El Opus Dei: una interpretación/El Opus Dei y la Iglesia Católica

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EL OPUS DEI Y LA IGLESIA CATÓLICA


Dos actitudes ante la autoridad

La interpretación del padre Escrivá sobre la situación de la Iglesia, al menos la que llega a los socios de la Obra por los canales oficiales, tiene la ventaja de ser sencilla y clara. Se compone de dos afirmaciones rotundas. La primera es que el diablo se ha introducido en la cabeza de la Iglesia. La segunda, que conviene rezar porque las cosas cambien y especialmente por el sucesor del Papa actual.

A veces llega también la imagen deseable de tal sucesor. Tendría que ser un hombre enérgico, dispuesto a sufrir mucho y que de una vez por todas estableciera los límites entre ortodoxia y heterodoxia, expulsando del pueblo de Dios a los equivocados y especialmente a los falsos pastores que hoy desorientan al rebaño.

Hay que reconocer que la parcela del rebaño que él custodia ha recibido el mensaje sin grandes aspavientos. Al menos explícitos. Y significados socios, cuando se atreven, dan esa misma interpretación a sus familiares y amigos, provocando unas zapatiestas y conflictos de tal magnitud que terminan por requerir los buenos oficios de los dirigentes para aplacar los ánimos ofendidos.

La desconfianza que los gobernantes del Opus Dei sienten hacia las personas que ejercen autoridad en la Iglesia es sólo comparable al calor con que predican la adhesión a los oficios que desempeñan. Y así hacen compatible una crítica mordaz contra los eclesiásticos que no son de su agrado con las más encendidas protestas de amor y devoción al Vicario de Cristo, a la silla de Pedro y a la jerarquía.

La actitud es muy semejante a la de cualquier grupo que pretenda la conquista del poder aduciendo naturalmente que ellos lo van a usar mejor que los actuales.

Sólo que el cinismo y la ingenuidad de tal planteamiento han sido puestos en solfa por la humanidad desde hace mucho más tiempo que el que lleva existiendo la Iglesia católica.

En términos de teología preconciliar, que es la oficial de la Obra, semejante comportamiento es cualquier cosa menos ortodoxo, pues los movimientos que lo han adoptado han solido ser calificados de herejías.

El modelo canonizado de reformador ha ido más bien por la línea de la persuasión, tratando de convencer a las potestades pero sin dudar de su legítima autoridad ni de que estaban tan iluminados por Dios por lo menos como él mismo.

Han sido ejemplos de sufrimiento y esperanza, decían en público lo que pensaban en privado y generalmente tuvieron poco éxito. Yo pienso que esta actitud del padre Escrivá se debe interpretar principalmente a la luz de las vicisitudes de la aprobación del Opus Dei.

Lucha por la institucionalidad canónica

La historia de la batalla jurídica, como él llama a sus negociaciones con el Vaticano, cuando sea escrita por sus protagonistas, si ello sucede, promete ser muy interesante. Como todo conflicto entre hombres que pretenden actuar de intérpretes de la voluntad de Dios y el bien de la Iglesia, en uno u otro lado.

Los retazos de ella accesibles a la gente común son bastante fáciles de interpretar, especialmente en el contexto de lo que ya es materia evidente de los pontificados respectivos. El modelo de organización que el padre Escrivá llevó a Roma para su aprobación, avalado por los obispos que pudo persuadir en aquel tiempo, era básicamente un privilegio en la entonces vigente normativa de los estados de perfección. Aún no había llegado la clarificación posterior del apostolado de los laicos y el padre Escrivá pedía sencillamente manos libres en la conducción de sus leales y una cierta cantidad de las ventajas que en términos de exenciones y beneficios habían conseguido antes otras organizaciones religiosas.

La preocupación por la normativa, tan peculiar de la curia de Pío XII, por el orden y concierto de las instituciones, y el recelo evidente de los que veían en la Obra una competencia a su anterior cuasimonopolio del apostolado seglar, se concitaron para poner obstáculos a la empresa. El asunto tuvo un primer final feliz, merced a uno de tantos compromisos que registran los archivos vaticanos.

