Cuadernos 8: En el camino del amor/Lo único necesario

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LO ÚNICO NECESARIO


Nos encontramos en el redil de Jesucristo, y estamos para algo. Haec est enim voluntas Dei, sanctificatio vestra (I Thes. IV, 3). Estamos aquí para hacernos santos. Nuestra vocación exige la santidad, que no es una santidad cualquiera, no es una santidad común, no es sólo eximia, sino heroica. Hablo aquí -decía nuestro Padre- sin dar a la palabra santidad el sentido teológico, sino el común, con el que unas personas dicen de otra que les parece ejemplar: ¡es un santo! Santidad heroica: es una exigencia de la llamada que hemos recibido. Hemos de ser santos de veras, auténticos; y si no, hemos fracasado 1.

Es preciso no perder nunca de vista que una sola cosa es necesaria 2 la santidad. Buscad, pues, primero el Reino de Dios y su justicia -nos ha dicho el Señor-, y todo lo demás se os dará por añadidura 3 . Lo primero, lo esencial, lo que no puede posponerse a ninguna otra cosa, es la búsqueda de la santidad.

Esta llamada -lo sabemos bien- comporta esfuerzo personal, una pelea constante, alegre, deportiva. Dios Nuestro Señor, al llamarnos a la Obra, nos exige que luchemos para ser santos (...). Pero no os perdáis en grandes consideraciones de heroísmo. Ateneos a la realidad de cada día, buscando con empeño la perfección en el trabajo ordinario. Ahí nos espe-

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ra Dios. Diariamente tenemos la ocasión de que nuestra respuesta sea afirmativa. Y esa afirmación sí que debe ser heroica, tratando de excederse, sin poner límites 4 .


Afán de santidad

Ninguna dificultad ha de frenar nuestro afán de santidad. Es comprensible que, a veces, sintamos el peso del cansancio o de las dificultades -esta mala pasta de que estamos hechos5-, y que, en ocasiones, parezca difuminarse del horizonte de nuestra vida el objetivo que que­remos alcanzar; o que la luz de Dios, a cuyo resplandor emprendimos el camino, dé la impresión de perder su brillo. Pero es lógico también que acudamos entonces al Señor, en la intimidad de la oración y en la charla fraterna, para pedirle confiadamente que nos haga ver con claridad lo que decía nuestro Padre: una sola cosa es necesaria (Luc. X, 42): santidad personal. Y cuando en nuestra lucha diaria, compuesta ordinariamente de muchos pocos, hay deseos y realidades de querer agradar a Dios, yo os aseguro, hijos míos, que nada se pierde. Todo el trabajo, aun el más escondido, aún el más insignificante, lleva la fuerza de la vida de Dios 6.

Por encima de las dificultades interiores o del ambiente, del cansancio o del desaliento, de los éxitos o de los fracasos, no podemos olvidar que Dios nos ha dicho a cada uno: santos seréis vosotros, porque Yo soy santo 7 . Si mantenemos vivo este afán, en cualquier circunstancia, ningún obstáculo entorpecerá nuestra marcha. Cristo se ha hecho para nosotros Camino; ¿podremos perder la esperanza de llegar? Este camino no puede tener fin, no se puede cortar, no lo pueden minar las lluvias ni los diluvios, ni puede ser asaltado por los ladrones. Camina seguro en Cristo, camina; no tropieces, no caigas, no mires atrás, no te detengas en el camino, no te apartes de él. Con tal de que cuides esto, habrás llegado 8.

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Pasaremos por encima de das dificultades como las aguas limpias de las cimas atraviesan los montes: ínter medium montium pertransibunt aquae 9. Cuando hay vida interior, los obstáculos aparentes no preocupan: no hay nada que pueda resistir al alma que sólo busca cumplir el querer de Dios. Hijos míos, tened mucha vida interior; así todo sale. Y sale como obra del Señor 10.

