De la inocencia a la mala fe. De las ideologías a las sectas

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Autor: Jacinto Choza, 17 de enero de 2007


Conciencia del mal y conciencia del delito

El escrito sobre La inocencia de los dirigentes del Opus Dei tenía por objeto apoyar el trabajo de Oráculo sobre La libertad de las conciencias en el Opus Dei, y el trabajo de Agustina y de muchas personas de la web, que aspiran a corregir los abusos perpetrados por el Opus Dei con los medios que sea posible, y en particular mediante la intervención de la autoridad eclesiástica competente.

Mi intención de apoyar se concretó en responder a la pregunta sobre cómo es posible que un delito tan grave, y una violación de normativas eclesiásticas tan precisas, sean cometidos sistemáticamente por tanta gente con deseo de hacer el bien sin caer en la cuenta de ello.

Mi respuesta a la pregunta fue: en la mayoría de los casos los dirigentes no tienen conciencia del mal que causan, y ahora añado: y aunque tengan conciencia de ese mal, de un modo más o menos claro, no tienen conciencia del delito ni de su gravedad hasta después de leer el escrito de Oráculo al respecto.

La falta de conciencia de delito, y, sobre todo, la falta de conciencia del mal, la denominé inocencia, señalando como la primera de sus consecuencias inmediatas la crueldad, y como exponente ejemplar de ella la imagen del cocodrilo devorando a un cebú.

Las personas que tenían suficiente sensibilidad, lucidez y valentía para percibir el mal como tal y denunciarlo, probablemente no tenían la formación jurídico-canónica suficiente para saber los tipos de delitos que se estaban cometiendo. Porque la conciencia del mal es cuestión de sensibilidad, y la conciencia del delito cuestión de ciencia y de estudio. Además la conciencia del delito confirma y refuerza la conciencia del mal. Porque los delitos los suelen definir personas que han pensado mucho en los daños y en el modo de evitarlos, y tienen por eso una conciencia del mal más viva.

Me parece que en orden a clarificar el grado de conciencia, de responsabilidad y de culpa de los dirigentes, que es lo que se ha debatido en buena parte de los escritos posteriores, y en orden a una mejor comprensión de ese fenómeno del daño causado por el aparato del Opus Dei a tantas personas, se podrían tomar en consideración algunas cuestiones más. No para determinar la culpa de nadie, que eso, como dicen Aquilina y Emeve, qué más da, sino para comprender mejor lo que ha pasado y comprendernos mejor a nosotros mismos y a todos. Por otra parte, aunque determinar la culpa de cada quién sea importantísimo desde el punto de vista de la justicia, y aunque ese sea uno de los objetivos de la web y de Oráculo, no es el mío aquí y ahora, y estimo también con Austral que habría muchos grados de responsabilidad según cada caso, que correspondería determinar a la justicia divina en mayor medida que a la humana.

En la comparación de Escrivá con Franco, y de ambos con Krushev y Juan XXIII, podía apreciarse una mayor sensibilidad y humanidad de los dos últimos. Ahora creo que las preguntas que más ayudan a la compresión que buscamos y a clarificar otras preguntas que quedan sin responder son, a propósito de los personajes mencionados: ¿se puede ser franquista, de a pie y del aparato, de buena fe?, ¿se puede ser comunista de buena fe?, ¿se puede ser católico de buena fe?

La respuesta es que hay personas tan identificadas con el ideal y con la institución que se pueden asimilar al fundador, pero que la identificación con el fundador se puede dar en muchas direcciones.

Por ejemplo, en el caso del franquismo, quizá no pueda encontrarse alguien más fundamentalista en la misma línea de Franco que Serrano Suñer, ni más cruel. Pero Franco no tardó demasiado en relevarlo de su cargo. ¿Fue Serrano Suñer más leal a Franco que Franco mismo? ¿Fue Franco traidor al nacional sindicalismo? Por ejemplo ¿Fue Krushev traidor a Stalin para poder ser fiel al comunismo? Por ejemplo, ¿fue Alvaro del Portillo tan fiel a Escrivá que por eso traicionó el carisma del Opus Dei? ¿fueron Juan XXIII y Paulo VI traidores a Pio XII pero fieles a la Iglesia y fieles a Cristo?