Los Institutos seculares, singular pieza de heterogeneidades, constituyeron el resultado del compromiso y fueron celebrados por entonces, 1947, como el último eslabón del proceso en la penetración evangélica de la sociedad. En ellos se perfilaba un tipo peculiar de hombre de Iglesia ni religioso-religioso ni seglar-seglar, por lo que hacía a sus compromisos jurídicos y espirituales.

La satisfacción por esta primera legitimación vaticana no duró mucho porque enseguida se dieron cuenta los de la Obra de que, sin ostentar ellos el monopolio de interpretación de la nueva ley, era inevitable que surgieran grupos prestos a utilizar el nuevo ropaje para vestir propósitos y finalidades bien variados y con frecuencia diversos al del primer aprobado y puesto como ejemplo.

Prontamente desenganchó el padre Escrivá sus corceles de carro tan conflictivo, retirándose a un modelo más general, Asociación de fieles, que si bien no daba explicación jurídica a todo lo que en la Obra ya ocurría, tenía la ventaja de definir poco.

Las negociaciones para conseguir una nueva autorización quedaron sumergidas en la más vasta problemática que el Concilio produjo con su énfasis en lo pastoral y que está trastocando las reglas y constituciones de una Iglesia que empieza a desconfiar de la ley como motor o definidora de comportamientos.

Mientras tanto se sucedían las confrontaciones con la jerarquía ordinaria. Con los que creían en la legislación y entonces pedían mil explicaciones a un interlocutor a quien tenían por Instituto secular. Y con los que se atenían a los hechos y enjuiciaban a la Obra por sus frutos.

Prevaliéndose de las nuevas modas sobre el apostolado de los laicos, a quienes la Iglesia parece ahora respetar más e incluso conceder voz y voto en temas antaño intocables, el padre Escrivá, doliéndose de los resultados de aquellos pactos inevitables, explica a quien le quiere oír que todo en la Obra es informal, desorganizado y libérrimo. Pero sus socios saben muy bien, porque también lo repite en la intimidad, que las primeras constituciones, santas, perpetuas e inviolables, no van a variar esencialmente. Que sea lo esencial no se sabe muy bien, pero sin duda tiene que ver con los compromisos y reglas vigentes que terminan afectando a la vida civil de los miembros, de una u otra manera. La aprobación de la Obra por el Vaticano, que constituye desde hace muchos años objeto de plegarias y esfuerzos, tiene hoy mal cariz. Por una de esas concomitancias que la historia registra, algunos de los actuales detentadores del poder en la Iglesia, aparte de estar a kilómetros de la mente del padre Escrivá, parece que tienden a mezclar en el mismo guiso ese tema y las negociaciones concordatarias con España.

La razón es la presencia al otro lado de la mesa de socios de la Obra, protagonistas del asunto en nombre del Estado. Cómo se comunican entre sí ambas operaciones es bien difícil de saber, pero unas y otras personas no se recatan en enjuiciarse. Y no precisamente en términos versallescos.

Junto a ello están las otras presiones. La indudable aportación de la Obra al mundo de la enseñanza y beneficencia católicas es un gran argumento en pro de la aprobación. La imagen de unos hombres que se unen para mangonear en sociedad y apoyar a un régimen político discutido lo es en contra.

Sea de ello lo que fuere, hay una cosa muy conveniente. Si es verdad que la Iglesia católica ya no se ve a sí misma como un Estado que reglamenta la vida de sus súbditos salvo en términos muy generales y pastorales, ¿por qué no acceder a lo que solicita el padre Escrivá?

Fuerza actual de la Obra y relaciones con otros grupos

La versión que circula es que pretende el establecimiento de una diócesis personal para regir con potestad ordinaria a los que acepten sus reglas de juego. Pues désele el permiso en buena hora, que tampoco es para tanto.

Lo importante será comprobar cuántos católicos querrían pertenecer a esa diócesis, porque si son muchos, señal de que el catolicismo que la Obra predica tiene capacidad de convocatoria. Y no parece que la Iglesia esté hoy para muchas exclusiones, cuando además de siempre ha predicado que en la casa de Dios hay muchas moradas.

