Cuando mamas el Opus Dei desde la cuna

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Por Dess, 27 de febrero de 2008


Llevo mucho tiempo leyéndoos como quien se acerca regularmente a un pozo de agua clara, para diluir las ideas y observar los mil destellos del sol poniendo luz sobre mi vida. Me decidí a enviar este testimonio, a raíz del escrito de Xabier de Barcelona. Allí nos describía en que consiste la exclusión moral por pertenecer a una familia del Opus Dei, y no identificarse con él.

Este será mi único testimonio. Firmo con un nick pues mi testimonio trata de mi familia de un modo transparente (no puede ser de otro modo), y a pesar de todo les quiero (mucho). También, porque no me fió de la gente del Opus Dei. Me fié de ella demasiado tiempo, hasta hacerme numeraria. Pero hoy sé, que los que a lo lejos pueden resultar “personas encantadoras”, en las distancias cortas tienen el poder y la capacidad de generar dolor en mi y los que me rodean.

Empezaré con mi historia. Mi familia era lo que en la Obra se consideraba una familia modelo: padre supernumerario, madre supernumeraria (ambos con educación superior), y 6 hijos inteligentes, bondadosos y dóciles. En teoría, estas circunstancias y la adecuada predisposición de mis progenitorires, necesariamente debían significar la fuerza generadora de un hogar “luminoso y alegre”. Mis padres rezaban constantemente, cumpliendo esforzadamente las normas, y seguían rigurosamente las indicaciones de los medios de formación para que así fuera.

Pues bien, lo cierto es que mi hogar “se parecía al infierno”. Mi madre, desbordada por la obligación moral de tener tantos hijos, de ser fiel a Dios y cumplir las oraciones, misas, santos rosarios diarios.... se había convertido en una mujer profundamente estresada y amargada. Desde que entraba por la puerta de casa a la vuelta del trabajo, no dejaba de gritar y dar órdenes destempladas como si su casa fuera un cuartel. Descargando su frustración mediante humillaciones verbales y reproches a sus hijos. Continuamente: desde la mañana hasta la noche. Por supuesto, nunca tenía tiempo para mantener con ninguno una sola conversación íntima de madre-hijo, madre-hija. Estaba tan adoctrinada a cerca de que “lo primero era Dios”, “al estilo Opus” (ya sabéis, la caridad vivida de un modo muy peculiar..), que nos hicimos mayores con una sargento en el lugar de una madre...

Pero no, no penséis que con todos los hijos pasaba igual. Aquí viene la “exclusión moral de la que habla Xabier”. En mi familia estaban “los que pasaban por el aro”, y los que no. Los que pasaban por el aro, es decir, resultaban bien predispuestos y llegada la edad apropiada pedían la admisión, pasaban a tener un estatus de aceptación, incluso respeto. Pero los que no pasábamos (es decir, yo), nos convertíamos en un auténtico vertedero de lo peor que una madre puede albergar: tanta infelicidad acumulada por el esfuerzo titánico de ser feliz en las coordenadas equivocadas, es decir, dentro del Opus Dei. Durante años, me desmarqué como distinta a mis hermanos: ellos eran hormiguitas hacendosas, yo estaba de continuo en las nubes. Ellos obedecían incondicionalmente, yo enmendaba la plana con argumentos de lo más “inoportunos”. Ellos comenzaban una vida de piedad encaminada a pedir un día la admisión, yo despotricaba del agobio de las numerarias y su empeño en los rezos y en intentar “cazarme”. Me convertí en una “cabeza de turco”, blanco de las risas (casi nunca mal intencionadas) de mis hermanos, y de la impotencia agresiva de mi madre al no lograr que “saliera de serie”, tan en consonancia con lo planificado.

Al llegar el verano pasaba lo siguiente: tenía tantos hermanos numerarios y mis padres tenían que pagar tantos cursos anuales, que el resto de familia (yo y los pequeños) nos quedábamos sin vacaciones pues no había dinero. Así me “papé” los 4 veraneos de mi adolescencia, encerrada en un piso sin relacionarme con gente de mi edad. Mientras mis hermanos disfrutaban de piscina y actividades “sanas y formativas”. Idem, eadem, idem pasaba con las las vacaciones de Navidad y los cursos de retiro a los que mis hermanos asistían. La vida de mi familia, también en los periodos vacacionales, estaba absorbida por completo por el Opus Dei (para desgracia de los que no lo éramos).

Luego estaba lo del club. Mis padres, tenían tal lavado de cerebro, que pensaban que a partir de las 10.00, la calle, los pubs, y todo sitio de diversión juvenil eran una versión actual de Sodoma y Gomorra: sexo, y sobretodo sexo a discreción, allí donde se dirigiera la mirada. ¡Qué difícil educar a unos hijos en una ambiente de tal degradación!. Por tanto, cuando en 1º de BUP llegó el momento de ir al cine con las amigas, me lo prohibieron terminantemente, al igual que cualquier otra actividad extraescolar fuera de la sombra del Opus Dei. Sus argumentos internos eran tales como: “en todos los hijos no se puede confiar de igual modo, y con algunos, la libertad tiene que restringirse especialmente hasta que maduren”. Y claro, con 3 numeratas por encima, imaginaros quien era la hija en la que menos se podía confiar: YO. Así que nada de cine niña. Si quieres ir a algún sitio, que sea al club, que el mundo está muy mal y nosotros sabemos que es lo mejor para ti.