¿Qué sentido puede tener ser leal a Escrivá, o a Pio XII antes que a la Iglesia o antes que a Cristo? Y ¿qué sentido tiene ser leal a Lenin y a Stalin antes que al comunismo?, ¿o al marxismo antes que a Marx?

La cuestión además no es si se puede ser cristiano, comunista etc., de buena fe, sino, más radicalmente, si Pio XII, Stalin, Juan XXIII, Krushev, Franco, Escrivá y otros podían ser ellos mismos actores de buena fe. Si podían estar creyendo que hacían lo que tenían que hacer para salvar al mundo, al proletariado, a la Iglesia, a Rusia, a España, etc.

Pero tampoco en esas cuestiones interesa entrar ahora, porque el propósito de estas líneas no es la justicia, ni la historia, sino comprendernos mejor a nosotros y lo que nos ha pasado. Interesa el asunto de la buena fe de los colaboradores y seguidores de todos esos personajes, de la buena fe de quienes abrazan de todo corazón una ideología.

El daño de las ideologías

En la película L’Aveu (La confesión), de 1970, de Yves Montand y Simonne Signoret, en la que se refiere autobiográficamente el juicio crítico al que fueron sometidos ambos actores en el seno del Partido Comunista Francés antes de su expulsión, y en la novela Autobiografía de Federico Sánchez de Jorge Semprún (Premio Planeta de 1977), se relata el enfrentamiento de Semprún con la Pasionaria antes de ser expulsado por ella del Partido Comunista español. Ambas obras están hechas con el mismo ánimo con el que hacemos esta web, y quienes no las conozcan se sorprenderán de las semejanzas que encuentren cuando lo hagan.

Montand refiere que ellos había hecho carne de su carne el lema del partido: “más vale equivocarse con el partido que tener razón fuera de él”, y Semprún cuenta las veces que Dolores Ibarruri le increpaba despectivamente “Intelectuales, cabeza de chorlito”, cada vez que se atrevía a discrepar de las directrices que se le señalaban para organizar nuevamente el partido en España a comienzos de los años 60.

También entre los nazis hubo “resistentes en la obediencia”, como el mariscal Rommel, y entre los franquistas hubo “traidores” como don Juan de Borbón, o el propio Juan Carlos I, como Ruiz Jimenez o Adolfo Suarez.

Y tanto en un sitio como en otro siguió habiendo fieles seguidores de los líderes. ¿por qué había tanto intelectuales votando al partido comunista bajo el terror de Stalin, después de la des-estalinización, después del informe de Krushev, después de las represiones e invasiones de Polonia, Hungría y Checolosvaquia, después de los informes sobre la violación de los derechos humanos en Cuba? ¿Por qué los había en los países del este, donde no podían votar otra cosa, y por qué los había en Italia y Francia, donde tenían información de primera mano? ¿Por cobardía, por miedo, por inercia...?

Para dar respuestas a esas preguntas, verdaderamente difíciles y complejas, Raymond Aaron, una de las figuras judías de la sociología francesa del siglo XX, escribió L’opium des intellectuels (Gallimard, París, 1955). En el prólogo dice: “Al tratar de explicar la actitud de los intelectuales, despiadados para con las debilidades de las democracias, indulgentes para con los mayores crímenes, a condición de que se los cometa en nombre de doctrinas correctas, me encontré ante todo con las palabras sagradas: izquierda, revolución, proletariado. La crítica de esos mitos me llevó a reflexionar sobre el culto de la Historia”.

La mayoría de los votantes comunistas de los años 50, 60 y 70 no eran intelectuales. ¿Seguían apoyando las ideologías porque lo habían hecho sus padres?, ¿porque representaban una esperanza y un ideal?, ¿porque les parecía que el capitalismo era mucho más abominable?