Al padre Escrivá, si en vez de mirar hacia la jerarquía mirara más hacia su gente, no le importarían mucho las aprobaciones. Otros fundadores, incluso en tiempos más legalistas, se preocuparon menos por ellas. Y hoy, los hombres que tienen fuerza para atraer en nombre de Dios, sea cual sea el producto que ofrezcan bajo tal apelativo, ven llenarse los estadios para escucharles sin necesidad de muchas reglas. A más de uno he oído yo decir que su mensaje era que cada cual fuera fiel a su conciencia y con ello él, el predicador, se daría por satisfecho.

La Obra, en sus tiempos más juveniles y pioneros, tenía el atractivo de lo espontáneo, incluso de lo clandestino. Desde los ánimos apasionados del catolicismo latino de posguerra, aquella era una aventura totalitaria por la que valía la pena sacrificarlo todo para dar cumplimiento a la gran utopía evangelizadora del padre Escrivá.

Hoy, otros movimientos espontáneos del catolicismo posconciliar, como las comunidades de base, ofrecen un espectáculo muy parecido de entusiasmo y adhesión no formal. Como tantos otros fenómenos de religiosidad que se constatan en la mayoría de los países. Y para algunos de la Obra que vivieron los primeros tiempos, resulta triste que desde su organización, ya uncida por mil ataduras a tanta estructura civil y religiosa, se critiquen y desautoricen unos grupos que están ahora disfrutando de la misma excitación de que ellos gozaron.

Mientras la Obra encuentra cauce en la normativa eclesiástica, sus relaciones con las demás organizaciones y autoridades religiosas no se puede decir que sean cordiales. Desde su origen tuvo el movimiento un singular cariz excluyente, negándose en cuanto tal a cooperar con otras familias eclesiásticas.

La Obra estableció una de esas organizaciones paralelas que tanto irritan a los ordinarios no sólo porque escapan de todo control sino porque duplican y triplican la labor apostólica generalmente sobre vetas cristianas ya muy explotadas. La acumulación de órdenes, congregaciones, asociaciones que florecen en lugares donde la fe es consustancial a la convivencia es desde luego un signo de vitalidad, pero también uno de tantos obstáculos a la imagen más universal de la Iglesia que quiere desprenderse de ese carácter de ghetto que tanto le ha perjudicado.

La Obra cayó lógicamente en la misma fácil tentación y, a lo largo de la geografía católica, se disputa con otras organizaciones los favores de una clientela que puede fácilmente identificarse mediante un uso no muy costoso de procedimientos estadísticos. Las otras grandes aventuras, la penetración en el mundo intelectual, obrero, la evangelización de los viejos y nuevos paganismos van siendo arrinconadas, no sólo por falta de mensaje sino por una comodidad muy explicable.

Pero ello hace aún más desagradables las relaciones intereclesiásticas.

El apostolado de la Obra es hoy en muchos aspectos una predicación irritada contra los enemigos internos de la fe y un apostrofar permanente de los otros modos de vivir el catolicismo. Su persistente radicalización y su insistencia en detentar la interpretación válida hacen incómoda la coexistencia. De ahí que cada vez sean menos miembros de la Obra los llamados a cooperar en la pastoral de conjunto a lo que, por otra parte, explícitamente critican.

Lejos quedaron aquellos votos de fidelidad y servicio a la Santa Sede. Lejos aquellas peticiones de cuidar de lo que nadie quisiera, porque después de comprobar lo difícil que es misionar tierras agrestes y pagar un duro precio en hombres y en dinero, la Obra sirve a la Iglesia no como ésta quiere sino como sus dirigentes lo entienden.

Cómo coexisten la fidelidad y lealtad a la persona y a la institución

No están los tiempos maduros para una encuesta sobre la Obra a nivel eclesiástico. Pero sería interesante averiguar qué opinan hoy sus organizaciones y sus hombres acerca de un apostolado que se vuelve hacia sí y se niega, una y otra vez, a participar de afanes comunes.