Los medios para ser santos

Desde que Cristo llamó a la plenitud de la vida cristiana a todos los hombres -sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto-11, la humanidad ha experimentado un crecimiento casi increíble de cultura y de progreso 12: la ciencia y la técnica han transformado la vida material de la sociedad haciéndola más humana. Sin embargo, la santidad tiene los mismos medios que al principio. los que el mismo Jesús nos dejó: no hay otros para los cristianos; no hay otros 13. Porque en la vida espiritual no hay nada que inventar; sólo cabe luchar por identificarse con Cristo, ser otros Cristus -ipse Christus-, enamorarse y vivir de Cristo, que es el mismo ayer que hoy y será el mismo siempre: Iesus Christus herí et hodie, ipse et in sarcula (Hebr. XIII, 8). ¿Comprendéis que yo os repita, una y otra vez, que no tengo otra receta que daros más que ésta: santidad personal? No hay otra cosa, hijos míos, no hay otra cosa 14 .

Para alcanzar este fin, el Señor nos da su gracia y nos ha dejado los sacramentos. Los seguidores de Cristo, llamados por Dios, no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos, y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesa-

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rio que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron 15.

El bautismo, hijos míos -comentaba nuestro Padre-, nos hace fideles, palabra que con aquella otra, santos, empleaban los primeros seguidores de Jesucristo para designarse entre sí, y que aún se usa: se habla de los fieles de la Iglesia. Después del bautismo, los otros sacramentos, que son signos instituidos por Jesucristo, pisadas, huellas de su paso divino por la tierra, nos dan la gracia santificante ex opere operato, por su propia virtud, si no hay obstáculos por nuestra parte; y si tenemos la gracia santificante, nos la aumentan. Y también nos dan la gracia sacramental, el auxilio divino que es propio, característico de cada sacramento.

Si no ponemos obstáculo, he dicho. Luego se necesita una buena disposición en quienes reciben los sacramentos, para que haya una gran eficacia. Y ¿en qué consiste la buena disposición? Os lo diré gráficamente: en las obras, en nuestra vida personal, porque la santidad no es comunitaria: si alguno dice eso, se equivoca. La santidad es un encuentro personal de cada alma con Dios, y cada alma tiene que poner de su parte cuanto pueda: las obras, el esfuerzo personal. Os diré con Santiago, en su epístola: sic et fides, si non habeat opera, mortua est in semetipsa (Iacob. II, 17). Por tanto, la fe, si no va unida a las obras, está muerta. ¡No sirve! (...).

¡Obras! ¡Obras! ¡Obras! ¡Obras! ¡Esfuerzo personal para corresponder a la gracia! 16. Sin actos concretos de servicio a nuestros hermanos y a to­das las almas, sin espíritu de oración y de penitencia, sin un trabajo constante y ordenado, habría motivos para dudar de la sinceridad de nuestros deseos de ser santos.

Cumplir las Normas con amor

La santidad es lo único verdaderamente necesario. Pero sólo este convencimiento no basta: hay que poner los medios para alcanzar la meta.

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¿Cómo podremos ser santos? Siendo consecuentes con nuestra vocación de cristianos y, concretamente, de cristianos en el Opus Dei, que son, que somos cristianos que hemos sentido una llamada particular del Señor, que no nos saca de nuestro sitio, que no nos arranca de nuestro ambiente, que no nos remueve del mundo, ni de nuestro estado, ni de nuestro trabajo profesional. Y -oídas esa llanada, porque nos ha dado la gana, que es la razón más sobrenatural- hemos respondido al Señor: ecce ego quia vocasti me (I Sam. III, 9), aquí me tienes, Señor, parque me has llamado (...).

¿Y qué medios tenemos que poner nosotros para lograr esa santidad específica del Opus Dei? ¿Cómo llegaremos al cumplimiento de ese fin? (...). Los medios son el cumplimiento de nuestras Normas, porque ese cumplimiento es una manifestación de fe recia, de esperanza segura. de amor de incendio, de sacrificio17.