Y los que en los años 50, 60, 70 y 80 apoyaron a Franco, a Pinochet, en España y en Chile, ¿lo hacían por miedo?, ¿por seguir la tradición?, ¿porque el comunismo les parecía mucho más abominable? ¿Cuál es el grado de responsabilidad de los votantes en el mantenimiento de los regímenes de Stalin, Franco, Milosevich, Pinochet, Saddan Hussein, etc.?, ¿y cual es el grado de responsabilidad de los integrantes de los diferentes gabinetes y puestos de la administración pública en cada uno de esos regímenes?

¿De verdad se puede creer que los numerarios, supernumerarios y agregados de las dos secciones eran más o menos conscientes del mal causado a los fieles por el aparato de la obra, de lo que lo eran los cooperadores de esos regímenes del daño que se causaba en sus respectivos países? ¿No podrían creer también, al menos en los principios, que lo que hacían era sacar adelante la Iglesia, los países en cuestión y las personas que en ellos estaban? Es decir, ¿no podrían estar actuando de buena fe? ¿Y no podrían creer eso también Stalin, Pio XII, Escrivá, Franco, Juan XXIII, Krushev, Pinochet, etc., cada uno con sus rasgos de carácter propio de megalomanía, ambición, soberbia, ira, desconfianza, inteligencia, etc.,?

Escrivá y la Obra tienen sus rasgos distintivos respecto a los dirigentes mencionados y respecto a las restantes entidades señaladas, pero también tienen mucho en común con ellos, al igual que los seguidores de a pie y los cuadros dirigentes, y tenerlo en cuenta es útil para perfilar la respuesta a algunas de las preguntas hechas sobre la responsabilidad de los fieles de a pie y de los dirigentes del Opus Dei.

La tutela de la Iglesia

El rasgo diferencial más importante entre el Opus Dei por una parte, y la Iglesia y los países e ideologías mencionados, por otra, a parte de los procedimientos para obtener seguidores, es que mientras que la Iglesia, los países y las grandes construcciones del pensamiento son soberanas, el Opus Dei no lo es. Es una institución que pertenece y está subordinada a la Iglesia católica.

Los países y las ideologías compiten por el dominio del mundo para poseerlo, arreglarlo, conducirlo por el recto camino, y conseguir tenerlo en sus corrales. Las religiones también, y, dentro de la Iglesia católica, algunas instituciones y organizaciones también. Todos con la legitimidad que les da la voluntad de servir y de salvar, porque como muestra insistentemente Foucault el poder no puede aceptarse a sí mismo más que bajo la forma de derecho.

Lo extraño en el caso de la Obra es que se presenta siempre como subordinada a la Iglesia, y encaminada a servirla “como la Iglesia quiere ser servida”, pero a la vez, siempre se la percibe buscando dentro de la Iglesia una situación de soberanía completa, que es la que tienen los obispos en tanto que cabezas de las iglesias particulares, y en tanto que cada iglesia particular es en sí y por sí misma la iglesia universal.

En esto reaparece una vez más esa contradicción tan típica del Opus Dei entre lo que dice de sí mismo en teoría de cara al publico (incluso de cara a los propios fieles), y lo que hace y busca para sí frente a la autoridad de la Iglesia.

Después de darle vueltas a este tema y a otros colaterales, después de leer lo que dice Idiota y recordar lo que dice Joan Esctruch en su libro, pienso que sí hay motivo para interrogarse sobre el carácter divino del carisma del Opus Dei, y de la existencia de tal carisma.

En efecto, la santificación del trabajo ordinario no es algo que aparece en las definiciones de los fines de la institución antes de los 60 tan claramente como después. José Luis Illanes escribió su estudio sobre La santificación del trabajo, por encargo del fundador, después de que a comienzos de los 60, Hans Urs von Balthasar declaró que si el Opus Dei era lo que decía ser, entonces no tenía ninguna espiritualidad, y no podía pretender tenerla, porque no se diferenciaba en nada de la Iglesia misma. Recuerdo que una vez, a propósito de este tema, Leonardo Polo comentó que la Obra era simplemente el carisma para el crecimiento y desarrollo de la Iglesia. Eso está bien ilustrado con la imagen que durante un tiempo repetía Escrivá de los dos faroles, uno que da una luz normal (un cristiano cualquiera) y otro que se enciende con una luminosidad especialmente intensa (un miembro del Opus Dei, o sea un “cristiano corriente”).