La comunión con Roma es cada vez más un asunto de corazones y de fe que de dependencia jurídica y jerárquica. Así la sienten hasta los miembros más rebeldes de la Iglesia que se niegan a deponer sus opiniones y mantienen con Roma unos lazos que la Curia se esfuerza no en romper sino en vigorizar.

Hay como un sentimiento de unidad en la dificultad y una conciencia de que nada bueno surge de las excomuniones. Parece como si el baremo de fidelidad al Evangelio volviera a ser una comunión en la caridad, hecha de encuentros sinceros entre hombres que, habiendo recibido el encargo de buscarlos con los no católicos, sienten que la fórmula es también aplicable dentro de casa. Esa perspectiva no es del agrado del padre Escrivá, que sigue insistiendo en la subordinación y la obediencia a Roma como síntomas de fe genuina. Pero ¿a qué Roma? ¿A la que existe hoy o a la que él idealiza?

El camino de integración que, dificultado por el sistema burocrático, es un indudable mérito del actual pontificado, no parece que pueda instrumentarse mediante ciegas adhesiones. Exige a la vez más sacrificio y más inteligencia e incluso el sacrificio de la inteligencia.

Parece como si la Iglesia volviera a esperar contra toda esperanza, renunciando a una manera de entender su propia verdad en sus más caros y tradicionales ropajes. El nuevo encuentro con la modernidad supone decididamente un engrandecimiento de las lealtades. Lealtad, sí, al Magisterio, a una Revelación misteriosa y con frecuencia incomprensible, pero no al precio de las otras lealtades. A la propia conciencia, al raciocinio, a la solidaridad universal, a la existencia humana y a la vida como los presupuestos más válidos desde donde interpretar, con los ojos de nuestro tiempo, las propias creencias religiosas. Todo eso, hecho palabra y escritura en la voz de tantos hombres de Iglesia, se le oculta al padre Escrivá.

El no puede dejar de ver a la Iglesia en el ejercicio de potestades de dominación, porque en el fondo la evangelización es para él una empresa, un ejército en marcha con enemigos a los que combatir y que requiere, como condición esencial, la subordinación del soldado. Las transferencias entre el estilo militar y el apostolado son constantes en quien vivió sus años jóvenes en medio de una contienda que tuvo claros acentos religiosos.

Para él, ser cristiano es ser sobre todo beligerante y luchar con uno mismo y con los demás por imponer comportamientos y asegurarlos mediante lazos y vínculos. Sus clamores por la libertad no son otra cosa que deseos de tener las manos libres para someter luego a sus súbditos a mil ataduras justificadas por la sumisión de la mente y el corazón a un Dios, rey, legislador y capitán. Y cuando la Jerarquía, de quien se dice hijo fiel, desautoriza tal actitud, la califica de desleal al Dios que ambos comparten.

El planteamiento recuerda el de aquel sacerdote americano que por defender la tesis más literal de que fuera de la Iglesia no hay salvación, se vio colocado fuera de la Iglesia. Una concisa mirada a la historia de ésta nos hace ver las mil torturas padecidas por quienes rechazaron la adhesión simultánea a la fe y a la potestades de dominación. El Vaticano ha ido cediendo muy lentamente en esa estrategia de pretender someter los comportamientos y las opiniones por la vía jurisdiccional. Lo ha hecho, creo yo, aparte de por un progresivo convencimiento de su inutilidad, como consecuencia de penetrar más profundamente en lo esencial del mensaje que custodia. Y tras la larga historia de una Iglesia que, además de confesar una fe y ayudar a sus miembros a hacerlo, tenía montada toda una estructura gubernativa para dominar a sus súbditos, tanto en el fuero interno como en el externo, hoy esa misma Iglesia está arrancándose dolorosamente sus más caros métodos de compulsión, aquellos que habían sido instrumentados como sacramentos.

Un hecho concreto

Analicemos, por ejemplo, el matrimonio. La exégesis prueba que ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento establecieron un modelo unívoco de pacto matrimonial obligatorio. El mensaje bíblico iba poco a poco orientando por las vías del amor y la fidelidad las uniones entre hombre y mujer. El famoso tema de la indisolubilidad estaba planteado en ese contexto. Por ello la Iglesia ha tenido que ir buscando toda una serie de instrumentos legales para dar solución a los conflictos matrimoniales. Esto le ha ocurrido, no cuando predicaba el amor y la fidelidad, sino cuando se arrogaba la potestad de definir y ejercitar una competencia procesal sobre el contrato.

