Cuadernos 9: Virtudes humanas/Al servicio de la sociedad

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AL SERVICIO DE LA SOCIEDAD


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El hombre es por naturaleza un ser social, y no podría desarrollar plenamente su humanidad sin estar integrado al menos en las llamadas sociedades naturales, como la familia y el Estado. Ciertamente, el orden social y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario 1. Y esto es así porque la persona humana posee una dignidad tal que se convierte en fin a cuyo servicio debe estar la organización social.

Pero nada tiene que ver esta apreciación con individualismos egoístas. Enseña también la Iglesia que la aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre contemporáneo (..). Esto es imposible si los individuos y los grupos sociales no cultivan en sí mismos y difunden en la sociedad las virtudes morales y sociales, de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad, con el auxilio necesario de la gracia divina 2.

La sociabilidad humana comporta así obligaciones precisas, que tejen una trama de derechos y deberes entre el individuo y la sociedad, y viceversa. La justicia legal o social y la justicia distributiva regulan estas relaciones, salvaguardando los derechos de la persona singular y los de la comunidad.

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Para el bien común

El principio rector de la justicia a nivel social es la búsqueda del bien común, es decir, el conjunto de condiciones de la vida social que, hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y fácil de la propia perfección 3.

Santo Tomás asevera que el bien común es mejor que el bien individual 4. Y en otro sitio añade: el bien común de muchos es más divino que el bien (natural) de uno solo 5. La sociedad no es una simple yuxtaposición de individuos, sino un organismo querido por Dios, cuyo cometido específico consiste en facilitar a las personas humanas, en el campo de la vida natural, todo lo que les ayude a alcanzar el fin último sobrenatural a que Dios llama a todos por medio de la gracia. En razón de esta subordinación al fin último, el bien común es fuente de obligaciones para los individuos que componen la sociedad, y nadie puede sentirse dispensado de colaborar en esta tarea.

Al margen de las formas políticas concretas que adquiera el orden social -y también éstas han de atenerse a la justicia, tanto en su instauración como en su ejercicio-, son propias del Estado una autoridad moral, un poder material y una autonomía legislativa, que le permitan cumplir su misión de garante del bien común. Respetando las legítimas libertades de los individuos, de las familias y de los grupos subsidiarios, sirve para crear eficazmente y en provecho de todos las condiciones requeridas para conseguir el bien auténtico y completo del hombre, incluido su destino espiritual 7.

La anarquía, el rechazo del poder público son, por eso, contrarios a la ley natural. Toda autoridad -como principio, prescindiendo del modo práctico de determinar las personas que la detentan- viene de Dios. Por mí reinan los reyes y los legisladores establecen leyes7. Y San Pablo, refiriéndose a las autoridades públicas, que en su época perseguían a los cristianos, escribe: que toda persona se someta a las autoridades superio-

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res, porque no hay autoridad que no venga de Dios; las que existen han sido constituidas por Dios. Así pues, quien se rebela contra la autoridad se opone al ordenamiento divino 8. Jesús mismo afirmó delante de Pilatos este mismo principio: no tendrías poder alguno contra mí, si no se te hubiera dado de lo alto 9. Y ésta ha sido siempre la enseñanza de la Iglesia. Es evidente -recuerda el Concilio Vaticano II- que la comunidad política y la autoridad humana pública tienen su fundamento en la naturaleza humana, y que, por ello, pertenecen al orden preestablecido por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes queden a la libre decisión de los ciudadanos 10.

Las autoridades públicas están gravemente obligadas a comportarse con equidad y justicia en la distribución de cargas y beneficios, a servir al bien común sin buscar el provecho personal, a legislar y gobernar en el más pleno respeto de la ley natural. A este respecto, las palabras del Señor son inequívocas: ¡ay de los que dan leyes inicuas! 11, clama por boca del profeta. Y añade, refiriéndose a los que están investidos de algún tipo de autoridad: oíd, pues, reyes y entended. Aprended los que domináis los confines de la tierra. Aplicad el oído los que imperáis sobre las muchedumbres y los que os engreís sobre la multitud de las naciones. El poder os fue dado por el Señor, y la soberanía por el Altísimo, que examinará vuestras obras y escudriñará vuestros pensamientos. Porque siendo ministros de su reino no gobernasteis rectamente, no guardasteis la Ley, ni caminasteis según la voluntad de Dios. Terrible y repentina vendrá sobre vosotros, porque de los que mandan se ha de hacer un juicio severo 12.