El problema es: ¿qué diferencia hay entre un cristiano cualquiera y un “cristiano corriente”? ¿Existe realmente la diferencia, existe realmente el carisma? Si existe, ¿es formulable jurídicamente? ¿Cómo sabe Escrivá que su pasión por llevar a la Iglesia a la cima de la grandeza bajo sus directrices proviene de un carisma divino realmente y no de su temperamento, cuando el carisma divino podía haber sido para la re-cristianización del mundo a través de los laicos, un carisma genérico que en la primera mitad del siglo XX está operativo en numerosos movimientos de espiritualidad? Además, ¿cómo puede saberlo la autoridad de la Iglesia?

A propósito de este tipo de problemas Pedro Lombardía comentaba (era su modo de hacer una crítica muy camuflada), que para la Iglesia del siglo XIII resultaba muy difícil, si no imposible, diferenciar entre el espíritu de los cátaros y los albigenses y el de Francisco de Asis. ¿Pudo haber sido también en el siglo XIII el carisma de la pobreza un carisma genérico, que alcanzó hasta Lutero y Calvino? ¿Quién puede asegurar que Lutero y Calvino no fueron destinatarios de carismas divinos? (esta pregunta se la escuché por primera vez a José Luis Illanes)

Ya estas preguntas pueden ser suficientes como crítica a Escrivá y al concepto de “carisma del Opus Dei”, y quizá también aclaración suficiente sobre el poder de la Iglesia en el discernimiento de los carismas.

Hay todavía otro punto en relación con la fiabilidad de la Iglesia en cuanto garante y tutora de las instituciones que erige y acepta como propias. Quizá la Iglesia no tiene más garantías de las que tiene el Estado cuando erige y acepta como propias instituciones educativas, sanitarias, industriales o comerciales, que se presentan con el objetivo de obtener beneficies económicos y prestar un servicio a la sociedad y al país. Quizá la aprobación de las instituciones en cuestión por parte de la autoridad eclesiástica y civil significa el reconocimiento de la capacidad de las instituciones en cuestión para cumplir sus fines, y el reconocimiento de la legitimidad de los fines declarados. Pero hay otro punto sobre la tutela que ejerce la Iglesia sobre su territorio que me interesa aclarar, y que es el significado de las canonizaciones.

Los santos del purgatorio

El día de Santo Tomás de Aquino de 1992, a las 11 de la noche, participé en Canal Sur, la televisión autonómica de Andalucía, en un debate sobre la beatificación de Escrivá, que estaba previsto realizarse ese año. Yo ya llevaba años irreversiblemente enfrentado a los directores de la Obra por el daño grave que veía estaban causando a los fieles de la prelatura. No me había marchado por diversos motivos, entre otros, que todavía creía en el carácter sobrenatural del carisma: por eso se me cae la cara de vergüenza cuando vuelvo a ver la grabación de ese programa y me veo con el aire de seguridad y la sonrisa de suficiencia del que representa a la verdad objetiva, o sea, del típico numerario. También recuerdo muy claramente que yo estaba más de acuerdo con los atacantes (Luis Carandell, Francisco Umbral y Vladimir Felzman), que con la posición que yo estaba obligado a defender en público: la legitimidad de la beatificación del fundador del Opus Dei, y del Opus Dei como institución de la Iglesia, a pesar de las críticas que los oponentes vertían.

Bueno, mi posición, en la que yo no me traicionaba a mí mismo y desde la que podía presentarme ante los demás y ante mí como una persona aceptable es que no pasa nada porque se beatifique o se canonice a Escrivá, porque santo puede ser cualquier imbécil, cualquier energúmeno, y además, esa es la doctrina que entonces sostenía el Opus Dei, la santidad no es cosas de privilegiados, sino algo al alcance de todo el mundo.