Y hoy, en el plano jurídico, por una parte se tiene a sí misma por mero testigo del pacto y por otra canoniza una determinada manera de contraerlo y sostiene su competencia para interpretarlo y enjuiciar sus crisis. Mientras tanto, todas las legislaciones civiles, menos tres, se han decidido a establecer un modelo de contrato matrimonial y a no imponer a sus ciudadanos la obligación de celebrar rito religioso alguno. La razón de la regulación civil está en la mínima uniformidad que es requerida por todo ordenamiento para atribuir derechos y obligaciones a los pactos.

La jurisdicción civil, en ese sentido, declara más que impone. Reconoce más que obliga. Y disuelve cuando ya está disuelto el lazo consensualmente. Todo ello en el marco del modelo ofrecido por la legislación, que va variando con la evolución de los sistemas familiares y morales. Al lado de la jurisdicción se generaliza una asistencia a los matrimonios, por la vía del consejo de psicólogos y otros profesionales, financiada y tutelada por el Estado, en la que con frecuencia se insertan asesores religiosos.

La Iglesia institucional va más lentamente. En términos de organización, no de exhortaciones y deseos, continúa con la competencia procesal y la ejerce con erosiones a la fe y las conciencias de los interesados de una magnitud sólo conocida por los familiarizados con los procedimientos de separación o anulación. Convertidos estos últimos en una fórmula de divorcio vincular, se hallan sujetos a los problemas propios de personal, financiación y estructura de la burocracia que los ejerce. Recientes disposiciones tratan de abrir un camino que se presenta como el principio del fin de otra de las potestades de dominación.

Y mientras disminuyen en la Iglesia, en la Obra se fortalecen. Es interesante observar cómo la mezcla de la teología y la filosofía medieval y del imperialismo político siguen dando todavía, en pleno siglo XX, frutos vigorosos.

Digresión sobre lo esencial en la religión. El hinduismo.

A veces me he preguntado qué Dios tengo yo en común con unas personas que consideraban a la mujer como ocasión de pecado, discutían sobre si los indios eran personas, justificaban las penas civiles contra los herejes, decían que la libertad de conciencia era un delirio de razón injurioso para la Iglesia y lograban que un Concilio ecuménico declarase imposible que se salvaran los cismáticos y los paganos.

A una mente moderna tales planteamientos se le hacen, no más o menos acertados, sino simplemente burdos y groseros, inconciliables con la sensibilidad y las vivencias de nuestro tiempo. Conectar una doctrina de fe, basada todavía en asunciones e hipótesis de esa naturaleza con el talante espiritual de esta época es sencillamente imposible. Sin embargo, la cantidad de material de esa extracción que, consciente o inconscientemente, se emplea todavía para conseguir adhesiones en algunas zonas del catolicismo es aún notable.

El modo con que se presiona para que la gente se porte bien sigue descansando en una teología de penas y castigos, que, con razón, parece desafortunada y egocéntrica a tantas personas ajenas a la fe cristiana.

En esto, como en tantas cuestiones, se descubre una evolución lenta en la comprensión que la humanidad alcanza sobre sí misma y que se refleja en sus creencias. Por seguir con el tema esbozado, y dentro sólo de la tradición judeocristiana, cabría advertir tres etapas.

En la primera, documentada en el Antiguo Testamento, la fidelidad a Dios, el buen comportamiento, era motivado con bienes terrenales, más tierras, más ganados, larga vida, etcétera, sin apenas referencias al más allá.

En la segunda, desde la venida de Jesucristo, el premio es la gloria y así es posible entender y soportar una vida de sufrimientos si luego, arriba, está la felicidad para siempre, para siempre. hora, muy lentamente, se empiezan a advertir tres tendencias. Por una parte, a terminar con una contabilidad cara a Dios en cuya virtud nos pasamos la vida en un permanente sobresalto sobre nuestro destino final.