No basta cumplir las Normas, como si se tratara de una obligación rutinaria; hay que cumplirlas amorosamente, con delicadeza, cuidándolas una a una, porque en ellas encontramos a Dios, que se nos da totalmente y que, en cambio, quiere toda nuestra vida, nuestro corazón entero: el Señor -os lo digo siempre- es un amante celoso arce pide todo nuestro amor, todo lo nuestro. Desea que le tratemos: en el Pan y en la Palabra: en la Eucaristía, tan maltratada ahora, y en la oración.

Hemos de unirnos íntimamente a Dios que se nos entrega, que se nos da como alimento, diciéndole con pasión: te quiero, te amo con locura.

Este amor hará que nos llenemos de confianza; y le diremos con la humilde sencillez del leproso del Evangelio (cfr. Matth. VIII, 2), porque también nosotros veremos nuestros males: hazme más fiel. Límpiame, para que pueda seguirte más de cerca, para que pueda caminar a tu lado, para que no me aparte nunca de ti.

Tenemos que rejuvenecer la llamada a la santidad, sentirla siempre actual y viva en nuestra alma. La vocación no es un hecho aislado, que sucedió una vez en nuestra vida; nuestro encuentro personal con Cristo no fue un encuentro casual, perdido ya en el recuerdo de los años. Je-

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sucristo está llamando continuamente a las puertas de nuestro corazón: ecce sto ad ostium et pulso 19, mira que estoy a tu puerta y llamo, nos sigue diciendo. Dios nos ha cogido el corazón, la vida entera. Un día, por su bondad infinita, sentimos el flechazo, que nos rindió para siempre. Y hemos de procurar que ese amor continúe, y que se haga cada día más intenso, más delicado20.

No pensemos que ya hemos caminado bastante, no nos detengamos en aquello a lo que hubiéramos llegado; por el contrario, eso ha de servirnos para andar más. Veis que somos caminantes y decís: ¿qué es andar? Lo diré muy brevemente: andar es progresar (...). Examínate y no te contentes nunca con lo que eres, si quieres llegar a lo que todavía no eres. Porque allí donde te consideraste satisfecho, allí te paraste. Si dijeres: "¡Ya basta!"; pereciste. Crece siempre, progresa siempre, avanza siempre 21.

Esta fue en todo momento la enseñanza de nuestro Padre. Hay en nuestro corazón luchas, hay victorias y derrotas, sentimientos que nos rebajan, y también empujones que nos levantan. Así, hijos míos, poniendo los medios, hemos de recorrer nosotros el camino libérrimo de hijos de Dios en su Opus Dei (...).

¿Sabéis lo que sucede a un camino por el cual no se anda? Aquí hay brasileños. Conoceréis quizá lo que una vez me contaron de cierta carretera de vuestra tierra, trazada con los medios más modernos, que iba desapareciendo porque la invadía la selva. Si hubiera habido -como quizá ahora habrá- mucho flujo de coches, de camiones.., la selva no habría vencido (...).

El camino de cada uno es personal: dentro del espíritu y del camino general de la Obra, todos tenemos un camino propio. Si no lo pisáis todos los días, si no os esforzáis por cumplir las Normas a lo largo de todo el trayecto, el sendero se irá borrando y os encontraréis después sin saber adonde ir.

Querría que éste fuera nuestro propósito de hoy: cuando hagáis vuestra oración personal en cualquier momento del día -hoy, mañana,

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después-, pensad en esa personalidad que la Obra no sólo respeta. sino que quiere fomentar en cada uno. Y, entonces, discurrid sobre el compromiso, ¡también personal!, que cada uno de vosotro y yo -yo lo mismo que vosotros- tenemos delante de Dios: procurar que nuestro camino no se borre. De esta manera no sólo lograremos no descaminarnos cada uno de nosotros; sino que la carretera general quedará bien aplanada, bien preparada, bien limpia. No podrá con nosotros la selva.