Cuando años más tarde me encontré con Tlin y llegué a conocer la teoría que entre ella y su madre habían elaborado sobre la situación de Escrivá en el purgatorio alcancé una mejor comprensión de las cosas, dentro de mi marco de referencia.

Mi marco de referencia viene dado, entre otras cosas, por el hecho de que yo creo en la Iglesia, como Tlin y su madre, y por el hecho de que si la Iglesia dice que los santos son los que están ya con Dios, y los que pueden ser tomados como ejemplos en algunas cosas, yo debo aceptarlo. Aceptar algo que no puedo entender me cuesta mucho más que aceptar algo que puedo entender. Y a partir de las conversaciones con Tlin llegué a entender que santos no solamente son los que están en el cielo, sino también los que están en el purgatorio. Por supuesto, las concepciones del cielo y del purgatorio (y desde luego, las del infierno) varían en la Iglesia de una época a otra (a este respecto han sido para mi muy instructivas la Historia de los infiernos de G. Minois, Paidos, Barcelona, 1994, y la Historia del cielo, de McDannell y Lan, Taurus, Madrid, 2001). Pero como en todas las épocas se ha creído que las ánimas del purgatorio pueden hacer algo por nosotros, y nosotros por ellas, y que las almas del purgatorio son benditas, son beatas, santas, llegué a pensar que esa podía ser la situación de Escrivá.

Como dicen Tlin y su madre, ha hecho tanto daño a tanta gente, y tiene que pagar una factura tan alta por ese daño, que no puede estar e otro sitio que en el purgatorio. Aquí purgatorio significa sitio en el que se puede resolver post mortem una situación de injusticia más o menos grave (en este caso, muy grave).

Esto me encajaba bien con la cantidad de favores que dicen haber recibido de Escrivá tantas personas. Equivale a recibir esos favores de las animas del purgatorio. Y me encajaba con un favor que para mí tenía especial relevancia, a saber, el que le pidió a Escrivá la mujer de Raimundo Panikkar en relación con los hijos que querían adoptar en la India y que según ella Escrivá le concedió.

Escrivá debe tanto a tanta gente, y especialmente a quienes más ha maltratado al echarlos de la Obra, difamarlos y calumniarlos, que ellos y sus allegados están legitimados para pedirle servicios, no como el despojado que suplica un don, sino como el acreedor que reclama una deuda. Y que Escrivá está en disposición de atenderles, no como el que hace un favor a un desvalido, sino como el que recibe un favor de aquel que le solicita algo, porque le ayuda a reparar parte de las innumerables injusticias que cometió.

Comprendo que todo este excurso es tremendamente especulativo, y que en cierto modo no es más que el caldo de cabeza de una persona quizá demasiado acostumbrada a trabajar con ideas, pero lo cuento porque podría ayudar a alguien, y en cambio, a los que lo tomen con una sonrisa de benevolencia o una despectiva carcajada no les hará ningún daño.

La Iglesia, pues, no garantiza que las instituciones que reconoce y aprueba cuenten con un carisma legítimo, ni garantiza que ese carisma, si es el caso, vaya a ser correctamente gestionado. Tampoco garantiza que las personas a las que declara estar con Dios tras su muerte (a las que declara “santos”) sean admirables e imitables en muchas cosas, sino solo en algunas, mientras que sí asegura que no lo son en otras. Muchas veces le escuché a Escrivá decir que quería que se escribiera un libro sobre los defectos de los santos, para que se viera eso con claridad.

Pues bien, finalmente queda por analizar que Escrivá desarrolló un sistema y creó un aparato que genera mucha patología psíquica, que deforma las conciencias, que anula la libertad y que degrada la dignidad de la persona de un modo espantoso, que esas personas cada vez quedaban en peores condiciones para darse cuenta de la trampa en la que estaban y para escapar de ella, y que Escrivá era y es, junto son sus sucesores en el gobierno de la institución, responsable de haber creado esos ambientes y haber producido esos daños.

Dicho de otra manera, Escrivá es responsable de haber creado lo que se puede considerar desde ciertos puntos de vista una secta particularmente dañina.