Por otra, el cielo y el infierno no se entienden ya como conceptos estáticos, cuasi geográficos, adonde uno va, sino como la consumación o frustración misteriosas de todas las ansias de infinito y absoluto que el hombre siente dentro de sí. Finalmente, se generaliza el sentimiento de que el mejor premio o el mayor castigo al comportamiento es la tranquilidad de la conciencia, el equilibrio ético.

Ello está relacionado con la madurez individual, pues sin salir de cualquier ciudad se pueden hoy encontrar personas que funcionan con esos módulos, con mayor o menor énfasis en uno u otro según las circunstancias. Hay gentes que sólo se portan bien si se les promete y se les da algo tangible. Otros, tantos católicos, que frenan sus fechorías o se disparan hacia la abnegación pensando en el más allá. Y, finalmente, otros para quienes es un sufrimiento grande hacer un daño consciente y son generosos y caritativos sencillamente porque no pueden actuar de otra manera.

Reconozco que en este momento la filosofía hindú me parece mucho más armonizable con el presente estado de la ciencia que nuestra filosofía occidental. En especial por la idea del mundo, de Dios y del hombre que presenta. Es a la vez más realista y más optimista.

Su interpretación del acontecer histórico como un juego divino, como un gimnasio moral donde la humanidad, a fuerza de reencarnaciones, va identificándose con el Absoluto es más atractiva y delicada que la nuestra. Es una filosofía compasiva de la situación humana, a la que contempla irguiéndose cada vez más en una continua superación de sus limitaciones. Limitaciones internas, fruto del lento caminar hacia el consciente. Y externas, producto de la ignorancia y de los condicionamientos.

Nadie puede pretender, salvo los dogmáticos, que una persona mal alimentada, escasamente ilustrada y sujeta a mil opresiones, sepa comportarse de igual modo que quien, a fuerza de depender cada vez menos de los condicionamientos, ha logrado una libertad interior responsable.

Cualquier confesor católico, por mucho que a otra cosa lo instiguen, sabe distinguir esos niveles subjetivos de moralidad y se cuida muy bien de no imponer ideales inalcanzables a quienes no hacen otra cosa que sobrevivir y luchar por la vida. Con frecuencia he observado lo difícil que es hablar de deberes a quienes están empeñados en la conquista áspera de sus derechos. No hay peor criminal que el acosado.

Frente a la mortificación del cuerpo, la filosofía hindú y la ciencia moderna recetan su entendimiento y su cuidado porque sostienen que de nada sirve una permanente crispación de los instintos si no se les da una buena razón para someterse al cerebro.

Después de un largo camino de experiencia, el hombre maduro conquista el control armónico de su cuerpo y la posibilidad de que las exigencias de éste no perturben un profundo desarrollo de la actividad espiritual y un comportamiento desinteresado y filantrópico. Las renuncias ascéticas, que en vez de liberar y ordenar las energías vitales las mutilan o entierran, se pagan luego en un deterioro progresivo de la personalidad, como pueden testimoniar tantos psiquiatras.

Fruto de esa ascensión personal que postulan el hinduismo y la ciencia contemporánea son todas las conquistas de la civilización y la posibilidad de una convivencia pacífica y justa que, para el hindú, está todavía lejana.

Mientras tanto, Dios no es para ellos un sancionador ni un recurso. Su renuncia expresa a la antropología para entender a Dios les evita confusiones y no caen en fáciles antropomorfismos que nosotros tanto usamos. A fuerza de hacerlo se oyen cosas como la pretensión del movimiento de liberación de la mujer que pregunta por qué Dios es un El y no un Ella.

O aquel chiste anticlerical que sentencia que Dios es bueno pero que podría ser mejor.

Los hindúes, al precio de renunciar al Dios bíblico, compañero y amigo del hombre, redentor cercano y destinatario de sus soliloquios, han logrado desterrar todo ateísmo y llegar a la conclusión, a la que también llegó el Areopagita, de que Dios no pertenece ni a la categoría de la existencia ni a la de la no existencia. Que no es un objeto más que añadir al inventario de las cosas, sino más bien una fuerza vital inteligente presente en todas ellas. Sus más importantes pensadores se asocian con los místicos occidentales en declarar que apenas saben nada sobre Dios, y que creen acercarse a El, en el silencio y el desprendimiento, "estando ya la casa sosegada".