El cumplimiento de los deberes cívicos

En su misión de promover y velar por el bien común, la legítima autoridad pública tiene el poder de distribuir entre los ciudadanos las

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cargas y beneficios necesarios para la buena marcha de la sociedad. A una insidiosa pregunta sobre la moralidad de ciertas imposiciones estatales, el Señor respondió sentando un principio claro: dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios 13. Y comenta nuestro Padre: ya veis que el dilema es antiguo, como clara e inequívoca es la respuesta del Maestro. No hay -no existe- una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste 14.

Sería aberrante en un cristiano el incumplimiento de las legítimas leyes civiles, bajo pretexto de que son meramente humanas15. Porque, si son justas, forman parte del designio divino sobre la sociedad, y constituyen el ámbito en el que un cristiano corriente ha de buscar y encontrar a Dios. Sin embargo, es frecuente, en efecto, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad -parte de la virtud cardinal de la justicia-, y el sentido de la solidaridad cristiana se concretan también en este estar presentes, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad.

Por supuesto -escribe nuestro Padre-, no sería razonable pretender que cada uno de los ciudadanos fuera un profesional de la política; esto, por lo demás, resulta hoy materialmente imposible incluso en las sociedades más reducidas, por la gran especialización y la completa dedicación que exigen todas las tareas profesionales, y entre ellas la misma tarea política.

Pero sí se puede y se debe exigir un mínimo de conocimiento de los aspectos concretos que adquiere el bien común en la sociedad, en que vive cada uno, en unas circunstancias históricas determinadas; y también se

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puede exigir un mínimo de comprensión de la técnica -de las posibilidades reales, limitadas- de la pública administración y del gobierno civil, porque sin esta comprensión no puede haber crítica serena y constructiva ni opciones sensatas 16.

Como ciudadanos corrientes que son, con todos los derechos y deberes propios de su condición, los cristianos tienen el deber de aportar a la vida pública el concurso material y personal requerido por el bien común 20. Aquí encuentra su encuadre la obligación moral de pagar los impuestos justos, necesarios para que la sociedad llegue -en servicio del bien común- a donde sus miembros no pueden llegar singularmente. Dad a cada uno lo debido: a quien tributo, tributo 18, escribió San Pablo. El fraude fiscal es, por eso, contrario a la justicia 19, aunque la aplicación a cada caso concreto de este principio general hay que dejarlo, como sucede a menudo, al juicio de la conciencia bien formada.

Junto a este deber, el Concilio Vaticano II recuerda el derecho y al mismo tiempo el deber (...) de votar con libertad para promover el bien común 20. Desentenderse de manifestar la propia opinión a todos los niveles, a través del voto o sistemas equivalentes, es una falta contra la justicia, pues supone inhibirse del cumplimiento de unos derechos que a su vez -por sus consecuencias cara a los demás hombres- son deberes. Inhibición que podría llegar a ser grave si de ese abstencionismo se siguiera el triunfo de una formación política cuyo ideario está en contraste con los principios de la doctrina cristiana. Con mayor motivo, sería una grave falta contra la justicia apoyar a organizaciones o personas que no respetan en su actuación los puntos fundamentales de la ley natural o de la ley divino-positiva.

El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política concebida como servicio, no puede adherirse, sin contradecirse a sí mismo, a sistemas ideológicos que se oponen -radicalmente o en puntos sustanciales- a su fe y a su concepción del hombre. No es lícito, por tanto, favorecer a la ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de

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violencia y a la manera como esa ideología entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su historia personal y colectiva. Tampoco apoya el cristiano la ideología liberal, que cree exaltar la libertad individual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder, y considerando las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas individuales, y no ya como fin y motivo primario del valor de la organización social 21..

