iglesia católica como en todos los credos conocidos que presentan de vez en cuando unos cuantos ejemplares cualificados, producto de un lento ejercicio de desprendimiento y concentración. Buenos profesionales, con el mejor bagaje posible de conocimiento y entrenamiento para desempeñar una ocupación civil. Teólogos, con una profundidad no menor en lo dogmático y demás disciplinas de la doctrina católica. Gestores, capaces de hacer mil y un recados en beneficio de la Asociación. Directores de almas, cuidando cada uno de diez a doce personas que les confían sus problemas.

Productores de dinero, añadiendo a la retribución personal una actitud limosnera cuasi permanente. Este tipo humano, que naturalmente no se da en la realidad, exigiría más de veinticuatro horas hábiles al día divididas entre el entrenamiento para hacer todas esas cosas y el hacerlas efectivamente. Cuanto más, si algunas son claramente contradictorias entre sí, tanto en el entrenamiento exigido cuanto en las disposiciones interiores para su realización.

En la vida real, y aunque presionados para realizar todo ese programa, la gente se especializa y hace un poquito de todo ello con algo preponderante. Sería muy interesante un estudio que fuera algo así como perfiles humanos de gente de la Obra, describiendo biográficamente cómo han sido y son, cómo actúan, qué cosas hacen y cómo las jerarquizan los dos centenares de socios numerarios más o menos representativos que el autor eligiera y se prestaran al estudio.

El ideal descrito de hombre polifacético se pretende luego aplicarlo a las otras clases de socios y cooperadores y el resultado es que el mensaje que la Obra lleva a la vida de los que se acercan a ella es sin duda, como dice Camino, el complicársela. Y para algunos, los que se toman más en serio el mensaje, el desequilibrio y el envejecimiento prematuro, exprimidos como un limón en servicio de una causa tan asediante.

El modelo desconoce la realidad

Esta singular utopía, administrada por una burocracia cada vez más encerrada en sí misma, que dispara hacia sus súbditos con implacable tenacidad toda suerte de exigencias en nombre de la voluntad de Dios, desemboca en una fragmentación tal de preocupaciones y solicitudes que podría decirse que la emergencia es la ocupación habitual de los dirigentes. La contradicción permanente entre la pretendida libertad de los socios y las innumerables demandas que desde los centros de gobierno se les plantean crea un foso de desconfianza entre regidores y subditos, especialmente cuando éstos han organizado ya su vida civil y temen que alguna indicación superior pueda desbaratársela.

Puestos a organizar utopías, bien podría la Obra asomarse a alguna de las aventuras más prometedoras con las que la humanidad, y en especial la gente joven, está ilusionándose. El denominador común vendría a ser la liberación del hombre y hacia ello se camina desde muchos frentes. La aventura del entendimiento del ser humano, donde científicos de diversas disciplinas se esfuerzan por lograr que el cerebro conozca y controle al resto del cuerpo, liberando al hombre de las servidumbres de su ignorancia sobre sí. Paralelamente, los esfuerzos en pro de la salud, tanto física como mental.

La aventura de la convivencia pacífica, en la que cientos de pensadores y políticos tratan de eliminar las fronteras geográficas y mentales que dividen a los hombres.

La aventura de la justicia, para remontar una civilización basada en esa ciencia de lo sórdido, que es la economía de la escasez, volviendo a descubrir que son decisiones humanas y no leyes inflexibles las que rigen el progreso de la abundancia y su ritmo. La aventura del saber generalizado y existencial, rompiendo la secular separación entre conocimiento y experiencia que ayuda a perpetuar el clasismo y las dualidades de comportamiento.

En estas aventuras se enrolan también los hombres que se dicen emisarios de Dios y servidores de su causa como una segunda vocación de sus vidas o con la ilusión de descubrir un nuevo sentido de lo sacro, de lo misterioso, de lo inefable.

Porque, superados una vez más por los avances científicos, los hombres religiosos aspiran esta vez no a condenarlos sino a entenderlos y a tratar de hacerlos coherentes con la dimensión humana más profunda que ellos creen saber interpretar.

Por el momento son dos las actitudes más generalizadas. La de quienes, dándose principalmente a la contemplación del misterio, sean monjes, filósofos o yoguis, aciertan a crear a su alrededor un clima de absoluto que atrae a las gentes ansiosas de asomarse a las profundidades más radicales de la existencia. Y la de aquellos que hacen de su vida un servicio verdaderamente desinteresado a las necesidades humanas, en una dinámica permanente de fe, esperanza y caridad.

La dureza de estas aventuras, que se plantean en colisión con las vigentes ortodoxias científicas, políticas y religiosas, provoca dos tipos de radicalizaciones de las que también participan a veces los hombres de Iglesia. La primera es la desesperanza y la huida hacia Arcadias imposibles. Es el mundo del hippy, que habita en los arrabales de la sociedad de consumo, se alimenta de sus desperdicios, y no quiere integrarse en algo que le aburre o le asquea. Hay comunidades hippies de todas clases; pero con frecuencia faltas de motivación y liderazgo, muchas terminan en la evasión mental, tomando drogas cada vez más fuertes.

La segunda radicalización es la revolución violenta. Cansados de tratar de dialogar y exasperados por la lentitud de unas estructuras perezosas en la autorreforma, plantean la confrontación atacando los supuestos más elementales de la convivencia.

Los oprimidos y los jóvenes se dan cita para mantener asustada a una generación que cree estar asistiendo al fin del mundo, cuando lo que está presenciando es simplemente el comienzo de una época nueva.

Lo que pudo ser

Jugando a los futuribles, yo creo que al Opus Dei se le hubieran abierto dos claras posibilidades de actuación, germinales en su horizonte fundacional. La primera podría haber sido la atracción de personas a una verdadera dedicación al estudio y a la exhortación, explotando los ricos veneros de la espiritualidad cristiana. Podrían haber sido comunidades proféticas, como tantas en la Iglesia, tratando de obviar sus fallos. Estos fueron, en sustancia, un progresivo divorcio de la realidad concreta y un refugio en el reino del deber ser y de las abstracciones que les impidió llegar profundamente a la vida.

Podrían haber sido también unas legiones de hombres cultivados espiritualmente que se entregaran en las profesiones civiles a una expresa dejación de derechos, alimentando una permanente actitud de ejercicio de las bienaventuranzas. Una auténtica radicalización del Evangelio, sabiendo poner de verdad la otra mejilla y haciendo presentes en el mundo las sublimes exigencias de una doctrina de comprensión, tolerancia, fraternidad y amor.

Todo eso pudo haber sido, si no hubieran hecho tanto énfasis en ser como los demás. Porque no se trataba de ser como los demás. Sino de ayudar a los demás a ser mejores a fuerza de predicarlo con el ejemplo de la abnegación sencilla.

La influencia de un catolicismo militante y voluntarista, la preocupación por la eficacia y la pretensión de ser el nuevo resto de Israel, el único grupo fiel a la voluntad de Dios, han llevado a la Obra a un callejón sin salida del que es muy difícil salga salvo que se produzca una auténtica, profunda y sincera autorreforma.


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