Nada más contrario a esto que el catolicismo militante y proselitista. Sin embargo, hasta que los estudios de interpretación bíblica no avancen más, el mensaje cristiano se encuentra subordinado a unas frases, a unas ideas cuya ininterpretación elemental favorece la versión preconciliar del catolicismo.

El inmovilismo no es el espíritu de la Iglesia

En la Obra, el énfasis en las potestades es congruente con todo lo demás. Por citar sólo dos casos, me referiré a la liturgia y a la confesión. Tras un período muy dogmático, la Iglesia ha decidido no imponer a los fieles una determinada lengua para hablar a Dios o de Dios. Tiende a vulgarizar las celebraciones comunes, respetando la libertad de los cultivadores voluntarios del latín.

El padre Escrivá, doliéndose del hecho, ha impuesto el latín para las celebraciones en las casas de la Obra, no ya de España sino de todo el mundo, incluido el Japón. No concede opción a sus sacerdotes, aunque no los puede obligar a seguir ese criterio cuando asisten personas que no son de la Obra. Ello trae consigo el esfuerzo suplementario de enseñar algo de latín a los prosélitos y de mantenerlo, con lecciones de repaso, en el resto de los socios. Al mismo tiempo, poco conforme con los nuevos ritos, ha montado una paraliturgia, hecha sencillamente del modelo anterior, también de obligado cumplimiento interno en unos y otros actos de culto, logrando una separación más entre los miembros del Opus Dei y los otros fieles cristianos.

El asunto de la confesión merecería capítulo aparte. La última gran operación constructora de la Obra consiste en levantar un gigantesco santuario en Torreciudad, Aragón. Se trata de conmemorar episodios de la infancia del padre Escrivá y es a la vez una reafirmación del culto a la Virgen y una apoteosis de la confesión auricular.

Conocidas son las dificultades que los excesos en la devoción católica a la Virgen producen en los encuentros ecuménicos. Y de todos es advertida la evolución implícita o explícita en la praxis de la penitencia. Pero al padre Escrivá se le nota la estirpe, y si no quieres caldo, taza y media, o también el sostenella y no enmendalla, que tampoco es mal criterio.

Solicitando un nuevo sacrificio económico de los socios de la Obra, levanta una gigantesca basílica y declara que en ella habrá cientos de confesonarios. El éxito se le podría augurar si dispusiera de cientos de buenos psiquiatras y psicólogos que atendieran gratis allí las neurosis y depresiones de la sociedad de consumo. Pero no parece que disponga de ellos. Por otra parte, no creo que la clientela de la Obra considere rentable llegarse hasta Torreciudad para recibir una atención que puede lograr en su ciudad. Pero a lo mejor el pueblo español decide que ese es el mejor lugar para confesarse y lo llena. Todo podría ocurrir.

Para mí el tema, aparte de los problemas de conciencia que su financiación acarrea, es casi una provocación injustificada, que crea una nueva confrontación entre modos diverso de entender el catolicismo, con el matiz importante e que el que interpreta Roma no es precisamente alentador de tales operaciones.

A fuerza de creerse en posesión de la verdad, el padre Escrivá ha terminado por construir un Símbolo de la fe para uso interno que propone, con acentos dramáticos, a sus leales. Se trata de un retorno a las fórmulas tridentinas, rodeadas de un clamor por los viejos tiempos de la fidelidad y una permanente censura a la modernidad. Los documentos conciliares son citados cum granum salis y algunas encíclicas implícitamente repudiadas.

Semejante actitud desemboca en una equívoca posición de los predicadores de la Obra. Aquellos que se toman en serio la teología no dejan de advertir y lamentar la discriminación doctrinal que su líder les impone y que se traduce en un repertorio de libros o autores prohibidos. La investigación científica se hace así imposible, más aún cuando es obligatoria la censura interna de los escritos sobre estas disciplinas. En la predicación, cuando se va más allá de la pura ascética, hay el peligro de ser considerado peligroso y dejar de recibir encargos para atender cursos de formación, ejercicios espirituales, etc.