Promover la justicia

El deseo de construir un mundo más justo, en el que se respete y se ame la dignidad humana y la ley divina, es parte integrante del hambre y sed de justicia 22, que debe distinguir a los seguidores de Jesucristo. En efecto, las desigualdades inicuas y las opresiones de todo tipo que afectan hoy a millones de hombres y mujeres están en abierta contradicción con el Evangelio de Cristo, y no pueden dejar tranquila la conciencia de ningún cristiano 23.

Un cristiano se siente solidario con todas las personas necesitadas y comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana (cfr. Tertuliano, Apologeticus 17), no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar.

Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas, que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitán-

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donos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor 24.

Se trata de un estricto deber, que ningún cristiano de recta conciencia puede eludir. Hemos de sostener el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos, a pasar serenamente el tiempo de la enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con los demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a conocer y amar a Dios con plena libertad 25.

Nadie puede considerarse ajeno a esta responsabilidad. Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos -conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo-, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad 26. Así escribió nuestro Padre, haciendo eco a las enseñanzas de los Romanos Pontífices, porque combatir la miseria y luchar contra la injusticia es promover, a la par que el mayor bienestar, el progreso humano y espiritual de todos y, por consiguiente, el bien común de la humanidad 27.

Movilizarse en defensa de la justicia

En continuidad con el Magisterio anterior, también Juan Pablo II ha invitado insistentemente a los cristianos a movilizarse en una lucha pacífica para hacer triunfar la justicia, sobre todo en aquellas manifestaciones más relacionadas con los derechos fundamentales de la persona: derecho a la vida, al alimento, al trabajo, a la dignidad, etc. Por tanto, no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad.

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Aunque con tristeza, conviene decir que, así como se puede pecar por egoísmo, por afán de ganancia exagerada y de poder, se puede faltar también -ante las urgentes necesidades de muchedumbres hundidas en el subdesarrollo- por temor, indecisión y, en el fondo, por cobardía. Todos estamos llamados, más aún, obligados a afrontar este tremendo desafío de la última década del segundo milenio (...).

Lo que está en juego es la dignidad de la persona humana, cuya defensa y promoción nos ha sido confiada por el Creador, y de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia. El panorama actual -como muchos ya perciben más o menos claramente- no parece responder a esta dignidad. Cada uno está llamado a ocupar su propio lugar en esta campaña pacífica que hay que realizar con medios pacíficos, para conseguir el desarrollo en la paz 28.

Fieles a este llamamiento del Papa, en el Opus Dei -desde hace muchos años- se procura despertar estas inquietudes en las personas que se acercan a los medios de formación, y encauzarlas por senderos de servicio real y efectivo a los más necesitados. En un documento fechado en 1935, escribía nuestro Padre: fomentad en los muchachos todas sus ambiciones nobles, sobrenaturalizándolas 29. Y pocos años después, pensando también en la labor con gente joven, añadía que hemos de enseñar (...) que hay que hacer una gran batalla contra la miseria, contra la ignorancia, contra la enfermedad, contra el sufrimiento 30.

Esta batalla por el triunfo de la justicia es una exigencia de la genuina conciencia cristiana, que en la Obra se nos enseña a vivir con libertad y responsabilidad personales. La justicia social -explicaba nuestro Padre en una ocasión, haciéndose eco de la doctrina de la Iglesia- la ha querido Jesucristo siempre, y la queremos todos los católicos. Lo que ocurre es que muchas veces no somos buenos discípulos de Jesucristo. Pero la justicia social no es lo que dicen los marxistas, no es la lucha de clases: eso es una gran injusticia. Justicia es la mutua comprensión, es no ser egoísta, es comprender la situación de los otros y saber ayu-

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darles para que suban 31. Y en otra ocasión, añadía: la justicia social no se hace con violencia, ni a tiros, ni formando facciones (...). Si todos fuéramos buenos cristianos, medianamente cristianos, habría justicia social. Este es el camino 32.