Las sectas

En lugar de definir una secta, me parece más interesante definir un clima o un ambiente sectario como aquel en el que se producen a las personas en su conciencia, libertad y dignidad, todos los daños que he mencionado en el párrafo anterior.

Por eso se puede afirmar que aunque el Opus Dei haya hecho y haga mucho bien a muchas personas, como Stalin, Franco, Pinochet, Milosevich y Fidel Castro, también ha hecho mucho mal a muchas personas, como lo hicieron todos ellos.

La conclusión más pacíficamente deducible de esa ambivalencia no es que el comunismo, el nacionalsindicalismo, el neoliberalismo, el postsocialismo o el cristianismo sean malos, pecados o doctrina intrínsecamente perversas, como se ha podido decir de cada una de ellas. Es más plausible concluir que Escrivá, Stalin, Franco, Pinochet, Milosevich y Fidel Castro son personajes dictatoriales, megalómanos y paranoides que quedaron fanatizados por unos ideales y que tuvieron la habilidad y capacidad para crear ambientes donde realizarlos dañando mucho a mucha gente a la vez que hacían bien a otros.

¿De qué tipo de daño se trata? Ninguno de los dirigentes mencionados pasa por ser creador de sectas, ni por haber abrazados ideologías sectarias. Las ideologías no son sectarias. Sectarias son las formas de realización de algunos ideales. Algunos teóricos han sostenido que las ideologías crean en sus seguidores una mentalidad y una actitud sectaria porque les proporciona una triple dispensa:

Una dispensa ética: la dispensa de discernir entre el bien y el mal porque eso ya lo dice el partido.

Una dispensa técnica: la dispensa de ser útiles y eficientes, porque eso ya lo es el partido. Ese el objetivo del partido, y no de las personas singulares.

Una dispensa epistemológica: la dispensa de distinguir entre lo verdadero y lo falso, porque lo verdadero y lo falso ya lo señala el partido.

Es verdad que las ideologías conceden y generan esa triple dispensa, de las cuales hablan Semprun y Montand en las obras mencionadas, pero no por sí mismas y de suyo, sino por el modo en que las difunden, imponen y ejecutan determinados dirigentes que se hacen cargo del aparato. Hay dirigentes que convierten las ideologías en sectas, y las instituciones cristianas en sectas, porque ellos mismos son sectarios y se rodean de sectarios en el aparato, y de súbitos de a pie sumisos, o sea, que se sienten deslegitimados y desautorizados para dialogar con ellos.

Y en esos caso sí que se cumple la definición de secta. Una institución es una secta cuando inutiliza la conciencia moral de sus miembros, de forma que cuando se desvinculan de ella no son capaces de utilizar autónomamente su sentido de lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, lo útil y conveniente y lo inútil y nocivo.

En muchos lugares y a muchos niveles, el cristianismo, el Opus Dei, el comunismo, el fascismo, e incluso el liberalismo (o el neoliberalismo), puede ser y es una secta.

Es muy importante tratar con justicia a los responsables de grandes daños para muchas personas, y determinar con verdad su grado de responsabilidad, de culpa, y de mala fe. Yo me inclino a pensar que el grado de mala fe de los dirigentes mencionados es mínimo, y el grado de culpa, máximo, pero no sé qué decir en cada caso del grado de dolo, tendría que estudiarlo mucho más, pero ahora no experimento ninguna exigencia de hacerlo.

Por lo que se refiere a las víctimas de los sectarios, me parece que más importante que hacerles justicia es comprenderles y ayudarles a que se comprendan, porque eso es cooperar con ellos a restituirles la dignidad y la libertad que les fue mermada con grave daño para sus vidas.

Tengo que agradeceros a todos los que habéis hecho observaciones a mi escrito sobre La inocencia de los dirigentes del Opus Dei, lo que me habéis ayudado a pensar más y aclarar más nuestra situación, y a comprender un poco mejor mi itinerario vital. Os lo participo con el deseo de prestaros también una ayuda semejante.


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