Quiero también que saquéis una consecuencia: que ninguno de vosotros, como yo -yo soy uno de tantos-; ninguno en el Opus Dei puede desentenderse de mantener limpio el camino. Y para tenerlo despejada hay que pisarlo, hay que andar por él. Todos tenemos el mismo deber, la misma obligación 22.

Urgencia de santidad

Especial necesidad tiene hoy la Iglesia de nuestra santidad y de la de todos los cristianos. Espera que digamos a la sociedad que nos circunda, al mundo cercano y lejano, que creemos en Jesucristo y que lo queremos seguir, y que siguiéndolo no andamos a ciegas, en las tinieblas, sino en la 1uz, de su palabra, de sus ejemplos, de su gracia 23. En momentos en los que parece echarse en olvido la vida interior y la santidad, cuando sólo se habla de acción, de números, de técnicas, tenemos la misión de recordar a los hombres que la santidad es lo único necesario. Y debéis pensar que la heroicidad, la santidad, la audacia, requieren una constante preparación espiritual. Siempre daremos aquello que tengamos; para dar a Dios, hay que tratarlo, vivir su vida, darse 24.

Este es otro motivo que debe impulsarnos a renovar el deseo de santidad. Nadie puede vivir tranquilo, en el Opus Dei, sin experimentar inquietud ante las masas despersonalizadas: rebaño, manada, piara, os dije alguna vez. ¡Cuántas pasiones nobles hay, en su aparente indiferencia,

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cuántas posibilidades! Es necesario servir a todos, imponer las manos a cada uno, como Jesús hacía -singulis manus imponens (Luc. IV, 40)-, para tornarlos a la vida, para curarlos, para iluminar sus inteligencias y robustecer sus voluntades, ¡para que sean útiles! Y haremos entonces del rebaño, ejército; de la manada, mesnada; y extraeremos de la piara a quienes no quieran ser inmundos 25.

Ante la ausencia de santidad que se manifiesta en la vida tibia de muchos cristianos, resuenan con vigor nuevo las palabras del Apocalipsis: el que daña, dañe aún; y el que está sucio, prosiga ensuciándose; pero el justo justifíquese más, y el santo, más y más se santifique. Mirad que vengo enseguida y traigo conmigo mi galardón para recompensar a cada uno según sus obras 26. Tenemos necesidad de ser muy santos, porque hemos de ahogar en abundancia de bien la mala semilla que se difunde en tantos ambientes: una vez que llegó al colmo el pecado, sobreabundó la gracia 27. Y la mejor manera de conseguirlo será acrecentar nuestro esfuerzo por mejorar la vida interior. Agradeced al Señor muestro camino -recomendaba nuestro Padre-, con una correspondencia siempre mayor. Pienso que este tiempo, en que vivimos ahora, es un momento de santidad en el mundo, porque en medio de tanta confusión que desorienta a las almas. El nos ha dado claridad de risión y tantas facilidades para que le llevemos otra vez por todo el mundo. Momento de santidad, es decir, que personalmente tenemos que animarnos para responder fielmente a la llamada divina 28.

Renovar el amor

Vale la pena que reavivemos nuestra vida interior, que renovemos una vez más aquella decisión que un día tomamos, para siempre, de seguir de cerca a Jesucristo. No os canséis nunca de amar, pase lo que pase. Nuestra vida en la tierra es una mala noche en una mala posada, pero

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todas las cosas desagradables pasan; lo que permanece es el amor de Dios 29. Sólo hay una dificultad capaz de impedirnos alcanzar ese fin al que Dios nos llama; nos lo dice nuestro Padre: a lo largo del camino -del vuestro y del mío- solamente veo una dificultad, que tiene diversas manifestaciones, contra la cual hemos de luchar constantemente (...).