La solución radical para instaurar y promover la justicia a todos los niveles de la sociedad consiste en cambiar el corazón de cada hombre, acomodándolo a las exigencias de la ley natural y de la ley divina. Por otra parte, en buena medida, resolver los grandes problemas de las clases indigentes es misión del Estado. Por eso -decía el Padre en una de sus catequesis-, yo pido -y rezo, también- oraciones por las autoridades públicas (..), que es a quienes corresponde darnos esa justicia social que individualmente no podemos conseguir más que en una pequeña parte 33.

Esta obligación del Estado no puede constituir una coartada para eludir el compromiso personal de cada uno en defensa de la justicia, a que nos urge la Iglesia. La solución de la mayor parte de los gravísimos problemas de la miseria se encuentra en la promoción de una verdadera civilización del trabajo. En cierta manera -afirma el Magisterio-, el trabajo es la clave de toda la cuestión social 34. Por eso, a nivel personal, se vive la justicia social cuando se paga lo que es debido a las personas que nos prestan un servicio; cuando cada uno se comporta rectamente en sus relaciones profesionales con las demás personas; cuando hace todo lo posible para mejorar las condiciones de vida de los más necesitados, ejercitando responsablemente sus derechos y deberes de ciudadano; cuando aporta sus legítimas opiniones -informadas del espíritu cristiano- en los diversos niveles asociativos de la sociedad...

El Opus Dei da a sus miembros, y a todas las personas que se acercan a sus labores apostólicas, el conocimiento de la doctrina social de la Iglesia, y estimula a ponerla en práctica. Además, por la unidad de vida que es característica esencial de nuestro espíritu, cada uno procurará remover la responsabilidad social de quienes le rodean, haciendo

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eco a esas enseñanzas del Magisterio ordinario de la Iglesia. Así es como la labor de la Obra, formando la conciencia de millones de personas, contribuye -sin ruidos, pero con eficacia- a la resolución de los problemas sociales.

Somos una fuerza santa, sobrenatural; tratamos de lograr que en el mundo haya menos pobres, menos ignorantes, más justicia; y te diré -respondía nuestro Padre a quien le preguntaba cómo luchar contra la injusticia social- que el primer medio es la oración, la mortificación. Que la puedes ejercitar en el trabajo, haciéndolo muy bien. Y luego, tratando a todos con cariño, con una amistad fiel, limpia, humana y sobrenatural.

Poquito a poco se irá andando, sin violencias; la violencia no trae más que el desorden, y horrores más grandes que los que quiere evitar 35.

Justicia y caridad

Pero no se nos oculta tampoco que, aunque consigamos llegar a una razonable distribución de los bienes y a una armoniosa organización de la sociedad, no desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de la incomprensión o el de la soledad, el de la muerte de las personas que amamos, el de la experiencia de la propia limitación 36.

Por eso, y porque un cristiano no puede vaciar las virtudes de aquella que a todas informa, la caridad, hay que decir que la justicia por sí sola no es suficiente, y (..) más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda, que es el amor, plasmar la vida humana 37.

La justicia y la caridad están tan unidas que la una sostiene a la otra. No existe distancia entre el amor al prójimo y la voluntad de justicia. Al oponerlos entre sí, se desnaturalizan el amor y la justicia a la vez. Además, el sentido de la misericordia completa el de la justicia, impidiéndole que se encierre en el círculo de la venganza 38. En efecto, la jus-

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ticia sin misericordia fácilmente acaba por ser cruel e indiferente. Unicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor (1 Ioann. IV, 16) 39. Y así, un mundo del que se eliminase el perdón, sería solamente un mundo de fría e irrespetuosa justicia, en nombre de la cual cada uno reivindicaría sus propios derechos respecto a los demás 40.