Así se va confeccionando una lista de predicadores seguros que monopolizan las actividades apostólicas y cuya palabra discurre por el estrecho sendero de una más estrecha ortodoxia.

Asustados por la presente situación de discusión abierta, ni más intensa ni más apasionada que tantas otras que registra la historia eclesiástica, los dirigentes de la Obra apuestan a lo seguro, que es una manera de confesar un miedo a la libertad de pensamiento que a estas alturas parecería ridículo si no fuera trágico. Porque en aras de la seguridad se cercena la libertad de las conciencias, refugiándose en la triste muletilla de que yo no quiero condenarme. Y por no querer condenarse, los sacerdotes de la Obra tienen que seguir amenazando a sus feligreses con la ira divina en el famoso tema del control de natalidad. Con una idea bien pobre del Dios que predican, imponen carga tras carga sin la menor discriminación a esos católicos que todavía no han entendido la responsabilidad moral personal y serían capaces de enfadarse con el Papa y borrarse de la Iglesia si un día recibieran la noticia de que también puede utilizarse la píldora.

Ese género de católicos, que tanta compasión suscitan aunque en realidad cada vez hay menos, son precisamente el producto de una manipulación de las conciencias ejercida por confesores de escasa imaginación y sobra de temor de Dios. Uno termina por aceptar la opinión tan común de que hasta que no haya sacerdotes casados no entenderá la Iglesia la naturaleza del matrimonio, del sexo y de la paternidad. Y más profundamente. Que como no llegue pronto a aceptar que los criterios de verdad sólo muy escasamente pueden ser reconducidos a principios de autoridad, la Iglesia tendrá muy poco que hacer con las gentes educadas. Mientras el pueblo fiel era mayoritariamente un pueblo iletrado, fue cómodo e incluso aceptable que los que no pensaban trasladaran la responsabilidad del propio pensar a quienes lo hacían y éstos, misteriosamente, se creyeran investidos de un poder de lo alto para sustituir la deliberación personal. A medida que la educación progresa, resulta más difícil hacer dejación del propio juicio por muy leal y unido que uno se sienta a las personas que ejercen oficios directivos. Y ni siquiera las sanciones ultraterrenas o las apelaciones más cariñosas a la unidad pueden algo contra esa corriente de progreso individual.

Un alto funcionario de la Diputación navarra me hizo observar, no hace mucho tiempo, que el descenso operado en las vocaciones religiosas entre los niños de los pueblos concidía cronológicamente con la extensión de la protección escolar en forma de becas para estudios civiles. Esto es tan obvio que solamente un fanático puede interpretarlo como la alianza entre poderes satánicos y la corrupta naturaleza humana para restar a Dios almas entregadas.

La participación de los socios de la Obra en las nuevas aventuras del espíritu humano, que sólo pueden ser iniciadas desde una libertad interior valiente y comprometida, se hace prácticamente inconciliable con la lealtad a la Obra. Y los dirigentes, creyendo defender los derechos de Dios en la sociedad, curiosa frase, les ponen uno y mil obstáculos que terminan por desanimar al más animoso.

Mal destino el de quien confía demasiado en cualquier organización para conseguir el despliegue de sus potencialidades como hombre. Porque si todos hemos de aprender a lograrnos en sociedad y a mantener ese difícil equilibrio entre la paz interior, hecha de sosegamientos, y el diálogo vital con la compleja realidad que nos rodea, el único camino legítimo para ello es dar pasos conscientes y voluntarios, sin trasladar a nadie la responsabilidad de la propia andadura. Y cuando, por cualquier motivo, nos asociamos se hace muy necesario el "chaveta". Cuidado con lo que entregamos a cambio y a quién se lo entregamos. Porque si lo hacemos a quienes no están demasiado interesados en fomentar el desarrollo de nuestra personalidad, sino en lograr que nos adaptemos a un modelo cualquiera de comportamiento, la vida no será ya un alegre juego sino un permanente conflicto de mal planteadas lealtades.


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