Esa dificultad es el peligro del aburguesamiento, en la vida profesional o en la vida espiritual; el peligro de sentirse solterones, egoístas, hombres sin amor 30.

Ese aburguesamiento -olvidar que somos enamorados y que el Amor de Dios ha de ser el único móvil de nuestra entrega- mataría en su raíz el deseo de santidad y de apostolado, y nos acarrearía la infelicidad en la tierra y quizá la eterna. Por eso, si alguna vez notásemos estos síntomas, habríamos de reaccionar inmediatamente, con decisión, rechazando lo que podría apartarnos para siempre de Dios. Y es que no hay otra alternativa. Hay dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal. Y ti, hijo de Dios en la Obra, no puedes vivir más que la vida de Dios, la vida sobrenatural. Quid prodest...? (Matth. XVI, 26). ¿Qué aprovecha al hombre todo lo que hay en la tierra, todas las locuras del corazón satisfechas, todas las ambiciones de la inteligencia y de la voluntad? ¿Qué vale esto, si todo se acaba, si todo se hunde, si son bambalinas de teatro todas las cosas de este mundo terreno: si después es la eternidad para siempre, para siempre, para siempre?

Hijo mío, este adverbio -siempre- ha hecho grande a Teresa de Jesús. Cuando ella, niña, salía por la puerta del Adaja, atravesando las murallas de su ciudad, acompañada de su hermano Rodrigo, para ir a tierra de moros a que les descabezaran por Cristo, al hermano, que se cansaba, tomándolo en sus brazos, llevándolo a cuestas, decía: para siempre. para siempre, para siempre... 31.

Quizás en alguna ocasión tengamos que hacer lo mismo: poner nuestra mirada en el Cielo, vivir de fe y de esperanza. Sería entonces el momento de considerar aquellas palabras de Cristo en el Evangelio, co-

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mo una llamada a la responsabilidad de la propia salvación: ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? 32. Para esas ocasiones es el consejo de nuestro Fundador de pensar en la vida eterna. Muchas veces pienso yo también, hijo mío, que si el amor aquí en la tierra da tantas alegrías, ¿cómo será en el Cielo, cuando toda la Grandeza de Dios, toda la Sabiduría de Dios y toda la Hermosura de Dios, toda la vibración, todo el color, ¡toda la armonía!, se vuelque en ese vasito de barro que somos cada uno de nosotros?

¡Que vale la pena! Vale la pena decir que no a los amores por el Amor. Lo digo también de otra manera, positiva: porque me da la gana ser fiel al Amor de Cristo 33.

Con sentido de responsabilidad

Porro onum est necessarium! (Luc. X, 42), ha dicho Nuestro Señor. Una sola cosa es necesaria: la santidad personal. Este es el secreto de la alegría que vamos dando al mundo, de la siembra de paz que estamos metiendo en todas las clases de la sociedad 34.

La santidad, hijos míos, lleva consigo -no lo olvidéis- la felicidad en la tierra, aun en medio de todas las contradicciones; y de esto, bastantes de vuestros hermanos tienen una intensa experiencia. Porque -os lo digo continuamente- si queréis ser felices, sed santos; si queréis ser más felices, sed más santos; si queréis ser muy felices, sed muy santos 35. No podemos desaprovechar ni siquiera un segundo de nuestra corta vida; tan corta, que se va, mientras esperamos la eterna. Porque toda carne es heno, y toda su gloria como la flor del heno y se secó el heno, y su flor se cayó; pero la palabra del Señor dura eternamente (I Petr. I, 24 y 25).

Pensad también que statutum est hominibus semel morí (Hebr. IY, 27), que una sola vez se muere. Unos, en la infancia; otros, jóvenes, como vosotros; otros, en plena madurez; otros, cuando han llegado a envejecer.

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No podemos perder el tiempo, que es corto: es preciso que nos empeñemos de veras en esa tarea de nuestra santificación personal y de nuestro trabajo apostólico 36.