Por otra parte, la caridad sin justicia es caridad falsa, burda tapadera con la que se intentaría tranquilizar la conciencia. La caridad es el alma de la justicia 41, y, por tanto, le ha de estar íntimamente unida. Sin embargo, no es infrecuente encontrarse con personas que se llaman cristianas pero prescinden de la justicia, y se limitan a un poco de beneficencia, que califican de caridad, sin percatarse de que aquello supone una parte pequeña de lo que están obligados a hacer. Y se muestran tan satisfechos de sí mismos, como el fariseo que pensaba haber colmado la medida de la ley porque ayunaba dos días por semana y pagaba el diezmo de todo cuanto poseía (cfr. Luc. XVIII, 12).

La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo...; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: ,llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo (Galat. VI, 2). Entonces sí: ya vivimos plenamente la caridad, ya realizamos el mandato de .Jesús 42.

La mejor manera de promover la justicia en el mundo es el empeño por vivir como verdaderos cristianos. La tarea apostólica que Cristo ha encomendado a todos sus discípulos produce (...) resultados concretos en el ámbito social. No es admisible pensar que, para ser cristiano, haya que

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dar la espalda al mundo, ser un derrotista de la naturaleza humana. Todo, hasta lo más pequeño de los acontecimientos honestos, encierra un sentido humano y divino. Cristo, perfecto hombre, no ha venido a destruir lo humano, sino a ennoblecerlo, asumiendo nuestra naturaleza humana, menos el pecado: ha venido a compartir todos los afanes del hombre, menos la triste aventura del mal.

El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene -no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado- de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica 43.

Por esa misma razón, la justicia ha de ir adornada de un conjunto de virtudes -la religión, la piedad, la observancia, la veracidad, la gratitud, la fidelidad...- que contribuyen a manifestar su perfil amable y le dan su pleno sentido, compendio de todos los deberes con Dios y con el prójimo.


(1) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 26.

(2) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 30.

(3) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 26.

(4) Santo Tomás, S. Th., II-II, q. 47, a. 10.

(5) Ibid. q. 31, a. 3, ad 2.

(6) Pablo VI, Litt. apost. Octogesima adveniens, 14-V-1971, n. 46.

(7) Sap. VI, 1.

(8) Rom. XIII, 1-2.

(9) Ioann. XIX, 11.

(10) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 74.

(11) Isai. X, 1.

(12) Sap. VI, 1-5.

(13) Matth, XXII, 18-21.

(14) Amigos de Dios, n. 165.

(15) Cfr. León XIII, Litt. enc. Graves de communi, 18-1-1891, n. 8.

(16) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 46.

(17) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 75.

(18) Rom., XIII, 7.

(19) Cfr. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 30.

(20) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 75.

(21) Pablo VI, Litt. apost. Octogesima adveniens, 14-V-1971, n. 26.

(22) Matth. V, 6.

(23) Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia, 22-III-1986, n. 7.

(24) Es Cristo que pasa, n. 111.

(25) Amigos de Dios, n. 171.

(26) Es Cristo que pasa, n. 167.

(27) Pablo VI, Litt. enc. Populorum progressio, 26-III-1967, n. 76.

(28) Juan Pablo II, Litt. enc. Sollicitudo rei socialis, 30-XII-1987, n. 47.

(29) De nuestro Padre, Instrucción, 9-I-1935, n. 218.

(30) De nuestro Padre, Carta, 24-X-1942, n. 42.

(31) De nuestro Padre, Tertulia, 22-IV-1973.

(32) De nuestro Padre, Tertulia, 20-IV-1973.

(33) Del Padre, Tertulia 29-V-1983.

(34) Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia 22-III-1986, n. 83.

(35) De nuestro Padre, Tertulia, 12-X-1968.

(36) Es Cristo que pasa, n. 168.

(37) Juan Pablo II, Litt. enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 12.

(38) Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia, 22-III-1986, n. 57.

(39) Amigos de Dios, n. 172.

(40) Juan Pablo II, Litt. enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 14.

(41) Juan Pablo II, Alocución, 6-IX-1978.

(42) Amigos de Dios, nn. 172-173.

(43) Es Cristo que pasa, n. 125.