Y así crecí: en un colegio de la Obra, en el club, con amigas del club y en una casa supernumeria que se parecía mucho al infierno (eso si, de puertas a fuera, ¡¡nadie lo sabía!!: todo un milagro de la técnica) . Comprendo que todas las familias supernumerarias no son iguales, pero también entiendo, que si una madre honrada como era la mía, muy inteligente, trabajadora, observante fiel de las directrices que le daban en el Opus Dei, convirtió su hogar en un vaso de hiel (con su marido dentro), es porque la doctrina y la orientación vital allí recibida hace agua de un modo clamoroso. Mi madre es el ejemplo vivo del fraude que supone el OPUS DEI. Aún queriéndonos, nos maltrató, ciega por completo a su falta de caridad, conducida por un sentido del deber asfixiante, que le llevaba a ver la vida como un valle de lágrimas, “una caricia amorosa” de su padre Dios.

Aún y todo me hice de la Obra: era lo único que conocía, y para que contar lo erosionantes que pueden resultar hasta lograrlo. Ello, a pesar de que el “estilo” de convivencia que allí observaba, era las antípodas de mi personalidad campechana y directa. Fue al final de mi adolescencia, cuando la “seducción del cariño” actuó en mi (dentro de la lógica más aplastante) con una intensidad arrolladora. Pasé de ser alguien indomable, humillada y despreciada en su casa, a una persona “original”, con muchas posibilidades humanas. Afortunadamente -pues nunca en mi vida he sufrido tanto, ni llorado tanto, ni pensado tantas veces en morir (y a quien le suene a broma, que no se confunda)-, ser de la Obra y en mi familia empezar a tratarme como una persona, fue todo uno: ¡ya pasaba por el aro!, ¡por fin había entrado en “razón”!. Ser adscrita (lo que hoy se llama “aspirante”) por aquel entonces no diré que me resultara fácil (dado mi natural anárquico e indisciplinado), pero al menos, había recuperado la dignidad como persona en mi familia. Hasta aquí, tan lejos, llegaba el dogmatismo del Opus Dei a cerca de lo que está bien y lo que está mal, lo correcto y lo incorrecto, lo aceptable (incluidas las personas) y lo inaceptable.

Nunca hice la fidelidad. No por que no quisiera, que va. Mi lavado de cerebro era tal, que jamás habría cuestionado mi vocación. No la hice porque me puse enferma. Y la enfermedad empezó a repercutir en mis estudios, en “la vida de familia”.... Tenía la enfermedad que yo llamo de “Como un gato en un garaje”. Que por supuesto, se me curó al salir del garaje.

Cuando dejé la Obra no salí de su ámbito. Durante un tiempo me seguí relacionando con gente afín y muchos ex. Y todavía, tuve ocasión de cometer algún que otro estropicio en mi vida, esta vez, en lo referente a la elección de mi pareja.

Hay quien dirá, que mi situación actual, mi inestabilidad emocional, mi vulnerabilidad y mi indecisión vital, son rasgos definitorios de mi rejalgar particular. Sin embargo, yo sé hubo un tiempo, en el que alguien sembró en mi madre, en su corazón y su mente, una semilla putrefacta. Mi madre la regó con devoción, me alimentó de sus frutos, y bajo su sombra crecí. Aunque mi apariencia era sana, mi estructura para la felicidad y la libertad estaban carcomidas. Pero eso es algo, que solo cobró importancia en el momento que salí del invernadero del Opus Dei. Entonces, en el mundo real y a los primeros zarandeos, me quebré: era una mujer de paja, sin seguridad, capacidad de decisión ni autoestima. El “hogar luminoso y alegre” que el Opus Dei prometió a mi madre, son hoy las arenas movedizas de mi personalidad, tan difícil (que no imposible, “nunca es tarde si la dicha es buena”) de afianzar. Soy joven pero me siento mayor. Deshacer tanto entuerto a base de “castañas” no resulta fácil, y demasiado a menudo me siento sola y cansada.

Ahora, nadie del Opus Dei puede venir a convencerme de su bondad: lo viví a través de mis padres y lo abracé incondicionalmente siendo fiel a una vocación extremadamente comprometida. Y tanto en un caso como en el otro, las promesas no se cumplieron, coseché infelicidad y vacío. No puedo negar a la evidencia, y en ese sentido, me siento una fuente privilegiada para dar una opinión a cerca del Opus Dei. Por supuesto, no todos la tomarán en cuenta. Pero si mi testimonio abriera los ojos a alguna de las personas que me leen, de modo que le llevara a escuchar a su corazón ante las contradicciones que observa continuamente dentro del Opus Dei ... habría valido la pena.




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