Todas las almas tienen derecho a exigirnos que nos excedamos en nuestra vocación de santidad. Estamos obligados a buscar la perfección cristiana, a ser santos, a no defraudar, no sólo a Dios por la elección de que nos ha hecho objeto, sino también a todas esas criaturas que tanto esperan de nuestra labor apostólica: 37. El Señor nos ha entresacado de los hombres -ego elegí vos, el posui vos, ut eatis et fructum afferatis 38 - y nos ha colocado en medio de la muchedumbre, para que seamos levadura, sal y luz; pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará? No vine sino para tirarla fuera y que la pisotee la gente 39. No podemos defraudar a tantas almas. ¡Levadura, sal, luz! Y eso serás tú y eso seré yo, si no nos apartamos del amor a la Iglesia, ¡con las obras!; si, cuando el Señor nos tiende su mano, hacemos el esfuerzo -porque nos da la gana, hemos dicho- de coger esa mano que viene del Cielo 40.

Porro unum est necessarium 41; una sola cosa es necesaria: santidad personal. Hijas e hijos queridísimos -insistía nuestro Padre hace muchos años-, daos cuenta de tantas cosas como el Señor. la Iglesia. la humanidad entera esperan del Opus Dei, que es todavía casi, como una semilla escondida en el surco; percataos de toda la grandeza de vuestra vocación y amadla cada día más, decididos a ser el instrumento que el Señor necesita, con optimismo, con alegría, con sentido sobrenatural.

Adelante, hijos míos, que Jesús y la Iglesia esperan mucho de nosotros; pero que se os meta bien en la cabeza y en el corazón que no haremos nada, si no somos santos 42.

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(1) De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, nota 9.

(2) Luc. X, 42.

(3) Matth. VI, 33.

(4) De nuestro Padre, Tertulia, 6-X-1968.

(5) De nuestro Padre, Meditación, 6-IV-1965.

(6) De nuestro Padre, Tertulia, 6-X-1968.

(7) Levil. XI, 44.

(8) San Agustín, Sermo 170, 11.

(9) Ps. CIII, 10.

(10) De nuestro Padre, Tertulia, 6-X-1968.

(11) Matth. V, 48.

(12) De nuestro Padre, Carta, 9-1-1959, n. 6.

(13) De nuestro Padre, Meditación, 25-XII-1968.

(14) De nuestro Padre, Carta, 9-1-1959, n. 6.

(15) Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 40.

(16) De nuestro Padre, Meditación, 25-XII-1968.

(17) De nuestro Padre, Meditación, 25-XII-1968.

(18) De nuestro Padre, Tertulia, 18-VIII-1968.

(19) Apoc. III, 20.

(20) De nuestro Padre, Tertulia, 18-VIII-1968.

(21) San Agustín, Sermo 169, 18.

(22) De nuestro Padre, Tertulia, 6-1-1971.

(23) Pablo VI, Alloc. 19-111-1967.

(24) De nuestro Padre, Tertulia, 6-X-1968.

(25) De nuestro Padre, Carta, 9-1-1959, n. 9.

(26) Apoc. XXII, 11-12.

(27) Rom. V, 20.

(28) De nuestro Padre, Tertulia, 6-X-1968.

(29) De nuestro Padre, Tertulia, 6-X-1968.

(30) De nuestro Padre, Instrucción, 8-XII-1941, n. 84.

(31) De nuestro Padre, Meditación, 12-X-1947.

(32) Matth. XVI, 26.

(33) De nuestro Padre, Tertulia, 20-X-1968.

(34) De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, nota 9.

(35) De nuestro Padre, Meditación, 25-XII-1968.

(36) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 43.

(37) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 57.

(38) Ioann. XV, 16.

(39) Matth. V, 13.

(40) De nuestro Padre, Meditación, 25-XII-1968.

(41) Luc. X, 42.

(42) De nuestro Padre, Carta, 31-V-1943, n. 62.